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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Pantano de sangre (30 page)

BOOK: Pantano de sangre
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—Doctor—dijo Hayward—, soy policía. Conmigo no hace falta que maree la perdiz. Quiero saber qué posibilidades tiene.

El cirujano la miró con ojos apagados.

—Es un procedimiento difícil y complejo. Ahora mismo, mientras estamos aquí hablando, un equipo formado por los mejores cirujanos de Luisiana están trabajando en ello. Sin embargo, incluso en las mejores circunstancias (un paciente sano, sin complicaciones)... no acostumbra a salir bien. Es como intentar reconstruir el motor de un coche... mientras está en marcha.

—¿No acostumbra? —Hayward se sintió mareada—. ¿Qué quiere decir?

—No sé cuáles son las estadísticas, pero yo, como cirujano, situaría las posibilidades de éxito en un cinco por ciento... o menos.

Siguió un largo silencio. Cinco por ciento, o menos.

—¿Y un trasplante de corazón?

—Si tuviéramos un corazón compatible, y a punto, sería una posibilidad, pero no hay ninguno.

Hayward buscó a tientas el brazo de la silla y se dejó caer.

—¿El señor D'Agosta tiene parientes a quienes haya que avisar?

Tardó un poco en responder.

—Una ex mujer y un hijo... en Canadá. No hay nadie más. Y es «teniente», no «señor».

—Perdone. Bueno, tendrán que disculparme, pero tengo que volver al quirófano. La operación aún durará como mínimo ocho horas. Eso si va todo bien. Si quieren quedarse, no hay ningún problema, aunque dudo que haya alguna novedad hasta el final.

Hayward asintió aturdida. No lograba asimilarlo. Era como si hubiera perdido toda su capacidad de raciocinio.

Notó que el cirujano le tocaba suavemente un hombro.

—¿Puedo preguntarle si el teniente es creyente?

Intentó concentrarse en la pregunta, hasta que asintió con la cabeza.

—Católico.

—¿Desea que avise al sacerdote del hospital?

—¿El sacerdote?

Laura miró a Pendergast de reojo, sin saber muy bien qué decir.

—Sí—dijo él—, nos gustaría mucho que viniera el sacerdote. Querríamos hablar con él. Y, dadas las circunstancias, le ruego que le pida que se prepare para administrar la extremaunción.

Un suave pitido procedente del médico le hizo bajar la mano con un gesto maquinal. Cogió un busca del cinturón y lo miró. El servicio de megafonía se activó al mismo tiempo, emitiendo una voz dulce de mujer por un altavoz escondido.

—Código azul, sala de operaciones dos uno. Código azul, sala de operaciones dos uno. Equipo de reanimación a sala de operaciones dos uno.

—Disculpen —dijo el cirujano, con cierta prisa en la voz—, pero tengo que irme.

44

Después de un timbre, la megafonía se apagó. Hayward se quedó petrificada en su asiento; la cabeza le daba vueltas. No tenía fuerzas para mirar a Pendergast, o a las enfermeras; únicamente al suelo. Tampoco podía pensar en otra cosa que en la expresión del cirujano cuando se había ido a toda prisa.

Pocos minutos después llegó un sacerdote con una cartera negra. Casi parecía otro médico. Era bajo, con el pelo blanco y una barba muy cuidada. Sus ojos brillantes, como de pájaro, miraron primero a Hayward, y después a Pendergast.

—Soy el padre Bell. —Dejó la cartera y tendió una mano pequeña. Hayward la cogió, pero él, en vez de estrechársela, se la apretó en señal de consuelo—. ¿Y usted?

—Capitana Hayward. Laura Hayward. Soy... íntima amiga del teniente D'Agosta.

Las cejas del sacerdote se arquearon un poco.

—¿Es decir, que es policía?

—De la policía de Nueva York.

—¿Ha sido herido en acto de servicio?

