Authors: Douglas Preston & Lincoln Child
—¿Qué pasa? —preguntó, limpiándose la harina en un delantal que ya estaba lleno de grasa y masa de donut.
—¿Usted es el encargado?
—El mismo.
Pendergast metió la mano en el bolsillo trasero de sus vaqueros y sacó una cartera con la identificación.
—Somos del departamento de Obras Públicas, de la división de Normativa. Me llamo Addison, y este es Steele.
Tras examinar la identificación que había falsificado Pendergast la noche anterior, el encargado gruñó.
—¿Y qué quieren?
Pendergast guardó la identificación y sacó unas hojas grapadas, de aspecto oficial.
—Nuestro departamento ha llevado a cabo una auditoría del historial de obras y permisos de los edificios del barrio de St. Michel, y han aparecido varios con problemas, incluido el suyo. Problemas gordos.
El encargado frunció el ceño mientras miraba las hojas que le mostraba.
—¿Qué tipo de problemas?
—Irregularidades en la obtención de permisos. Cuestiones estructurales.
—No puede ser —dijo—. Pasamos inspecciones cada poco tiempo, como con la comida y la higiene...
—Nosotros no somos de sanidad —le interrumpió sarcásticamente Pendergast—. Según el registro, este edificio se construyó sin los permisos adecuados.
—Eh, un momento, llevamos aquí doce años...
—¿Y por qué cree que han encargado la auditoría? —dijo Pendergast, sin dejar de agitar los papeles ante el rostro sudoroso del encargado—. Había irregularidades. Acusaciones de corrupción.
—Oiga, de este asunto no tiene que hablar conmigo; son los del departamento de franquicias los que llevan el...
—El que está aquí es usted. —Pendergast se inclinó—. Tenemos que bajar al sótano, para ver cuál es la gravedad de la situación. —Se embutió los papeles en el bolsillo de la camisa—. Y tiene que ser ahora mismo.
—¿Quieren ver el sótano? Por mí encantado —dijo el encargado, sudando en abundancia—. No es culpa mía si hay problemas. Yo solo trabajo aquí.
—Muy bien, pues vamos.
—Ahora mismo les acompaña Joanie, mientras, Mary Kate atenderá a los clientes...
—Uy, no —volvió a interrumpirle Pendergast—. No, no, no. Nada de clientes hasta que hayamos terminado.
—¿Nada de clientes? —repitió el encargado—. Escuche, tengo a mi cargo una tienda de donuts.
Pendergast se inclinó un poco más.
—Es una situación peligrosa. Incluso podría haber vidas en juego. Según nuestro análisis, el edificio es inestable. Tiene usted la obligación de cerrar las puertas al público hasta que acabemos de comprobar los cimientos y los muros de carga.
—No sé —dijo el encargado, frunciendo aún más el entrecejo—. Tendré que llamar a la central. Sería la primera vez que cerramos en horario comercial, y en mi contrato de franquicia pone...
—¿Que no sabe, dice? Pues nosotros no vamos a perder el tiempo mientras llama a fulanito, menganito o a quien se le ocurra. —Pendergast se inclinó todavía más—. ¿Por qué intenta ponernos trabas? ¿Sabe qué pasaría si el suelo cediera mientras un cliente está comiéndose una caja de...? —Pendergast hizo una pausa para mirar el menú expuesto encima del mostrador—. ¿FatOnes de chocolate y plátano con doble de crema y cobertura glaseada?
El encargado sacudió la cabeza en silencio.
—Le pondrían una denuncia. Le acusarían de negligencia criminal. Homicidio en segundo grado. Tal vez incluso... en primer grado.
El encargado dio un paso hacia atrás. Respiró por la boca, mientras se le formaban gruesas gotas de sudor en la frente.
Pendergast dejó que se hiciera un silencio tenso.
