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Authors: Laura Gallego García

Panteón (16 page)

BOOK: Panteón
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—Deberían haber plantado un árbol —susurró Victoria sin volverse—. Sería su árbol, y viviría la vida que ella abandonó. ¿Qué sentido tiene poner su nombre en una piedra?

—Duran más —respondió Jack en voz baja, sentándose a su lado—. Así, su memoria perdurará durante mucho, mucho tiempo.

—Da igual; la piedra está muerta.

Jack la miró, y vio que tenía las mejillas bañadas en lágrimas. La abrazó para consolarla. Victoria hundió el rostro en su hombro y lloró allí largo rato. Jack recordó, de pronto, una escena similar, ocurrida varios años atrás (¿cuántos: tres, cuatro, cinco?), tras la muerte de sus padres. Entonces había sido Victoria quien lo había consolado a él: una desconocida, una niña de doce años. Parecía haber pasado una eternidad desde entonces.

—No pude decirle adiós —sollozó ella—. Son tantas las cosas que no pude decirle...

—Lo sé, Victoria.

—Y no estuve allí. No estuve allí, Jack.

—Estuvimos haciendo otras cosas. Luchando contra Ashran, contra Zeshak.

—Pero no ha servido de nada.

Jack la abrazó con más fuerza.

—No tuvimos elección. ¿No crees?

Ella asintió, con un suspiro, y se recostó contra él. Al hacerlo, algo centelleó sobre su pecho a la luz de las lunas. Victoria lo vio, y sonrió.

—Todavía no te he dado las gracias por esto —dijo en voz baja, alzando ante él la cadena con la lágrima de cristal.

Jack le devolvió la sonrisa.

—Te has dado cuenta —murmuró.

—¿Cómo no iba a darme cuenta? Lo que pasa es que... si te soy sincera, me daba un poco de vergüenza decírtelo. Sabía que este colgante no era el mío, pero no estaba segura de que hubieses sido tú. Podría haber sido un regalo de Shail, o incluso del Archimago... aunque en el fondo sabía que era tuyo —añadió, bajando los ojos.

—El otro se te rompió —dijo Jack—, y pensé... bueno, ya puedes suponer lo que pensé.

—Muchas gracias, Jack. Es precioso, y voy a llevarlo siempre. Es más bonito que el que perdí.

Una sombra de angustia cubrió su rostro al recordar la mano de Ashran intentando llegar hasta ella, y cómo sus dedos se habían enganchado en la cadena, rompiéndola. Jack adivinó lo que pensaba.

—Deja de atormentarte de esa manera. Aquello llegó, y pasó. Y ha terminado.

Victoria lo miró fijamente.

—¿De verdad crees que ha acabado?

Jack le devolvió una mirada preocupada. Victoria temblaba como una hoja, parecía todavía débil y cansada, pero mostraba una actitud decidida y resuelta.

—No, no creo que haya acabado —admitió Jack—. Por eso tengo miedo por ti.

—Sé que tanto Christian como tú queréis ponerme a salvo —dijo ella—. Pero yo quiero luchar a vuestro lado, por vosotros...

—Resulta que no puedes hacerlo, Victoria. Pero pronto te pondrás bien, ya lo verás.

—¿Estás seguro? Sé que no lo crees de verdad, Jack. Sé que piensas que he dejado de ser un unicornio, que soy solo una simple humana...

—¿Y qué, si lo fueras?

Victoria se quedó sin habla.

—Han pasado muchas cosas desde que nos conocimos —prosiguió Jack, con los ojos fijos en los de ella—. Hemos vivido tanto juntos... tantas aventuras, tantas alegrías, tanto sufrimiento, tantas emociones... No es tan fácil borrar todo eso de un plumazo, Victoria. Seas humana, seas un unicornio o una mezcla de las dos cosas, da igual; sigues siendo Victoria. La chica de la que me enamoré.

