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Authors: Ernest Hemingway

Tags: #Memorias y Biografías

París era una fiesta (10 page)

BOOK: París era una fiesta
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Con Pascin en el Dôme

Era un atardecer muy agradable, y yo había trabajado de firme todo el día, y al fin dejé el piso encima de la serrería y salí atravesando el patio con sus pilas de madera, cerré la puerta, crucé la calle y entré por la puerta trasera de la panadería que por delante daba al boulevard Montparnasse, y salí a la calle después de pasar a través de todos los buenos aromas de pan que llenaban el horno y la tienda. En la panadería ya tenían las luces encendidas, y afuera se acababa el día, y caminé en la penumbra temprana hasta llegar al restaurante del Nègre de Toulouse, donde guardaban nuestras servilletas a cuadros blancos y rojos metidas en los servilleteros de madera y puestas en sus estanterías, esperándonos a que fuéramos a comer. Leí el menú multicopiado en tinta violeta y vi que el plato del día era
cassoulet
. Sólo leer el nombre ya me dio hambre.

Monsieur Lavigne, el dueño, me preguntó qué tal marchaba mi trabajo y le dije que marchaba muy bien. Dijo que me había visto trabajando en la terraza de la Closerie des Lilas a primera hora de la mañana, pero no me había hablado porque me vio muy ocupado.

—Parecía usted un hombre perdido en la jungla —dijo.

—Cuando trabajo, soy como un topo ciego.

—¿Pero no estaba usted en la jungla, monsieur?

—En la pradera —dije.

Luego paseé por la calle, contento con el atardecer primaveral y con la gente que pasaba junto a mí. En los tres cafés mayores vi a personas que conocía de vista y a otras con las que había hablado alguna vez. Pero siempre había otras personas a las que no conocía y que parecían mucho más simpáticas, y que en los atardeceres, cuando se encendían las luces, se apresuraban hacia algún lugar donde se reunirían para beber en compañía, para comer en compañía, y para luego hacer el amor. Las gentes que había en los cafés mayores acaso pensaran en lo mismo, o acaso se contentaban con estar sentados y beber y hablar y darse el gusto de que los demás las vieran. Las personas qre a mí me eran simpáticas, pero no conocía, iban a los grandes cafés porque allí podían estar solas y estar juntas. Entonces los grandes cafés eran también baratos, y todos tenían buena cerveza y los aperitivos costaban precios razonables, claramente marcados en los platillos en que los servían.

En aquel atardecer, yo meditaba estos sanos, pero escasamente originales pensamientos, y me sentía extraordinariamente virtuoso porque había trabajado bien y de firme en un día en que me moría de ganas de ir a las carreras. Pero por entonces no tenía dinero para carreras, aunque siempre se podía ganar algún dinero precisamente en las carreras, tomándoselo con empeño. No habían llegado los días de las pruebas de saliva y otros métodos para descubrir a los caballos artificialmente estimulados, y el
doping
se practicaba en gran escala. Pero eso de apreciar las posibilidades de un caballo al que inyectan estimulantes, y notar los síntomas en el
paddock
y dejarse guiar por percepciones que a veces estaban al borde de lo extrasensorial, y luego descansar en aquellas percepciones un dinero que uno no puede de ningún modo perder, no es manera para que un joven que debe dar de comer a una esposa y un hijo haga carrera mediante el trabajo de todo el día que es aprender a escribir en prosa.

De cualquier modo que se mirara, seguíamos muy pobres, y yo ahorraba todavía por medios tales como el de decir que me habían invitado a almorzar, y pasar dos horas caminando por el jardín del Luxemburgo, y volver a contarle a mi mujer el soberbio almuerzo. Cuando uno tiene veinticinco años y es un peso fuerte nato, saltarse una comida pone muy hambriento. Pero también aguza todas las percepciones, y un día me di cuenta de que entre mis personajes abundaban mucho los que tenían grandes apetitos y les gustaba mucho comer y lo deseaban mucho, y casi todos estaban pensando en beber una copa.

