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Authors: Leonardo Padura

Tags: #Policial

Pasado Perfecto (23 page)

BOOK: Pasado Perfecto
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—Dígame otra.

El secretario general sonrió.

—¿Aunque sólo sea una impresión?

—Anjá.

—Bueno, si usted insiste. Pero fíjese, es una impresión… Usted sabe lo que significa viajar para cualquiera, y no sólo en esta Empresa, sino en el país. El que viaja se siente distinto, escogido, es como si rompiera la barrera del sonido… Mi impresión es que el compañero Morín jugaba a ganarse simpatías con eso de los viajes. Es una impresión que saco de lo que he visto y de lo que hablamos.

—¿Qué hablaron?, ¿qué vio?

—Nada, preparando la Asamblea de Balance me preguntó si me gustaría viajar.

—¿Y qué pasó?

—Le conté que, cuando era muchacho, leí un muñequito del Pato Donald en el que el pato se va con los tres sobrinos a buscar oro a Alaska, y estuve mucho tiempo muerto de envidia con aquellos paticos que tenían un tío que los llevaba a Alaska. Después crecí y nunca fui a Alaska ni a ningún otro lugar y, perdóneme la frase, decidí que Alaska ya se podía ir a templar.

—¿Y no tiene más impresiones?

—Prefiero no decirlas, ¿sabe?

—¿Por qué?

—Porque yo no soy ahora un obrero común, ni siquiera un militante común. Soy el secretario general de esta Empresa y mis impresiones pueden ser asumidas por mi posición actual y no por mi persona.

—¿Y si yo hago el deslinde? ¿Y si por un momento usted también se olvida de su cargo?

—Eso es muy difícil para los dos, teniente, pero como usted es tan insistente, le voy a decir algo y ojalá no cometa un error con esto —dijo, y abrió una pausa que se fue alargando mientras descargaba la pipa contra un cenicero. No quisiera decirlo, pensó el Conde, pero no se desesperó—. Dicen que hombre precavido vale por dos, y Rafael Morín siempre me pareció un precavido por excelencia. Pero de los dos hombres que salen de un precavido, siempre hay uno que lo es menos: ése es el que está perdido ahora.

—¿Por qué piensa eso?

—Porque estoy casi seguro de que esa compañera de ustedes, la mulata achinada, va a encontrar algo. Eso se respira en el ambiente. Por supuesto, esto es una impresión y me puedo equivocar, ¿verdad? Yo mismo me he equivocado con otros compañeros. Ojalá me equivoque otra vez, porque de lo contrario no me habré equivocado sólo como persona, ¿me entiende?

—¿Pura rutina, no?

—Me cago en su estampa —dijo Manolo y se recostó en el maletero del auto. Eran poco más de las doce y el sol rotundo del mediodía intentaba despejar el frío, y era agradable recibir su calor, incluso era posible quitarse el
jacket
y ponerse los espejuelos oscuros y tener deseos de decir—: Vamos a trabajar otra vez a Maciques, Conde, pero no aquí, allá en la Central. Anda.

El Conde frotó los espejuelos en el dobladillo de su camisa, los miró a trasluz y los devolvió al bolsillo. Se desabotonó los puños de la camisa y subió las mangas dos, tres vueltas, asimétricas y abultadas, hasta la altura de los codos.

—Vamos a esperar. Todavía son las doce y la China me dijo que a las tres, y el Gordo habrá empezado hace un ratico. Creo que nos merecemos almorzar, ¿no?, porque hoy sí no sé a qué hora vamos a terminar.

Manolo se acarició el estómago y se frotó las manos. El empeño del sol era insuficiente porque del mar subía una brisa compacta, perfumada y persistente, capaz de arrastrar el tímido calor del ambiente.

—¿Tú crees que me dé tiempo ahora de ir a casa de Vilma? —preguntó entonces, sin mirar a su compañero.

—¿Pero por fin te botó o no te botó?

—No, chico, es que es celosa como una perra.