Victoria abrió la boca, incapaz de pronunciar palabra. Jack seguía mirándola, y la muchacha sintió como si su corazón estallara en llamas de pronto. Tragó saliva, y el instinto le dijo que retrocediera. Pero no pudo moverse; quedó prendida en sus ojos verdes, mientras los suyos propios se llenaban de lágrimas de emoción. Jack no pudo evitarlo. Hundió los dedos en su cabello oscuro, le hizo alzar un poco más la cabeza y la besó con pasión. Victoria se quedó sin aliento; suspiró y respondió al beso, y los dos se fundieron en un fuerte abrazo.

Los momentos siguientes fueron dulces e intensos a la vez, pero, ante todo, solamente suyos. Siguieron susurrándose palabras de amor al oído, compartiendo besos y caricias, a los pies del monumento dedicado a Allegra, hasta que Jack rompió el momento, separándose de ella, con un soberano esfuerzo de voluntad.

—Es tarde —dijo, mirándola con un intenso brillo en los ojos-; es mejor que volvamos ya.

Subieron en silencio, cogidos de la mano. El corazón de Victoria latía con fuerza, porque sentía algo extraño en el ambiente, una especie de tensión entre los dos. Todavía no estaba segura de qué debía decir, o cómo debía actuar, por lo que, cuando Jack cerró la puerta tras de sí y la besó suavemente, Victoria no opuso resistencia. Le echó los brazos al cuello, con cierta vacilación, y él volvió a besarla, esta vez con más entusiasmo.

—Te he echado de menos —le dijo al oído.

—Yo también a ti —susurró Victoria.

—Me gustaría quedarme contigo esta noche. ¿Puedo?

—Jack, ya duermes a mi lado todas las noches —dijo, aunque intuía que él no se refería a eso.

Pese a que Victoria no le había dado una respuesta, Jack la empujó sin brusquedad hasta la cama. La chica dejó escapar un jadeo ahogado cuando lo sintió tenderse sobre ella. Tenía miedo, pero el deseo de seguir junto a Jack era más fuerte que su temor. Respondió a sus besos y a sus caricias, sintiendo que el fuego de él la envolvía y le abrasaba la piel y, a mismo tiempo, daba calidez a su corazón. Dejó escapar un quejido de angustia.

—Jack... —murmuró, y en su voz había un tono distinto, una mezcla de anhelo y temor que hizo que él reaccionara. Se separó un poco de ella, como si despertara de un sueño, y la miró a los ojos, muy serio.

—¿Qué? ¿Todavía me temes? —preguntó—. ¿Quieres que me vaya?

Victoria cerró los ojos un instante, todavía temblando como una hoja. Su alma se estremecía de amor por Jack, pero, al mismo tiempo, el fuego del dragón la intimidaba.

—Si no te sientes bien, dímelo —susurró él en su oído—. Sé que estos días estás... bueno, mucho más sensible, y no quiero aprovecharme de ello, así que, por favor, sé sincera.

Ella acarició el cabello rubio de él. Tragó saliva. Lo miró a los ojos, aquellos ojos verdes que brillaban en la penumbra. En aquel momento, el corazón de Victoria latía por y para Jack. Aquel momento era solo de ellos dos, y de nadie más.

—No, Jack —dijo, y su voz fue apenas un murmullo, pero estaba teñida de amor—. No te vayas, por favor.

Jack sonrió y volvió a besarla, y Victoria se entregó a su beso, bebiendo de él como si fuera la primera vez que sus labios se encontraban.

Christian se pegó al tronco musgoso de un árbol, con el sigilo de una sombra. Incluso aunque Yaren se hubiera dado la vuelta para mirar al lugar donde se ocultaba, no lo habría visto.

Pero no lo hizo. El mago se había detenido en un claro del bosque, y estaba hablando con tres personas más, dos szish y un humano; parecían estar esperando algo... o a alguien. Christian dio un paso atrás para ocultarse aún más entre las sombras. Si estaban receptivos, los szish podían intuir su presencia, la presencia de un shek, uno de sus señores. Pero el joven dudaba de que fueran a obedecerle. Sospechaba que ahora servían a alguien más poderoso.

