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Authors: Leonardo Padura

Tags: #Policial

Pasado Perfecto (22 page)

BOOK: Pasado Perfecto
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El Conde levantó la mirada y vio la fría claridad de ese lunes cinco de enero y pensó que aquella noche tendría la temperatura ideal para esperar hasta las doce, y sólo entonces poner en un rincón de la sala tres manojos de hierba fina y tres pozuelos de agua endulzada con miel, para los camellos, y una carta común dirigida a Melchor, Gaspar y Baltasar, cuando sonó el timbre del teléfono y abandonó de mala gana la idea de la carta a los Reyes Magos.

—¿Sí? —dice sentándose a medias sobre el buró y con los ojos puestos en la copa de los laureles.

—¿Mario? Soy yo, Tamara.

—Ah, eres tú, ¿cómo estás?

—Anoche me quedé esperando tu llamada.

—Sí, es que me compliqué. Salí de aquí tardísimo.

—Ya yo te había llamado por la mañana, como a las nueve y media.

—Ah, no me lo dijeron.

—Es que no dejé el recado. ¿Por qué te llamaron ayer?

—Pura rutina. La tal Zoila es amiga de René Maciques y ni siquiera conoce personalmente a Rafael. Lo investigamos bien.

—¿Y entonces nada de Rafael? —Y él quisiera tener una sola certeza de la intención de la pregunta. Casi prefiere saber que Tamara está desesperada por lo de su marido, piensa también que técnicamente ella sigue siendo la primera sospechosa, cuando agrega—: Esta incertidumbre me mata.

—Y a mí también. Ya estoy cansado.

—¿De qué?

Y él piensa un instante, porque no se quiere equivocar.

—De ser el policía particular de Rafael.

—¿Y ya fuiste a la Empresa?

—Allá estaba ahorita. Allá dejé a los especialistas de Delito Económico.

—¿Delito Económico? Mario, ¿y de verdad tú crees que Rafael esté metido en algo de eso?

—¿Qué crees tú, Tamara? ¿Tú crees que ahorrando de sus dietas él te podía comprar todo lo que te compraba?

Del otro lado de la línea se hace un silencio denso y prolongado y ella al fin dice:

—No sé, Mario, la verdad es que no sé. Pero la verdad es también que no me imagino a Rafael en eso. El —titubea—, él no es una mala persona.

—Eso me han dicho —apenas susurra él y se pasa la mano por la frente para secarse un sudor inesperado.

—¿Qué dijiste?

—Dije que yo también lo creo.

Y regresa el silencio.

—Mario —dice ella entonces—, no me importa lo que pasó ayer, eso…

—Pero a mí sí, Tamara.

—Ay, no me entiendes —protesta ella, se siente forzada a la confesión y él lo hace todo más difícil—. ¿Por qué tú crees que te estoy llamando? Mario, quiero verte otra vez, de verdad.

—Esto no tiene sentido, Tamara. Nos vemos y después qué.

—Después no sé. ¿De verdad no puedes evitar pensarlo todo mil veces?

—De verdad no puedo —admite él, y presiente que le regresará el dolor de cabeza.

—¿No vas a venir?

Mario Conde cierra los ojos y la ve, desnuda y ansiosa, abierta y expectante en la cama.

—Creo que sí. Cuando sepa qué pasó con Rafael —dice y cuelga y siente cómo el dolor nace detrás de sus ojos, es una mancha de aceite que se extiende por su frente y crece, pero con el dolor viene la idea, cuando sepa qué pasó con Rafael, y el teniente Mario Conde se recrimina, comemierda, por qué no empezaste por ahí.