—O como los negocios con mucho dinero.

—Más o menos.

—Pero te gusta, ¿verdad?

Manolo trató de patear una chapa de botella aplastada por los carros y volvió a frotarse las manos.

—Creo que sí, compadre. Esa mujer acaba conmigo en la cama.

—Ten cuidado, niño —le dijo el Conde y sonrió—. Yo tuve una así y por poco me mata. Lo peor es que después ninguna te viene bien. Pero el que por su gusto muere… Dale, vamos, déjame en casa del Flaco y me recoges a las dos, dos y cuarto. ¿Te da tiempo?

—¿Para qué tú crees que soy mejor que Fangio? —preguntó, y ya abría la portezuela del carro.

El Conde prefirió no darle conversación en el camino. Andar a ochenta kilómetros por La Habana le parecía un desvarío lamentable, y decidió que era mejor que Manolo se preocupara sólo por el timón y por el amor frenético de Vilma, y así tal vez llegaban vivos. Lo peor de aquella carrera era que él tampoco podía pensar, aunque al final se alegró: ya no había mucho que pensar, sólo esperar, y quizás después empezar a estrujarse el cerebro otra vez.

—A las dos aquí —le recalcó a Manolo cuando se bajó frente a la casa del Flaco, y estuvo a punto de persignarse al ver del modo en que doblaba en la esquina. Dos tetas siempre jalan más que una carreta, pensó mientras atravesaba el brevísimo jardín de la casa, que Josefina mantenía tan pulcro como todo lo que estuviera al alcance de sus manos y su potestad. Las rosas, los girasoles, los mantos rojos, la picuala y la antiquísima estructura de los palitos chinos combinaban sus colores y olores sobre una tierra limpia y oscura donde era pecado mortal tirar una colilla, incluso si la lanzaba el Flaco Carlos. La puerta de la casa estaba tan abierta como siempre, y al entrar descubrió el perfume de un mojo esencial: en una sartén se debatían el zumo de naranjas agrias, los ajos desvestidos, la cebolla, la pimienta y el aceite de oliva, que bañarían las viandas que ese día Josefina le regalaría al hijo cuyos contados placeres cultivaba con más esmero que el jardín. Desde que el Flaco regresó inválido para siempre, aquella mujer que aún no había perdido el candor de su sonrisa se dedicó a vivir para su hijo con una resignación alegre y monacal que ya duraba nueve años, y el acto de alimentarlo cada día era tal vez el ritual más completo en que se expresaba el dolor de su cariño. El Flaco se había negado a acatar los consejos del médico que le advertía los peligros de su gordura, asimiló que su muerte era una posposición de plazo breve y quiso vivir con la plenitud que siempre lo distinguió. Si vamos a tomar, pues tomamos; si vamos a comer, comemos, decía, y Josefina lo complacía más allá de sus posibilidades.

—Pon otro cubierto —le dijo el Conde al entrar en la cocina, besó la frente sudada de la mujer y preparó la suya para el beso devuelto que, sin embargo, ella no llegó a darle porque el teniente sintió un ataque de amor y tristeza que lo obligó a abrazarla con fuerza de estrangulador y a decirle—: Cómo te quiero, Jose —antes de soltarla y caminar hacia la meseta donde estaba el termo del café, y evitar la salida de unas lágrimas que sabía inminentes.

—¿Qué tú haces aquí, Condesito, ya terminaste el trabajo?

—Ojalá, Jose —le respondió mientras bebía el café—, pero a lo que vine fue a comerme esa yuca con mojo.

—Oye, muchacho —dijo ella y abandonó por un instante los preparativos de la comida—. ¿En qué lío tú andas metido?

—Ni te lo imaginas, vieja, una de las cagazones mías.

—¿Con la muchacha que fue compañera de ustedes?

—Oye, oye, ¿qué te dijo la bestia de tu hijo?

—No te hagas el loco, que a media cuadra se oían los gritos de ustedes ayer.