—Hagamos una cosa —dijo con súbita magnanimidad—. Mientras usted pone el cartel de «cerrado», el señor Steele y yo haremos una inspección rápida del sótano. Si la situación, es menos grave de lo que se nos ha hecho creer, podrá reanudar su actividad a la vez que nosotros completamos el informe sobre el inmueble.
La cara del encargado reflejó un alivio inesperado. Se volvió hacia sus empleadas.
—Mary Kate, cerramos unos minutos. Joanie, acompaña al sótano a estos señores.
Pendergast y D'Agosta siguieron a Joanie a través de la cocina, una despensa y un lavabo, hasta una puerta sin ningún letrero. Al otro lado había una escalera de cemento muy empinada que bajaba hacia la oscuridad. Cuando la chica encendió la luz, apareció un cementerio de aparatos viejos: batidoras profesionales y freidoras industriales, que parecían pendientes de una reparación. Saltaba a la vista que el sótano era muy antiguo; las dos paredes, una enfrente de la otra, estaban hechas con piedras sin labrar y bastas juntas de cemento. Las otras dos eran de ladrillo, de aspecto todavía más antiguo, pero mucho mejor ensambladas. Al pie de la escalera había cubos de basura de plástico, y en un rincón, hules y láminas de plástico se amontonaban de cualquier manera, como si se hubieran olvidado de ellos.
Pendergast se volvió.
—Gracias, Joanie. Trabajaremos solos. Cierre la puerta al salir, por favor.
La chica asintió con la cabeza y se fue por la escalera.
Pendergast se acercó a una de las paredes de ladrillo.
—Vincent—dijo, recuperando su tono habitual—, o mucho me equivoco o detrás de esto hay otro muro, a unos tres metros: el del sótano de Arne Torgensson. Y en medio deberíamos encontrar una sección del antiguo acueducto, en el que es posible que el bueno del doctor ocultase algo.
D'Agosta dejó caer la bolsa de herramientas, que hizo ruido al chocar contra el suelo.
—Calculo que tenemos como máximo dos minutos antes de que el necio de arriba llame a su jefe y empiece a salpicarnos la mierda.
—Qué pintorescas expresiones utiliza —murmuró Pendergast, examinando con su lupa la pared de ladrillo y dándole unos golpéenos con un martillo de bola—. De todos modos, creo que puedo conseguir un poco más de tiempo.
—¿Ah, sí? ¿Cómo?
—Me temo que deberé informar a nuestro amigo el encargado de que la situación reviste todavía más gravedad de lo que habíamos creído en un principio. No solo hay que cerrar la tienda a los clientes, sino que incluso los empleados deberán salir del local hasta que hayamos completado la inspección.
Los pasos de Pendergast se alejaron livianos por la escalera, dejando paso al silencio. D'Agosta se quedó esperando en la oscuridad fresca y seca. Al cabo de un momento, procedente de arriba se oyó una erupción sonora: una protesta y voces airadas. El ruido desapareció casi tan rápidamente como había aparecido. Pendergast volvía a estar en lo alto de la escalera. Después de cerrar la puerta con cuidado, girando la llave, bajó y se acercó a la bolsa de herramientas. Metió la mano, sacó un mazo de mango corto y se lo dio a D'Agosta.
—Vincent —dijo con un esbozo de sonrisa—, le cedo a usted la iniciativa.
Mientras D'Agosta levantaba el mazo, Pendergast se inclinó hacia el antiguo muro y golpeó con los nudillos dos piedras contiguas, escuchando con atención. Había tan poca luz que D'Agosta tuvo que forzar la vista para distinguir algo. Tras unos instantes, el agente del FBI profirió un tenue gruñido de satisfacción y se irguió.
—Aquí —dijo, señalando un ladrillo cerca del centro de la pared.
D'Agosta se acercó y ensayó un mazazo, como un bateador esperando su turno.
