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Authors: Leonardo Padura

Tags: #Policial

Pasado Perfecto (16 page)

BOOK: Pasado Perfecto
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Miren, compañeros, quizás el compañero Morín haya tenido algún problema con los fondos para dietas y eso que ustedes me cuentan, ustedes saben más que yo de eso y puede que tengan razón, pero yo, Manuel García García, no lo creo hasta que no lo vea y perdonen la falta de respeto… No es que esté empecinado ni nada de eso, no. Es que hace mucho tiempo que conozco a Rafael, digo, al compañero Morín, y tengo plena confianza en él, y si tengo que autocriticarme después por eso, pues me autocrítico, pero eso es muy serio y hay que demostrarlo, ¿no es así? Miren, hay gente en la Empresa que a lo mejor no piensa como yo, algunos dicen que centralizaba demasiado las cosas, que tenía que ver con todo, y se lo sacaron en más de una asamblea, como una crítica, y él lo aceptó, porque él sí sabía autocriticarse y eso de la centralización él mismo se lo señaló varias veces, pero es que a la larga todo volvía a pasar por sus manos, y a veces creo que hacía eso porque mucha gente se acomodaba a que él lo resolviera todo y también porque él no sabía dirigir de otro modo. Pero los mismos que lo criticaban reconocían que las cosas casi siempre le salían bien y eso mantenía su prestigio, y al final creo que eso es lo que importa. Nosotros en el Sindicato nunca tuvimos problemas con él, y yo estoy en el Ejecutivo desde antes que él llegara a la Empresa, así que miren si sabré qué cosa es este Sindicato. Es más, él mismo me señaló en el núcleo del Partido que a veces la gestión de nosotros era un poco pasiva, y yo le decía, pero compañero Rafael, si estamos al día en la cotización, si cumplimos con las cuotas para los trabajos voluntarios, hacemos las actividades programadas y recogemos las preocupaciones de las gentes en las asambleas de Servicio, ¿qué más va a hacer el Sindicato? ¿Verdad, compañeros? En la Empresa no había problemas laborales desde el lío que formaron tres especialistas del departamento de compra en divisa porque ellos nunca viajaban al extranjero, eso ocurrió antes de que yo fuera secretario general, a ver, hace como dos años si la memoria no me traiciona, y para mí quedó claro que era un problema de ambición de esa gente porque no viajaban a países capitalistas, pero en una reunión con el Partido y el Sindicato, el compañero Rafael nos explicó que las decisiones administrativas eran competencia de la administración y que la administración tenía razones para tomar esa decisión, y al poco tiempo los compañeros esos se trasladaron para una corporación de esas nuevas que se abrió. Y un día Rafael me dijo, el compañero Morín, quiero decir, porque él no era de chanchullos: «Ves, García, lo único que querían era viajar». Sí, sí, con los demás compañeros se llevaba de maravillas y es verdad lo que les dijo Zaida, él se preocupaba por todos, a mí mismo, que soy un simple jefe de servicios, me dio un viaje de estímulo a Checoslovaquia, bueno, no fue él quien me lo dio, pero me propuso y habló muchísimo de mí en la asamblea. Y con el prestigio que tenía, por favor… Bueno, no, no éramos amigos personales, lo que yo entiendo como amigo personal de uno, ¿no es así?, él vino un par de veces a la casa cuando la vieja se me enfermó y después movilizó a toda la Empresa para el velorio y el entierro. Y aunque a veces yo mismo me digo que él era un poco raro, esas cosas no se le olvidan a uno y hay que estar agradecido, porque ser desagradecido es lo más feo que hay en este mundo. Por eso ustedes me disculpan, pero yo no lo creo hasta que no lo vea. ¿Las cosas raras? Nada, boberías mías, no sé, creo que cosas de manías, como eso de que le consiguiéramos muchos vegetales para su comida y que cuando estaba en la Empresa le limpiaran la oficina dos veces al día o que le dijera al chófer que le pusiera esos cristales negros al carro que uno no sabe si hay alguien adentro, ¿no es así? Eso, esas boberías. Por lo demás, pregúntenle a cualquiera, hasta los mismos que lo criticaban, todo el mundo está de lo más preocupado por este lío y nadie entiende nada… ¿Es verdad que lo mataron para robarle, compañeros?

