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Authors: Laura Gallego García

Panteón (75 page)

BOOK: Panteón
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Covan dio un paso atrás y lo miró con suspicacia.

—¿Y crees que con eso basta? ¿Crees que es tan fácil olvidar?

—La reina Erive fue aliada de los sheks y se la ha perdonado —observó Alexander—. Porque, según ella, actuaba así porque no tenía más remedio. Bien, tampoco yo era dueño de mis actos entonces. Estaba sometido a una fuerza mucho más poderosa que la amenaza shek; y sé de qué estoy hablando, puesto que durante los últimos años he plantado cara a los sheks, y no he sucumbido a ellos. Pero, en cambio, la bestia me venció.

»Eso se ha terminado. Ahora, la criatura que habitaba en mí ha sido derrotada y no volverá a aparecer.

—¿Y cómo podemos estar seguros de eso? ¿Por qué fiarnos de tu palabra?

Alexander movió la cabeza.

—Hubo un tiempo, maestro Covan, en que mi palabra te habría bastado. Porque estudié en la Academia, porque los caballeros de Nurgon no mienten. Pero, ya que insistes en dudar de mi palabra, espero que al menos escuches la de la Madre Venerable.

Gaedalu inclinó la cabeza.

«Lo que dice el príncipe Alsan es cierto», dijo. «Yo fui testigo de su transformación, hace varias noches, durante el último plenilunio de Erea. Y le proporcioné los medios para revertir la maldición. Alsan caminó bajo la luz de la luna llena, de nuevo como hombre».

Hubo un largo y pesado silencio.

—Dentro de cinco días, Ilea estará llena —dijo Alexander—. Tú me has visto bajo su influjo, sabes que la luna verde puede alterar mis rasgos. Verás que en esta ocasión seguiré siendo yo mismo.

Alexander y Covan cruzaron una mirada. Finalmente, el maestro de armas suspiró.

—Alsan, tú sabes que mi sueño ha sido siempre verte como rey de Vanissar. Pero no es tan fácil. Si, como has dicho, la fuerza a la que te enfrentas es aún más poderosa que los sheks, entonces no deberías mostrarte tan confiado. Sí, voy a pedirte una prueba, y no porque dude de tu palabra, ni de la de la Madre Venerable. Es porque todavía no puedes saber si has dominado a la bestia por completo.

Hizo una pausa. Alexander fue a decir algo, pero lo pensó mejor, y permaneció callado.

—Lo consultaré con los demás caballeros, y fijaremos un día para tu coronación como rey de Vanissar —prosiguió Covan—. Voy a proponer que sea el día de año nuevo.

Alexander frunció el ceño, pero no dijo nada.

—La víspera de tu coronación, mientras las tres lunas brillen llenas, permanecerás encadenado, bajo estrecha vigilancia. Si al alba no has cambiado, yo seré el primero en doblar la rodilla ante ti y jurarte fidelidad. De lo contrario... por el bien de Vanissar, tendrás que ser ejecutado.

«No será necesario eso», intervino Gaedalu. «El príncipe Alsan no se transformará. Los dioses lo protegen».

—Acepto tus condiciones, Covan —dijo Alexander con voz firme—. Tengo fe en los Seis, y en las palabras de la Madre Venerable.

Ambos hombres cruzaron una nueva mirada, serena, pero desafiante. La reina Erive rompió el silencio:

—Estaréis cansados, después de un viaje tan largo —dijo—. La Venerable Gaedalu sin duda deseará que se le prepare un baño...

«Lo agradecería, sí», convino Gaedalu. «Pero también voy a necesitar otra cosa»

—¿De qué se trata? —inquirió Erive.

Alexander y Gaedalu cruzaron una mirada y sonrieron.

«Un orfebre», dijo ella. «El mejor orfebre de Vanissar».

