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Authors: Ellen Porath

Tags: #Fantástico

Pedernal y Acero (20 page)

BOOK: Pedernal y Acero
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El joven Valdane lo contempló desde su silla a la mesa.

—Que alguien atienda a mi mago, por favor —anunció con voz desapasionada—. Al parecer ha bebido algo que no le ha sentado bien. —Después se inclinó sobre Janusz, sus ojos como esquirlas de pedernal, y susurró—: ¿O quizá fui yo quien lo bebió, mago?

En ese momento, Janusz comprendió que estaba maldito para siempre a causa del vínculo de sangre. Él sufriría lo que se merecía Valdane. Jadeante, Janusz pidió el antídoto del veneno, pero estuvo muy cerca de la muerte. Así fue como empezó el progresivo deterioro del hechicero, en tanto que Valdane rebosaba de la salud propia de un hombre joven.

—No puedo matarlo —había susurrado el mago aquella noche, mientras se retorcía de agonía—, porque sería yo el que moriría. Y él quedaría libre para torturar sin freno a cualquiera que se le opusiera.

La familia de Janusz había muerto sólo dos semanas después de su fallido atentado contra Valdane. El incendio había sido un accidente, según el informe del magistrado kernita, encargado de investigar la tragedia. Los padres de Janusz no habían limpiado la campana de la chimenea desde hacía años; los depósitos acumulados de la leña quemada habían ardido, soltando chispas sobre el tejado de paja seca, que prendió como yesca. O eso era lo que le había dicho a Janusz el magistrado, que debía vida y posición a Valdane.

El mago no vio razón de insistir al hombre para que le diera más explicaciones, ni le preguntó cómo se quedó atrancada la puerta de la choza la noche en que su familia murió. Los vecinos que corrieron a ayudarlos, le dijeron que no lograron abrir el acceso, y que todo cuanto pudieron hacer fue taparse los oídos para no escuchar los alaridos que llegaban del interior de aquel infierno.

El aviso no pasó inadvertido al hechicero. Durante las décadas siguientes, Janusz se volcó en proteger a su señor… y por ende a sí mismo. Los enemigos de Valdane atentaron contra su vida en tres ocasiones, dos con venenos y una con una daga, y en todas ellas fue el mago el que gritó y se desplomó, mientras que Valdane había salido indemne y en plena forma para acabar con su atacante.

Se propagó por todo Kern el rumor de que el cabecilla era inmortal y de que era cierta la existencia del vínculo de sangre. El odio ardía en los ojos de los campesinos cuando miraban al mago, pero nadie se atrevía a atacar a un hechicero de la reputación de Janusz. Valdane perseguía implacablemente a aquellos que se le oponían. Sus enemigos, uno por uno, murieron a causa de enfermedades extrañas o simplemente desaparecieron en la noche, sin dejar rastro. Por último, no quedó nadie en la región que le hiciera frente… hasta que Valdane volvió los ojos hacia las tierras de los Meir.

11

El búho y Kitiara

Ramas y arbustos espinosos enganchaban la blusa de Kitiara y arañaban sus pantalones de cuero. El aire a su alrededor vibraba con maldiciones y juramentos. Era consciente de que unas formas incorpóreas esperaban vigilantes en la oscuridad, si bien hasta ahora no habían hecho otra cosa que seguirle los pasos. La albarda, que llevaba cargada a la espalda, le entorpecía los movimientos, pero la espadachina cortaba impertérrita los molestos zarcillos de las plantas con su espada y su daga.

La oscuridad se hizo menos profunda, como si Solinari estuviera saliendo tras el manto de nubes. La luna, aun siendo tan tenue, le proporcionaba a Kitiara suficiente luz para atisbar a unos cuantos pasos de distancia. Los árboles se retorcían como viejas brujas por delante y detrás de la mujer. El sonido ominoso de una respiración llegó hasta ella, susurrante como el viento.

