Y la conversación termina ahí, Mariel levanta los platos y se pone a lavarlos y Mauricio por acto reflejo levanta la mesa y la sigue pero ella no está dispuesta a nada más por esta noche, y se lo deja claro cuando él se acerca en ademán de abrazarla, ella le clava los codos y lo mira con furia, y Mauricio entiende que todavía falta, que ha sido demasiado optimista, que todavía le faltan unos cuantos días de dormitorio de huéspedes y comidas en silencio y, aunque no quiera ni pararse a considerarlo, bien cabe la posibilidad de que Mariel se ponga insobornable con eso de la terapia de pareja, que lo enarbole como condición
sine qua non
y ahí Mauricio está frito, pero no lo quiere ni pensar, y se le hacen las mil y una dando vueltas en esa cama en la que duerme mal y se levanta con la espalda entumecida, y maldita la hora en que se le ocurrió guardar los mensajes de la pelotuda de Soledad, que al fin de cuentas no estaba tan buena, o sí lo estaba, pero no hay polvo que justifique después tener que apechugar con semejante quilombo.
No siempre el afecto más profundo es garantía de nada, ni a la hora de establecer una pareja ni a la de dar un consejo certero. Lo primero lo comprobó el Mono a los dos o tres meses de convivir con Lourdes, y lo segundo lo corroboró el Ruso para la misma época, cuando se dio cuenta de que se había equivocado al apoyar el deseo del Mono de irse a vivir con ella.
No hubo semana, en los catorce meses que compartieron la misma casa, en que no protagonizaran alguna discusión en la que se sacaran de quicio y se gritaran cosas espantosas. Ni hubo semana en la que no pasaran varios días enterrados en un silencio fúnebre, sin mirarse a los ojos ni dirigirse la palabra. Por supuesto que tuvieron algunos días buenos, algunas reconciliaciones apoteóticas, pero no los suficientes como para compensar los gritos y las distancias.
Y mientras tanto, el embarazo siguió adelante y la panza fue creciendo. Más de una vez Fernando se asombró de la tenacidad de la naturaleza. Lourdes y el Mono se odiaban casi siempre. Los pocos hilos que los unían se iban cortando sin chance de reparación. Pero el hijo que crecía en el vientre de Lourdes maduraba hacia el momento de nacer con la prepotente perseverancia de su impulso, ajeno a la tempestad desatada entre quienes habrían de criarlo.
—¿Te puedo preguntar algo, Fer?
Están apoyados contra la vidriera del lado de afuera, y a Fernando lo intranquiliza que estén ahí. No es comerciante —nunca lo ha sido— pero tiene escuchado mil veces que si uno tiene un negocio, jamás de los jamases tiene que pararse en la puerta sin hacer nada, porque está dando a entender que no tiene nada que hacer porque nadie entra al local a comprar nada. No sabe cómo decírselo al Ruso sin sonar ofensivo o magistral. Pero por otro lado no puede sacárselo de la cabeza. Por eso hace cinco minutos le propuso entrar a la oficina a tomar mate —el Ruso dijo gracias, pero no— y hace uno le propuso entrar a ver cómo juegan a la Play Station el Cristo y Molina, bajo la atenta supervisión del Chamaco. Pero el Ruso de nuevo se negó. Y a Fernando lo pone nervioso esa pasividad, esa indolencia. Y su exhibición pública. Cada auto que pasa, cada transeúnte, los ve a los dos ahí, sin nada que hacer, en la vereda de ese lavadero vacío. Y con el día precioso que hace.
—¿No querés que vayamos adentro? —insiste Fernando. Tal vez ahora sí el Ruso acepte.
—No, acá estamos bien —responde su amigo, y Fernando traga saliva. Al final tiene razón Mauricio cuando lo acusa de neurótico. Pero no puede sacarse de la cabeza que tienen que salir de ahí.
—¿Y si damos una vuelta manzana? —propone.
