Pantano de sangre (19 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

BOOK: Pantano de sangre
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La camarera se acercó deprisa, recogió los platos y se fue justo cuando D'Agosta empezaba a pedir un café.

—Me gustaría saber cómo puedo conseguir una taza de java por aquí—dijo D'Agosta, intentando llamar su atención.

—Me temo, Vincent, que en este local no conseguirá ni su «java» ni cualquier otra cosa.

El detective suspiró.

—Bien, ¿y ahora quién vive en la casa?

—Nadie. Quedó abandonada, y sigue tapiada desde que mataron a tiros al señor Doane.

—Iremos a verla —dijo D'Agosta, afirmando, más que preguntando.

—Exacto.

—¿Cuándo?

Pendergast levantó un dedo para llamar a la camarera.

—En cuanto nuestra camarera, elocuente pese a su reticencia, nos traiga la cuenta.

25

No fue la camarera quien les llevó la cuenta, sino el director del hotel, que la dejó encima de la mesa y les informó sin la menor disculpa de que finalmente no podrían pasar allí la noche.

—¿Por qué? —preguntó D'Agosta—. Ya hemos reservado la habitación. Y ha apuntado nuestros números de tarjeta de crédito.

—Es que viene un grupo muy grande —contestó el director—. Ya tenían hecha la reserva, pero hemos tenido un despiste en recepción. Ya ven que es un hotel pequeño.

—Peor para ellos —dijo D'Agosta—. Nosotros ya estamos aquí.

—Aún no han deshecho las maletas —contestó el director—. De hecho, me han informado de que ni siquiera se las habían subido a las habitaciones. Ya he roto el recibo de la tarjeta. Lo siento.

Pero no lo dijo como si lo sintiera. D'Agosta estaba a punto de darle un buen rapapolvo, cuando Pendergast le puso una mano en el brazo.

—De acuerdo —dijo Pendergast, mientras abría la cartera y pagaba en efectivo la cuenta de la cena—. Buenas noches.

El director se alejó. D'Agosta se volvió hacia Pendergast.

—¿Piensa dejar que ese desgraciado se ría de nosotros? Está claro que nos echa por las preguntas que usted ha estado haciendo, y por la vieja historia que hemos desenterrado.

La respuesta de Pendergast fue señalar la ventana. Al mirar por ella, D'Agosta vio cómo el director del hotel cruzaba la calle. Le vio pasar al lado de varias tiendas cerradas hasta el día siguiente y meterse en la oficina del sheriff.

—Pero ¿qué jodido pueblo es este? —renegó—. Solo falta que salgan todos con horcas.

—A nosotros no nos interesa el pueblo —dijo Pendergast—. No tiene sentido complicar las cosas. Propongo que nos vayamos enseguida, antes de que el sheriff encuentre alguna excusa para echarnos.

Salieron del restaurante y fueron al aparcamiento de detrás del hotel. La tormenta que se había estado fraguando se acercaba deprisa. El viento sacudía las copas de los árboles, y se oía un rumor lejano de truenos. Pendergast levantó la capota del Porsche, mientras D'Agosta subía. Después también subió, puso el motor en marcha, se metió por un callejón y cruzó el pueblo por calles secundarias, evitando las vías principales.

La casa de los Doane quedaba a unos tres kilómetros del pueblo. Se llegaba por una carretera sin asfaltar, que en otros tiempos había estado bien cuidada, pero que ahora se reducía a una pista llena de baches. Pendergast condujo con cuidado, para no rascar el Spyder con la tierra compactada. A ambos lados, frondosas arboledas elevaban sus ramas desnudas hacia el cielo nocturno, como un encaje de huesos. D'Agosta, zarandeándose en su asiento hasta que le castañetearon los dientes, llegó a la conclusión de que en aquellas condiciones incluso habría sido preferible el Land Rover de Zambia.

A la vuelta de la última curva apareció la casa a la luz de los faros, bajo un cielo de nubes arremolinadas. D'Agosta se la quedó mirando, sorprendido. Esperaba encontrarse con un edificio grande y elegante, tan vistoso como sencillo era el resto del pueblo. Sin embargo, lo que veía era grande, en efecto, pero sin ninguna elegancia. De hecho, tenía el aspecto de un fuerte de la época de la compra de Luisiana. Construido con vigas enormes y bastas, presentaba una torre alta en cada lado, y una fachada central larga y baja, con un sinfín de pequeñas ventanas. Sobre la fachada había un anacrónico y extraño mirador rodeado por una reja de púas de hierro. La casa se erguía solitaria en un pequeño promontorio. Al este había bosques muy tupidos y oscuros, que llevaban al pantano de Black Brake. Mientras D'Agosta contemplaba el edificio, un relámpago que cayó en los bosques de detrás lo recortó por un momento en una luz amarilla y espectral.

—Es como si hubieran querido hacer un cruce entre un castillo y una cabaña de madera —dijo.