Gan-Dorak era uno de los oasis más grandes de Kash-Tar. Estaba a medio camino entre Lumbak y Kosh y, por este motivo, era parada obligatoria en la mayor parte de las rutas caravaneras.

Los sheks sabían que quien controlase Gan-Dorak controlaría también gran parte de Kash-Tar, y por esta razón, mucho tiempo atrás, habían hecho fortificar el oasis e instalado varias guarniciones de szish allí. Cerca de media docena de sheks solían patrullar los cielos sobre Gan-Dorak todos los días.

Era, en suma, un objetivo difícil de conquistar y, no obstante, los rebeldes sabían que, mientras no cayera el oasis, no tendrían la menor oportunidad de llegar hasta la base que Sussh tenía en Kosh.

En otras circunstancias, tal vez habrían atacado con algo remotamente parecido a un plan. Pero la destrucción de Nin estaba demasiado reciente, la ira y el dolor inundaban sus corazones y, por otro lado, la sombra de las alas de los dragones los hacía sentirse protegidos y, lo que era más importante... invencibles.

Gan-Dorak fue atacado pocos días después de la caída de Nin, al filo del primer amanecer. Los nueve dragones artificiales, capitaneados por Ayakestra y Ogadrak, cayeron sobre las serpientes con furia salvaje. Los yan rebeldes, siguiendo la estela de las dos mortíferas hachas de Goser, atacaron la puerta principal con todo lo que tenían.

A nadie pareció extrañarle que aquel día el oasis pareciera un poco más vacío de lo habitual, y que solo dos sheks guardaran sus murallas.

Kimara se arrojó contra el primero de ellos con una violencia casi suicida. La serpiente tardó apenas unos segundos en reaccionar, pero, cuando lo hizo, atacó a Ayakestra con toda la fuerza de su odio ancestral.

Kimara no tuvo más remedio que hacer retroceder a la dragona. La ira se iba apagando rápidamente para dar paso a la sensatez, cuando esquivó una nueva acometida del shek y huyó de su mortífera cola. Pero entonces, a través de la ventanilla, llegó a ver el ojo redondo de la criatura, el brillo helado de su pupila irisada, y recordó a Kirtash, el shek al que había jurado matar. Sonrió de forma siniestra. Bien, pensó, si tenía intención de derrotarlo en un futuro, no le vendría mal practicar.

Se imaginó que aquella serpiente era el frío e irritante asesino a quien ella odiaba y, con un nuevo grito, tiró de las palancas adecuadas para vomitar una llamarada sobre el shek.

Algo, sin embargo, detuvo su fuego; una especie de pantalla invisible que protegió a la serpiente de la llama del dragón artificial. Kimara, furiosa, hizo revolverse a Ayakestra y lanzó las garras contra el shek. El sinuoso cuerpo de la criatura se escurrió entre las uñas del dragón, y, de pronto, Kimara sintió que algo la golpeaba desde abajo. Desconcertada, retrocedió y se alejó del shek para dar un par de vueltas sobre el oasis.

Vio entonces, por el rabillo del ojo, una especie de destello que se elevaba desde el suelo y que golpeaba el ala de uno de los dragones. Procedía de algún punto oculto bajo las grandes hojas de los árboles, junto a la laguna.

«No puede ser», pensó. «¿Tienen un mago?»

Descubrió que Rando también lo había visto. Hacía descender a Ogadrak en círculos cada vez más pequeños, hasta que llegó a bajar tanto como para rozar las copas de los árboles. Kimara decidió dejarle a él el asunto del mago y volvió a centrar su atención en el shek.

Otro de los dragones acudió en su ayuda. Tres más tenían rodeado al segundo shek, y el resto atacaba a los lanceros szish de las murallas para despejar el camino de los yan.

Momentos después, la puerta caía con estrépito, y un imparable Goser se precipitaba al interior del oasis, lanzando un poderoso grito de guerra. Sus dos hachas bailaron de nuevo, hundiéndose con saña en la fría carne de los hombres-serpiente, abriendo entre sus filas una estela marcada con sangre. Su gente lo seguía, como un río de fuego espoleado por el odio.