—Eh… bueno —acepta el Ruso, con cierta perplejidad.
Ahora sí. Que le pregunte lo que quiera. Es todo oídos.
—¿De qué querías hablar?
—Cuando… cuando vos te separaste de Cristina…
Es el turno de Fernando para la vacilación. ¿A qué viene el Ruso con ese tema?
—Sí, qué pasa —responde con cautela.
—No… yo me preguntaba —al Ruso le cuesta entrar enmateria—… pensaba, ¿no? Cómo… cómo fue que lo decidieron, que llegaron a eso, digo…
Fernando, que camina con las manos en los bolsillos del vaquero, se rasca un muslo a través de la tela.
—¿Tan mal están con Mónica, Ruso?
—No, tan mal no estamos —dice el Ruso, pero su voz tiene tantas dudas que se nota que miente—. O sí, no sé. Ni me habla, boludo. No sé qué hacer.
Dan vuelta la esquina. Fernando ve una piedra en la vereda. Redonda, no muy grande. Un poco más allá hay un poste de teléfono. Se aproxima con una carrerita y le pega a la piedra pensando que si logra pegarle al poste, gana. No sabe qué, pero gana. Le erra por poco.
—Pero eso no significa que te vayas a separar, Ruso. ¿O vos querés separarte?
—¿Yo? Ni en pedo, Fer.
—¿Ella te dijo algo de separarse?
El Ruso reflexiona.
—No. Así de separarse, no habló. Pero dice que está harta, que así no vamos a ningún lado, que cada vez nos va peor…
—¿Peor con qué? ¿Con la guita o entre ustedes?
—Y… yo digo con la guita. Pero llega un punto que no sabés. Siempre con cara de culo. Siempre enojada…
Fernando rumia la descripción del Ruso.
—Mirá, Ruso. Me parece que yo no soy el más indicado para darte consejos.
—¿Por qué?
—Porque cuando me casé me fue como el orto, Ruso. Por eso.
—Pero vos con Cristina… no sé, no siempre te fue como el orto.
Fernando se toma unos metros para pensar. Dan vuelta en la siguiente esquina.
—Es cierto. Siempre no.
—Yo me acuerdo de ustedes y me acuerdo que se querían mucho.
Fernando sonríe sin ganas. Es cierto. Se querían mucho. Se querían mucho ¿y después? Se querían mucho ¿y entonces? No necesita ningún esfuerzo para recordar las palabras de Cristina, al final de la discusión número dos mil quinientos. “Con vos yo fui muy feliz, Fernando. Pero fui. Fuimos. Ya no somos. Y si seguimos, si no nos damos cuenta, vamos a hacer bolsa los recuerdos.” Contundente, la petisa. Y sabia. Y valiente, porque Fernando sabe que jamás se habría decidido.
Doblan la tercera esquina. Han hecho casi toda la cuadra en silencio. Fernando se pregunta qué decir. No quiere que su amigo siga en esa angustia.
—Es distinto, Ruso. Nada que ver tu historia con la mía.
—¿Por?
—Por mil cosas, yo qué sé. Lo tuyo es un mal momento. Ya va a pasar.
Se cruzan sus ojos un instante y Fernando ve, en los ojos del otro, las ganas de creer.
—Es como esos equipos que tienen una temporada de mierda. No sé, recambio de jugadores, un técnico que no da en la tecla. Después pasa…
—Como nosotros después de ganar el campeonato 2002.
—Exacto. Como nosotros después de ganar ese campeonato. Igualito. A la larga, la cosa se acomoda.
—¿Estás seguro?
Ay, Ruso. Si yo estuviera seguro de algo en esta puta vida, piensa Fernando.
—Más bien, ya vas a ver.
