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Authors: Kurt Vonnegut

Tags: #Ciencia Ficción, Humor, Relato

Payasadas (16 page)

BOOK: Payasadas
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* * *

El capitán Bernard Águila-1 O'Hare me dijo:

—¡Caramba, señor presidente, de haber sabido esto, le hubiese pedido que me convirtiera en Narciso. Así que le dije: —Yo te nombro Narciso.

* * *

Pero la cosa más satisfactoria y educativa que vi allí fue la reunión semanal de los Narcisos.

Incluso voté en la asamblea, como también lo hicieron el piloto, Carlos, hombres y mujeres, y los niños mayores de nueve años.

Con un poco de suerte, podría haber resultado elegido presidente, aunque llevaba en la ciudad menos de 24 horas. El presidente era elegido por sorteo entre los asistentes. El ganador de esa noche fue una chica negra de once años llamada Dorothy Narciso-7 Garland.

Estaba perfectamente preparada para presidir la reunión y supongo que lo mismo ocurría con cada uno de los asistentes.

* * *

Se dirigió hacia el atril, que era casi tan alto como ella.

Esa pequeña prima mía se subió a una silla sin sentirse ridícula ni pedir disculpas. Dio un golpe con un martillo amarillo para imponer orden y comunicó a sus callados y respetuosos parientes:

—Como sabe la mayoría de ustedes, se encuentra entre nosotros el presidente de los Estados Unidos. Si ustedes me lo permiten, le pediré que nos diga unas palabras al término de la reunión. ¿Tendría alguien la bondad de presentar esto en forma de moción?

—Propongo que se pida al primo Wilbur que nos dirija la palabra al término de la reunión —dijo un anciano que estaba sentado junto a mí.

La moción fue apoyada y se procedió a votar de viva voz.

Con excepción de unos cuantos aparentemente sinceros, y totalmente serios, «No», hubo aprobación.

Hi ho.

* * *

El asunto más urgente se refería a la selección de cuatro reemplazantes para los cuatro Narcisos caídos en el servicio del rey de Michigan, que estaba en guerra simultáneamente con los piratas de los Grandes Lagos y con el duque de Oklahoma.

Recuerdo que había un muchacho fornido, un herrero, en realidad, quien se dirigió a la asamblea diciendo:

—Mándenme a mí. Nada me gustaría más que matar a algunos «madrugadores», siempre que no fuesen Narcisos, por supuesto.

Con gran sorpresa mía, varios oradores atacaron su fervor militar. Se le dijo que se suponía que la guerra no era divertida, que de hecho no lo era, que se estaba hablando de una tragedia y que sería bueno que fuese poniendo cara trágica porque de lo contrario sería expulsado de la reunión.

Los «madrugadores» eran la gente de Oklahoma y, por extensión, cualquiera que estuviese al servicio del duque de Oklahoma, lo cual incluía a los «faroleros» de Missouri, los «peatones» de Kansas y los «gavilanes» de Iowa y muchos más.

Se le dijo que los «madrugadores» eran también seres humanos, ni mejores ni peores que los «catetos»; que eran los habitantes de Indiana.

Y el anciano que propuso que se me permitiera hablar más adelante, se levantó y dijo esto:

—Muchacho, si puedes matar con alegría, no eres mejor que la Influenza Albana o la Muerte Verde.

* * *

Yo estaba impresionado. Me daba cuenta de que las naciones no podrían admitir nunca que sus guerras eran verdaderas tragedias, en cambio las familias no sólo podían hacerlo, sino que estaban obligadas a ello. ¡Bravo!

* * *

Sin embargo, la razón principal por la que no se permitió al herrero ir a la guerra fue que hasta ese momento tenía tres hijos ilegítimos de tres mujeres diferentes «...y dos más en el horno», como dijo alguien. No le iban a permitir que se fuera y abandonara a todos esos niños.

Capítulo 46

INCLUSO los niños, los borrachos y los locos que asistían a la reunión parecían sagaces conocedores de los procedimientos parlamentarios. La pequeña que estaba detrás del atril dirigía la reunión en forma tan rápida y decidida que hacía pensar en una especie de diosa con un haz de rayos bajo el brazo.

Sentí un enorme respeto por estos procedimientos que hasta ese momento siempre me habían parecido un solemne montón de tonterías.

* * *

Y conservo ese respeto hasta tal punto que acabo de buscar el nombre del inventor en la enciclopedia que guardo aquí en el Empire State.

Se llamaba Henry Martyn Robert. Era un ingeniero graduado en West Point. Con el tiempo llegó a ser general. Pero, poco antes de la Guerra Civil, cuando sólo era un teniente destinado en New Bedford, Massachusetts, tuvo que dirigir una reunión parroquia y perdió el control de la situación.

No había reglas.