—¿Ya no estás aburrido de oír elogios de Rafael? ¿No piensas que estamos equivocados y que de verdad es un gran dirigente y que no tiene ningún problema y no hay líos con las dietas y los gastos de representación? ¿No te parece que es Papá Dios magnánimo, intachable, buena gente, haciendo el mundo y repartiendo favores y simpatías y viajes como si fuera el dueño de los truenos? ¿O te parece que es un hijo de puta redomado que lo calculaba todo y le encantaba tener poder?

—Conde, Conde, te va a dar una cosa…

—No te preocupes, mi socio, el encabronamiento se está convirtiendo en mi estado psíquico normal.

—Bueno, ¿te dejo en casa de tu amiga?

El Conde asintió, preguntándose qué le iba a decir ahora a Tamara y si en verdad era necesario volver a verla. La perspectiva de enfrentarse otra vez a la mujer lo enervaba y lo confundía: quería salir del universo de Rafael Morín, pero Tamara funcionaba como un imán que lo atraía hacia el centro mismo de ese mundo, y lo alentaba a volver, como el asesino de siempre.

—Oye, Manolo, todavía es temprano. Te invito a tomarnos un trago. Me hace falta descompresionar.

—¿Tú estás jugando al prohibido, mi socio?

—A la bolita. Y me saqué un parlé —dijo, y al fin sonrió.

—Verdad que hace rato no nos maltratamos.

—Dobla por Lacret y parquea en la esquina antes de Mayía.

El sargento Manuel Palacios obedeció y acomodó el auto entre un camión y un taxi, en un espacio en el que Mario Conde jamás hubiera entrado ni con una bicicleta. Cerraron el carro, Manolo recogió la antena y caminaron hacia Mayía Rodríguez, donde había una barra extrañamente limpia y bien iluminada, casi vacía a esa hora del mediodía. Sobre el
freezer
se alineaban las botellas de Ron Santa Cruz, con su etiqueta de falso abolengo real, y algunas cremas de Havana Club y un ajenjo que ningún profesional criollo se atrevía a pedir ni en las peores escaseces.

—Dos carta blanca dobles, mi hermano —pidió el Conde al cantinero y acercó una banqueta a la que había ocupado su compañero. En el bar había unos pocos parroquianos, seguramente habituales, que soportaban la desidia del mediodía dominical bebiendo ron en aquellos pomitos de compota que obligaban a echar bien atrás la cabeza para tocar fondo, mientras el cantinero ofrecía en su grabadora particular una selección de boleros para bebedores a la luz del día: Vicentico Valdés, Vallejo, Tejedor y Luis, Contreras, iban narrando una larga crónica de desamores y tragedias que ligaban con el ron mejor que el ginger-ale o la Coca Cola. Era inevitable: el Conde siempre miraba a los clientes de los bares de mala muerte y peor vida, y trataba de imaginar por qué cada uno de ellos estaba allí, qué pasaba con sus vidas para que invirtieran tiempo y dinero cantando durante años aquellas mismas canciones adoloridas que sólo acentuaban su soledad, su desengaño vital, el largo olvido y la traición sufrida, y ponme otro, bróder, tragando aquellos alcoholes recios y buscapleitos mientras las manos empezaban a temblar con la reincidencia. Gastaba sus últimos resabios de psicólogo inconcluso y de paso se psicoanalizaba sin agonía, preguntándose qué hacía él también allí, para al final escamotearse las verdaderas respuestas: simplemente porque me gusta recostarme aquí a sentirme un poco condenado y olvidado y pedir otro trago, bróder, oír lo que hablaban los demás, hablar consigo mismo y sentir que el tiempo pasaba sin atormentarlo. A veces pedía un trago para pensar en un caso, o para olvidarse de él, para celebrar o para recordar o sólo porque aquellos lugares lo satisfacían más que un bar con copas altas y cócteles coloreados, aquellos bares elegantes a los que no entraba hacía millones de años.