En el Nègre de Toulouse bebíamos el buen vino de Cahors, en cuartillos o medias jarras o jarras enteras, casi siempre diluyéndolo con algo así como un tercio de agua. En casa, encima de la serrería, teníamos un vino de Córcega que mostraba gran personalidad y un precio módico. Era un vino muy corso, y uno podía diluirlo a partes iguales en agua, y seguir recibiendo sus comunicaciones. O sea que en París se podía vivir muy bien por casi nada, y saltándose una comida de vez en cuando y no comprando nunca ropas se podía ahorrar y permitirse lujos.

Esquivé el Select porque vi allí a Harold Stearns, y sabía que él iba a querer hablar de caballos, aquellos animales en los que yo pensaba llenándome de complacencia moral y de espiritualidad, porque eran las bestias pecaminosas de las que me había librado. Pagado de mi crepuscular virtud, pasé ante los habitantes de la Rotonde y, desdeñando el vicio y el instinto gregario, atravesé el boulevard y me fui al Dôme. También el Dôme estaba lleno de gente, pero allí había algunas personas que habían trabajado.

Había chicas que aquel día habían trabajado de modelos, y había pintores que trabajaron hasta quedarse sin luz, y había escritores que bien o mal habían cumplido una jornada de trabajo, y había bebedores y personajes variados, y a unos los conocía mientras los demás eran mera decoración.

Entré y me senté a una mesa donde estaba Pascin con dos modelos que eran hermanas. Pascin me hizo una seña con la mano, cuando yo estaba parado en la acera de la rué Delambre, dudando si entrar a tomar una copa o no. Pascin era un pintor muy bueno, y estaba borracho, de una borrachera sostenida y deliberada y llena de sentido. Las dos modelos eran jóvenes y bonitas. Una era muy morena, menuda, bien formada, con una viciosidad falsamente frágil. La otra era aniñada y tonta, pero muy linda, en un estilo aniñado poco duradero. No estaba tan bien formada como su hermana, pero es que aquella primavera no lo estaba nadie.

—La hermana buena y la hermana mala —dijo Pascin—. Tengo dinero. ¿Qué quieres beber?

—Una caña de rubia —dije al camarero.

—Pide un whisky. Tengo dinero.

—Me gusta la cerveza.

—Si de verdad te gustara la cerveza irías a Lipp. Supongo que has estado trabajando.

—Sí.

—¿Marcha?

—Espero que sí.

—Bien. Así me gusta. ¿Y todo conserva su buen sabor?

—Sí.

—¿Cuántos años tienes?

—Veinticinco.

—¿Quieres tirártela? —miró a la hermana morena y sonrió—. Lo necesita.

—Ya te la habrás tirado tú bastante por hoy.

Ella me sonrió con abiertos labios.

—Tiene muy mala lengua —dijo—. Pero es bueno.

—Puedes llevártela arriba al estudio.

—No seas cerdo —dijo la hermana rubia.

—¿Y a ti quién te ha dicho algo? —le preguntó Pascin.

—Nadie. Pero yo dije lo que pienso.

—Pongámonos cómodos —dijo Pascin—. El serio joven escritor y el sabio y cordial viejo pintor, y las dos hermosas muchachas, con toda la vida abierta ante ellos.

Allí estuvimos sentados, y las chicas bebían sorbitos de sus bebidas, y Pascin se tomó otra
fine à l’eau
y yo mi cerveza, pero nadie estaba cómodo excepto Pascin. La morena estaba nerviosa y se exhibía como en un escaparate, volviéndose de perfil y haciendo que la luz destacara las concavidades de su cara, y enseñándome los pechos ceñidos por el jersey negro. Llevaba el pelo corto, liso y negro como el de un oriental.

—Has posado todo el día —le dijo Pascin—. ¿Hay alguna razón para que ahora sigas de modelo de este jersey?

—Me gusta —dijo ella.

—Pareces una muñeca javanesa.