De modo que este soldado se sentó y escribió un reglamento, que era el mismo que seguí en Indianápolis. Se publicó bajo el título de
Reglamento de Asambleas
y actualmente pienso que es uno de los cuatro grandes inventos que ha producido nuestro país.

En mi opinión, los otros tres son nuestras leyes fundamentales, los principios de los Alcohólicos Anónimos y las familias ampliadas artificialmente que imaginamos Eliza y yo.

* * *

A propósito, los tres reclutas que los Narcisos de Indianápolis finalmente eligieron para ser enviados al rey de Michigan era toda gente de la que se podía prescindir fácilmente y que, según la opinión de los votantes, hasta ese momento habían llevado una vida sin preocupaciones.

Hi ho.

* * *

El siguiente punto del orden del
día
se refería al albergue y la alimentación de los Narcisos que empezaban a llegar a la ciudad de todas las zonas de combate al norte del Estado.

La asamblea una vez más desalentó a un entusiasta. Una joven muy bella pero inconsecuente, y obviamente enloquecida por el altruismo, dijo que podía albergar por lo menos a veinte refugiados en su casa.

Alguien se levantó y le dijo que era un ama de casa tan incompetente que sus propios hijos se habían ido a vivir con otros parientes.

Otra persona señaló que era tan distraída que a no ser por los vecinos su perro habría muerto de hambre, y que por descuido su casa se había incendiado tres veces.

* * *

Esto puede dar la impresión de que los asistentes a la reunión eran muy crueles. Pero todos la llamaban «prima Grace» o «hermana Grace», según fuera el caso. También era prima mía. Era una Narciso-13.

Además ella sólo representaba un peligro para sí misma, de modo que nadie estaba particularmente enfadado con ella. Según me dijeron, sus hijos se trasladaron a otros hogares mejor organizados en cuanto aprendieron a caminar. Y creo que sin lugar a dudas esta es una de las características más atractivas de nuestro invento: había muchos padres y hogares que los niños podían hacer suyos.

La prima Grace, por su parte, escuchó todas estas malas referencias como si le resultaran muy sorprendentes, pero sin duda verdaderas. No huyó deshecha en lágrimas. Se quedó hasta el final de la reunión obedeciendo el
Reglamento de Asambleas
y se mostró amable y despabilada.

En un momento en que se trataban los asuntos de actualidad, la prima Grace propuso que cualquier Narciso que se alistara con los piratas de los Grandes Lagos o con el ejército del duque de Oklahoma debería ser expulsado de la familia.

Nadie apoyó esta moción.

Y la pequeña que presidía la asamblea le dijo:

—Prima Grace, tú lo sabes tan bien como cualquiera de los presentes: «El que vive como Narciso muere como Narciso».

* * *

Capítulo 47

FINALMENTE me llegó el turno de hablar.

—Hermanos, hermanas, primos y primas —comencé—, vuestra nación se ha consumido. Como podéis ver, vuestro presidente también se ha convertido en una sombra de su antigua sombra. Ante vosotros sólo está vuestro chocho primo Wilbur.

—Para nosotros, has sido un gran presidente, hermano Wilbur —gritó alguien desde las últimas filas.

—Me hubiese gustado dar a mi país paz y fraternidad —continué—. Lamento tener que decir que no tenemos paz. La encontramos, la perdemos, volvemos a encontrarla y volvemos a perderla. Gracias a Dios, las máquinas, por lo menos, han decidido no combatir más. Ahora sólo queda la gente. Y, gracias a Dios, han dejado de existir las batallas entre extraños. No me importa quién combata con quién; todo el mundo tendrá familiares en el otro lado.

* * *

La mayoría de los presentes en la reunión no sólo eran
Narcisos
, sino también buscadores de Jesucristo Secuestrado. Descubrí que resultaba muy desconcertante dirigirse a un público así. Dijera lo que dijera, no dejaban de mover la cabeza bruscamente en todas direcciones con la esperanza de divisar a Jesús.

Pero aparentemente me estaban escuchando porque aplaudían y aclamaban en los momentos apropiados, así que seguí hablando.

* * *

—Y como ya hemos dejado de ser una nación y sólo quedan las familias —proseguí—, será mucho más fácil para nosotros dar y recibir clemencia en la guerra.

Poco antes de venir aquí presencié una batalla que tuvo lugar en el Norte, en la zona del lago Maxincuckee. Había caballos, lanzas, rifles, cuchillos, pistolas y uno o dos cañones. Vi cómo moría mucha gente. También vi a muchos que se abrazaban y parecía que gran número de soldados desertaban y por todos lados la gente se rendía oficialmente. Estas son las noticias que les puedo dar de la batalla del lago Maxincuckee: No fue una carnicería.

* * *

Capítulo 48

MIENTRAS me encontraba en Indianápolis recibí por radio una invitación del rey de Michigan. El tono era napoleónico. Decía que complacería al rey «conceder una audiencia al presidente de los Estados Unidos en su Palacio de verano del lago Maxincuckee». Añadía que los centinelas habían recibido instrucciones para permitirme el paso, y que la batalla había terminado. «La victoria es nuestra», concluía.