—Por algo el primer propietario era un magnate de la madera. —Pendergast señaló con la cabeza el mirador—. No me cabe duda de que vigilaba sus dominios desde allá arriba. He leído que era dueño de veinticinco mil hectáreas de terreno, incluida gran parte de los bosques de cipreses de Black Brake, hasta que el gobierno se las apropió para que formaran parte del bosque nacional y de una reserva de fauna.

El agente frenó al llegar a la casa y echó un vistazo rápido por el retrovisor antes de llevar el coche al otro lado y apagar el motor.

—¿Espera a alguien? —preguntó D'Agosta.

—Es mejor no llamar la atención.

Empezó a llover; gruesas gotas se estrellaban contra el parabrisas y la capota de tela. Pendergast bajó. D'Agosta tardó muy poco en seguirle. Apretaron el paso para refugiarse en un porche trasero. D'Agosta miró con cierta inquietud la laberíntica edificación. Respondía exactamente al tipo de residencia excéntrica que debía de atraer a un novelista. Todas las ventanas tenían los postigos cerrados. Y la puerta tenía una cadena y un candado. El entorno de la casa estaba invadido por la maleza, que suavizaba las líneas de los cimientos. Algunas vigas estaban recubiertas de musgo y líquenes.

Tras echar un último vistazo a su alrededor, Pendergast centró su atención en el candado. Lo levantó por el pasador, lo giró unas cuantas veces y pasó la otra mano, en la que sostenía una pequeña herramienta, por encima de la carcasa del cilindro. Tras una rápida maniobra, el candado se abrió ruidosamente. Pendergast quitó la cadena y la dejó caer al suelo. La puerta también estaba cerrada con llave. Se inclinó y utilizó la misma herramienta para forzar el mecanismo en un santiamén. Por último se irguió y, girando el pomo, abrió la puerta, arrancando un chirrido de protesta a las bisagras. Sacó una linterna del bolsillo y entró. D'Agosta ya hacía tiempo que sabía que cuando colaboraba con Pendergast siempre había que llevar dos cosas encima: una pistola y una linterna. Sacó el segundo objeto del bolsillo y siguió a Pendergast al interior de la casa.

Estaban en una cocina grande y anticuada. En el centro había una mesa de madera para desayunar, y en la pared del fondo, un horno, una nevera y una lavadora alineadas contra las baldosas. Cualquier parecido con la cocina de una familia normal acababa ahí. Los armarios, abiertos de par en par, dejaban ver la vajilla y la cristalería, casi toda rota y desperdigada por los mármoles y el suelo. Este último estaba sembrado de restos de comida —grano, arroz, legumbres—, resecos, esparcidos por las ratas y bordeados de moho viejo. Las sillas estaban volcadas y astilladas, y las paredes, salpicadas de agujeros hechos con una maza, o tal vez con el puño. Grandes trozos de escayola habían caído del techo, provocando pequeñas explosiones de polvo blanco en varios puntos del suelo, en las que se veían claramente huellas y excrementos de alimañas. D'Agosta movió la linterna por la estancia, observando aquella demencial destrucción. Detuvo la luz en un rincón, donde había un cúmulo grande y reseco de algo que parecía sangre en el suelo. Más arriba, en la pared, a la altura del pecho, había una serie de orificios irregulares, ocasionados por las ráfagas de un arma de fuego, con salpicaduras de sangre y vísceras como las del suelo.

—Sospecho que ahí es donde acabó su vida el señor Doane —dijo D'Agosta—, por cortesía del sheriff del pueblo. Parece que el forcejeo fue de ordago.

—En efecto, se diría que fue el lugar del tiroteo —murmuró en respuesta Pendergast—. Sin embargo, no hubo forcejeo. Estos destrozos se produjeron antes del momento de la muerte.

—Pero ¿qué coño pasó?

Pendergast observó un poco más el desorden antes de responder.

—Un descenso a la locura. —Enfocó su linterna en una puerta de la pared del fondo—. Vamos, Vincent. Sigamos.

Recorrieron despacio la planta baja; registraron el comedor, la sala de estar, la despensa, el salón, los cuartos de baño y otras estancias de función indeterminada. En todas partes encontraron el mismo caos: muebles caídos, cristalería rota, libros desgarrados en docenas de pedazos y desperdigados por el suelo... Dentro de la chimenea del estudio había cientos de huesos diminutos. Tras examinarlos a fondo, Pendergast afirmó que eran restos de ardillas; a juzgar por su posición los habían embutido en el tubo de la chimenea, donde se habían quedado hasta que la putrefacción los había hecho caer de nuevo en los morillos. En otra sala encontraron un colchón ennegrecido y manchado de grasa, rodeado de restos de comida: latas vacías de carne de cerdo y sardinas, envoltorios de chocolatinas, latas de cerveza aplastadas... Parecía que habían usado un rincón de la sala como letrina, sin ni siquiera limpiarla o disimularla. En ninguna pared de la casa había cuadros, con o sin marco negro; de hecho, los únicos adornos que se veían en los muros eran garabatos interminables y demenciales hechos con un rotulador violeta: una explosión de desquiciadas líneas temblorosas y zigzagueantes cuya sola visión ponía nervioso.

