Pantano de sangre (41 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

BOOK: Pantano de sangre
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Hayward cerró los ojos; se sentía completamente insensible. Ni siquiera tuvo fuerzas para replicar.

—Al parecer —dijo Pendergast— nos enfrentamos con un asesino que también es médico.

Ella cerró los ojos. Estaba cansada, de eso, de todo, de la vida. Si Vinnie moría... Apartó esa idea de su cabeza.

—Se tomaron medidas extraordinarias para mantener en secreto el paradero de Vincent. Está claro que quien pretendía asesinarle goza de acceso especial a los historiales médicos, los proveedores y los archivos farmacéuticos. Solo hay dos posibilidades. La primera es que sea un miembro del equipo que está atendiendo a Vincent; sin embargo, sería una enorme coincidencia, además de algo muy inverosímil. El proceso de selección ha sido muy escrupuloso. La otra posibilidad, que es en la que creo yo, es que localizaron a Vincent siguiendo el rastro de la válvula de cerdo que usaron para operarle. Es incluso posible que su agresor sea un cirujano cardíaco.

Como Hayward no decía nada, continuó:

—¿Se da cuenta de lo que eso significa? Significa que han utilizado a Vincent como cebo. El culpable le ha inducido un coma mortal, a sabiendas de que acudiríamos al lecho del enfermo. Naturalmente, previo que llegaríamos juntos. No hacerlo ha sido lo único que nos ha salvado.

Hayward siguió de espaldas, escondiendo la cara. Cebo. Vinnie usado de cebo. Tras un breve silencio, Pendergast continuó:

—De momento, no podemos hacer nada. Por mi parte, creo que he descubierto algo fundamental. Después de separarnos he investigado el suicidio de June Brodie y he encontrado algunas coincidencias interesantes. Como ya sabemos, el suicidio se produjo solo una semana después de que Slade muriese en el incendio. Aproximadamente un mes más tarde, el marido de June dijo a sus vecinos que se iba de viaje al extranjero, y ya no volvieron a verle. La casa se quedó cerrada y al final se vendió. He intentado seguirle la pista, pero ya está muy fría. Ahora bien, no he encontrado ninguna prueba de que saliera del país.

Hayward se volvió despacio, a su pesar.

—June era una mujer atractiva, y parece ser que mantenía relaciones con Slade desde hacía mucho tiempo.

Finalmente, Hayward habló.

—Pues ya lo tiene —dijo con brusquedad—. No fue un suicidio. La mató el marido y luego se fue.

—Esa suposición contradice dos datos. El primero es la nota de suicidio.

—La obligó a escribirla.

—En la caligrafía, como usted ya sabe, no se apreciaba ningún indicio de tensión. Y también hay otra cosa. Poco antes del suicidio, a June Brodie le diagnosticaron una modalidad de esclerosis lateral amiotrófica: la enfermedad de Lou Gehrig. De todos modos, habría muerto por esa causa en relativamente poco tiempo.

Hayward reflexionó.

—La enfermedad apoyaría la hipótesis del suicidio.

—Asesinato —murmuró Pendergast—. Suicidio. Quizá no fuera ni lo uno ni lo otro.

Hayward pasó por alto ese comentario, muy propio de él.

—A su detective privado, Hudson, le mataron mientras investigaba a Brodie. Lo más probable es que la persona que está detrás de todo esto no quiere que le sigamos el rastro, lo cual convierte a June Brodie en una persona cuya importancia es clave para nosotros.

Pendergast asintió con la cabeza.

—En efecto.

—¿Qué más sabe de ella?

—Su historial familiar es muy normal. Los Brodie habían sido muy ricos; tenían petróleo, pero en los años sesenta se agotó, así que empezaron a pasar estrecheces. June tuvo una infancia con pocos medios. Cursó formación profesional cerca de su casa y obtuvo el título de enfermera, aunque solo ejerció unos años. Quizá no le gustase la profesión, o sencillamente quería cobrar más como secretaria personal de un alto ejecutivo. El caso es que entró a trabajar en Longitude y se quedó el resto de su vida. Se casó con su novio del instituto, aunque parece que no tardó en encontrar más emoción en Charles Slade.

—¿Y el marido?

—O no lo sabía, o se resignó. —Pendergast sacó de la americana una carpeta de cartulina y se la tendió—. Ahora fíjese en esto, por favor.

Al abrirla, Hayward encontró varios recortes de periódico amarillentos en fundas de plástico, y también un mapa.

—¿Qué es todo esto?

—Acaba de decir que para nosotros June Brodie tiene una importancia crucial. Estoy de acuerdo, pero me inclino a pensar que en este caso también hay otro aspecto que tiene una importancia clave: la geografía.

—¿La geografía?

—El pantano de Black Brake, para ser exactos.

Pendergast señaló los recortes con la cabeza.

Hayward les echó una rápida ojeada. Casi todo eran artículos de la prensa local sobre leyendas y supersticiones en torno al pantano de Black Brake: luces misteriosas por la noche, un buscador de ranas desaparecido, relatos de tesoros enterrados, y fantasmas... Ella, durante su infancia, había oído muchos rumores de ese tipo. El pantano, uno de los mayores del Sur, era muy famoso.

