Como en tantos otros asuntos, el único de los amigos del Mono que estuvo de acuerdo en que se fuera a vivir con Lourdes fue el Ruso. Fernando hizo todo lo posible por disuadirlo y Mauricio, que en esa época estaba pasando por lo más sacrificado de su derecho de piso en Williams y asociados (trabajaba sábados, domingos y feriados), apenas intervino en los debates.
El Mono la conoció cuando empezó a trabajar para los suizos. Lourdes era supervisora en el área de producción del laboratorio, y de vez en cuando tenían que reunirse para acordar criterios y afinar estrategias. El Mono la encaró en el cuarto o quinto encuentro, y la invitó a salir.
Por desgracia —había de sostener Fernando desde entonces— la tal Lourdes le dijo que no. Y fue una desgracia porque en esa época el Mono pegaba buen levante y se había desacostumbrado a los rechazos. Si ella le hubiera dicho que sí —se amargaría Fernando en el repaso inútil de aquellos sucesos— el asunto no habría pasado a mayores. Una o dos cenas, cama en el mejor de los casos, y a otra cosa mariposa. Al fin de cuentas era una linda chica, pero distaba de ser inolvidable. Pero al Mono la negativa de la doncella le acicateó el orgullo y le agigantó las expectativas. Y como el “no” se lo dijo con ojos tristes de vaya-uno-a-saber-qué-doloroso-enigma-guarda-ese-corazón, al Mono esa mujer se le convirtió en una obsesión, un poco porque le entusiasmaban los proyectos imposibles y otro poco porque, como a casi todos los hombres, le fastidiaba mucho que le dijeran que no.
La cortejó, la asedió, la sedujo, la conversó, la esperó, la atrajo, la cautivó, la convenció de la profundidad de sus sentimientos y la seriedad de sus intenciones, hasta que Lourdes le aceptó una invitación a cenar.
El Mono, jubiloso, se aplicó a preparar la salida como si se tratase del asalto a la fortaleza de Curupaytí y no dejó aspecto sin planificar, desde la loción para después de afeitarse y el restaurante preciso, hasta las flores silvestres y la sobria elegancia de la ropa interior, y si no incluyó una serenata de mariachis fue porque le pasaron el dato demasiado tarde y los músicos habían aceptado un festejo de bodas de plata en Lomas del Mirador.
No obstante, la noche romántica que el Mono había planeado hasta en sus minúsculos incidentes no arrancó del mejor modo. Porque Lourdes, cuando su fragante pretendiente la invitó a sincerarse, a que le contara de ella, a que le abriera su corazón a la luz de las velas (mientras el Mono secretamente se convencía de que jugarla de profundo y comprensivo le garantizaba otras futuras y venturosas aperturas), se lanzó a contarle la trágica historia del amor que la unía a Ianich Letoin, uno de los ingenieros suizos de la firma. El tal Letoin no sólo era suizo, gordito, rubicundo y blanduzco —pensó el Mono mientras escuchaba a la damisela— sino también casado —como informó Lourdes entre hipos desolados.
Cuando Fernando, al día siguiente, se enteró de los pormenores del encuentro, le dijo que una mina así no le convenía, que era para quilombo, que mejor se buscara otra. Pero no hubo caso. El Mono estaba perdido de amor por la fulana esa. Y encima andaba por los aires, porque la larga tarea de escucha y ablande que debió padecer en la primera parte de la noche se trocó en un sinnúmero de ternuras en la segunda, con lo que el Mono se consideró más que bien pagado, y el más feliz de los hombres.
Fernando llega a su casa, deja la mochila y la campera de cualquier modo sobre la mesa de la cocina, orina con la puerta abierta, vuelve a la cocina y pone la pava para el mate. Busca en la agenda telefónica y marca un número. Le responden enseguida.
—Palmera Producciones, buenas tardes.
Fernando puede imaginar la escena. Nicolás —dueño, gerente, secretario y trabajador único de Palmera Producciones— en calzones y remera, encorvado sobre su computadora, jugando algún juego en red con un número indeterminado de inservibles como él, contesta el teléfono sin dejar de prestar atención a lo que ocurre con los monstruos de la pantalla.
—Hola, Nicolás. Te habla Fernando, el de los partidos de fútbol.