Como de costumbre, Goser avanzó como una flecha sin preocuparse por lo que dejaba atrás. Cuando rompió la última fila de szish se detuvo un momento, y sus ojos escudriñaron el horizonte del oasis. Advirtió que el dragón de Rando hacía caso omiso a los sheks y sobrevolaba una zona determinada, un poco más lejos, como si buscara algo entre la maleza. Lo vio esquivar por muy poco un rayo de color verde que alguien había lanzado contra él.

Un mago.

Goser entornó los ojos y lanzó un nuevo grito de guerra. Solo tres de sus guerreros dejaron lo que estaban haciendo para acudir a su llamada, pero el líder yan no necesitaba nada más. Los cuatro rebeldes cruzaron el oasis como rayos, en busca del hechicero.

Desde arriba, Rando vio una figura que se movía por entre los árboles. También descubrió al grupo de Goser, que acudía a su encuentro, probablemente buscando lo mismo que él.

Hizo batir las alas a Ogadrak y se elevó un poco más en el aire para tener algo de perspectiva.

Justo entonces, uno de los sheks cayó en picado a la laguna, con un chillido que le heló la sangre. El otro se debatía entre el fuego y las garras de cuatro dragones artificiales, por lo que no duraría mucho más. Parecía que habían vencido.

Abajo, el mago pareció entenderlo también, porque Rando lo vio huir de Goser y de los suyos montado en un torka, en dirección al otro extremo de la muralla.

El semibárbaro estuvo a punto de dar media vuelta y ocuparse de otros asuntos, pues Goser y los suyos no tardarían en acorralar al mago contra la muralla; aquello estaba sentenciado. No obstante, la curiosidad pudo con él, y siguió observando.

Vio entonces cómo el mago lanzaba a su torka contra la muralla... y desaparecía.

Rando parpadeó, desconcertado. Pero apenas unos segundos después detectó el torka del mago al otro lado de la muralla, corriendo con desesperación hacia el corazón del desierto.

El piloto dejó escapar una sonora maldición, y movió las palancas de Ogadrak, con urgencia. Sobrevoló a los guerreros de Goser, que se habían quedado, confusos, al pie de la muralla, e hizo una breve pirueta sobre ellos, para darles a entender que él se ocuparía de dar caza al mago. Vio que Goser alzaba una de sus hachas, en señal de conformidad.

Pronto, el torka del mago y el dragón del semibárbaro se perdieron en el horizonte.

Kimara vio cómo el segundo shek caía sobre los árboles, muerto, y sintió una súbita explosión de júbilo salvaje en el pecho. Dio un par de vueltas sobre el oasis, hostigó con su fuego a los últimos soldados szish, que terminaron encontrando la muerte a manos de los rebeldes yan, y aterrizó por fin junto a la laguna.

Al descender de Ayakestra, lo primero que hizo fue correr al encuentro de Goser.

—¡GanDorakesnuestro! —gritó, y los rebeldes corearon sus palabras.

Goser la tomó por la cintura y la alzó en el aire, con un aullido de victoria. Cuando la dejó en el suelo, sonriente, Kimara se sintió, por un momento, aturdida por el olor a sangre y sudor que emanaba de él, y por el intenso calor que despedía su cuerpo. Sacudió la cabeza y se apartó del yan, entre complacida y confundida.

Pero no tuvo tiempo de pensar en ello, porque una sombra cubrió las cabezas de todos.

Kimara alzó la vista y vio que se trataba de uno de sus dragones. Volaba en rápidos círculos y, cuando los rebeldes lo oyeron soltar un gruñido de advertencia, supieron que tenían problemas.

—¡A los dragones, rápido! —ordenó Kimara.

Momentos después, estaba otra vez en el aire, y contemplaba, con estupor, lo que se aproximaba por el horizonte.