—¿Vienes a morir en mis manos? —le preguntó el capitán Contreras, y su sonrisa de gordo satisfecho y sin remordimientos retumbó en las paredes de la habitación. Con una velocidad insólita para su paquidérmica humanidad abandonó la silla, que crujió aliviada, y avanzó hasta el teniente para estrecharle la mano—. Mi amigo el Conde. La vida es así, pariente, hoy por mí y mañana gracias a mí, aunque haya gente que les dé su asquito lo que nosotros hacemos, ¿no es verdad? Claro, a nadie le gusta jugar con mierda, pero alguien tiene que hacerlo y al final vienen a contar conmigo, no tú, que eres mi socio, aunque no has querido trabajar conmigo, pero uno se entera de todito en esta vida. —Y volvió a reírse, dejando que su barriga, sus tetas, su papada y sus cachetes bailaran con alegría. Se reía con facilidad, con mucha facilidad, tanta, que el Conde siempre pensó que para el Gordo Contreras tal vez fuera demasiado fácil reírse—. A ver, déjame ver.

El teniente le entregó entonces la fotografía. El capitán Jesús Contreras la observó unos minutos y el Conde trató de imaginarse cómo funcionaba el atestado archivo de su cerebro. Lo que una vez pasaba por los ojos del Gordo Contreras quedaba registrado en su memoria con los más recónditos pelos y señales. Ese era su mayor orgullo, y el segundo siempre fue saberse útil y casi imprescindible, porque el Gordo se ocupaba directamente del tráfico de divisas y nadie diría jamás que le faltaba trabajo. Su equipo, los Gorditos de Contreras, se había propuesto ser la pesadilla cotidiana de los jinetes y vendedores de dólares de La Habana, y en los últimos meses mantenía un récord envidiable de jinetes desmontados.

—No es del negocio —concluyó, sin dejar de mirar la fotografía—. ¿Qué dice la computadora?

—Nada, limpio como el culo de un niño recién bañado.

—Lo sabía. ¿Y qué quieres exactamente?

—Que me verifiques con tus informantes y con algunos de los que están a la sombra si lo conocen de haber vendido dólares alguna vez. Manejaba mucho dinero cubano y pienso que lo sacaba de ahí. También quiero que me investigues a otro del que ahorita te mando la fotografía.

—¿Cómo se llaman?

—Éste, Rafael Morín, y el otro, René Maciques, pero no te guíes por los nombres, trabaja con las caras.

—Oye, oye, Conde, ¿pero éste no es el pincho que desapareció?

—Mucho gusto, Gordo.

—¿Y tú te volviste loco? Oye, no me quieras meter en candela que este hombre tiene vara alta… Hay un ministro que llama al Viejo y todo. ¿Tú sabes de cajón si ha estado metido en el lío de los fulas? —preguntó Contreras y dejó la fotografía sobre el buró, como si se hubiera calentado sin previo aviso.

—Mierda es lo que sé, Gordo. Es una corazonada, más bien un dolor de cabeza. De algún lado sacaba mucho dinero, Gordo, y no era un bisnero.

—A lo mejor, a lo mejor sí. Pero estás revolviendo mierda, Conde, y la mierda salpica —dijo el Gordo y regresó a su maltratada silla—. Bueno, ¿para cuándo?

—Me hace falta para ayer. El Viejo está cabrón porque llevo tres días en esto. Está a punto de pedir sangre y sospecho que le gustaría la mía. Ayúdame, Gordo.

Entonces el capitán Contreras volvió a reír. Al Conde también le asombraba que todo le diera gracia, porque en realidad el Gordo era el policía más duro que había conocido, sin duda el mejor en su especialidad, aunque tras su rostro de obeso feliz escondía casi trescientas libras de complejos. Su inseparable olor a cebo quemado y el final precipitado de sus dos intentos de matrimonio eran un estigma demasiado grueso para él. Pero se defendía con su risa y el convencimiento de que había nacido para policía y era un buen policía.

—Está bien, está bien, por ser a ti… Mándame la otra foto y déjame dicho dónde te puedo localizar si aparece algo.

El Conde extendió su mano sobre el buró del capitán Contreras, dispuesto a sufrir sin un lamento el apretón de aquella mano capaz de ahorcar un caballo.

—Y gracias, Gordo.

