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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

Parque Jurásico (8 page)

BOOK: Parque Jurásico
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Escuchaba, sin prestar mayor atención, a Grant, que decía:

—¿Señorita Levin? Le habla Alan Grant. ¿Qué es eso que dice…? ¿Usted tiene qué? ¿Un qué? —Empezó a reír—. Oh, lo dudo mucho, señorita Levin… No, realmente no tengo tiempo. Lo siento… Bueno, le echaré un vistazo, pero prácticamente le puedo garantizar que es un basilisco. Pero… sí, buena idea. Sí, puede hacerlo así. Muy bien. Envíela ahora. —Grant colgó y sacudió la cabeza—. Esta gente.

—¿De qué se trata? —preguntó Ellie.

—Una lagartija que esa mujer está tratando de identificar. Me va a enviar un fax de una radiografía. —Caminó hacia el fax y esperó, mientras le llegaba la transmisión—. Y ya que estamos en ello, tengo un nuevo descubrimiento para ti. Uno bueno.

—¿Sí?

—Lo descubrí antes de que apareciera el joven. En la Colina Sur, horizonte cuatro. Velocirraptor joven, mandíbula y dentadura completas, así que no hay dudas en cuanto la identidad. Y el emplazamiento parece estar intacto. Hasta podríamos conseguir un esqueleto completo.

—¡Eso es fantástico! ¿Cómo de joven?

—Joven. Dos, quizá cuatro meses como máximo.

—¿Y es un velocirraptor, sin lugar a dudas?

—Sin lugar a dudas. Quizá nuestra suerte haya cambiado finalmente.

Durante los dos últimos años de su permanencia en Snakewater, el equipo de investigadores sólo había desenterrado hadrosaurios de pico de pato. Ya tenían pruebas de la existencia de vastas manadas de estos dinosaurios herbívoros, que vagabundeaban por las planicies cretáceas en grupos de diez o veinte mil animales, como lo harían más tarde los bisontes (búfalos).

Pero la pregunta que se hacían cada vez más era: ¿dónde están los depredadores?

Esperaban que los depredadores fueran poco frecuentes, claro. Estudios hechos sobre las poblaciones de depredadores/presas de los parques de caza de África y de la India sugerían que, en términos aproximados, había un carnívoro depredador por cada cuatrocientos herbívoros. Esto significaba que una manada de diez mil dinosaurios de pico de pato sólo podían mantener a veinticinco tiranosaurios. Así que era improbable que hallaran los restos de un depredador grande.

Pero, ¿dónde estaban los depredadores pequeños? Snakewater tenía muchísimos emplazamientos de anidamiento; en algunos lugares el suelo estaba literalmente cubierto por fragmentos de cáscaras de huevo de dinosaurio, y muchos dinosaurios carnívoros pequeños comían huevos. Animales como el
dromaeosaurus
, el
ovirraptor
y el
coelurus
, depredadores cuya altura oscilaba entre el metro y el metro ochenta, debían de encontrarse allí en abundancia.

Pero, hasta el momento, no habían descubierto ninguno.

Quizás ese esqueleto de velocirraptor significaba que su suerte había cambiado. ¡Y un bebé! Ellie sabía que uno de los sueños de Grant era estudiar la conducta de crianza en los dinosaurios carnívoros, del mismo modo que ya había estudiado la de los herbívoros. A lo mejor, este era el primer paso hacia ese sueño.

—Debes de estar bastante emocionado —insinuó Ellie.

Grant no contestó.

—He dicho que debes estar muy emocionado —repitió.

—¡Dios mío! —dijo Grant, en voz baja. Tenía la vista clavada en el fax.

Ellie miró la radiografía por encima del hombro de Grant y exhaló el aire con lentitud.

—¿Crees que es un amassicus?

—Sí —dijo Grant—. O un triassicus. ¡El esqueleto es tan ligero!

—Pero no es una lagartija.