En aquel momento, alguien más entró en el claro. A la luz de las antorchas, Christian vio que se trataba de otros dos hombres-serpiente. Uno de ellos era muy joven, prácticamente un muchacho, y temblaba de puro nerviosismo.

—Ya era hora —comentó Yaren.

—No llegamosss tan tarde —dijo uno de los recién llegados, el de más edad—. No sssomosss losss últimosss en aparecer.

—No —concedió otro de los szish; examinó al muchacho de arriba a abajo—. Es demasiado joven, Isskez —le dijo en la lengua de los szish, que Christian comprendía a la perfección—. No sé si estará a la altura.

—Viene del clan de Sozessar —replicó el primero en la misma lengua—. En las marismas de Raden. Ha superado todas las pruebas. Es el indicado.

—Eso tendrá que decidirlo 
ella.

Christian entrecerró los ojos.

Había, sin embargo, otro asunto, en un rincón de su conciencia, que requería su atención. Algo acerca de lo que su mente percibía, a través de Shiskatchegg. Tenía que ver con Victoria y sus sentimientos. Brevemente, Christian contactó con las sensaciones que le transmitía el anillo. Le bastó apenas un instante de concentración para saber lo que estaba pasando entre Jack y Victoria.

Imperturbable, cerró las puertas de su conciencia al vínculo del anillo, como ya había hecho en una ocasión, tiempo atrás, cuando Ashran lo había torturado hasta el punto de ahogar su parte humana. Entonces, Victoria había perdido el contacto con él y lo había creído muerto. No sabía que el shek había roto aquel vínculo voluntariamente, porque quería echarla de su corazón y de sus pensamientos; porque ella era, de nuevo, una enemiga para él.

En esta ocasión volvió a hacerlo, pero por motivos muy distintos: Victoria estaba con Jack y necesitaba intimidad. Y, aunque seguía llevando puesto el anillo, Christian sabía que en aquellos momentos debía retirarse discretamente y dejarla a solas con él. Ya restauraría el vínculo por la mañana.

Se concentró de nuevo en los individuos del claro. Permanecían en silencio, esperando, y parecían nerviosos. Christian esperó con ellos.

—Hacía muchos años que no escuchaba tanta blasfemia junta —dijo Ymur, molesto—. Supongo que se debe a que eres un mago. Los magos siempre os habéis creído con derecho a ser más irreverentes que el resto de los mortales.

—Todo esto me lo contó una sacerdotisa —replicó Shail, muy serio—. Y el propio Ha-Din lo confirmó ante medio centenar de personas en la Torre de Kazlunn. Cuando llegue la delegación del Oráculo de Awa, sus sacerdotes ratificarán mis palabras. Hace ya meses que los Oráculos perdieron contacto con los dioses. Y no porque los dioses ya no hablen, sino porque hablan... demasiado.

Ymur frunció el ceño y echó un vistazo a Deimar, que yacía en el suelo, cerca de ellos; Shail le había aplicado un hechizo tranquilizante, pero el sacerdote todavía murmuraba cosas ininteligibles y sufría extraños espasmos de vez en cuando.

—¿Quieres decir que la voz de los dioses lo ha vuelto loco?

Shail asintió.

—Sabemos que, tras la destrucción del Gran Oráculo, Deimar abandonó Nanhai. Seguramente fue a refugiarse al bosque de Awa y se quedó con el Venerable Ha-Din y sus sacerdotes. En cuanto el nuevo Oráculo de Awa empezó a funcionar, reanudó allí su trabajo como Oyente. Por lo que me han contado, en los últimos tiempos el mensaje divino ha dejado sordos a varios sacerdotes y ha hecho enloquecer por lo menos a otros dos. Deimar debe de ser uno de ellos.

Ymur movió la cabeza.

