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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Pantano de sangre (45 page)

BOOK: Pantano de sangre
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—Levántelo para Tiny.

Obedeció. Al mirar fijamente el espejo, y verse en él, Tiny abrió mucho los ojos de miedo.

—Qué está haciendo... No, por favor, Dios mío...

Su voz, balbuciente, se apagó. Tema los ojos inyectados en sangre, desorbitados, y su enorme cuerpo paralizado por el miedo.

—Todas las armas aquí, en la barca del señor Tiny —dijo Pendergast sin alterarse, señalando con la cabeza la embarcación vacía que tenían al lado—. Todo. Ahora mismo.

Nadie se movió.

Pendergast apartó la vena de la herida ensangrentada con la parte plana de la hoja.

—O hacen lo que les digo, o corto.

—¡Ya le habéis oído! —dijo Tiny, con una especie de susurro aterrorizado y estridente—. ¡Las armas en la barca! ¡Haced lo que os dice!

Hayward siguió aguantando el espejo. Los hombres, murmurando, empezaron a pasarse las armas para arrojarlas a la barca, cuyo fondo plano tardó poco en llenarse de todo un arsenal.

—Cuchillos, sprays... todo. Más cosas arrojadas.

Pendergast se volvió hacia el flaco, Larry, que estaba tirado en el suelo de la embarcación. Sangraba, a causa de una herida de arma blanca en el brazo y un disparo que se había hecho él mismo en el pie.

—Quítese la camisa, por favor.

Tras un breve titubeo, Larry obedeció.

—Désela a la capitana Hayward.

Hayward recogió la prenda, húmeda y maloliente, y dando la espalda a los barcos que les rodeaban, se quitó la blusa hecha jirones y el sujetador roto y se puso la camisa manchada de sangre.

Pendergast se volvió hacia ella.

—Capitana, ¿desea usted alguna arma?

—Esta TEC-9 parece adecuada —dijo Hayward cogiendo la pistola del montón de armas. La miró por todos los lados. Sacó el cargador, lo examinó y lo metió otra vez—. Reconvertida en automática. Y con cargador de cincuenta balas. Suficientes para cargarse a todos aquí mismo.

—Una elección poco elegante, pero eficaz —dijo Pendergast.

Hayward apuntó al grupo con la TEC-9.

—¿Alguien quiere seguir viendo el espectáculo?

Silencio. Solo se oían los sollozos ahogados de Tiny, quieto como una estatua, aunque las lágrimas caían por sus mejillas.

—Me temo —dijo Pendergast— que han cometido ustedes un grave error. Esta señora es efectivamente capitana de homicidios de la policía de Nueva York, y yo, a todos los efectos, agente especial del FBI. Hemos venido a investigar un asesinato que no tiene nada que ver con ustedes, ni con su localidad. La persona que les dijo que éramos ecologistas, les mintió. Ahora, voy a hacerles una pregunta; la haré una sola vez, y si recibo una respuesta que no me satisface, cortaré la yugular de Tiny, y mi colega, la capitana Hayward, les disparará como a perros. Defensa propia, por supuesto. ¿Quién lo pondría en duda, si somos agentes del orden?

Silencio.

—La pregunta es la siguiente: señor Tiny, ¿quién le llamó para avisarle de que veníamos?

Tiny contestó inmediatamente.

—Fue Ventura, Mike Ventura, Mike Ventura —dijo con un farfulleo y entre sollozos ahogados.

—¿Y quién es Mike Ventura?

—Un tipo que vive en Itta Bena, pero que viene mucho por aquí; muy deportista, con mucho dinero. Pasa mucho tiempo en el pantano. Fue él. Vino a mi bar y nos dijo que ustedes eran ecologistas, que querían convertir en reserva el resto de Black Brake y dejar sin trabajo a la gente del pantano...