—No. Eso no es una lagartija. Durante doscientos millones de años, ninguna lagartija de tres dedos ha caminado sobre este planeta.

El primer pensamiento de Ellie era que estaba mirando un fraude, un fraude ingenioso y hábil, pero fraude de todos modos. Todo biólogo sabía que la amenaza del fraude era omnipresente. El fraude más famoso, el del Hombre de Piltdown, se había mantenido cuarenta años sin que se lo descubriera, y su perpetrador todavía era desconocido. En fecha más reciente, el distinguido astrónomo Fred Hoyle había afirmado que un dinosaurio alado fósil, un
Archaeopteryx
que se exhibe en el Museo Británico, era una superchería. (Más tarde se demostró que era auténtico.)

La esencia de un fraude que sale bien es que a los científicos les presenta lo que esperan ver. Y, para el ojo de Ellie, la imagen de rayos X de la lagartija era exactamente correcta: la pata tridáctila estaba bien equilibrada, con la garra del medio más pequeña; los restos óseos de los dedos cuarto y quinto estaban hacia arriba, cerca de la articulación metatarsiana; la tibia era fuerte y considerablemente más larga que el fémur; en la cadera, la cavidad cotiloidea estaba completa; la cola mostraba cuarenta y cinco vértebras. Era un
Procompsognathus
.

—¿Podría ser falsificada esta radiografía?

—No lo sé —dijo Grant—. Pero resulta casi imposible falsificar una radiografía. Y el
Procompsognathus
es un animal no muy conocido; ni siquiera la gente que está familiarizada con los dinosaurios ha oído hablar de éste.

Ellie leyó la anotación:

—«Espécimen obtenido en la playa de Cabo Blanco, el 16 de julio…» «Aparentemente, un mono aullador se estaba comiendo al animal y esto fue todo lo que se recuperó». Ah… y dice que la lagartija atacó a una niña.

—Lo dudo —dijo Grant—. Aunque quizá fuera así.
Procompsognathus
era tan pequeño y leve que suponemos que debía ser un carroñero, que sólo se alimentaba de animales muertos. Y puedes discernir el tamaño —midió con rapidez—. Es de alrededor de veinte centímetros hasta las caderas, lo que significa que el animal completo tendría alrededor de treinta centímetros de alto. Casi tan grande como una gallina. Hasta un niño le parecería aterrador; podría morder a un bebé, pero no a un niño más grande.

Ellie frunció el entrecejo ante la radiografía.

—¿Piensas que este podría ser realmente un legítimo redescubrimiento como el del celacanto? —preguntó.

—Quizá —dijo Grant. El celacanto era un pez de cerca de un metro veinte de largo, que se pensaba que había muerto hacía sesenta y cinco millones de años, hasta que se extrajo un espécimen del océano en 1938. Pero había otros ejemplos: el falangero montañés pigmeo, de Australia, sólo se conocía por fósiles, hasta que se encontró uno vivo en un recipiente de basura de Melbourne. Y el fósil de diez mil años de un murciélago frugívoro de Nueva Guinea fue descrito por un zoólogo, que no mucho después recibió un ejemplar vivo por correo.

Ellie dijo:

—Si piensas que es lo que es, entonces, ¿por qué no estás más emocionado?

—Lo estaría si esta radiografía significara que hemos puesto la mano encima de un animal vivo, pero si este es un pequeño animal que se encuentra en alguna parte de las junglas centroamericanas… puede que nunca más encontremos otro.

Los animales extintos tenían la extraña tendencia a permanecer extintos. Al recientemente redescubierto murciélago comedor de fruta, los nativos lo habían espantado de su escondrijo con humo antes de que los científicos pudieran llegar al lugar y nunca más se volvió a recuperar un animal vivo. Y aunque al lobo de Tasmania se le había visto en forma esporádica durante los cuarenta últimos años, y hasta se le había perseguido por ordenador, todavía no se había podido conseguir un espécimen vivo, ni siquiera una fotografía.