Hayward vaciló. Pendergast tomó el relevo con presteza.

—En cierto modo. Yo soy el agente especial Pendergast, del FBI, colaboraba con el teniente.

Un firme saludo con la cabeza y un apretón de manos.

—He venido para administrar los sacramentos al teniente D'Agosta, concretamente el que llamamos ungir a los enfermos.

—Ungir a los enfermos —repitió Hayward.

—Antes lo llamábamos «últimos sacramentos», pero siempre fue un término incómodo e inexacto. Tenga en cuenta que es un sacramento para los vivos, no para los moribundos, y que su finalidad es la curación.

Su voz era suave y musical.

—Espero que no les molesten mis explicaciones. A veces mi presencia puede ser alarmante. La gente cree que solo me llaman cuando se espera que fallezca alguien, lo cual no es cierto.

Pese a no ser católica, a Hayward le tranquilizó que fuera tan directo.

—El código que acabamos de oír... —Hizo una pausa—. ¿Significa que...?

—Al teniente le atiende un magnífico equipo médico. Si hay alguna manera de sacarle de esto, la encontrarán. Si no, se hará la voluntad de Dios. Bien, ¿alguno de los dos considera que el teniente pudiera tener algún motivo para que no le administre los sacramentos?

—Si quiere que le diga la verdad, nunca ha sido un católico muy practicante... —Hayward titubeó. No recordaba la última vez que Vinnie había ido a la iglesia. Sin embargo, por alguna razón, que el sacerdote estuviera con ellos la tranquilizaba, e intuyó que D'Agosta lo habría agradecido—. Yo diría que a Vincent le parecería bien.

—De acuerdo. —El sacerdote le apretó la mano—. ¿Puedo ayudarles en algo? ¿Alguna gestión? ¿Alguna llamada? —Hizo una pausa—. ¿Alguna confesión? Aquí en el hospital hay una capilla.

—No, gracias —dijo Hayward.

Miró a Pendergast, pero él no dijo nada.

El padre Bell les saludó con la cabeza, recogió su cartera negra y se fue por el pasillo, hacia los quirófanos, con paso rápido y seguro, tal vez un poco apresurado, incluso.

Hayward apoyó la cara en las manos. «Cinco por ciento... o menos.» Una posibilidad sobre veinte. La breve sensación de consuelo que había aportado el sacerdote se disipó. Más valía hacerse a la idea de que Vinnie no saldría de esta. Era una muerte tan inútil, un desperdicio de vida tan grande... No tenía ni cuarenta y cinco años. Se acumulaban los recuerdos, fragmentarios, torturadores; desgarradores los malos, y aún más los buenos.

Oyó la voz de Pendergast, muy lejos.

—Si saliera mal, quiero que sepa que Vincent no habrá muerto en vano.

Hayward miró fijamente, a través de los dedos, el pasillo vacío por donde se había ido el sacerdote, y no contestó.

—Capitana... Un policía se juega la vida a diario. Pueden matarte en cualquier momento, en cualquier sitio y por cualquier motivo: intervenir en una discusión doméstica, frustrar un ataque terrorista... Toda muerte en acto de servicio es honrosa, y Vincent se había embarcado en la tarea más honrosa que existe: la de ayudar a remediar una injusticia. Su esfuerzo ha sido vital, absolutamente crucial para resolver este asesinato.

Hayward no dijo nada. Volvió a pensar en el código azul. Había pasado un cuarto de hora. Pensó que tal vez el sacerdote no llegaría a tiempo.

45

South Mountain, Georgia

El camino salía del bosque y subía hasta la cumbre de la montaña. Judson Esterhazy frenó al borde del prado justo a tiempo para ver cómo se ponía el sol tras las colinas de pinos, impregnando el brumoso atardecer con un rojizo resplandor, mientras en la distancia relumbraba el oro blanco de un lago bajo las últimas luces del día.