—Primero me dices que el dios de mi pueblo no es el padre bondadoso en el que creemos desde hace milenios, sino que se trata en realidad de una poderosa fuerza destructiva, ciega e invisible, que puede aplastarnos a todos sin darse cuenta. Y ahora me vienes con que las voces de los Seis trastornan a las personas hasta el punto de hacerles perder la razón. ¿Sabes lo que estás diciendo?

—Hablo de hechos, Ymur. De lo que he visto, y de lo que me han contado los propios sacerdotes y sacerdotisas. Pero tú, que has pasado casi toda tu vida en un Oráculo... ¿no has contemplado nunca nada semejante?

—Yo no soy un Oyente. Lo que sucede dentro de la Sala de los Oyentes, solo ellos y los dioses lo saben, aunque es cierto que no es algo que se deba tomar a la ligera. Recuerdo el caso de un joven humano que entró allí sin permiso y trató de entablar comunicación con los dioses... Algo debieron de responderle, porque salió de allí bastante alterado. Pero no perdió el juicio ni su capacidad de audición, que yo sepa.

—¿Cuándo fue eso? —preguntó Shail con curiosidad.

—No recuerdo... hace varios años. Tal vez veinte; tal vez más, o tal vez menos.

Shail se echó hacia atrás, perplejo.

—Eso fue antes de la profecía, en todo caso. Por lo que tengo entendido, las voces de los dioses solían ser apenas tenues murmullos a los que había que prestar mucha atención. Es raro que alguien que no hubiera sido adiestrado como Oyente pudiera percibir algo en esa sala. Tal vez los dioses ya hablaron a gritos hace tiempo, pero en tal caso no sé cómo es posible que solo los oyera una persona.

—Puede que fuera un Oyente nato —opinó Ymur—. Algunas personas nacen con una sensibilidad especial. Los Oyentes de este tipo son muy valorados en los Oráculos.

—¿De verdad? ¿Y qué hizo ese joven después? ¿Se quedó entre vosotros?

Ymur negó con la cabeza.

—No, se marchó, creo. Confieso que yo no solía estar muy al tanto de lo que sucedía en el Oráculo. Si recuerdo a ese humano es porque tuve trato directo con él, al menos antes de que se colara en la Sala de los Oyentes. Lo que hizo después ya no lo sé.

—¿Cómo era? ¿Cómo se llamaba? ¿Quién...?

—Las preguntas, una por una, mago —cortó Ymur—. No me acuerdo de su nombre, pero tú me recuerdas bastante a él: los dos decís cosas irreverentes.

—¿Cosas irreverentes? —repitió Shail, cada vez más interesado—. ¿Anunciaba la llegada de los dioses, acaso?

—Peor aún: tuvo la desfachatez de venir a preguntarme si entre los textos sagrados de mi biblioteca conservaba algún documento que hablara del Séptimo dios. ¡Del Séptimo dios! Ya puedes imaginar lo que le contesté. Es lo que yo digo: los magos, especialmente los jóvenes, siempre se creen por encima de todo; pero hay cosas que nadie debería... ¿qué te ocurre, hechicero? ¿Por qué pones esa cara?

Una silueta tenue y esbelta se deslizó por entre los árboles, hacia Yaren y los szish. No la vieron hasta que la tuvieron encima, porque las hadas se mueven por el bosque como si formaran parte de él; pero Christian la había detectado desde el primer momento.

—¿Qué me habéis traído? —preguntó una voz sensual y aterciopelada.

Los cinco cayeron de rodillas ante ella y se echaron de bruces al suelo, en señal de humildad. El chico szish se había quedado pasmado mirando a la recién llegada, hasta que uno de sus compañeros lo obligó a arrojarse al suelo de un empujón.

—Hicimosss lasss pruebasss de inssstinto y percepción, como ordenassste, mi ssseñora —dijo Isskez—. Essste muchacho venció a todosss los jóvenesss de sssu clan y luego fue el primero en lasss pruebasss finalesss.

Ella se inclinó un poco hacia él. Hasta Christian llegó la suave fragancia floral que despedía su largo cabello.

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