—Gracias —dijo Pendergast—, ya es suficiente. Ahora les explicaré qué va a pasar. Mi colega y yo reanudaremos nuestro viaje en la lancha de pesca del señor Tiny, magníficamente equipada. Con todas las armas. Y ustedes se irán a sus casas. ¿Entendido?

Nada.

Tensó el cuchillo debajo de la vena.

—¿Tendrían la amabilidad de contestar?

Murmullos y gestos de aquiescencia.

—Perfecto. Como pueden ver, ahora estamos bien armados. Y les aseguro que ambos sabemos usar estas armas. ¿Le importaría hacer una demostración, capitana?

Hayward apuntó con la TEC-9 a un grupo de arbolillos, y abrió fuego. Tres cortas ráfagas. Los árboles se cayeron lentamente al agua.

Pendergast retiró el cuchillo de debajo de la vena.

—Necesitará usted unos puntos, señor Tiny.

El obeso individuo se limitó a gimotear.

—Yo les aconsejaría que lo hablasen entre ustedes, hasta que se les ocurra una manera creíble de explicar que el señor Tiny se haya cortado el cuello y que el bueno de Larry se haya disparado en el pie. La capitana y yo tenemos cosas más importantes que hacer y no queremos más estorbos. Mientras no vuelvan a molestarnos, y siempre que no le hagan nada a mi coche, que vale bastante dinero, no consideramos necesario presentar denuncia ni arrestar a nadie, ¿verdad, capitana?

Hayward sacudió la cabeza. Curiosamente, el estilo de Pendergast empezaba a tener sentido; al menos en aquel lugar dejado de la mano de Dios, sin refuerzos, ante aquellos animales que lo único que querían era violarla, asesinarles a los dos y hundir sus cadáveres en el pantano.

Pendergast subió a la lancha de pesca, seguido por Hayward. Tras abrirse camino entre aquel arsenal, Pendergast puso el motor en marcha e hizo avanzar la embarcación, mientras las otras, a su alrededor, se apartaban a regañadientes para dejarle paso.

Después aceleró y la lancha de pesca se metió por la ensenada más ancha del fondo del brazo de río, rumbo sur por la tupida malla vegetal bajo las últimas luces del día.

68

Malfourche, Mississippi

Desde el interior de su Escalade, con el aire acondicionado al máximo, Mike Ventura vio que las barcas se iban repartiendo por los amarres de detrás del bar de Tiny. Acababa de ponerse el sol detrás del agua y el color del cielo era de un naranja sucio. Empezó a inquietarse. No parecía un grupo de guerreros volviendo de una incursión victoriosa. Presentaba más bien la imagen taciturna, abatida y astrosa de una desbandada. Cuando vio que en una de las últimas embarcaciones iba Tiny, que bajó al embarcadero tambaleándose, con un pañuelo ensangrentado al cuello y una mancha de sangre seca en un lado de la camiseta, tuvo la seguridad de que algo había fallado.

Con un hombre a cada lado, sujetando sus brazos carnosos, Tiny entró en su establecimiento arrastrando los pies, y desapareció. Mientras, otros del grupo, que habían visto a Ventura, hablaban y gesticulaban. Empezaron a acercarse. No parecían contentos.

Ventura acercó la mano al botón del seguro de las puertas. Lo apretó, haciendo que se cerrasen con un clic. Ellos rodearon el coche en silencio, con las caras congestionadas, estriadas de sudor.

Ventura abrió la ventanilla un par de centímetros.

—¿Qué ha pasado?

Nadie contestó. Tras un momento tenso, uno de ellos levantó el puño y lo estampó ruidosamente en el capó.

—Pero ¿qué pasa? —exclamó Ventura.

—¿Que qué pasa? —gritó el hombre—. ¿Que qué pasa?

Otro puño en el coche. De repente, todos empezaron a aporrearlo y a darle puntapiés en los lados, diciendo palabrotas y escupiendo. Perplejo y horrorizado, Ventura cerró la ventanilla y dio marcha atrás, tan deprisa que los que estaban detrás tuvieron que echarse a un lado para que no les atropellase.