De modo que mi piloto y yo volamos hacia allá.

Dejamos a mi leal servidor Carlos Narciso-11 Villavicencio para que pasara sus últimos años entre sus innumerables parientes.

—Buena suerte, hermano Carlos —le dije.

—Por fin estoy en casa, señor presidente, hermano mío —replicó—. Gracias a usted y gracias a Dios por todo. ¡Nunca más solo!

* * *

Mi encuentro con el rey de Michigan hubiera sido calificado en otros tiempos como «un momento histórico». Habría habido cámaras de la televisión, micrófonos y periodistas. Pero en este caso sólo hubo algunos anotadores a los que el rey llamaba sus «escribas».

Y tenía razón al dar ese título arcaico a esa gente provista de un lápiz y un papel. La mayoría de sus soldados prácticamente no sabían ni leer ni escribir.

* * *

El capitán O'Hare y yo aterrizamos sobre el cuidado césped que crecía ante el palacio de verano, que en una época había sido una academia militar privada. Por todos lados había soldados de rodillas, los que se habían portado mal en la última batalla, supongo, custodiados por miembros de la policía militar. Como castigo, cortaban el césped con bayonetas, navajas y tijeras.

* * *

El capitán O'Hare y yo entramos en el palacio entre dos filas de soldados. Supongo que formaban una especie de guardia de honor. Cada uno enarbolaba una bandera bordada con el tótem de su familia artificial: una manzana, un caimán, el símbolo químico del litio, etc.

No pude dejar de pensar que se trataba de una situación histórica gastada y cómica. Aparte de las batallas, parece que la historia de las naciones sólo consiste en que ancianos impotentes como yo, atiborrados de medicinas y vagamente queridos en el pasado, se acerquen a besar las botas de jóvenes psicópatas.

No pude dejar de reírme para mis adentros.

* * *

Nos hicieron pasar a las espartanas habitaciones privadas del rey. Era un salón enorme donde en otro tiempo se debían celebrar los bailes de la academia. Ahora allí había sólo un catre de campaña, una larga mesa cubierta de mapas, y un montón de sillas plegables apoyadas contra una pared.

El rey estaba sentado ante la mesa de los mapas y leía ostentosamente un libro que resultó ser la
Historia de la Guerra del Peloponeso
de Tucídides.

De pie detrás de él, había tres escribas con lápices y blocs.

No había un lugar donde yo ni nadie pudiera sentarse.

Me situé frente a él con mi sucio sombrero de ala ancha en la mano. No levantó la vista de inmediato aunque el portero ciertamente me había anunciado a voces.

—¡¡Majestad —había dicho el portero—, el doctor Wilbur Narciso-11 Swain, presidente de los Estados Unidos!!

* * *

Finalmente levantó la vista y me hizo gracia comprobar que era el vivo retrato de su abuelo, Stewart Rawlings Mott, el médico que nos había cuidado a mi hermana y a mí, en Vermont, hacía ya tanto tiempo.

* * *

No me inspiraba el más mínimo temor. El tri-benzo-conductil me permitía sentir una mezcla de curiosidad y hastío. La vida era una comedia burda y por ese entonces yo ya había tenido bastante. Si el rey hubiese decidido arrojarme ante el pelotón de fusilamiento, me hubiera parecido una perspectiva bastante atractiva.

—Creíamos que usted había muerto —dijo. —No, Majestad —contesté.

—Hemos pasado mucho tiempo sin saber nada de usted.

—En Washington D. C. —repliqué—, de vez en cuando se nos terminan las ideas.

* * *

Los escribas tomaban nota de todo, de toda esta historia que se estaba diciendo.

El rey levantó el lomo del libro para que yo pudiera leerlo.

—Tucídides —dijo. —Vaya —comenté. —Sólo leo historia —añadió. —Me parece muy acertado para un hombre de su posición, Majestad.

—Los que no aprenden lo que enseña la historia están condenados a repetirla.

Los escribas tomaban nota a toda prisa.

—En efecto —dije—. Si sus descendientes no estudian con atención nuestros tiempos, se encontrarán una vez más con que han agotado las reservas de combustible del planeta, que han muerto por millones a causa de la influenza y la Muerte Verde, que el cielo se ha puesto amarillo por efecto del gas del aerosol desodorante, que tienen por presidente a un viejo chocho de dos metros, y que son ostensiblemente inferiores en espíritu e intelecto al diminuto pueblo chino.

A él no le hizo gracia.

Me dirigí directamente a los escribas, por encima de su cabeza.

—La historia no es nada más que una lista de sorpresas. Sólo puede prepararnos para quedar sorprendidos una vez más. Por favor, anoten eso.

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