El Conde levantó los hombros y sonrió. ¿Por fin qué habría dicho?

—Oye, ¿y por qué tú andas tan elegante? —le preguntó, mirándola de pies a cabeza.

—¿Elegante yo? Mira eso, tú ni te imaginas qué cosa soy yo cuando de verdad me pongo elegante… Nada, que llegué ahorita mismo del médico y no tuve tiempo para cambiarme.

—¿Y qué te pasa, Jose? —le preguntó y se inclinó para verle la cara, vuelta hacia el fogón.

—No sé, mijo. Es un dolor viejo, pero que se me está haciendo insoportable. Empieza como una ardentía aquí, debajo del estómago, y hay veces que me duele como si me hubieran enterrado un cuchillo.

—¿Y qué dijo el médico?

—Como decirme, todavía nada. Me mandó a hacerme análisis, una placa y esa prueba de tragarse la manguera.

—¿Pero no te dijo nada, nada más que eso?

—¿Qué más quieres, Condesito?

—No sé. Pero no me habías dicho nada. Yo hubiera hablado con Andrés, el que estudió con nosotros. Es tremendo médico.

—Pero no te preocupes, este médico también es bueno.

—Cómo no me voy a preocupar, vieja, si tú nunca chistas. Oye, mañana estoy hablando con Andrés para el lío de esas pruebas y que el Flaco llame…

Josefina dejó la cazuela y miró al amigo de su hijo.

—Que él no llame a nadie. No le digas nada, ¿quieres?

Entonces el Conde necesitó servirse otra dosis de café y encender otro cigarro, para no abrazar a Josefina y decirle que tenía mucho miedo.

—No te preocupes. Yo soy el que llama. ¿Huele bien ese sancocho, no? —Y salió de la cocina.

La ruta de los recuerdos de Mario Conde siempre terminaba en la melancolía. Cuando atravesó la barrera de los treinta años y su relación con Haydée se agotó con los estertores del desenfreno de sus combates sexuales, descubrió que le gustaba recordar con la esperanza de mejorar su vida, y trataba a su destino como un ser vivo y culpable, al que se le podían lanzar reproches y recriminaciones, insatisfacciones y dudas. Su propio trabajo sufría de aquellos juicios, y aunque sabía que no era duro, ni especialmente sagaz, ni siquiera un modelo de conducta, y que sin embargo algunos de sus compañeros lo consideraban un buen policía, pensaba que en otra profesión hubiera sido más útil, pero entonces convertía sus lamentaciones en una estudiada eficacia que le reportaba un prestigio que él mismo asumía como un fraude insoluble y jamás explicable. Y el retorno de Tamara venía a complicarle ahora aquella pesada tranquilidad, conseguida después del engaño de Haydée, a base de noches de béisbol, tragos, música de nostalgia y platos desbordados, mientras conversaba con el Flaco, y deseando a la vez que aquello fuera mentira, que el Flaco otra vez fuera flaco, que nunca se iba a morir y no se parecía a la bola de carne y grasa que, sin camisa, trataba ahora de absorber el sol del mediodía en el patio de la casa. El Conde vio las roscas que se sobreponían en su estómago y aquellos puntitos rojos que le cubrían la espalda, el cuello y el pecho, como picaduras de insectos voraces.

—¿En qué piensas, bestia? —le dijo mientras le alborotaba el pelo.

—En nada, salvaje. Estaba pensando en todo el lío de Rafael y de pronto me quedé así, con la mente en blanco —respondió su amigo y miró el reloj—. ¿A qué hora vienen a buscarte?

—Ya me voy. Manolo debe de estar al caer. Si no pudiera venir esta noche te llamo y te digo lo que hay.

—Pero no pienses mucho, te va a caer mal el almuerzo.

—¿Qué remedio, Flaco?