—Pero, ¿podría ser verdadero? —insistió Ellie—. ¿Qué hay de la edad?

—La edad es un problema.

La mayor parte de los animales vueltos a descubrir eran añadidos bastante recientes del registro fósil; diez o veinte mil años de antigüedad. Algunos tenían unos pocos millones de años; en el caso del celacanto, sesenta y cinco millones. Pero el espécimen que estaban contemplando era mucho más antiguo que eso. Los dinosaurios habían muerto en el período cretácico, hacía sesenta y cinco millones de años; habían florecido, como forma dominante de vida en el planeta, durante el jurásico, hacía noventa millones de años; y aparecieron por primera vez en el triásico, hacía doscientos veinte millones de años aproximadamente.

El
Procompsognathus
vivió en el transcurso del triásico temprano, una época tan distante que nuestro planeta ni siquiera tenía el aspecto actual; todos los continentes estaban unidos formando una sola masa continental, llamada Pangea, que se extendía desde el Polo Norte hasta el Polo Sur, un vasto continente de helechos y bosques, con pocos desiertos grandes. El océano Atlántico era un lago estrecho comprendido entre lo que habrían de ser África y Florida. El aire era más denso. La Tierra era más caliente.

Había centenares de volcanes en actividad. Y era en este ambiente donde vivía el
Procompsognathus
.

—Bueno —dijo Ellie—, sabemos que algunos animales sobrevivieron. Los cocodrilos son, básicamente, animales del triásico que viven en la actualidad. Los tiburones también son del triásico. Así que sabemos que eso ya ocurrió antes.

Grant asintió:

—Y la cuestión es —añadió—, ¿de qué otra manera lo explicamos? O bien es un fraude, cosa que dudo, o bien es un redescubrimiento. ¿Qué otra cosa podría ser?

Sonó el teléfono:

—Es probable que sea Alice Levin de nuevo —agregó Grant—. Veamos si nos envía el espécimen real. —Respondió y miró a Ellie, sorprendido—. Sí, esperaré a hablar con el señor Hammond. Sí. Por supuesto.

—¿Hammond? ¿Qué quiere? —preguntó Ellie.

Grant negó con la cabeza y, después, dijo por teléfono:

—Sí, señor Hammond. Sí, a mí también me gusta volver a oír su voz… Sí… —Miró a Ellie—. ¿Ah, lo hizo? ¿Ah, sí?

Cubrió el micrófono con la mano y dijo:

—Sigue tan excéntrico como siempre. Tienes que oír esto.

Grant apretó el botón del altavoz y Ellie oyó la voz irascible de un anciano que hablaba con rapidez:

—… maldita molestia de un tipo del EPA, que parece haber salido disparado sin saber un comino de la cuestión, haciendo las cosas solo, corriendo por todo el país y hablando con la gente, agitando las cosas. Supongo que nadie fuera de lugar fue a verle a usted…

—A decir verdad —contestó Grant—, alguien ha venido a verme.

Hammond resopló:

—Me lo temía. Un sabelotodo llamado Morris.

—Sí, su nombre era Morris —dijo Grant.

—Va a ver a todos nuestros consultores —dijo Hammond—. El otro día fue a ver a Ian Malcolm. Ya sabe, el matemático de Texas. Ésa fue la primera noticia que tuve de todo esto. Nos las estamos viendo negras para manejar este asunto. Es la forma típica en la que trabaja el Estado; no hay demandas, no hay acusaciones, nada más que el acoso por parte de algún tipo al que nadie supervisa y que anda corriendo por todas partes a expensas del contribuyente. ¿Le molestó? ¿Perturbó su trabajo?

—No, no, no me molestó.