Cerca de una veintena de sheks llegaban desde el sur, y volaban directamente hacia ellos.

«¿De dónde vienen?», se preguntó, horrorizada. «¿Cómo han llegado tan deprisa?».

A ras de suelo, Goser y los suyos habían salido a la puerta principal y contemplaban también el horizonte, con gesto grave.

«No podremos vencer», comprendió Kimara.

Tenían que escapar de allí antes de que fuera demasiado tarde, antes de que los sheks los alcanzaran... aunque ello supusiera abandonar el recién conquistado Gan-Dorak.

Se elevó un poco más en el aire y viró hacia el norte, dando un par de vueltas sobre el oasis para dar tiempo a que los otros dragones se percataran de su maniobra. Pero, cuando ya estaban a punto de irse, Kimara se dio cuenta de que Goser sostenía en alto sus dos hachas de guerra y lanzaba un incendiario grito de ataque.

Kimara resopló, exasperada, e hizo que Ayakestra dejara escapar un poderoso rugido. Los yan se dieron cuenta entonces de que los dragones se marchaban, y miraron a su líder, confusos. Goser entornó los ojos y miró alternativamente a los dragones que se alejaban, y a los sheks que acudían a su encuentro. Después, volvió la vista atrás, hacia el oasis que acababan de conquistar con tanta facilidad.

Y entendió lo que había pasado.

—¡Retirada! ¡Retirada! —gritó—. ¡Hayquevolveralabasecuantoantes!

Momentos después, los rebeldes abandonaban el oasis apresuradamente, evitando a los sheks, sin acordarse de que habían dejado a un dragón atrás.

Rando persiguió al mago durante un rato más. Vomitó fuego sobre él, pero el hechicero parecía haberse cubierto también con una protección mágica, porque las llamas rebotaban antes de alcanzarlo. Sin embargo, Rando no estaba preocupado. Llevaba en Kash-Tar el tiempo suficiente como para saber lo que ocurría cuando alguien hacía correr a un torka de aquella manera.

En efecto, no pasó mucho tiempo antes de que el animal se dejara caer sobre la arena, de golpe, y se negara a seguir avanzando, ante la desesperación de su jinete.

Rando lanzó un salvaje grito de triunfo y descendió en picado sobre el mago.

Comprendió, en el último momento, que se había precipitado. Para cuando estaba lo bastante cerca como para ver que el hechicero era, como había supuesto, un szish, también pudo apreciar claramente que sus manos estaban cargadas de energía.

El golpe sacudió a Ogadrak desde los cuernos hasta la punta de la cola e hizo perder a Rando el control de los mandos. Trató de recuperarlo, pero estaba demasiado cerca del suelo.

El soberbio dragón artificial se estrelló contra la arena, con estrépito, y Rando, que no solía llevar puestas las correas de seguridad, salió despedido hacia adelante.

Se golpeó la cabeza contra el tablero de mandos y perdió el sentido.

Christian no encontró a su gente en Raden, como había supuesto, sino en Nangal, al pie de los Picos de Fuego. Los szish le explicaron que los pantanos no les habían parecido seguros. Las nieblas de Nangal, en cambio, los ocultarían de la mirada de los humanos y, por otra parte, la zona había sido asolada recientemente por una especie de tornado, y sus habitantes habían ido a refugiarse a las montañas.

Pero había otra razón, entendió Christian, y era que las plantas no echan raíces en la roca. Aunque los szish no hablaban de ello, porque el súbito crecimiento de Alis Lithban les producía demasiada inquietud, el shek sabía que se sentirían más seguros si podían correr a refugiarse en las cavernas y las quebradas de la cordillera en caso de necesidad. Que, para ellos, era mejor apartarse del camino de Wina que correr delante de ella. Y, por muy poderosa que fuera su fuerza creadora, no sobrepasaría el límite natural de las montañas.

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