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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Pantano de sangre (4 page)

BOOK: Pantano de sangre
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Lentamente, sin mover ninguna otra parte de su cuerpo, Mfuni extendió un solo dedo, otra vez noventa grados a su izquierda.

Pendergast siguió el gesto con la mirada, manteniéndose absolutamente inmóvil. Escrutó la brumosa penumbra de la hierba, intentando vislumbrar un pelaje marrón o el brillo de un ojo de color ámbar, pero nada.

Una tos grave... y de pronto un estallido sonoro aterrador, que hizo temblar el suelo; un terrible rugido que se les echó encima como un tren de mercancías. No por la izquierda, sino justo delante.

Pendergast giró en redondo, a la vez que surgía de la hierba un borrón de músculos ocres y un pelaje rojizo, con la boca rosada muy abierta, erizada de dientes; disparó por un solo cañón, con un ¡pam! estruendoso, pero no había tenido tiempo de preparar el disparo, así que de repente tuvo encima al león: trescientos kilos de felino enorme y apestoso que lo aplastaron contra el suelo. Después sintió cómo se clavaban en su hombro unos colmillos al rojo vivo, y gritó retorciéndose bajo la sofocante masa, agitando el brazo libre en un esfuerzo por recuperar la escopeta que había salido despedida a causa del descomunal impacto.

El león se había escondido tan hábilmente, y el ataque había sido tan rápido, a tan poca distancia, que Helen Pendergast no pudo disparar antes de que la fiera cayese sobre su marido. Después, ya fue tarde. Estaban demasiado juntos para arriesgarse a disparar. Abandonó de un salto el lugar donde estaba, nueve metros detrás de ellos, y se lanzó por la hierba, chillando para distraer al monstruoso león, a la vez que corría hacia el horrible ruido de gruñidos sordos y húmedos. Irrumpió en el claro justo cuando Mfuni hundía su lanza en la tripa del león. El animal —mayor de lo que debería ser cualquier león— se apartó de Pendergast y se lanzó hacia el rastreador, destrozándole parcialmente una pierna. Después se metió en la hierba, con la lanza a rastras, clavada en la barriga.

Helen apuntó con cuidado a la grupa del león, que se alejaba; al disparar recibió un fuerte culatazo del enorme cartucho 500/416 Nitro Express.

Falló el disparo. El león había desaparecido.

Corrió hacia su marido. Aún estaba consciente.

—No —dijo Pendergast, sin aliento—. El.

Helen miró a Mfuni. Estaba tumbado de espaldas, regando el polvo con la sangre arterial que manaba del músculo de la pantorrilla derecha que colgaba de una tira de piel.

—Dios mío...

Helen le arrancó la parte inferior de la camisa, la retorció cuanto pudo y se la ató por debajo de la arteria seccionada. Después buscó a tientas un palo, lo deslizó por debajo de la tela y lo sujetó con fuerza para hacer un torniquete.

—Jason... —dijo con urgencia—. ¡No te vayas! ¡Jason!

Mfuni tenía la cara mojada de sudor y los ojos muy abiertos, temblorosos.

—Aguanta el palo. Si se te entumece la pierna, suéltalo un poco.

Los ojos del rastreador se abrieron mucho.

—Memsahib, el león está volviendo.

—Tú aguanta el...

—¡Está volviendo!

La voz de Mfuni se quebró de miedo.

Helen se volvió hacia su marido, sin hacerle caso. Pendergast estaba boca arriba, con la cara pálida. Tenía el hombro deformado, cubierto de una masa de sangre coagulada.

—Helen —dijo con voz ronca, intentando levantarse—, ve a buscar tu escopeta. Ahora mismo.

—Aloysius...

—¡Ve a buscar tu escopeta, por lo que más quieras!

Era demasiado tarde. El león salió de su escondrijo con otro rugido ensordecedor, levantando un remolino de polvo y briznas de hierba; al momento siguiente cayó sobre Helen, que gritó una sola vez, intentando resistirse mientras la cogía por el brazo. Después, al hundirse los dientes del león, se oyó un crujido seco de huesos; lo último que vio Pendergast antes de desmayarse fue a Helen debatiéndose y gritando mientras la arrastraba hacia la profunda hierba.

4

El mundo recuperó su nitidez. Pendergast estaba en uno de los rondevaals. Por el techo de paja se filtraba el rumor de un helicóptero, que aumentó rápidamente de volumen.

Se incorporó gritando y vio a Woking, el jefe de policía, que saltaba de la silla en la que estaba sentado, al fondo de la choza.

—No se esfuerce —dijo Woking—. Ya está aquí el equipo médico. Ellos se ocuparán de to...

Pendergast trató de erguirse.

—¡Mi mujer! ¿Dónde está?

—Pórtese bien y...