—Ah… sí, Fernando. ¿Qué decís?
De fondo, lejanamente, se escucha el frenético tecleo de Nicolás. Una de dos: está programando un sistema a la velocidad del rayo mientras conversa con Fernando o algún dragón desmesurado está a punto de comérselo en el universo virtual de su jueguito. Segunda opción, seguro.
—Te llamo por el asunto de trucar los goles. ¿Te acordás?
Pausa, mientras el imbécil rebobina. Enseguida vuelve el tecleo. Se ve que se acordó, y que el dragón sigue atacándolo.
—Sí, padre. Perfecto. Te lo están desarrollando los pibes estos de los que te hablé. Debe faltar poco y nada.
Fernando suspira. No es culpa de Nicolás. Él mismo es el imbécil. Dos mil cuatrocientos mangos tirados a la basura. Peor. Dos mil cuatrocientos mangos para que el idiota de Nicolás pueda vegetar a sus expensas.
—Bueno. Atendeme.
—Te escucho, flaco.
—Seguro que vos tenés los videos en
VHS
, yo te dejé unacopia de todo.
—Ehh, sí, por acá debo tenerlo.
—Bueno, necesito que los juntes.
—Okey.
—Y tenés unos discos compactos con los trucos que vos les metiste —“esos que parecen una película de ciencia ficción de los años cincuenta”, piensa Fernando—. Y unas planillas con datos que te acerqué la vez pasada.
—Sí, padre. Eso lo tengo todo.
—Bueno, necesito que los juntes también.
—Hecho.
—Y cuando te entreguen estos muchachos lo que están haciendo ellos…
—Sí, la otra truca, la definitiva. Eso me lo mandan todo en
DVD
.
—Macanudo, en
DVD
. Bueno, vos juntalo todo, casetes, planillas,
DVD
, ¿sí?
—Lo junto, vos tranquilo.
—Y cuando lo juntes necesito que me hagas un favor.
—Decime.
—Metételos bien en el orto.
¿Quién te asegura que es tuyo, Mono?, le preguntó Mauricio con esa salvaje sinceridad con que trataba los problemas ajenos, como si le restaran tiempo para atender a las cosas importantes. El Mono, confuso, miró a Fernando y al Ruso, que de repente habían preferido dejar los ojos bajos o vueltos hacia la calle.
En el fondo, la pregunta era atinada. Cruel, pero atinada. El Mono los había reunido de urgencia, porque tenía novedades impostergables. Lourdes estaba embarazada, de dos meses para ser exactos, y le había propuesto que se fueran a vivir juntos. Fernando, reprimiendo las ganas de abofetearlo, le había preguntado si se cuidaba al tener relaciones. El Mono primero contestó que sí, después que no, y después que más o menos, con una cara de asombro y desorientación parecida a la que Fernando veía en sus alumnas cuando les hacía la misma pregunta. Pero sus alumnas tenían quince años y no treinta, como el idiota de su hermano menor.
Y en el silencio que sobrevino Mauricio hizo esa pregunta envenenada que, bien en el fondo, los tres se estaban formulando, o los cuatro, porque el Mono demoró en responder y cuando lo hizo dijo “creo que sí”. Y en ese “creo” entraban todas las dudas, propias y ajenas. Entraba que Lourdes no había dejado de ver al suizo, que su relación con el Mono se mantenía en los márgenes de la legalidad, que sus encuentros tenían la dosis de caos y de secreto y de improvisación como para que no pudiera estar seguro de nada, que no quedaba claro en calidad de qué iban a compartir un techo, que la tal Lourdes era el monumento a la indefinición y la vaguedad y el no estoy segura de nada, y que así las cosas ni Mauricio ni mucho menos Fernando estaban de acuerdo con que se fuera a vivir con ella.
El Ruso fue el único que dijo que sí, que le diera para adelante. Y cuando Fernando le preguntó por qué, el Ruso dijo porque la quiere. Y lo dijo sin darse vuelta, sin encararse con ellos, ni con Fernando que lo miraba con furia ni con el Mono que lo hacía con gratitud, porque en el fondo el Ruso tampoco estaba seguro de qué era lo que le convenía a su mejor amigo. A duras penas sabía lo que el Mono deseaba, que era conquistar del todo a esa mujer, tenerla para él por completo, y lo conocía tanto que sabía que el Mono estaba seguro de que sí, de que si vivían juntos se disiparían las dudas y las indefiniciones de Lourdes y su amigo sería feliz.