—¡Hijo de perra! —chilló el grupo, con una sola voz—. ¡Mentiroso!

—¡Eran del FBI, gilipollas!

—¡Mentiroso de mierda!

Girando frenéticamente el volante, Ventura pisó el acelerador, levantando una nube de polvo y grava en un arco de ciento ochenta grados. Cuando ya se iba, el impacto de una piedra hizo un ruido sordo en la luna trasera, que se resquebrajó como una telaraña.

Mientras aceleraba por la estrecha carretera, empezó a sonar su móvil. Lo cogió: Judson. Mierda.

—Estoy a punto de llegar —dijo la voz de Judson—. ¿ Cómo ha ido?

—Algo se ha jodido, y además de verdad.

Cuando Ventura llegó a su pulcra finca del borde del pantano, la camioneta de Esterhazy ya estaba allí. El se encontraba al lado de la plataforma, alto, vestido de caqui, descargando armas. Ventura aparcó al lado y bajó. Esterhazy se volvió para mirarle, muy serio.

—¿Qué le ha pasado a tu coche? —preguntó.

—Lo han atacado los tipos del pantano, en Malfourche.

—¿No lo han resuelto?

—No. Tiny ha vuelto con una herida en el cuello, y estaban todos desarmados. Han querido lincharme. Estoy metido en un buen lío.

Esterhazy le miró fijamente.

—¿Así que esos dos están yendo a Spanish Island?

—Parece que sí.

Mirando al otro lado de la gran casa encalada de Ventura y del extenso césped, digno de una mesa de billar, contempló el embarcadero privado, donde estaban amarradas las tres embarcaciones de Ventura: una barca Lafitte, una lancha de pesca deportiva recién estrenada, con soportes hidráulicos para el motor y una consola Hummingbird, y un hidrodeslizador de gran potencia. Apretó la mandíbula. Después subió a la plataforma de la camioneta y bajó la última funda de escopeta.

—Parece —dijo lentamente— que tendremos que ocuparnos nosotros mismos del problema.

—Y cuanto antes, porque como lleguen a Spanish Island, se acabó.

—No les dejaremos ir tan lejos. —Esterhazy entornó los ojos para mirar el crepúsculo—. En función de lo rápido que vayan, tal vez ya estén acercándose.

—Se mueven despacio. No conocen el pantano.

Esterhazy miró la lancha de pesca.

—Con aquella Yamaha 250 es posible que aún tengamos tiempo de interceptarles cuando crucen el antiguo canal de leñadores que hay cerca de Ronquille Island. ¿Sabes a cuál me refiero?

—Sí, claro —dijo Ventura, molesto porque Esterhazy pudiera poner en duda su conocimiento del pantano.

—Entonces, mete estas armas en la lancha y vámonos —ordenó Judson—. Tengo una idea.

69

Pantano de Black Brake

Una luna de color mantequilla se elevó entre los gruesos troncos de los cipreses calvos, derramando una luz tenue en el pantano oscurecido por la noche. El faro de la lancha deslizaba su haz por la maraña de árboles y plantas que tenían delante, iluminando de vez en cuando pares de ojos brillantes. Hayward sabía que casi todos eran de ranas y sapos, pero empezaba a acobardarse. Aunque las extrañas historias que le habían contado de niña sobre Black Brake fueran simples leyendas, era consciente de que aquel lugar estaba infestado de aligátores y serpientes venenosas, unos y otras totalmente reales. Impulsó la lancha, empapada de sudor, manejando la pértiga desde el centro hacia atrás. Sobre su piel desnuda, la camisa de Larry le picaba y le escocía. Pendergast estaba echado en la proa, frente a los dos mapas abiertos, examinándolos al milímetro con su linterna. Había sido un viaje largo y lento, con constantes recovecos sin salida, falsas pistas y una minuciosa labor de navegación.