Bajó de la cama y se levantó, inestable, impulsado únicamente por la adrenalina.

—¡Mi mujer, hijo de puta!

—No hemos podido hacer nada. Se la había llevado a rastras, y con un hombre inconsciente, y otro desangrándose...

Pendergast dio tumbos hasta la puerta de la choza. Su escopeta estaba en el soporte. La cogió y, al abrirla, vio que quedaba una bala.

—Pero ¿qué hace, hombre de Dios?

Bajó el cerrojo y apuntó con el cañón al jefe de policía.

—Quítese de en medio.

Woking se apartó rápidamente. Pendergast salió de la choza, tropezando. El sol estaba poniéndose. Habían pasado doce horas. El jefe de policía corrió tras él, agitando los brazos.

—¡Socorro! ¡Que alguien me ayude! ¡Se ha vuelto loco!

Tras penetrar en la pared de arbustos, Pendergast se abrió paso por las hierbas altas hasta encontrar la pista. Ni siquiera oyó los gritos en el campamento, a su espalda. Se lanzó en pos del viejo rastro, apartando las matas sin contemplaciones, indiferente al dolor. Pasaron cinco minutos. Diez, quince... e irrumpió en la cuenca seca. Al otro lado estaba el vlei, las hierbas frondosas y el bosquecillo de árboles de la fiebre. Cojeó por la cuenca, resoplando, y se internó en la hierba, moviendo la escopeta para abrirse camino con el brazo sano, mientras los pájaros protestaban chillando sobre su cabeza. Le dolían los pulmones, y tenía el brazo empapado de sangre. Aun así siguió adelante, sangrando por el hombro desgarrado, mientras vocalizaba sin ton ni son. De repente se paró; su garganta dejó de emitir sonidos entrecortados e incoherentes. Delante, en la hierba, había algo pequeño y de color claro sobre el barro comprimido. Se quedó mirándolo. Era una mano cortada; una mano en cuyo dedo anular lucía una alianza con un zafiro estrella.

Se arrojó hacia delante a trompicones, con un grito animal de rabia y de dolor. Al salir de las hierbas altas irrumpió en un claro donde estaba el león agazapado, comiendo tranquilamente, con la viva mancha de color de su melena. Pendergast captó todo el horror de golpe: los huesos con tiras de carne, el sombrero de Helen, los jirones de su traje de algodón y, de pronto, el olor; el vago olor de su perfume mezclado con el hedor del felino.

Lo último que vio fue la cabeza. Estaba separada del cuerpo, pero, por lo demás —una cruel ironía—, estaba intacta comparada con el resto. Los ojos azules y violetas le miraban fijamente sin ver nada.

Se tambaleó hasta quedar a diez metros del león, que levantó su monstruosa cabeza, se relamió el morro ensangrentado y lo miró tranquilamente. Jadeando, con la respiración entrecortada, Pendergast levantó la Holland & Holland con su brazo sano, la apoyó en el otro y apuntó por encima de la bola de marfil. Después apretó el gatillo. La enorme bala, con sus siete mil julios de energía inicial, impactó en el león justo entre los ojos, un poco por encima; la cabeza se abrió como una sandía y su cráneo explotó en un borrón de niebla roja. El gran león de melena roja apenas se movió. Se limitó a derrumbarse sobre su festín, inmóvil.

Alrededor, en los árboles de la fiebre achicharrados por el sol, un millar de pájaros chillaron.

5

St. Charles Parisb, Luisiana

El Rolls-Royce Grey Ghost recorría lentamente el acceso circular, con un crujido seco de la grava, salvo cuando los neumáticos pisaban los parterres de garranchuelo. Le seguía un Mercedes último modelo de color plateado. Ambos vehículos se detuvieron ante una gran mansión de estilo neogriego, flanqueada por centenarios robles negros cubiertos de barba de viejo. En la fachada, una placa fijada con tornillos anunciaba que la mansión recibía el nombre de «Penumbra»; había sido edificada en 1821 por la familia Pendergast y figuraba en el Registro Nacional de Casas Históricas.

A. X. L. Pendergast salió de la parte trasera del Rolls y miró a su alrededor. Era un atardecer de finales de febrero. La suave luz jugaba con las columnas griegas, proyectando lingotes de oro en el porche cubierto. Sobre el césped sin cortar, y sobre los jardines infestados de maleza, flotaba una ligera niebla. Al fondo, en los bosques de cipreses y las charcas de mangles, rechinaban somnolientas las cigarras. El cobre de los balcones del primer piso estaba cubierto por una densa pátina de verdín. En las columnas colgaban virutas de pintura blanca. En la casa y la finca reinaba un ambiente de humedad, desuso y abandono.