—He conseguido cinco minutos más —dijo Pendergast—. A lo sumo, diez. Para entonces, no cabe duda de que nuestro amigo el encargado ya habrá vuelto. Y esta vez es posible que lo haga acompañado.
D'Agosta estampó el mazo en la pared; aunque el golpe dio algunos ladrillos más allá de donde apuntaba, el impacto del hierro contra el muro reverberó en sus manos y sus brazos. El segundo golpe dio algo más cerca. También el tercero. Dejó el mazo en el suelo y se secó las manos en la parte trasera de los pantalones. Después afianzó las manos en el mango y siguió trabajando. Al cabo de diez o doce golpes, Pendergast le indicó que parase. D'Agosta retrocedió, jadeando.
Entre una nube de polvo de cemento, el agente se acercó a la pared, iluminada por su linterna, y volvió a dar unos golpecitos en los ladrillos, uno tras otro.
—Se están soltando. Siga, Vincent.
D'Agosta volvió a adelantarse, para someter la pared a otra serie de golpes contundentes, el último de los cuales fue acompañado por un ruido como de algo roto. Un ladrillo se había partido. Pendergast se acercó una vez más con prontitud, sujetando en una mano un escoplo y en la otra un martillo. Después de palpar la pared medio caída, levantó el martillo y descargó con acierto una serie de golpes en torno a aquel punto, en la matriz de mortero y cemento antiguo. Se desprendieron varios ladrillos. Con las manos soltó unos cuantos más. Después dejó en el suelo el escoplo y el martillo y movió la linterna por la pared. Ya se veía un agujero, aproximadamente del tamaño de una pelota de playa. Introdujo la cabeza y movió la linterna por el interior.
—¿Qué ve? —preguntó D'Agosta. La respuesta de Pendergast fue apartarse. —Unos cuantos más, si es tan amable —dijo, señalando el mazo.
Esta vez D'Agosta apuntó hacia los bordes irregulares del boquete, concentrándose en la parte superior. Llovieron ladrillos, enteros o a trozos, y yeso viejo. Pendergast volvió a indicarle que parase. D'Agosta lo hizo encantado, jadeando por el esfuerzo.
Desde el otro lado de la puerta cerrada con llave, al final de la escalera, les llegó un ruido. El encargado estaba volviendo al local.
Pendergast se acercó otra vez al agujero de la pared. D'Agosta casi se pegó a su espalda. Entre los remolinos de polvo, los haces de sus linternas revelaron un espacio poco profundo al otro lado de las piedras rotas. Era una cámara de unos tres metros de ancho y algo más de un metro de profundidad. D'Agosta notó que se le cortaba de golpe la respiración. Su luz amarilla se había posado en una caja plana de madera, apoyada en la pared del fondo, y reforzada en ambos lados con puntales de madera. Pensó que tenía las dimensiones apropiadas para un cuadro. Era lo único visible bajo el manto de polvo.
Alguien sacudió el pomo de la puerta.
—¡Eh! —dijo la voz del encargado, recuperando gran parte de su agresividad inicial—. ¿Se puede saber qué están haciendo ahí abajo?
Pendergast miró rápidamente a su alrededor.
—Vincent —dijo mientras se giraba y enfocaba la linterna en el montón de hules y plásticos del rincón del fondo—, dese prisa.
No hacía falta que dijera nada más. D'Agosta se acercó corriendo a los hules y buscó uno que fuera lo bastante grande, mientras Pendergast se metía por el agujero recién practicado en la pared.
—Voy a bajar —gritó el encargado, sacudiendo la puerta—. ¡Abran la puerta!
Pendergast sacó la caja a rastras de su escondrijo. D'Agosta le ayudó a pasarla por el agujero y la envolvieron con el hule de plástico.
—He llamado a la oficina de franquicias de Nueva Orleans. —Era la voz del encargado—. ¡No pueden venir aquí y cerrar la tienda porque sí! Es la primera vez que oyen hablar de estas supuestas inspecciones...