Pendergast enfocó la linterna en el agua y echó por la borda una pizca de polvo, con un vaso, para comprobar la corriente.

—Una milla, o tal vez menos —murmuró, reanudando el examen de los mapas.

Hayward empujó la pértiga. Regresó a la popa, la levantó, caminó hacia delante y la clavó otra vez en el fondo cenagoso.

Tenía la sensación de estar hundiéndose en aquella selva verde y marrón que les rodeaba.

—¿Y si el campamento ya no existe?

No hubo respuesta. La luna estaba más alta. Respiró el aire denso, húmedo y fragante. Un mosquito zumbó mientras intentaba meterse en su oreja. Lo ahuyentó de un bofetón.

—Tenemos delante el último canal de leñadores —dijo Pendergast—. Al otro lado está el tramo final de pantano antes de Spanish Island.

La lancha metió el morro en unos jacintos de agua medio podridos, que desprendieron un agrio olor vegetal.

—Apague el faro y las luces, por favor —dijo Pendergast—. No vayamos a alertarles de nuestra presencia.

Hayward desconectó las luces.

—¿De verdad cree que hay alguien más allí?

—Algo hay, de eso estoy seguro. Si no, ¿por qué se habrían esforzado tanto en detenernos?

Cuando sus ojos se acostumbraron, Hayward se quedó sorprendida por lo iluminado que estaba el pantano con la luna llena. Delante, entre los troncos, vio una cinta de agua que brillaba. Poco después, la lancha entró en el canal de leñadores, infestado de lentejas de agua y jacintos. Las ramas de los apreses se entrelazaban por encima, formando un túnel.

La lancha se detuvo de golpe. Hayward tropezó y usó la pértiga para mantener el equilibrio.

—Nos hemos enganchado con algo que hay debajo de la superficie —dijo Pendergast—. Puede ser una raíz o una rama de árbol caída. A ver si puede rodearla con la pértiga.

Hayward aplicó todo su peso a la pértiga. La popa de la lancha giró hasta que chocó fuertemente contra un tronco de ciprés. La embarcación tembló, cabeceó y se desprendió del obstáculo. Justo cuando Hayward se apoyaba en la pértiga, lista para impulsar de nuevo la lancha por el canal de leñadores, vio que se desprendía de las ramas de encima algo largo, reluciente y negro, que aterrizó en sus hombros. La cosa, fría y seca, resbaló por la piel de su cuello. Hayward tuvo que recurrir a toda su voluntad para no gritar de sorpresa y de asco.

—No se mueva —dijo Pendergast—. Ni un músculo.

La capitana esperó, haciendo un gran esfuerzo para quedarse quieta, mientras Pendergast daba un paso lentamente hacia ella, se paraba y, con mucho cuidado, se ponía en equilibrio sobre el arsenal del fondo de la lancha. Levantó una mano, le quitó de los hombros la gruesa y anillada visitante y la arrojó mediante un brutal latigazo. Al girarse, Hayward vio que la serpiente —que medía más de un metro— se retorcía en el aire hasta caer al agua, a popa de la lancha.


Agkistrodon piscivorus
—dijo Pendergast, muy serio—. Mocasín de agua.

Hayward sentía un hormigueo en la piel. Aún notaba la asquerosa sensación de tener algo resbalando por su cuerpo. Siguieron adentrándose por el canal y por la densa maleza. Tras echar un vistazo a su alrededor, Pendergast estudió otra vez los mapas y las cartas. Hayward manejaba la pértiga con precaución, sin apartar la vista de los troncos que se trenzaban sobre su cabeza. Mosquitos, ranas, serpientes... Lo único con lo que aún no se había encontrado era con un aligátor.

—Es posible que pronto tengamos que bajar e ir a pie —murmuró Pendergast—. Parece que delante hay obstáculos.

Levantó la vista del mapa y volvió a mirar a su alrededor.

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