Caven Mackid habría dicho que estaba loca por intentar esta empresa sin ayuda. Tanis le habría aconsejado que esperara hasta que llegara el nuevo día. Y la incomodidad de su situación actual habría hecho reír con regocijo a Wode.

Pero todos estaban muertos. Y Kitiara viajaba a través del Bosque Oscuro —buscando la salida— a solas y de noche.

Se detuvo para echar un vistazo al risco pedregoso que se alzaba a su izquierda y luego miró a la derecha, hacia donde presentía que había un valle. Estaba demasiado oscuro para ver con detalle, pero siguió adelante por lo que parecía ser un sendero, a pesar de que la vereda que los había llevado a ella y a los otros tres al interior del Bosque Oscuro había desaparecido. De nuevo las ramas y la maleza se agolparon a su alrededor. Con gesto pensativo, Kitiara apartó una enredadera que colgaba frente a su rostro. Otro ataque de náusea la dejó empapada en sudor.

—Por los dioses —rezongó—. ¿Qué enfermedad habré cogido? ¿O acaso estoy bajo los efectos de un encantamiento?

Esperó a que pasara el momento de debilidad; estaba llena de arañazos, y le picaba la espalda por el sudor y el polvo. Las espinas de los arbustos le habían desgarrado la blusa, arrancando jirones de tela. La sangre fluía de un arañazo profundo que le cruzaba la mejilla y le bordeaba el ojo. De improviso algo surgió ante ella en el sendero. Lo tanteó con la espada; parecía una bola gigantesca de hierbajos secos, como las que ruedan por los desiertos impulsadas por el viento. Sin duda, un empellón la haría rodar ladera abajo hasta el valle. Empujó la bola enmarañada con una mano; luego, al no conseguir moverla, pues daba la impresión de estar sujeta firmemente al suelo, apoyó un hombro sobre ella y empujó otra vez. Al instante comprendió su error. Cientos de diminutos garfios se engancharon a la pechera de su blusa, en tanto que diversos zarcillos se enroscaban en torno a sus tobillos y muñecas. Uno de ellos tanteó, estremecido y titubeante, la base de su cuello. La mujer intentó apartarse del arbusto espinoso, pero el zarcillo avanzó a su vez hacia la vena yugular.

Barboteando un juramento, Kitiara arremetió contra el espino con su espada —¿era más denso que antes?— y la planta retrocedió.

—Ah, así que se te puede derrotar, ¿no? —rezongó. Dio otro paso hacia el arbusto espinoso, y sonrió satisfecha al ver que la bola de vegetación la evitaba.

Entonces, al dar un segundo paso, el arbusto, el sendero, el risco y el valle desaparecieron. En el mismo instante, la noche se tornó más oscura, como si Solinari fuera una vela que se hubiese apagado de pronto con un soplido. Kitiara tendió el brazo derecho hacia adelante y movió despacio la daga a un lado y a otro. La punta de la hoja chocó contra algo duro, algo grande… pero demasiado suave para ser una roca. Aprestó su espada y envainó la daga; tanteó de nuevo con la mano desnuda. Sus dedos rozaron algo suave y duro, trazaron una curva, encontraron una protuberancia ondulada y la siguieron… para descubrir que se trataba, indudablemente, del perfil de una bota.

Era la estatua de piedra en la que se habían convertido Caven y
Maléfico.

Kitiara estaba de regreso al claro, con sus compañeros.

Sin darse por vencida, la espadachina emprendió otra vez la marcha camino de Haven, en esta ocasión por una vereda diferente. Una hora más tarde, la mercenaria se topaba de nuevo con la maraña de vegetación reseca, y acababa, una vez más, de vuelta en el claro.

Kitiara, con el gesto endurecido por la ira, se sentó; puso la espada sobre su regazo, recostó la espalda en un tronco, y aguardó a que amaneciera. En cuestión de minutos, y a pesar de que había jurado mantenerse alerta, se había quedado profundamente dormida.