—No, mi socio. Sácate un poco de mierda de la cabeza porque lo que está jodido no se va a arreglar porque te pases el día pensando. Esto, y todo, es igual que la pelota: para ganar hay que tener timbales, tú. Y a nosotros nos roncan, hasta cuando estamos despiertos. Por eso por poco les ganamos entre tú y yo aquel juego a las tiñosas flacas del Pre de La Habana, ¿te acuerdas?

—Como si fuera hoy —dijo, y se paró dispuesto a batear y entonces hizo un
swing
. Los dos vieron cómo la pelota volaba hasta chocar con la cerca, debajo de la pizarra, allá en la última soledad del
centerfield
.


Surprise
! —exclamó la teniente Patricia Wong, se le perdieron los ojos porque se reía, y movía en la mano derecha las planillas presilladas de las que parecía emanar toda su alegría. El Conde sintió en su pecho que el alborozo de la China era como una transfusión: le entraba al cuerpo por vía directa y empezaba a inundarlo, con una carrera que lo agitaba y hacía latir su corazón.

—¿Lo cogimos? —preguntó, buscando un cigarro en el bolsillo del
jacket
, y casi gritó cuando vio el rostro otra vez sin ojos de su compañera que se movía afirmativamente.

—Por fin hay algo, coño —resopló Manolo e interceptó en el aire el cigarro que el Conde se llevaba a los labios. El teniente, que odiaba aquel chiste esporádico pero recurrente de su compañero, olvidó los insultos habituales y prefirió arrastrar una silla hasta ubicarla junto a la teniente Patricia Wong.

—Habla, China, ¿cómo es la cosa?

—Lo que tú dijiste, Mayo, lo que tú dijiste, pero más complicado todavía. Mira, aquí debe de estar el origen de todo y eso que nos faltan por revisar una pila de papeles, una pila —insistió, y empezó a buscar algo en las planillas—. Pero esto quema, Mayo, aquí. En el último semestre del 88, que es lo que hemos visto, Rafael Morín hizo dos viajes a España y uno a Japón. Tiene más horas de vuelo que un cosmonauta… Mira, el de Japón fue para un negocio con la Mitachi, pero después te hablo de eso.

—Dale, dale —le exigió el Conde.

—Oye esto, los viajes eran por dieciséis y dieciocho días los dos de España, y por nueve el de Japón, y en cada caso debía cerrar cuatro contratos, menos en el primero a España, ahí eran nada más que tres. Como gastos de representación, que nunca me imaginé que fuera tanto, son una pila de dólares, después te saco la cuenta, hay una circular que los proporciona con los contactos comerciales que se vayan a realizar, pero oye esto, él siempre se asignaba el doble, como si fuera a trabajar más o a estar más tiempo. Eso es terrible, pero lo inexplicable es lo de las dietas, Mayo. No están los modelos que debió llenar para esos tres viajes que te dije, y sin embargo lo más increíble es que aparezca una dieta para un viaje a Panamá que se suspendió y no la liquidó. No me lo explico, porque cualquier auditor lo podía descubrir.

—Sí, eso está raro, ¿pero hay más?, ¿no? —preguntó el teniente cuando Patricia depositó las hojas sobre el buró. Su alegría empezaba a desaparecer, aquella chapucería no llevaba el sello de Morín.

—Hay, Mayo, estate quieto. Déjame terminar.

—Arriba, China, demuestra que eres mejor que Chan-Li-Po.

—Voy. Mira, ésta es la mecha de la verdadera bomba: la Empresa de Importaciones y Exportaciones tiene una cuenta en el Banco Bilbao Vizcaya a nombre de una sociedad anónima registrada en un apartado postal de Panamá y que se supone tiene una filial en Cuba. Es algo así como una corporación y se llama Rosal, y parece que fue hecha para evadir el bloqueo americano. La cuenta de Rosal se puede manejar con tres firmas: la del viceministro Fernández-Lo-rea, la del amigo Maciques y, por supuesto, la de Rafael Morín, pero siempre tiene que haber dos de estas tres firmas… ¿Me entiendes?

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