—¿Qué te gustaría hacer ahora, Manolo? —le preguntó entonces a su compañero, que apenas se sorprendió con aquella interrogación de primer trago.

—No sé, tomarme unos tragos aquí y seguir después para casa de Vilma y estar tranquilo hasta mañana, eso es —respondió el otro y levantó los hombros.

—¿Y si no fueras para casa de Vilma, quiero decir?

Manolo observó su trago con mirada de viejo catador y la pupila del ojo izquierdo avanzó limpiamente hacia el puente de la nariz.

—Creo que me gustaría oír música. Siempre me gusta oír música. Quisiera tener un buen equipo de audio, con todos los ecualizadores y esas jodederas y dos bailes así, bien grandes, y acostarme en el suelo con un bafle a cada lado de la cabeza, bien pegados a la oreja, y pasarme horas oyendo música. ¿Te imaginas, compadre, que el viejo mío nunca pudo darme ciento cuarenta pesos para comprarme una guitarra? Con aquella guitarra polaca yo hubiera sido el tipo más feliz del mundo, pero si te toca ser hijo de un guagüero que con el sueldo tiene que mantener a seis personas, la felicidad tiene que costar mucho menos de ciento cuarenta pesos.

El Conde pensó que sí, que la felicidad podía ser muy cara y pidió otro doble. Observó la calle, soleada y fría, por donde apenas pasaban autos, y se encontró completamente limpio y tranquilo. Era un buen mediodía para tomarse unos tragos y acostarse con una mujer, como lo haría su compañero, o para coger una guagua con el Flaco y sufrir cuatro horas en el estadio. Era un buen mediodía para estar vivo y ser feliz con o sin guitarra, y mientras probaba el ron y su garganta se lo agradecía —un calor conocido y manso de ron blanco—, pensó que muchas veces él también había sido feliz y que alguna vez lo sería de nuevo y que la soledad no es un mal incurable y quizás algún día recuperaría sus viejas ilusiones y tendría una casa en Cojímar, muy cerca de la costa, una casa de madera y tejas con un cuarto para escribir y nunca más viviría pendiente de asesinos y ladrones, agresores y agredidos, y Rafael Morín saldría otra vez de sus nostalgias y quedarían a flote sólo los buenos recuerdos, como debe ser, los que el tiempo salva y protege para que el pasado no sea una carga horrible y repelente y uno no tenga que ir camino del puente a tirar tu cariño al río, como decía la canción de Vicentico Valdés que ahora oían.

—Oye bien eso —le dijo a Manolo y sonrió—. En cuanto uno se toma dos tragos quiere oír algo así: «Camino del puente me iré / a tirar tu cariño, al río / mirar como cae al vacío / y se lo lleva la corriente…». ¿Casi que es lindo?, ¿eh?

—Si tú lo dices —admitió el sargento y observó otra vez su trago.

—Oye, Manolo, ¿y por fin tú eres bizco o no?

Manolo sonrió sin apartar la vista de su trago, con el ojo izquierdo flotando a la deriva.

—Un día sí y otro no —respondió el sargento y terminó con su bebida. Miró a su compañero y le mostró el pomo vacío—. ¿Y qué te gustaría hacer a ti, ahora mismo?

El Conde también terminó su trago y pensó un momento para responder:

—Decirte que me dieras un chance en tu grabadora grande, tirarme también en el piso y oír diez veces seguidas
Strawberry Fields: for ever
.