D'Agosta cogió un lado de la caja, y Pendergast el otro. Empezaron a subir por la escalera. D'Agosta oyó una llave dentro de la cerradura.
—¡Abran paso! —vociferó Pendergast, saliendo de la nube de polvo y emergiendo en la penumbra del sótano. Llevaba en sus brazos la caja de madera, envuelta con el hule—. ¡Abran paso ahora mismo!
La puerta se abrió de golpe. El encargado, con la cara congestionada, la obstruía.
—¡Eh! ¿Se puede saber qué llevan ahí? —preguntó imperiosamente.
—Pruebas para un posible juicio penal. —Llegaron al rellano—. Esto cada vez pinta peor para usted, señor... —Pendergast echó un vistazo a la etiqueta del encargado—. Señor Bona.
—¿Para mí? Pero si yo solo llevo seis meses de encargado. Me trasladaron de...
—Usted es parte implicada. Si aquí se ha producido alguna actividad delictiva, cosa de la que estoy cada vez más convencido, su nombre constará en la citación. Bueno, ¿piensa apartarse o tengo que añadir obstrucción a una investigación a la lista de posibles acusaciones?
Por breves instantes quedó todo en suspenso. Finalmente, Bona se apartó con reticencia. Pendergast pasó a su lado, con la caja envuelta en hule, seguido de cerca por D'Agosta.
—Hay que darse prisa —dijo entre dientes al salir por la puerta.
El encargado ya estaba bajando al sótano, mientras marcaba un número en un móvil.
Corrieron calle abajo hacia el Rolls. Pendergast abrió el maletero; metieron la caja con el envoltorio protector, los cascos y la bolsa de trabajo de D'Agosta. Luego cerraron de golpe el maletero y se apresuraron a subir al coche, sin que Pendergast se molestase en quitarse el cinturón de herramientas.
En el momento en el que Pendergast ponía el coche en marcha, D'Agosta vio que el encargado salía de la tienda de donuts. Seguía con el móvil aferrado en la mano.
—¡Eh! —le oyeron gritar a una manzana de distancia—. ¡Eh, paren!
Pendergast metió la marcha y pisó a fondo el acelerador. El Rolls giró en redondo, chirriando, y salió a toda velocidad hacia la calle Court y la autovía.
Pendergast lanzó una mirada a D'Agosta.
—Buen trabajo, mi querido Vincent.
Esta vez no era un simple esbozo, sino una sonrisa de verdad.
Después de coger por Alexander Drive, se incorporaron a la I-10 y cruzaron el puente Horace Wilkinson. A sus pies, el ancho Mississippi fluía sombrío bajo un cielo de plomo.
—¿Usted cree que lo es? —preguntó D'Agosta—. ¿El
Marco Negro
?
—Rotundamente sí.
Cuando cruzaron el río, entraron en lo que ya era Baton Rouge. El tráfico de primeras horas de la tarde era moderado. La lluvia golpeaba a ráfagas el parabrisas y redoblaba el repiqueteo en el techo. Los coches que iban hacia el sur fueron poco a poco quedando atrás. En el cruce con la I-12, D'Agosta empezó a ponerse nervioso. No quería crearse falsas esperanzas, pero quizá —tan solo quizá— el reencuentro con Laura Hayward no estaba tan lejos. No había imaginado lo difícil que resultaba aquella separación forzosa. Naturalmente, hablar con ella cada noche lo paliaba un poco, pero no podía sustituir...
—Vincent —dijo Pendergast—, haga el favor de mirar por el retrovisor.
D'Agosta obedeció. Al principio no vio nada extraño en la procesión de coches; sin embargo, cuando Pendergast cambió de carril, vio que a cuatro o cinco coches de distancia había otro que hacía lo mismo. Era un turismo último modelo, azul oscuro o negro; resultaba difícil distinguir el color con la lluvia.