Llegan de vuelta al lavadero. Para su sorpresa, hay un auto en el inicio del ciclo de lavado. El Chamaco lo está llenando de espuma. Ellos, por su parte, entran a la oficina. El Cristo se encuentra en batalla encarnizada contra Molina, Inter contra Juventus, dos a dos. El Ruso festeja alborozado lo parejo del
match
, ocupa una de las sillas para espectadores y le hace un gesto a Fernando para que se siente en la restante.
Fue una hija. Eligieron el nombre de Guadalupe, y para todos sus familiares, amigos y allegados fue una sorpresa la armonía que exhibieron al escogerlo. Fue —pensó Fernando después— como estar en el ojo del huracán, ese momento de calma ilusoria que sobreviene en la mitad de esas tormentas espantosas. Uno los veía en la clínica, a Lourdes extenuada, al Mono regocijado, a la bebita rozagante, y podía pensar que tal vez tuvieran una chance de ser felices juntos.
Pero fue un momento, una ilusión, una entelequia que duró apenas un poco más que cualquiera de esas reconciliaciones con las que se habían engañado. La vida en común volvió a ser una pesadilla desde entonces hasta que Guadalupe cumplió siete meses.
Más de una vez el Mono lo conversó con sus amigos. Mauricio, de entrada, le sugirió que se separaran. Fernando dudó un poco más. Le daba pena que la nena se criase, de movida nomás, con el padre lejos. El Ruso fue el que más lo instó para que perseverase. Que lo hablaran, que se dieran tiempo. Que tarde o temprano encontrarían la manera. El Mono le hizo caso todo el tiempo que pudo, pero al final, una noche cualquiera, y no precisamente en medio de una de las peleas vociferadas, sino a mitad de uno de los silencios lúgubres que seguían después y que se prolongaban durante días y días, le pidió a Fernando que lo pasara a buscar, juntó sus cosas, las cargó desordenadas en el baúl del auto y se fue.
Las dos semanas posteriores a la visita que hacen a la tumba del Mono serán, para el Ruso, las más difíciles del año transcurrido desde la muerte de su mejor amigo. El día del aniversario, sobre todo, se siente horrible, los tres en silencio bajo la garúa, los ramos de flores que no saben cómo cargar, cómo ubicar junto a la lápida. Pero los días siguientes no son mucho mejores. Llama tres veces por teléfono a Fernando y no lo encuentra. Le deja mensajes en el contestador, pero el otro no los responde. Con Mauricio habla una sola vez, por el asunto de la intimación de la tarjeta de crédito: jovial, elocuente, Mauricio le da seguridades de que no corre peligro y de que todo está bajo control. Y nada más. Claro que es bueno que Mauricio lo tranquilice de ese modo, pero cuando corta la comunicación el Ruso se queda vacío, a la expectativa aunque no sepa de qué. Y cuando le cuenta a Mónica le sucede lo mismo. No le alcanza el suspiro de alivio de su mujer. Seguro que es bueno que Mónica se lo tome así. Como también es bueno que ella sonría, esperanzada, cada vez que el Ruso deja sobre la mesa del comedor, a la nochecita, el fajo con la recaudación del día y Mónica advierta que va creciendo. Es bueno que lo note y que lo diga, y que él pueda responderle que sí, que la verdad es que se está trabajando mejor.
Es bueno pero no es suficiente, ese es el asunto. Eso es lo que está mal. Está mal que Mauricio no le pregunte una palabra sobre Fernando. Está mal que se muestre tan contento, tan en paz con sus cosas, tan cómodo con la vida tal como es y tal como está. ¿Y él? ¿El Ruso es muy distinto? El Ruso sospecha que no. Por eso una mañana de miércoles de fines de septiembre, mientras camina por Mitre y se aleja de la estación, el Ruso se da cuenta de que no puede permitir que la amistad con Fernando termine muriéndosele a fuerza de descuidarla, y entonces tuerce por Monteverde y se toma el 238 a Morón y saca un pasaje a Santiago del Estero para el micro que pasa a las ocho de la noche.