—Bueno, eso es muy malo, en cierto sentido —dijo Hammond—, porque entonces yo podría exigir su mandamiento judicial para que Morris abandonara lo que está haciendo, si él le hubiera molestado. Tal como están las cosas, hice que nuestros abogados llamaran al EPA para descubrir en qué demonios consistía el problema. ¡El director de la sección afirma que no sabía que hubiera investigación alguna! ¿Qué me cuenta de eso? Maldita burocracia, eso es todo. Demonios, creo que este tipo está tratando de meterse en Costa Rica, fisgonear, llegar a nuestra isla. ¿Usted sabe que tenemos una isla allí?

—No —dijo Grant, mirando a Ellie—. No lo sabía.

—Ah, sí, la compramos e iniciamos nuestra operación hace, veamos, cuatro o cinco años. He olvidado el tiempo exacto. Isla Nubla… Una isla grande, ciento ochenta kilómetros mar adentro. Va a ser una reserva biológica. Hermoso lugar. Jungla tropical. ¿Sabe?, tendría usted que verla, doctor Grant.

—Parece algo muy interesante pero, en realidad…

—Ya está casi terminada —prosiguió Hammond—. Le envié algo de material sobre la isla. ¿Recibió mi material?

—No, pero es que estamos un poquitín demasiado lejos de…

—Quizá le llegue hoy. Mírelo. La isla es sencillamente hermosa. Lo tiene todo. Hace ya treinta meses que estamos construyendo. Puede imaginarse lo que es: un gran parque. Se inaugura en setiembre del año que viene. Realmente tendría que verlo.

—Parece maravilloso, pero…

—Es cosa hecha —dijo Hammond—. Insisto en que la vea, doctor Grant. Verá que el parque contiene cosas que usted conoce muy bien. Lo va a encontrar fascinante.

—Estoy en medio de… —dijo Grant.

—Oiga, le diré qué vamos a hacer —prosiguió Hammond, como si la idea se le acabara de ocurrir—. Haré que algunas de las personas que actuaron como consultoras nuestras vayan a la isla este fin de semana. Que pasen unos días y que la examinen. Con los gastos pagados por nosotros, claro está. Sería grandioso que usted nos diera su opinión.

—No tengo posibilidad alguna de hacerlo —se excusó Grant.

—¡Oh, nada más que un fin de semana! —insistió Hammond, con la persistencia irritante, jovial, de un anciano—. Eso es todo lo que estoy diciendo, doctor Grant. No querría interrumpir su trabajo. Sé cuán importante es. Créame, lo sé. Nunca interrumpiría su trabajo. Pero usted podría dar el salto hasta aquí el fin de semana, y regresar el lunes.

—No, no podría. Acabo de encontrar un nuevo esqueleto y…

—Sí, claro, pero sigo pensando que debería venir… —reiteró Hammond, sin escuchar realmente.

—Y acabamos de recibir pruebas de un hallazgo muy enigmático y notable, que parece ser un procompsognátido vivo.

—¿Un qué? —dijo Hammond, más contenido—. No he entendido eso del todo; ¿ha dicho usted un procompsognátido vivo?

—Así es. Se trata de una muestra biológica, el fragmento parcial de un animal recogido en Centroamérica. Un animal vivo.

—No me diga. ¿Un animal vivo? ¡Qué extraordinario!

—Sí. Así lo creemos también nosotros. Así que, como puede ver, no es este el momento para que yo me vaya…

—¿Centroamérica, dijo usted?

—Sí.

—¿De qué parte de Centroamérica proviene, lo sabe usted?

—De una playa llamada Cabo Blanco; no sé dónde está exactamente…

—Entiendo. —Hammond se aclaró la garganta—. ¿Y cuándo llegó esta, eh…, muestra a sus manos?

—Hoy, precisamente.

—Hoy. Entiendo. Hoy. Entiendo. —Hammond aclaró su garganta otra vez.

Grant miró a Ellie y formó con los labios, en silencio:
¿Qué está pasando?

Ellie negó con la cabeza y respondió del mismo modo:
Parece estar molesto.

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