—Piense un poco —dijo Pendergast, pasando un dedo por el mapa—. A un lado de Black Brake está Longitude Pharmaceuticals. En el otro, Sunflower y la casa de la familia Doane. También tenemos a la familia Brodie, que vivía en las afueras de Malfourche, un pueblo a orillas del lago del extremo oriental del pantano.

—¿Y qué?

Pendergast dio unos golpecitos en el mapa.

—Pues que aquí, justo en medio de Black Brake, está Spanish Island.

—¿Qué es eso?

—La familia Brodie tenía un campamento de caza en medio del pantano, que se llamaba Spanish Island. Seguro que se trata de una isla en el sentido que se le da en el delta: una zona de barro más elevada y firme. El campamento debía de estar construido sobre plataformas y pilotes con creosota. Quebró en los años setenta. Lo cerraron y ya no volvió a abrir.

Hayward miró a Pendergast.

—¿Y qué?

—Fíjese en los artículos: todos pertenecen a periódicos locales de los pueblos que bordean el pantano: Sunflower, Itta Bena, y sobre todo Malfourche. Me fijé en estas historias por primera vez cuando consultaba el archivo de prensa de Sunflower, pero en ese momento no les di importancia. Sin embargo, si localiza las historias en el mapa, verá que están todas vagamente orientadas hacia el mismo sitio: Spanish Island, en lo más profundo del pantano.

—Pero... pero todo esto solo son leyendas, leyendas pintorescas.

—Por el humo se sabe dónde está el fuego.

Hayward cerró la carpeta y se la devolvió.

—Esto no es un trabajo policial. Solo son puras suposiciones. No tiene ningún dato objetivo que señale Spanish Island como lugar de interés para la investigación.

Los ojos de Pendergast se iluminaron fugazmente.

—Hace cinco años, un grupo ecologista limpió un vertedero ilegal que había en el pantano, más allá de Malfourche. Ese tipo de vertederos están por todo el Sur; en ellos se tiran coches viejos, neveras... todo lo que se hunda. Entre lo que sacaron del cieno había un coche. Naturalmente, buscaron al titular de la matrícula para multarle, pero no le encontraron.

—¿De quién era?

—El coche estaba a nombre de Carlton Brodie, el marido de June. Era el último que tuvo. Supongo que fue el que se llevó cuando dijo a todos los vecinos que se iba... al extranjero.

Hayward frunció el ceño y abrió la boca para decir algo, pero volvió a cerrarla.

—También hay otra cosa que me tiene intrigado desde que la he visto esta mañana. ¿Se acuerda del embarcadero quemado que vimos en Longitude? ¿El que estaba detrás del Complejo 6?

—¿Qué le pasa?

—¿Para qué diantres necesitaría Longitude Pharmaceuticals un embarcadero en el pantano de Black Brake?

Hayward pensó un poco.

—Podría ser anterior a Longitude.

—Es posible, pero a mí me pareció de la misma época que la compañía. No, capitana; todo apunta a que Spanish Island será nuestra próxima etapa, sobre todo el embarcadero.

La puerta de la sala de espera se abrió y el médico entró con paso enérgico. Empezó a hablar antes de que pudiera hacerlo Hayward.

—Se va a salvar —dijo, casi sin poder controlar la euforia—. Lo hemos descubierto justo a tiempo. Pavulon, un relajante muscular muy potente. Es el fármaco que le han inyectado. Faltaba un poco en la farmacia del hospital.

Hayward tuvo un momento de mareo. Se aferró al borde de una silla y se sentó.

—Menos mal.

El médico se volvió hacia Pendergast.

—No sé cómo ha sabido que se trataba de una inyección, pero gracias a ello le ha salvado la vida.

Hayward miró al agente del FBI. No se le había ocurrido pensarlo.

—Hemos avisado a las autoridades, por supuesto —añadió el médico—. Llegarán en cualquier momento.

Pendergast deslizó la carpeta debajo del traje.

—Magnífico. Lo siento, doctor, pero nosotros tenemos que irnos. Es extremadamente urgente. Aquí tiene mi tarjeta. Dígale a la policía que se ponga en contacto conmigo. Y pídales que organicen de inmediato un servicio de protección para el paciente, las veinticuatro horas. Dudo que el asesino vuelva a intentarlo, pero nunca se sabe.

—Sí, señor Pendergast —asintió el médico mientras cogía la tarjeta con el sello del FBI en relieve.

—No hay tiempo que perder —dijo Pendergast, volviéndose y caminando deprisa hacia la puerta.

—Pero... ¿qué vamos a hacer? —preguntó Hayward.

—Ir a Spanish Island, naturalmente.

61

Plantación Penumbra

La vieja mansión neogriega estaba sumida en la oscuridad. Gruesas nubes se interponían ante una luna hinchada, y sobre el paisaje de finales de invierno pesaba un manto de calor poco habitual. Hasta los insectos de las ciénagas parecían somnolientos, perezosos incluso para cantar.