Se paró, respirando suavemente. La supuesta montaña tan solo lo era de nombre. No pasaba de ser un simple promontorio. En cuanto a la cima, era larga y estrecha, como un caballón cubierto de hierba alta, con un calvero de granito sobre el que se erguían los restos de lo que parecía una torre de vigilancia contra incendios.

Miró a su alrededor. No había nadie en la cumbre. Salió de entre los pinos carolinos y se acercó a la torre por una pista antiincendios infestada de maleza. Al llegar a los pies de la elevada construcción, se apoyó en una de las vigas oxidadas, hurgó en el bolsillo y sacó su pipa y una bolsa de tabaco. Introdujo la pipa en la bolsa y la cargó lentamente de tabaco, apretándolo con el pulgar, mientras aspiraba el aroma de latakia. Cuando estuvo llena, la sacó, limpió el borde de hebras sueltas, apretó de nuevo el tabaco, sacó un mechero del mismo bolsillo, lo encendió y dio unas chupadas con una serie de movimientos lentos y regulares.

El humo azul se alejó en el crepúsculo. Mientras fumaba, Esterhazy vio que alguien aparecía por el fondo del prado, al final del camino del sur. Encima de South Mountain había varios caminos, procedentes de distintas carreteras y direcciones.

La fragancia del tabaco caro, los efectos calmantes de la nicotina y el reconfortante ritual serenaron sus nervios. En vez de mirar cómo se acercaba la otra persona, mantuvo la vista en el oeste, en la difusa luz anaranjada que coronaba las colinas, donde poco antes había estado el sol. Siguió mirando en esa dirección hasta que oyó el roce de unas botas sobre la hierba, y un leve jadeo. Entonces se volvió hacia el hombre, a quien llevaba una década sin ver. Le encontró distinto ha como le recordaba: con un poco más de papada y algo menos de pelo, aunque recio, todavía, y vigoroso. Llevaba botas de goma caras, y una camisa de cambray.

—Buenas tardes —dijo el hombre.

Esterhazy se sacó la pipa de la boca y la levantó a guisa de saludo.

—Hola, Mike —contestó.

Las facciones del recién llegado no se veían bien, ya que tenía el crepúsculo detrás.

—Bueno —dijo—, parece que pensabas resolver tú solo este pequeño lío, y en cambio se ha vuelto un lío bastante más gordo.

Esterhazy no pensaba dejar que le hablaran así, y menos Michael Ventura.

—Nada que tenga que ver con Pendergast es un «pequeño lío» —dijo con dureza—. Está pasando exactamente lo que había temido todos estos años. Debía hacer algo, y es lo que he hecho. En principio te correspondía a ti, pero seguro que la habrías cagado aún más.

—Lo dudo. Es el tipo de trabajo que mejor se me da.

Un largo silencio. Esterhazy absorbió un fino hilo de humo y lo dejó salir lentamente, tratando de recuperar la calma.

—Ha pasado mucho tiempo —dijo Ventura—. No empecemos con mal pie.

Esterhazy asintió con la cabeza.

—Es que... pensaba que todo eso había quedado atrás. Que era agua pasada.

—Nunca quedará atrás, al menos mientras esté el asunto de Spanish Island por solucionar.

El rostro de Esterhazy expresó una repentina preocupación.

—Va todo bien, ¿verdad?

—Todo lo bien que se puede esperar.

Otro silencio.

—Verás —dijo Ventura, más afablemente—, ya sé que para ti no resulta fácil. Hiciste el mayor de los sacrificios, y te lo agradecemos mucho.

Esterhazy chupó la pipa.

—Vayamos al grano —dijo.

—De acuerdo. A ver si lo entiendo: en vez de matar a Pendergast, has matado a su socio.

—D'Agosta. Un feliz accidente. Era un cabo suelto. También me he encargado de otros dos cabos sueltos: Blast y Blackletter, dos personas a quienes hace tiempo que deberíamos haber puesto fuera de circulación.