Abandonó la oficina envuelto en las carcajadas de Contreras y subió hacia el despacho del Viejo. Maruchi mecanografiaba algo y el Conde se maravilló de que pudiera hablar, mirarlo incluso, sin dejar de teclear.

—Llegaste tarde, marqués. Digo, Conde. El mayor salió ahorita mismo —le anunció la muchacha—. Fue a una reunión en la Dirección Política.

—Anjá, creo que es mejor —dijo el teniente, que prefería no enfrentarse todavía con el mayor Rangel—. Me hace falta que le digas que me espere hasta las cinco y media que creo que hoy le entrego este caso. ¿Está bien?

—No hay problemas, teniente.

—Oye, para un minuto —le pidió, y la secretaria detuvo su trabajo y lo miró resignada—. Regálame dos duralginas ahí, anda.

—¿Qué hay de nuevo? —preguntó el Conde y sonrió.

Manolo, Patricia y las especialistas de Delito Económico lo miraron sorprendidos. Hacía sólo una hora que había abandonado la Empresa diciendo que regresaba por la tarde y ahora aparecía pidiendo noticias. El teniente hizo un espacio en el buró de aquella oficina de la subdirección económica que les habían prestado para la investigación y se sentó, dejando descansar apenas media nalga.

—No aparece nada, Mayo —dijo Patricia, y cerró el file con el rótulo ÓRDENES DE SERVICIO—. Te advertí que esto no iba a ser fácil.

—Lo que yo no entiendo es para qué carajos hacen falta tantos papeles —protestó Manolo y abrió los brazos, como si tratara de abarcar la inmensidad de la oficina, tomada por la papelería que conformaba la memoria diaria de la Empresa—. Y eso que nada más es del 88. En cualquier momento hay que inventar una empresa para los papeles de esta empresa.

—Pero imagínate, Mayo, con todos estos controles y con los arqueos y auditorías, y hay más robo, malversación y desvío de recursos de lo que nadie se pueda imaginar. Sin papeles no habría quien aguantara esto.

—¿Y ahí está todo lo que tiene que ver con los viajes de Rafael al extranjero y los negocios que hacía aquí? —preguntó el Conde y desistió de la idea de encender un cigarro.

—Están los contratos, los cheques y la deducción de costos. Y, claro, los desgloses en cada caso —dijo Patricia Wong indicando dos montañas de papeles—. Había que empezar por el principio.

—¿Y cuánto tiempo hace falta para enderezar todo esto, China?

La teniente volvió a reír, con aquella risa de resignación asiática que le cerraba los ojos. Seguro que no ve, no puede ver.

—Por lo menos dos días, Mayo.

—¡No, China! —gritó el Conde y miró a Manolo. El sargento le rogaba con los ojos sácame de aquí, viejo, y parecía más flaco y más desvalido que nunca.

—Yo no soy Chan-Li-Po. Esto es así —protestó Patricia y cruzó sus piernas monumentales.

—Bueno, vamos a hacer dos cosas, China. Que con cualquier pretexto me consigan el expediente de Maciques, porque me hace falta una foto de él. Y lo otro es que priorices, mira eso, priorices, ya estoy hablando así, bueno, que le metas mano a todas las asignaciones y liquidaciones de dietas de Rafael, Maciques y el subdirector económico que ahora está en Canadá. Busca también por gastos de representación, en Cuba y en el extranjero, y tírale un vistazo a las regalías declaradas como resultado de buenos contratos. Estoy seguro de que no va a aparecer nada importante, pero necesito saber. Sobre todo insiste por dos vías, China: lo que hacía Rafael en España, que era el país adonde más iba, y chequea todos los negocios que hizo, desde que empezó a dirigir la Empresa, con la firma japonesa… —y extrajo entonces el bloc del bolsillo posterior de su pantalón y leyó—, la Mitachi, porque esos chinos llegan a Cuba dentro de unos días y puede haber algo con ellos.