—Madre mía —dijo D'Agosta—. ¿Se puede saber qué buscaba Helen aquí?

—Muy curioso —contestó Pendergast—, sobre todo teniendo en cuenta que en el momento de su visita la familia Doane era el orgullo de Sunflower. Este acceso de locura criminal se produjo mucho más tarde.

Fuera tronó ominosamente, a la vez que se filtraban chispazos blancos de relámpagos por los postigos cerrados. Bajaron al sótano, donde había algo menos de desorden, aunque también se apreciaban señales del mismo vendaval de destrucción enajenada que tan palmario era en la planta baja. Tras una búsqueda exhaustiva e infructuosa, subieron a la primera planta. El torbellino de devastación era algo más benigno en la parte de arriba, si bien no faltaban indicios inquietantes. Una de las paredes de lo que solo podía ser el dormitorio del hijo varón estaba cubierta casi íntegramente de premios al buen rendimiento escolar y galardones por servicios prestados a la comunidad, que a juzgar por las fechas le habían concedido durante uno o dos años, en torno a la visita de Helen Pendergast. En cambio, la pared de enfrente estaba abarrotada de cabezas disecadas de animales —cerdos, perros y ratas—, clavadas del modo más tosco posible, sin ningún esfuerzo por limpiarlas, ni por desangrarlas; y así, de cada trofeo momificado bajaban gruesos chorros de sangre seca hacia los que estaban clavados más abajo.

El dormitorio de la hija era aún más espeluznante por su falta absoluta de personalidad: lo único reseñable era una hilera de libros con encuadernación roja, en una estantería que, por lo demás, solo contenía una antología de poesía.

Fueron atravesando paulatinamente las habitaciones vacías, mientras D'Agosta intentaba encontrar alguna lógica a todo aquel sinsentido.

Al fondo del pasillo encontraron una puerta cerrada con llave.

Pendergast sacó sus ganzúas, forzó la cerradura e intentó abrir la puerta. No se movía.

—Lo nunca visto —se sorprendió D'Agosta.

—Si observa usted la parte superior de las jambas, querido amigo, verá que la puerta, además de estar cerrada con llave, está clavada con tornillos. —Soltó el pomo—. Volveremos más tarde. Antes, echemos una ojeada al desván.

Los desvanes de la vieja casa eran un laberinto de habitaciones diminutas, encajadas bajo los aleros y llenas de muebles mohosos y maletas viejas. Sometieron las cajas y baúles a una inspección exhaustiva, que levantó unas nubes enormes de polvo, irrespirables; pero lo más interesante que encontraron fue ropa vieja y enmohecida, y fajos de periódicos ordenados, apilados y atados con cuerda. Pendergast hurgó en una vieja caja de herramientas, y al encontrar un destornillador se lo deslizó en el bolsillo.

—Vamos a ver qué hay en las dos torres —dijo, limpiándose el polvo del traje negro con patente desagrado—. Después nos dedicaremos a la habitación cerrada.

En el interior de las torres había unas columnas de escaleras de caracol, por las que corría el aire, y huecos de almacenamiento llenos de arañas, excrementos de rata y montones de libros viejos y amarillentos. Cada hueco de escalera acababa en un pequeño mirador cerrado, con ventanas que eran como barbacanas de castillo, con vistas al bosque expuesto a los relámpagos. D'Agosta sintió que se le estaba acabando la paciencia. No parecía que la casa tuviera gran cosa que ofrecerles, salvo locura v enigmas. ¿Para qué habría ido allí Helen Pendergast, si es que había ido?

Como no encontraban nada de interés en las torres, volvieron al cuerpo principal de la casa, y a la puerta cerrada. D'Agosta sujetó la linterna mientras Pendergast extraía dos largos tornillos. El agente giró el pomo, empujó la puerta y entró. D'Agosta le siguió y estuvo a punto de caerse hacia atrás de la sorpresa.

Era como entrar en un huevo Fabergé. Aunque no era muy grande, la habitación se le antojó casi una joya, llena de tesoros que brillaban con luz propia. Las ventanas estaban cubiertas con tablones y tela claveteada, que conservaban casi herméticamente el interior, cada una de las superficies había sido pulida con tanto esmero que ni toda una década de abandono había logrado deslucir su lustre. Hasta el último centímetro de pared estaba cubierto de cuadros. Todo estaba repleto de espléndidos muebles y esculturas de artesanía, con alfombras deslumbrantes en el suelo y relucientes joyas sobre terciopelo negro.

En el centro había un diván tapizado de cuero curtido, y repujado con una asombrosa catarata de diseños florales abstractos. Las líneas, hechas a mano, fluían con tanta destreza, y eran de una belleza tan hipnótica, que a D'Agosta le costó un gran esfuerzo quitarles la vista de encima, cuando a decir verdad había otros objetos en la sala que reclamaban a gritos su atención.

En un extremo había varias esculturas fantásticas de cabezas alargadas, talladas en madera exótica, junto a un despliegue de joyas exquisitas, de oro, piedras preciosas y lustrosas perlas negras.

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