La respuesta de Ventura fue escupir en la hierba.

—No estoy de acuerdo, ni lo he estado nunca. A Blackletter se le pagó bien por su silencio. Y Blast solo estaba relacionado indirectamente.

—Pero no dejaba de ser un cabo suelto.

Ventura se limitó a sacudir la cabeza.

—Ahora se ha presentado la novia de D'Agosta, y resulta que es la capitana de homicidios más joven de toda la policía de Nueva York.

—¿Y qué?

Esterhazy se sacó la pipa de la boca y habló con frialdad.

—Mike, no tienes ni idea, pero ni idea, de lo peligroso que es ese Pendergast. Yo le conozco bien. Tenía que actuar inmediatamente. Por desgracia no he podido matarle a la primera, y el segundo intento será mucho más difícil. Lo entiendes, ¿verdad?

¿Te das cuenta de que es él o nosotros?

—¿Cuánto puede llegar a saber?

—Ha encontrado el
Marco Negro
, sabe lo de la enfermedad de Audubon, y no sé cómo, pero se ha enterado de lo de la familia Doane.

Una brusca inhalación.

—Me estás tomando el pelo. ¿De la familia Doane? ¿Cuánto?

—A saber. Ha estado en Sunflower y ha visitado la casa. Es tenaz e inteligente. Podemos dar por supuesto que lo sabe todo, o lo sabrá.

—Qué hijo de puta... ¿Cómo diablos se ha enterado?

—Ni idea. Aparte de ser un investigador brillante, esta vez Pendergast está motivado, más motivado que nunca. Ventura sacudió la cabeza.

—Y tengo bastante claro que le estará largando sus sospechas a esa capitana de homicidios, de la misma manera que lo hizo con su socio, D'Agosta. Me temo que tarde o temprano alguien hará una visita a nuestro común amigo.

Una pausa.

—¿Crees que la investigación es oficial?

—Parece que no. Creo que están trabajando por su cuenta. Dudo que participe nadie más.

Ventura pensó un poco antes de volver a hablar.

—Así que ahora se trata de acabar el trabajo.

—Exacto. Cargarse a Pendergast y a la capitana. Ahora mismo. Hay que matarles a todos.

—¿Y el poli al que le diste, D'Agosta? ¿Seguro que está muerto?

—Creo que sí. Recibió una bala del 308 en la espalda. —Judson frunció el ceño—. Aunque si insiste en no morir, tendremos que ayudarle. Eso déjamelo a mí.

Ventura asintió con la cabeza.

—De los demás me encargo yo.

—Está bien. ¿Necesitas ayuda? ¿Dinero?

—Lo último que nos preocupa es el dinero. Ya lo sabes.

Ventura se fue por el prado, hacia el cielo rosado del atardecer, hasta que su silueta oscura desapareció entre los pinos del fondo.

Judson Esterhazy pasó el siguiente cuarto de hora apoyado en la torre de control de incendios, fumando en pipa y pensando. Finalmente vació la pipa y la golpeó contra la viga para sacar el fondillo. A continuación se la guardó en el bolsillo, miró por última vez la luz que se apagaba al oeste, se giró y se fue por el camino, hacia la carretera del otro lado de la colina.

46

Baton Rouge

Laura Hayward no sabía exactamente cuánto tiempo había pasado; cinco horas, o cincuenta. La lenta sucesión de los minutos se mezclaba con una extraña fuga de anuncios por megafonía, voces rápidas y quedas, y pitidos de aparatos. A veces veía a Pendergast a su lado. Otras se daba cuenta de que ya no estaba. Al principio intentaba acelerar el tiempo mentalmente. Después, a medida que se alargaba la espera, solo tenía ganas de ralentizarlo, consciente de que cuanto más tiempo pasara Vincent D'Agosta encima de la mesa de operaciones, más se reducirían sus posibilidades de sobrevivir.

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