Antes de tomar una decisión tendrías que hacerle un examen de
ADN
. Eso lo dijo Mauricio, una noche que se juntaron los cuatro, semanas después de que el Mono se fuera del departamento de Lourdes.
Independiente jugaba el partido adelantado del viernes a la noche, y Fernando pensó que sería buena idea que se juntaran los cuatro a verlo, a charlar, a tomar algo. Mauricio se encargó de las bebidas, y trajo Coca Cola y fernet como para abastecer a un ejército. Y el Ruso, que había quedado encargado de la picada, adujo problemas de caja y por todo concepto trajo un salamín y dos bolsas de maní.
Por añadidura, Independiente hizo un partido horrible y empató cero a cero. Y con el estómago casi vacío, con el rendimiento espantoso del equipo, con la angustia del fracaso familiar del Mono, se dedicaron a mamarse con método y sin apresuramientos, porque lo que les faltaba de alegría les sobraba de fernet. En algún momento el Ruso preguntó si había vuelto a verla y el Mono dijo que no, pero que tenía que verla pronto, sí o sí, para ponerse de acuerdo sobre un par de asuntos importantes. Cuáles, había preguntado Fernando, con los ojos entornados y un mareo descomunal. Un régimen de visitas y una cuota de alimentos, dijo el Mono, arrastrando las palabras, a medias por la curda y a medias por la tristeza.
Y fue en el silencio que siguió que Mauricio soltó aquello del
ADN
. Mauricio era capaz de razonar con precisiones de cirujano aunque estuviera así de borracho. Simple, como que dos y dos son cuatro: si vas a poner guita en la crianza de un bebé, si vas a disponer de parte de tu patrimonio para sostenerlo, asegurate de que sea tu hijo, estaba diciendo Mauricio, a quien estar en pedo no le cercenaba los reflejos del espíritu práctico.
Todos lo miraron al Mono, porque la cuestión estaba ahí, flotando como un fantasma de ponzoña. De ponzoña y de silencio, porque no lo hablaban nunca, no tocaban la cuestión desde aquella vez que el Mono los había juntado para pedirles opinión sobre si le convenía juntarse a convivir con Lourdes o no. Cada cual por su lado había escudriñado los rasgos de la beba, en un intento torpe por detectar parecidos. Además, al suizo del laboratorio no lo conocían, de manera que no tenían modo de compararle las facciones. Cada cual, por su lado, había deseado con todas sus fuerzas que sí, que la nena fuera del Mono, porque lo querían y no le deseaban otra brutal desilusión. Además, siguió Mauricio, te vas a gastar una fortuna en el juicio civil por las visitas y la patria potestad y todo eso.
El Mono no los miró: siguió con los ojos clavados en las baldosas del patio de la casa de Fernando, sobre las que los cuatro estaban sentados disfrutando que era octubre y la noche estaba hospitalaria. Estiró la mano hasta una botella de fernet que estaba por la mitad y se la mandó al gollete como si contuviera agua. Te va a hacer mal, boludo, le dijo Fernando sin énfasis, pero no lo detuvo. El Mono se atragantó, tosió y escupió un poco de lo que había tomado. Resopló, recuperó el aliento, cerró los ojos y volvió a empinar la botella hasta vaciarla. Después quiso tirarla contra una pared para romperla, pero cayó sobre un arbusto de laurel cuyas ramas amortiguaron el golpe y evitaron que se hiciera trizas.
Mierda, dijo el Mono, desencantado. Mauricio apretó con fuerza el pico de una botella nueva, e hizo girar la tapa para abrirla. Lo digo en serio, insistió, como queriendo dar a entender que su observación merecía una respuesta, más allá del medio litro de fernet que el otro acababa de zamparse. Vos qué pensás, le preguntó el Mono a su hermano. Fernando remontó los mocos. El piso de baldosas le estaba dando frío. Capaz que Mauricio tiene razón, soltó por fin, y se sintió rendido, como si lo hubieran acorralado y ya no tuviese ganas de correr.