Un curioso individuo, bajo y rechoncho, con un chaqué negro y un clavel blanco en el ojal, se apeó del Mercedes. Tenía más aspecto de mayordomo de club masculino de principios de siglo que de abogado de Nueva Orleans. Pese a que el día estaba despejado, llevaba un paraguas perfectamente enrollado, que sujetaba con cuidado bajo el brazo. De una de sus manos, enfundada en un guante de color leonado, colgaba un maletín de piel de cocodrilo. Se puso un bombín en la cabeza, y le dio un golpe seco.

—¿Vamos, señor Pendergast?

Tendió una mano hacia el lado derecho de la casa, donde había un arboreto lleno de malas hierbas, delimitado por un seto.

—Por supuesto, señor Ogilby.

—Gracias.

Se puso rápidamente en cabeza, barriendo la hierba húmeda con los faldones del chaqué. Pendergast le siguió más despacio, con menos determinación. Al llegar al seto, Ogilby empujó una pequeña puerta y entraron en el arboreto. El letrado se volvió y, con una sonrisa maliciosa, dijo:

—¡Cuidado con el fantasma!

—Eso sería emocionante —contestó Pendergast en tono jocoso.

El abogado mantuvo su paso apresurado mientras seguían un camino que había sido de grava, pero que ahora estaba invadido por la maleza. Se dirigieron hacia un espécimen de tuya péndula tras la que se veía una verja de hierro oxidada, en torno a una pequeña parcela. Dentro, entre la hierba y la maleza, despuntaban sin orden ni concierto un gran número de lápidas de pizarra y de mármol, algunas verticales y otras inclinadas.

El caballero, cuyos pantalones negros con raya ya tenían empapado el dobladillo, se detuvo frente a una de las lápidas más grandes, se volvió y cogió el maletín con las dos manos, en espera de que lo alcanzara su cliente. Antes de colocarse junto al pulcro hombrecillo, Pendergast, acariciándose el pálido mentón, dedicó una mirada pensativa al cementerio privado.

—¡Bien, ya estamos aquí de nuevo! —dijo el letrado con una sonrisa profesional.

Pendergast asintió distraídamente. Después se arrodilló, apartó la hierba del frontal de la lápida y leyó en voz alta:

Hic Iacet Sepultáis

Louis de Frontenac Diogenes Pendergast

2 abr. 1899- 15 mar. 1975

Tempus Edax Rerum

Detrás de él, el señor Ogilby apoyó el maletín sobre la lápida, levantó los cierres y sacó un documento. Lo depositó sobre la tapa del maletín, en equilibrio encima de la lápida.

—Señor Pendergast...

Le tendió una pluma de plata maciza y Pendergast firmó el documento.

El abogado recuperó la pluma, firmó a su vez con rúbrica, imprimió el sello notarial y volvió a guardar el documento en el maletín, que cerró de golpe, con cierres y llave.

—¡Hecho! —dijo—. Ahora hay constancia oficial de que ha visitado la tumba de su abuelo. No tendré que desheredarle del fondo fiduciario de la familia Pendergast. ¡Al menos de momento!

Soltó una risita.

Pendergast se levantó. El hombrecillo le ofreció una mano regordeta.

—Siempre es un placer, señor Pendergast. ¿Puedo contar con el honor de su compañía dentro de otros cinco años?

—El placer ha sido mío, y también lo será entonces —contestó Pendergast con una sonrisa irónica.

—¡Magnífico! Entonces regreso a la ciudad. ¿Me acompaña usted?

—Creo que pasaré a ver a Maurice. Se llevaría un gran disgusto si me fuera sin hacerle una visita.

—¡Por supuesto! Pensar que ha cuidado de Penumbra sin ayuda de nadie desde hace... ¿Cuánto? ¿Doce años? Sabe, señor Pendergast... —El hombrecillo se acercó y bajó la voz, como si fuera a contarle un secreto—. Debería reformar todo esto, de verdad. Le ofrecerían una cantidad muy respetable. ¡Muy respetable! Hoy en día, estas plantaciones de antes de la guerra hacen furor. ¡Quedaría perfecto como Bed & Breakfast!

—Gracias, señor Ogilby, pero creo que la conservaré un poco más.

—¡Como guste, como guste! Pero no se quede cuando anochezca, con el fantasma de la familia...

El hombrecillo se alejó, riéndose entre dientes y balanceando el maletín. Enseguida desapareció, dejando a Pendergast en el cementerio familiar. Pendergast oyó el motor del Mercedes y un crujido de grava que dejó rápidamente paso al silencio.

Paseó durante unos minutos, leyendo las inscripciones de las lápidas. Cada nombre resucitaba un recuerdo más extraño y excéntrico que el anterior. Muchos de los restos correspondían a miembros de la familia exhumados de las ruinas de la cripta de la mansión Pendergast de la calle Dauphine, tras el incendio; otros antepasados habían expresado su deseo de ser sepultados en el campo.

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