—Está muy bien todo eso, pero no les digas chinos, ¿quieres? —protestó la teniente, y el Conde recordó que en los últimos tiempos Patricia atravesaba un repunte de melancolía asiática y hasta se había inscrito en la Sociedad China de Cuba por su condición de descendiente directo.

—Total, Patricia, es más o menos lo mismo.

—Ah, Mayo, no seas pesado. Vaya, díselo a mi padre a ver si te invita a comer otra vez.

—Deja eso, deja eso, que no es para tanto.

—Se ve que estás contento, ¿eh? Seguro que tienes algo en la mano.

—Ojalá, Patricia… Pero lo único que tengo es un prejuicio viejísimo y lo que tú me puedas dar ahora. Ayúdame. Mira, son las once y media. Lo que te pedí me lo puedes dar para las dos de la tarde…

—Las cuatro, antes no.

—Ni pa ti ni pa mí: a las tres estoy aquí. Ahora préstame al niño.

Patricia miró a Manolo y leyó la súplica en aquellos ojos que bizquearon sin remedio.

—Está bien, para lo que sabe de economía y contabilidad…

—Gracias por el elogio, teniente —le dijo Manolo, que ya se estaba acomodando la pistola en el cinturón y alisando la camisa para hacer menos evidente la presencia del arma.

—Bueno, a las tres.

—Sí, pero acaba de irte, Mayo, porque si sigues aquí no termino ni a las cinco. Rebeca —ordenó entonces a una de sus especialistas—, consíguele la foto al teniente. Que te aproveche, Manolo.

Después de diez años en el oficio, Mario Conde había aprendido que la rutina no existe porque falte la imaginación. Pero Manolo era todavía demasiado joven y prefería resolverlo todo con un par de interrogatorios, una pista tanteada hasta hallar la otra punta de la madeja y, si acaso, pensar un rato y forzar las situaciones hasta hacerlas reventar. El éxito lo había abrazado demasiadas veces en su corta carrera, y el Conde, sin compartir muchas de sus teorías, respetaba a aquel muchacho flaco y desgarbado. Pero el teniente imponía muchas veces la rutina policial, tratando de encontrar la inevitable cuarta pata del gato. Mucha rutina y aquellas ideas que a veces le venían de una inconsciencia remota sin haber sido solicitadas eran sus dos armas de trabajo preferidas. La tercera siempre fue conocer a la gente: si sabes cómo es alguien, sabes qué puede hacer y qué no debería hacer nunca, le decía a Manolo, porque a veces la gente hace precisamente eso, lo que no debería hacer, y le decía también que «mientras sea policía no voy a poder dejar de fumar, ni a dejar de pensar que algún día escribiré una novela muy escuálida, muy romántica y muy dulce, y también voy a seguir trabajando la rutina de la investigación. Cuando ya no sea policía y escriba mi novela, me gustaría trabajar con locos, porque me encantan los locos».

Por pura rutina y por comprobar si aún le faltaba por conocer algo del carácter de Rafael Morín, el Conde decidió entrevistar a Salvador González, el secretario del Partido, un cuadro profesional de la organización enviado por el municipio apenas tres meses antes.

—No sé hasta qué punto pueda serles útil —admitió Salvador y rechazó el cigarro que le ofrecía el teniente. En cambio cargó una pipa y aceptó el fósforo encendido. Era un hombre que sobrepasaba los cincuenta años y parecía simple y abrumado—. Apenas conocí al compañero Morín, y de él, como militante y como persona, sólo tengo impresiones, y no me gusta ser impresionista.

—Dígame una de esas impresiones —pidió el teniente.

—Bueno, en la Asamblea de Balance estuvo muy bien, la verdad. Su informe es de los mejores que he oído. Creo que es un hombre que ha interpretado el espíritu de estos tiempos y pidió exigencia y calidad en el trabajo, porque ésta es una Empresa importante para el desarrollo del país. Y se autocríticó por su modo de dirigir demasiado centralizado y pidió ayuda a los compañeros para una necesaria repartición de responsabilidades y tareas.

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