Diga lo que diga el imbécil de Fernando (que con su mezcla de idiotez y mesianismo es incapaz de ver más allá de su ombligo y los problemas originados en ese ombligo), Mauricio atraviesa un momento delicadísimo.
Contrariando todas las normas de la prudencia y el sentido común, ha dejado almacenados en su teléfono celular los mensajes que le envía Soledad, su secretaria devenida amante ocasional devenida amante cotidiana devenida no te dejo respirar ni a sol ni a sombra. Al principio los archiva porque le generan orgullo, una satisfacción de picaflor empedernido. Pero con el correr de las semanas y los meses, cuando Soledad se va tornando una costumbre cada vez más asumida, más previsible, más costumbre, Mauricio toma la decisión de ir cerrando el capítulo me-acuesto-con-esta-chica del modo más indoloro posible. Y es entonces cuando lo traiciona su espíritu forense. Sospecha (Mauricio siempre sospecha, de todo, y siente que en general acierta) que Soledad puede ser menos proclive al rompimiento de lo que sería deseable. Y si Soledad se pone reticente, la cosa puede terminar en escándalo. En esa línea, no es descabellado pensar que pueda meterle una denuncia por acoso sexual. Al fin y al cabo, Mauricio es su jefe. Y es entonces cuando se le ocurre la idea fatal de archivar los mensajes para utilizarlos, llegado el caso, como prueba de que nadie está obligando a esa jovencita a encamarse con él.
Mauricio habla con Soledad, alguna lágrima, algún reproche tibio, algún amague de redefinir frecuencias e intensidades, algún conato de arrepentimiento, nada grave, pero al final hay un adiós en términos afables, la sangre no llega al río. Pero como con las mujeres nunca se sabe, conserva los mensajes. Para esos días le llueven un montón de vencimientos en la causa de Naviera Las Tunas, que es la más compleja de las que tiene entre manos, y su vida se convierte en un caos de audiencias, entrevistas, almuerzos, cenas y noches en el estudio hasta las mil y quinientas. Soledad es un recuerdo, pero quiere la mala suerte que Mariel —que tiene mucho tiempo libre para pensar en pavadas— empiece a perseguirse con la posible infidelidad de su legítimo. Y en un descuido le revisa el celular y le encuentra cuarenta y siete mensajes de Soledad que no dan lugar a demasiadas dudas sobre el carácter personalísimo que ha adquirido el vínculo abogado-asistente.
Sobreviene el caos. Mauricio sale de la ducha y se topa con Mariel que, celular en mano, exhibe la prueba del delito. Delito que, bien mirado, ya no es tal (piensa Mauricio mientras Mariel le grita con el rostro desencajado), ya que su conducta encuadra más bien en la figura de desistimiento voluntario, porque si bien es cierto que Mauricio se estuvo encamando con su secretaria, ha desistido de esa conducta con antelación a la rabieta de su mujer. Mauricio está convencido de que, si eso fuera derecho penal, no habría problema simplemente porque no hay delito. Lástima que Mariel no parece dispuesta a tomar en cuenta esos argumentos, y muy por el contrario le pega unos cuantos golpes débiles que a su marido le provocan menos daño que sorpresa, y después la emprende a los gritos por toda la casa a punto tal que ahora sí Mauricio se alarma porque tarde o temprano van a escuchar los vecinos. Pero Mariel no entiende razones. Peor, cuanta más prudencia pide Mauricio más desaforados son los gritos y los insultos de Mariel.