Quizás un sexto sentido la alertó. Quizá despertó a causa de las intensas emociones producidas por el sueño, en el cual su madre muerta aparecía en medio de una pasarela y la llamaba. Fuera por lo que fuese, Kitiara entreabrió los ojos e intentó penetrar con la mirada la oscuridad reinante, pero carecía de la visión nocturna del semielfo. La negrura era impenetrable para sus ojos humanos.

Se maldijo para sus adentros por su debilidad infundada. Kitiara Uth Matar jamás se dormía mientras vigilaba. No había modo de saber cuánto tiempo había transcurrido desde que el sueño la había vencido. Moviéndose como si todavía estuviese dormida y como si sólo buscara encontrar una postura más cómoda, se sentó un poco más erguida contra el tronco del roble, y dejó que su mano derecha resbalara hasta apoyarse en el suelo, tan cerca de la empuñadura de la espada como le era posible. Estudió el entorno de manera subrepticia.

Pares de luces verdosas brillaban en la maleza. Luciérnagas, pensó, al mismo tiempo que caía en la cuenta de que estos insectos no viajaban en parejas. Escudriñó con más atención un juego de estas luces dobles. ¿Otro wichtlin? Las luces parpadearon. El wichtlin que había atacado a sus compañeros no había parpadeado ni una sola vez. Otros pares de ojos se sumaron a los primeros, y luego varios más, hasta que docenas de ardientes órbitas estuvieron observándola fijamente. Por último, al no oír ningún sonido nuevo, Kitiara se incorporó con cautela mientras aferraba su espada y sacudía la cabeza para despejar la bruma de agotamiento que en los últimos días parecía sobrevenirle demasiado a menudo. ¿Estaría enferma otra vez? ¿O es que el wichtlin la había envenenado, después de todo?

Ahora cientos de luces la observaban desde la oscuridad que la rodeaba: ojos verdes con forma de lágrimas; otros dorados y redondos, con las pupilas en forma de diamantes; y unos cuantos ojos únicos, horribles. Las relucientes órbitas iban cerrando el cerco a su alrededor. De nuevo escuchó el indiscutible sonido de una respiración. ¿Acaso el propio bosque inhalaba y exhalaba? Alejó esa idea de su mente.

No obstante, las criaturas parecían haberse detenido a cierta distancia y no avanzaban más. Kitiara percibió un olor: el efluvio penetrante del sudor, que en cualquier otra persona habría denominado el olor del miedo. ¿Su propio miedo? Pero Kitiara jamás admitiría que estaba asustada.

¿Por qué infiernos esas cosas mantenían las distancias? ¿Por qué no atacaban? Habían perdido el elemento sorpresa, pero era evidente que la superaban mucho en número.

«Me temen. Y con razón, he de añadir.» Las palabras acudieron a su mente de manera espontánea. La magia desplegada por el wichtlin, la presencia del ettin, las gemas de hielo en su mochila: todo señalaba en una única dirección.

—¿Janusz? —siseó—. Si eres tú, da la cara, cobarde. No hubo respuesta, meramente un respingo ahogado… ¿desde dónde y de quién? Kitiara no habría sabido decirlo. El hechicero de Valdane, que ciertamente tenía más razones que nadie para perpetrar una venganza contra ella, no habría reaccionado de esa manera. En consecuencia, la persona que estaba allí no era él.

Kitiara miró en derredor, a los ojos bien definidos.

No. Aquí arriba, capitana Uth Matar.