Nunca me gustó aquel traje. Vestido así uno parece un singao, protestaba Alexis el Yanqui y era verdad: las medias, la gorra, las letras y las mangas moradas con el fondo amarillo pollito del caqui, y de contra los pantalones nos quedaban anchísimos y no podíamos estrecharlos como se usaba, porque Antonio La Mosca, el profesor que hacía de
manager
, nos advirtió clarito que cuando terminara el campeonato había que devolverlo todo, y tenía que estar igual o mejor que como nos lo dieron, qué manera de comer mierda, como si alguien quisiera quedarse con aquellos trajes que nos costaron un buen nombrete: «Las Violetas de La Víbora». El campeonato era entre seis Pres y, como siempre, a nosotros nos dieron la mala. Después del Waterpre nos llevaban recio en todo, desde los campamentos para trabajar en el campo hasta los trajes de pelotero, siempre eran los más malos, porque descubriendo y descubriendo, descubrieron primero que ganábamos la emulación docente porque había fraude y la del corte de caña porque había un contacto en el centro de acopio que nos ponía caña que cortaban otros Pres, y ni se sabe cuántas cosas más descubrieron.

Como Andrés, que era la primera base regular del equipo, no quiso saber más nada con la pelota después que se hizo el esguince y no pudo jugar en la Nacional Juvenil, me dejaron cubrir la primera base, aunque me pusieron de octavo bate, delante de Arsenio el Moro, que sí estaba condenado a ser el último porque era un
out
vestido de pelotero —o de singao, con uno de aquellos trajes.

Cuando salimos a calentar ya estaba oscuro y encendieron las luces, y después salieron los del Pre de La Habana, unos negrazos enormes y con unas manos así que nos iban a destripar como ya habían hecho con otros equipos, pero nosotros, pinga aquí, gritamos en el mitin antes del juego, vamos a ganarles a las tiñosas flacas esas, qué carajo, dijo el Flaco, y hasta el Moro y hasta yo me lo creí. Lo malo era el traje, porque el estadio estaba recién pintadito, las luces buenísimas y la mitad de las gradas estaban llenas de la gente de La Habana y la otra mitad de la gente del Pre, y había tremendo embullo, y uno disfrazado con esos trajes de cuando la pelota se jugaba con bombín y polainas.

Como en el equipo estábamos el Flaco, Isidrito el Guajiro —iba a ser el
pitcher
ese día—, el Pello y yo —que me decían Cachito, porque nada más bateaba eso, cachitos—, casi toda la gente del aula iba a los juegos, empezando por Tamara, que era la responsable de la emulación y en la emulación se contaba la participación en las actividades y los juegos de pelota Interpre eran una actividad, y la gente siempre prefería un juego de pelota que otra actividad —una visita a un museo o soplarse una actuación del coro de la escuela, por ejemplo. Y la gente del aula inventaron un lema que gritaban cada vez que veníamos a batear: «Violeta, Violeta / La Mosca y su guerrilla / te dan una galleta», pero los contrarios la mejoraron y nos decían: «Violeta, Violeta / que un burro te la meta», y fue peor el remedio que la enfermedad. De cualquier forma, me encantaba estar en el equipo, jugar con luces y sentir que podía ver las cosas desde un ángulo diferente: porque seguro que no es lo mismo ver a los peloteros desde las gradas que vestirse de pelotero y ver a las gentes en las gradas. Es distinto.

—Cojones, caballero, cojones es lo que hace falta para ganar en la pelota —gritaba el Flaco, en el banco, cuando iba a empezar el juego, para él nunca fue un juego cuando se trataba de la pelota, y con lo flaco que estaba se le veían así de gordas las venas del cuello—. Y a nosotros nos sobra de eso, ¿verdad, coño?

Y había que decirle que sí porque le podía dar una cosa, y como éramos homeclub y salimos al terreno, la gente empezó a chiflar —los de La Habana— y a aplaudir —los de La Víbora—, y entonces miré hacia las gradas para ver todo distinto y vi a Tamara moviendo un pañuelo morado, y se me quitaron las ganas de jugar cuando vi al lado de Tamara, como un perro policía, al ex presidente de la FEEM. Rafael Morín se reía con su risa de siempre, satisfecho y deslumbrante, como el día que nos dijo «Yo soy Rafael Morín», él allá arriba vestido con una camisa de cuadros mortal, nosotros acá abajo disfrazados con aquellos trajes que parecíamos unos síngaos.

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