Maurice recorría en silencio la planta baja de la casa, asomándose a las habitaciones para comprobar que las ventanas estuvieran bien cerradas, las luces apagadas y todo en orden. Tras echar el cerrojo de la puerta principal y girar la llave, echó otro vistazo, gruñó de satisfacción y se encaminó hacia la escalera.

El silencio se hizo trizas cuando sonó el teléfono de la mesa del vestíbulo.

Maurice lo miró, sobresaltado. En vista de que seguía sonando, se acercó y levantó el auricular con una mano nudosa y recubierta de venas.

—¿Diga?

—¿Maurice?

Era la voz de Pendergast. Había un ruido de fondo tenue pero constante, como ráfagas de viento.

—¿Diga? —repitió Maurice.

—Quería decirte que, al final, esta noche no iremos a casa. Puedes echar el cerrojo de la puerta de la cocina.

—Muy bien, señor.

—Calcula que llegaremos a finales de la tarde de mañana. Si nos retrasamos más, te avisaré.

—Comprendido. —Maurice hizo una pausa—. ¿Adonde van, señor?

—A Malfourche, un pueblecito al borde del pantano de Black Brake.

—Muy bien, señor. Que tengan buen viaje.

—Gracias, Maurice. Nos veremos mañana.

La llamada se cortó. Maurice colgó el teléfono y lo miró un momento, pensando. Después volvió a cogerlo y marcó un número.

Sonó varias veces antes de que contestase una voz masculina.

—¿Hola? —dijo Maurice—. ¿El señor Judson?

La voz del otro lado contestó afirmativamente.

—Soy Maurice, de la plantación Penumbra. Muy bien, gracias. Sí. Sí, acabo de tener noticias suyas. Se dirigen al pantano de Black Brake. A un pueblo que se llama Malfourche. He pensado que debía decírselo, ya que se preocupa tanto por él... No, no ha dicho por qué. Sí. De acuerdo. De nada. Buenas noches.

Volvió a colgar el teléfono y fue al fondo de la casa, para cerrar la puerta de la cocina tal como le habían ordenado. Tras una última mirada, regresó al pasillo principal y subió al primer piso por la escalera. Ya no hubo más interrupciones.

62

Malfourche, Mississippi

Mike Ventura se acercó al embarcadero podrido de delante del Tiny's Bait'n'Bar. Era un edificio de madera torcido y a punto de derrumbarse, apoyado en pilotes. Por encima del agua oyó un rumor de música country, gritos de entusiasmo y risas bulliciosas.

Tras deslizar su lancha baja de pesca hasta uno de los pocos amarres vacíos, apagó el motor, saltó a tierra y ató el cabo. Era medianoche. El bar de Tiny estaba abarrotado, y los embarcaderos a reventar, desde BassCats con todos los accesorios a simples botes de contrachapado. Pensó que aunque Malfourche fuera un pueblo de mala muerte, sabían correrse buenas juergas. Se humedeció los labios al pensar que, antes de dedicarse a lo que le había llevado allí, se tomaría una cerveza bien helada y un chupito de Jack Daniel's.

Los sonidos y olores del bar de Tiny le asaltaron nada más abrir la puerta: música a tope, cerveza, fluorescentes, serrín, humedad, y el olor del pantano que lamía los pilotes de debajo. La tienda de cebos, a la izquierda, y el bar, a la derecha, compartían el mismo espacio, una especie de granero. A aquella hora, la zona de venta de cebos tenía las luces apagadas. Era donde estaban las grandes neveras y cubas con los cebos vivos que tanta fama daban a Tiny's: lombrices, cangrejos de río, sanguijuelas, larvas de polilla y de mosca y huevas.

Ventura encontró un hueco en la barra. El mismísimo Tiny, una montaña humana, enorme y adiposa, que temblaba como un flan, plantó al instante en sus narices una lata de Coors con trocitos de hielo pegados, seguida de inmediato de un Jack Daniel's doble.

Ventura le dio las gracias con la cabeza, levantó el Jack Daniel's, se lo bebió de golpe y lo acompañó con un trago de Coors.

Le supo a gloria; ni que se lo hubiera recetado un médico. Llevaba demasiado tiempo en el pantano. Mientras se tomaba la cerveza, sintió un enorme cariño por aquel tugurio. Era de los últimos sitios donde no había negros, maricones ni yanquis; solo blancos, y no hacía falta decir nada; lo sabía todo el mundo. Era así desde siempre, y así seguiría siendo. Amén.

La pared de detrás de la barra estaba llena de postales, fotos de leñadores con hachas, otras más recientes de barcas con piezas de campeonato, peces disecados, billetes firmados y una vista aérea de Malfourche, de la época de la prosperidad, cuando allí se realizaba todo tipo de actividades, desde la tala de cipreses a la caza de aligátores. Era cuando todo el mundo tenía una barca decente, una camioneta y una casa que valía algo. Antes de que convirtieran medio pantano en reserva natural.

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