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Authors: Federico Moccia

Tags: #Romántico

Perdona si te llamo amor (37 page)

BOOK: Perdona si te llamo amor
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—¡Sí, ésos! Me gustan un montón…

—Uno de sus anuncios lo hicimos nosotros.

Niki resopla.

—Jo, siempre estás pensando en el trabajo.

—No, lo decía sólo por decir. Es sólo un recuerdo.

—Ahora no tienes que recordar nada.

Alessandro piensa en los cuencos, en la copa, en todo lo de antes… Y decide mentir.

—Tienes razón.

Y ella sonríe ingenua.

—Porque ahora es ahora. Y nosotros somos nosotros.

Niki mete la cuchara en el cuenco de Alessandro y prueba un poco de su helado. Luego la mete en el suyo, coge un poco de chocolate y se lo da a Alessandro en la boca. En cuanto la cierra, Niki de inmediato coge más helado y vuelve a dárselo. Pero en vez de esperar a que trague, le mancha los labios. Como cuando uno se toma de prisa un café y se le quedan «bigotes». Entonces Niki se acerca muy despacio. Cálida, sensual, deseable, y empieza a lamer esos bigotes dulces, y un beso, y un lametón, y un mordisquito. «¡Ay!» Y luego una sonrisa. Y, uno tras otro, esos besos saben a esos bigotes de chocolate, y de nata, y de coco. Y así sigue, sonriente, lamiéndolo con tierno afán. Luego se apoya en él sin querer.

—Eh, qué pasa, ya te lo he dicho… me encantan los Bounty…

Alessandro la besa, y se dejan ir, y apagan las luces y se derrite un poco el helado. Y un poco también ellos… Y poco a poco los invade un sabor. Y juegan, y bromean, y colorean las sábanas de gusto y de deseo y de juegos alegres y ligeros y atrevidos y extremos… Por un momento, Alessandro piensa: ¿Y si alguien entrase ahora? Serra y Carretti. Los policías de costumbre. Socorro. No. Y la nata desciende lentamente por sus hombros, y chocolate y vainilla y más y más abajo, con dulzura, lentamente por ese suave surco. Y la lengua de Niki y su risa y sus dientes y un beso… Y todo ese helado que no se malgasta… Más. Y más. Y frío y calor y perderse así entre todos esos sabores. Y de repente… pufff, cualquier problema, dulcemente olvidado.

Cuarenta y nueve

Noche. Noche profunda. Noche de amor. Noche de sabor.

En la cama.

—Eh, Alex… te has quedado dormido.

—No.

—Sí. Se te notaba la respiración más lenta. Además, ni siquiera te has dado cuenta de cuando me vestía.

—¿En serio ya te has vestido?

—Sí. Huelo a chocolate, a coco y a nata, ¿qué les voy a decir a mis padres si me pillan?

—¡Que te has liado con un heladero!

—Idiota.

—Espera, que me visto.

—No, quédate en la cama.

—No me gusta que vuelvas sola.

—Venga, me ha traído Olly, así que ahora cojo un taxi… Me mola un montón que tú te quedes durmiendo en la cama mientras yo me voy…

Alessandro se lo piensa un momento. Niki adopta una expresión como de decir: «Venga, fíate, déjame irme sola.»

—De acuerdo, te llamo uno.

—Ya lo he hecho yo. Debe de estar al llegar.

—Entonces espera al menos a que te dé dinero.

—Ya lo he cogido. Con veinticinco euros debiera bastar. Ya te he dicho que estabas dormido.

—¡Vaya!

—Sólo he cogido eso. ¡Alégrate, hubiese podido desvalijarte la casa! ¡Incluidas las tarjetas de crédito! E incluso los cuencos, antes de que los rompas todos.

Después se va hasta la ventana.

—¡Ya ha llegado el taxi!

Niki corre hacia la cama.

—Adiós. —Le da un beso rápido en los labios—. Hummm, qué rico, sabes a arándanos… —A continuación se detiene con el dedo en la boca en mitad de la habitación—. Pero yo no he traído arándanos. —Sonríe con ligero atrevimiento, y se va corriendo a toda prisa, tras cerrar despacio la puerta.

Alessandro oye el ascensor que se detiene en su planta. Luego la puerta que se abre. Niki que sube, un ligero bote en el vacío. Las puertas del ascensor se cierran. Arranca. Empieza a bajar. Luego Alessandro oye el ruido de la puerta de la calle. Sus pasos veloces. Una portezuela que se abre. Que se cierra. El tiempo de darle una dirección a un taxista. Un coche que arranca en la noche.