—No lo dirás por los ojos —dijo ella—. Mi estilo es más complicado.

—Pareces una pobrecilla muñeca pervertida.

—Tal vez —dijo ella—. Pero estoy viva. Tú no llegas a tanto.

—Ya lo veremos.

—Muy bien —dijo ella—. Pero exijo pruebas.

—¿No las tuviste hoy?

—Oh, eso —dijo la chica volviéndose para recoger en su cara la última luz del crepúsculo—. Te puso caliente lo que pintabas. Está enamorado de sus telas —me explicó—. Siempre hace con ellas alguna porquería.

—Quieres que te pinte y que te pague y que te joda para aclararme la cabeza, y que además me enamore de ti —dijo Pascin—. Pobre muñeca tonta.

—A usted le gusto, ¿verdad, monsieur? —me preguntó ella.

—Mucho.

—Pero usted es mucho mayor que yo —dijo con tristeza.

—Todos tenemos el mismo tamaño en la cama.

—No es verdad —dijo su hermana—. Y ya estoy harta de esta conversación.

—Mira —dijo Pascin—. Si piensas que estoy enamorado de las telas, mañana mismo te pinto a la acuarela.

—¿Cuándo cenamos? —preguntó la hermana—. ¿Y dónde?

—¿Cenará usted con nosotros? —preguntó la chica morena.

—No. Iré a cenar con
ma légitime
..

Así se decía entonces. Ahora dicen
ma régulière
.

—¿Tiene que ir?

—Tengo que ir y quiero ir.

—Vete, pues —dijo Pascin—. Y no te enamores de la máquina de escribir.

—Si me lo noto, escribiré a lápiz.

—Mañana a acuarelar —dijo—. De acuerdo, niñas, me tomo otra copa y luego cenamos donde queráis.

—Chez Vikings —dijo la morena.

—Yo también —insistió la hermana.

—De acuerdo —convino Pascin—. Buenas noches, jovencito. Que duermas bien.

—Lo mismo te digo.

—Éstas no me dejan dormir —dijo él—. Nunca duermo.

—Duerme esta noche.

—¿Después de los Vikings?

Hizo una mueca, y llevaba el sombrero hacia atrás, encasquetado en la nuca. Se parecía más a un personaje de revista de Broadway a fines de siglo, que a un pintor excelente como era, y luego, cuando se hubo ahorcado, me gustaba recordarle tal como estaba aquella noche en el Dôme. Dicen que las simientes de todo lo que haremos están en todos nosotros, pero a mí me parece que en los que bromean con la vida las simientes están cubiertas con mejor tierra y más abono.

Ezra Pound y su bel esprit

Ezra Pound se portó siempre como un buen amigo y siempre estaba ocupado en hacer favores a todo el mundo. El estudio donde vivía con su esposa Dorothy, en la rué Notre-Dame-des-Champs, tenía tanto de pobre como tenía de rico el estudio de Gertrude Stein. El de Ezra sólo tenía mucha luz y una estufa para calentarlo, y había pinturas de artistas japoneses amigos suyos. Eran todos nobles en su país de origen, y llevaban el pelo muy largo. Era un pelo de un negro muy brillante, que basculaba adelante cuando hacían sus reverencias, y a mí me impresionaban todos mucho, pero no me gustaban sus pinturas. No las comprendía, pero no encerraban ningún misterio, y en cuanto llegué a comprenderlas me importaron un comino. Lo lamentaba muy sinceramente, pero no pude hacer nada por remediarlo.