Manteniendo presta la espada, Kitiara giró sobre sí misma y escudriñó las ramas de un vetusto roble que se alzaban por encima de su cabeza. Al principio sólo vio oscuridad, pero luego aparecieron dos hendeduras estrechas y verticales en las tinieblas, a gran altura. Se ensancharon, se curvaron, y se curvaron más hasta convertirse en dos círculos naranjas, grandes como platos. Dentro de cada círculo ardiente flotaba otra órbita más pequeña, tan negra como la noche que las rodeaba. Mientras Kitiara los contemplaba, los círculos naranjas se estrecharon en delgadas bandas, y las órbitas negras interiores —las pupilas de la criatura, comprendió la mujer— se dilataron. El ser la estaba estudiando, ¡por los dioses! Pero ¿qué era?

Me verás mejor si cierras los ojos, mi querida capitana. Busca en tu corazón, Kitiara Uth Matar. Su mensaje es sencillo, aun cuando los ojos juegan malas pasadas.

—¿Qué tontería es ésta? —gritó la espadachina—. ¡Déjate ver, sabandija!

¿Sabandija? ¿Yo?

En ese momento, Kit escuchó un tenue zumbido.

—¿Eres un avispón gigante? ¿Una abeja venenosa? —demandó. Sin embargo, esa clase de criaturas no salían durante la noche, y, desde luego, no se posarían en un árbol para sostener una conversación con un humano. Cogió la daga con la mano izquierda; su derecha ya blandía la espada. Kitiara retrocedió al centro del claro, alejándose del peligro.

Guarda tus patéticas armas, Kitiara Uth Matar.

—No seas ridícula, criatura.

No somos peligrosos… para ti, al menos.

—Seré yo quien decida eso. Déjate ver. Ahora.

Se produjo un largo silencio, al que siguió otro zumbido. Por último, Kitiara percibió un siseo ruidoso, como un suspiro sobrenatural.

Eres muy grosera, humana. Debería abandonarte aquí con los muertos vivientes y tus patéticos amigos embrujados. Pero ello quizás aceleraría tu propia muerte, cosa que he prometido evitar que te ocurra… por el momento, al menos. Pero intenta guardar las buenas formas, capitana.

Kitiara había dejado de escuchar a mitad de la alocución.

—¿Embrujados? ¿Tanis…? Así que ¿no están muertos?

Eres fácil de engañar, humana. Ya te dije que confías demasiado en lo que ven tus ojos.

—Déjate ver, monstruo.

Se produjo una súbita agitación por encima de su cabeza, como si algo grande hubiese erizado sus plumas con un enojo repentino. Entonces el aire se levantó en remolinos a su alrededor; el batir de unas alas, comprendió Kitiara. Un chillido, semejante al lamento de los espectros que anuncian la muerte, hendió la oscuridad.

—Oh, por los dioses —dijo la espadachina con desdén mientras bajaba la espada enarbolada—. Sólo eres un pájaro grande y estúpido.

Se oyó de nuevo el zumbido en lo alto. La criatura chilló otra vez. El árbol crujió como si el ave se estuviera moviendo sobre una y otra garra. Después reinó el silencio, roto sólo por el fuerte zumbido que parecía haberse metido en la cabeza de Kitiara. Por último sonó otra voz, la de una mujer, ribeteada de cordialidad y humor:

—Me temo que has ofendido a mi amigo, Kitiara Uth Matar.

—He oído antes esa voz. Déjate ver.

Se produjo un breve silencio.

—Shirak. —
Un fulgor se derramó por el claro. Un búho gigantesco, tan alto como dos hombres desde las plumas de la cabeza hasta la punta de la cola, y obviamente resentido, contemplaba a la espadachina desde lo alto.

—Un búho gigante —dijo Kitiara en voz queda—. He oído hablar de los de tu especie. Pero tú te expresas en Común y tienes cierta habilidad mágica, cosa que no habría creído posible.

Un oscuro semblante humano, de facciones delicadas, se asomó por encima del ala del ave.

—Estás en el Bosque Oscuro. Y mi amigo Xanthar es extraordinario en muchos sentidos —dijo suavemente la mujer. Incluso a la mágica luz verdosa, Kitiara advirtió que sus ojos eran de un llamativo color azul.

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