Mauricio duerme esa noche y las diez siguientes en la habitación de huéspedes, que en realidad es la habitación que destinaron al primogénito —que todavía no concibieron—, pero ese es otro problema, o el mismo, porque Mariel le grita que va a suspender el tratamiento de fertilidad que está haciendo desde hace seis meses, porque al final él es un hijo de puta o qué se cree, que ella va a andar sometiéndose a todos esos estudios y pinchazos y vejaciones para darle un hijo y todo para qué, para que el muy hijo de puta se ande cogiendo a la primera chirusa que se le cruza en el camino, y Mauricio se limita a callar y esperar que se le pase, pero transcurren dos días y no le dirige la palabra, y otros tres y sigue sin mirarlo, y lo único bueno es que no hace amagos de llenar una valija con sus cosas y mandarse mudar, y Mauricio tiene tiempo de preguntarse qué quiere él, qué quiere hacer con ese matrimonio, porque esa es la pregunta pertinente. Al principio, los primeros dos o tres días, se pregunta qué siente por ella, si la quiere o no, si la ama o no, pero esas no son preguntas que a él le guste contestar, porque en el fondo no vienen al caso. Lo que importa es lo concreto, lo que se hace y no lo que se siente. Y si hay algo de lo que Mauricio está convencido —y esos días durmiendo en la otra pieza y comiendo solo en la cocina se lo confirman hasta el hartazgo— es de que él no quiere separarse, no piensa atravesar el fracaso de un divorcio. Seguirá casado con Mariel cueste lo que cueste y caiga quien caiga, porque le gusta la vida que tiene y esa vida incluye ciertas posesiones y ciertas estabilidades, y para ejemplo de tipo solo lo tiene a Fernando que se casó y al tiempo se separó, y después no fue capaz de armar nada más o menos serio. Y si hay algo o mejor dicho alguien que a Mauricio le sirve de ejemplo ese es Fernando, ejemplo por la contraria, ejemplo por la negativa, porque la vida de Fernando es lo último que Mauricio quiere ver, quiere tener y quiere vivir.
Al décimo día Mariel acepta cenar a la misma mesa y conversar después, y Mauricio se da cuenta de que es ahora o nunca, es un partido que tendría que tener perdido pero tiene una chance de que no, un penal en el último minuto, y si lo tira afuera no hay nadie más a quien echarle la culpa, de modo que se sienta con toda su prudencia y toda su templanza dispuesto a negociar una salida digna de esa crisis.
Mariel le dice que la única manera de que lo perdone es que le prometa que nunca más en la vida y él que sí, que lo promete, que nunca más. Que ya mismo la echa a esa chirusa de la oficina y que no le quiere ver más el pelo y él dice que momentito, que no es tan simple. Mariel pestañea un tanto perpleja, porque no espera que Mauricio empiece a poner objeciones en la segunda cláusula, pero su marido le dice que lo piense bien, que no se deje llevar por la rabia y el despecho, porque si la piba quiere le puede hacer un juicio por acoso, y es decir esas palabras y toda la aparente calma de Mariel se van al tacho y empieza de nuevo con gritos e imprecaciones, pero Mauricio consigue frenarla diciendo que piense, que piense, que se tome un segundo, y que se dé cuenta de todo lo que tienen para perder. Porque están en un momento económico de crecer, de progresar, a él están por hacerlo socio en el estudio, y un escándalo como este puede arruinarlo todo, y es mucho más razonable conversar con alguno de los otros abogados y proponerle un trueque de asistentes, y está a punto de decir que eso se usa mucho pero se contiene a tiempo y menos mal, porque si no Mariel se haría la idea de que todos los abogados de la firma son una banda de mujeriegos que se andan pasando las secretarias una vez que se las cogen pero menos mal que no lo dice. Y Mariel pone cara de duda y Mauricio sabe que eso es suficiente, que esa duda alcanza, que tendrá el tiempo de acomodar los tantos en la oficina con el mínimo dolor de cabeza posible. Y la tercera condición, dice Mariel, es que hagan terapia de pareja para superar esta situación. Y Mauricio por un momento se olvida del real equilibrio de fuerzas y dice que no, que ni loco, que no va a andar gastando plata en una pelotudez como esa, pero basta que Mariel empiece de nuevo a los llantos y a los gritos para que a Mauricio le caiga la ficha de que no tiene margen de maniobra, de que hay un tiempo para sembrar y otro para cosechar y este es el momento de sembrar, o de aguantar, y decir que sí, aunque lo horrorice la mera posibilidad de andar contándole sus cosas a un desconocido o, peor, a una desconocida, pero Mauricio dirá que sí, que bueno, que está bien, que van a hacerlo, que cualquier cosa con tal de que ella lo perdone y vuelva a ser la de siempre.