Los cuadros de Dorothy sí que me gustaban mucho, y Dorothy me parecía muy hermosa, con un tipo maravilloso. También me gustaba el busto de Ezra que hizo Gaudier-Brzeska, y me gustaron todas las fotos de obras de este escultor que Ezra me enseñó, y que estaban en el libro del propio Ezra sobre él. A Ezra también le gustaba la pintura de Picabia, pero a mí me parecía entonces que no valía nada. Tampoco me gustaba nada la pintura de Wyndham Lewis, que a Ezra le entusiasmaba. Siempre le gustaban las obras de sus amigos, lo cual está muy bien como prueba de lealtad, pero puede ser un desastre a la hora de dar juicios. Nunca discutíamos sobre cosas de éstas, porque yo guardaba la boca callada cuando algo no me gustaba. Si a una persona le gustaban las pinturas o los escritos de sus amigos, yo lo miraba como algo parecido a lo de la gente que quiere a su familia, y es descortés criticársela. A veces, uno puede pasar mucho tiempo antes de tomar una actitud crítica ante su propia familia, la de sangre o la política, pero todavía es más fácil ir tirando con los malos pintores, porque nunca cometen maldades horribles ni le destrozan a uno en lo más íntimo, como son capaces de hacer las familias. Con los pintores malos, basta con no mirarles. Pero incluso cuando uno ha aprendido a no mirar a las familias ni escucharlas ni contestar a las cartas, la familia encuentra algún modo de hacerse peligrosa. Ezra era más bueno que yo, y miraba más cristianamente a la gente. Lo que él escribía era tan perfecto cuando se le daba bien, y él era tan sincero en sus errores y estaba tan enamorado de sus teorías falsas, y era tan cariñoso con la gente, que yo le consideré siempre como una especie de santo. Claro que también era iracundo, pero acaso lo han sido muchos santos.

Ezra quiso que yo le enseñara a boxear, y un día que le daba una lección en su estudio, a última hora de la tarde, conocí allí a Wyndham Lcwis. Ezra boxeaba desde muy poco tiempo, y me avergonzaba que se mostrara torpe ante un amigo suyo, y procuré que diera la mejor impresión posible. Pero no podía darla muy buena, porque la práctica de la esgrima le había resabiado, y yo estaba todavía intentando lograr que concentrara su boxeo en la mano izquierda y guardara el pie izquierdo adelantado, y que cuando tuviera que adelantar el pie derecho lo hiciera paralelamente al izquierdo. O sea que estábamos todavía en lo básico. No llegaba nunca a enseñarle cómo se dispara un gancho de izquierda, y en cuanto a enseñarle el hábito de retirar su derecha, eso lo reservaba para el futuro.

Wyndham Lewis llevaba un sombrero negro de alas anchas, como un personaje del barrio, y se vestía como un cantante en
La Bohème
. Su cara me recordaba la de una rana, y ni siquiera de una rana toro sino de una rana cualquiera, y París era una charca que le venía ancha. Por aquellos tiempos, pensábamos que un escritor o un pintor puede llevar cualquier vestimenta de la que sea poseedor, y que no hay uniforme oficial para el artista; pero Lewis llevaba el uniforme de un artista de antes de la guerra. Daba grima mirarle, pero él nos observaba muy engreído, mientras yo; esquivaba las izquierdas de Ezra o las blocaba en la palma de mi guante derecho.

Quise dejarlo, pero Lewis insistió para que continuáramos, y me di cuenta de que, como no comprendía nada de lo que hacíamos, estaba al acecho, en la esperanza de que Ezra recibiera daño. Nada ocurrió. No contraataqué nunca, y mantuve a Ezra persiguiéndome, con su izquierda adelantada, pero lanzando de vez en cuando una derecha, y al fin dije que ya estaba bien por aquel día, y me lavé en una palangana, me sequé con una toalla y me puse mi
chandail
.

Nos servimos algo de beber, y yo escuché mientras Ezra y Lewis hablaban, haciendo comentarios sobre gentes que vivían en Londres o en París. Observé a Lewis con cuidado, pero fingiendo no mirarle, como hace uno cuando boxea, y creo que nunca he conocido a un hombre tan repelente. Ciertas personas traslucen el mal, como un gran caballo de carreras trasluce su nobleza de sangre. Tienen la dignidad de un chancro canceroso. Pero Lewis no traslucía el mal; sólo resultaba repelente.

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