Poco después, un sonido. El móvil. Alessandro se despierta. Tan poco rato y ya se había quedado dormido… Un mensaje. Lo lee.

«Todo ok. Estoy en casa. No me he topado con mis padres. El heladero está a salvo. El taxi me ha costado menos, ¡te debo doce euros! Pero quiero un beso por cada euro que te devuelva. ¡Buenas noches! Soñaré con cuencos azules que vuelan.»

Alessandro sonríe y apaga el teléfono. Se levanta para ir al baño y luego entra en la cocina. El chocolate estaba realmente bueno… pero da mucha sed. Alessandro abre el grifo. Deja correr el agua. Luego coge un vaso, uno cualquiera, y bebe. Lo deja en el fregadero y, cuando está a punto de volver a su habitación, se percata de que la mesa ya está preparada para el desayuno. Taza, servilleta, cucharilla; incluso la cafetera ya preparada. Basta con ponerla al fuego. Elena nunca hizo algo así. Y un post-it pegado en un folio donde hay dibujado un escualo. «No digas que no pienso en ti…» Y debajo una carpeta, blanca esta vez. Le da la vuelta. Escrito en rojo: «El eslogan de Alex.» Alessandro se queda boquiabierto. No me lo puedo creer. No tenía valor para preguntarle si había pensado en ello… ¡Y ella no sólo ha pensado, sino que incluso se lo ha hecho hacer a su amiga y ha venido a traérmelo!

Alessandro sacude la cabeza. Niki es única de veras. Después abre lentamente la carpeta. Un eslogan precioso, con caracteres flameantes, resplandece contra un cielo azul oscuro. Está hecho sobre una hoja transparente, de modo que sea fácilmente superponible sobre los dos dibujos ya hechos. Y la frase… Alessandro la lee, es perfecta. Debajo hay otro post-it. «Espero que te guste… ¡A mí me encanta! Me gustaría tanto que esa frase fuese para mí… Justo como esta noche… ¿a que hoy he sido tu "LaLuna"? ¡Vaya, se me ha escapado! Disculpa. Hay cosas que no se deben preguntar.»

Y por un momento Alessandro se da cuenta. Sonríe. Es afortunado. Luego mira de nuevo el eslogan. Sí, Niki, tienes razón, es una frase preciosa. Y otra cosa. No me pidas disculpas.

Cincuenta

Luz beige, difusa, que cae tenue sobre unos visillos claros de algodón, elegantemente colgados de la ventana. La puerta del baño se abre.

—Es que no me lo creo. No me lo puedo creer.

Simona, la madre de Niki, se echa en la cama. Roberto deja de leer y la mira, levemente fastidiado.

—Me recuerdas a Glenn Close, cuando ella da vueltas en la cama, ciega de cocaína, y ha muerto el hombre del que siempre ha estado enamorada, y quiere que su marido deje embarazada a su mejor amiga, que quiere tener un hijo pero no encuentra un hombre
[4]
. ¿Quieres dejarme helado diciéndome algo por el estilo, o puedo seguir leyendo?

—Niki ya no es virgen.

Roberto suelta un largo suspiro.

—Lo sabía. La noche había sido demasiado agradable como para que no hubiese un disgusto final. —Luego apoya el libro abierto sobre sus piernas—. Bien, ¿qué prefieres? ¿Uno: que salte de la cama gritando como un loco, vaya a su habitación, le arme un escándalo, después salga en pijama, busque al chico responsable y lo obligue a casarse con ella; o bien, dos: que siga leyendo, no sin antes decirte cosas del tipo «espero que se haya sentido bien, que haya encontrado un chico que la haya hecho sentirse mujer», o cualquier otra cosa que te haga creer que afronto la noticia con serenidad? —Roberto mira a Simona y le sonríe—. ¿Y bien? ¿Cuál prefieres?

—¡Quiero que seas tú mismo! Contigo nunca se sabe con qué tipo de hombre se está.

—Me parece que soy de los normales. Amo a mi mujer, amo a mis hijos, me gusta esta casa, me gusta mi trabajo. Lo único que me hace un poco menos afortunado es no estar totalmente de acuerdo contigo… Pero ya sabía que darte dos opciones no era lo adecuado. Tenía que haberte dicho lo que nos decía el profe cuando éramos niños en el examen oral: «Elija usted mismo un tema.» Quizá así tendría alguna probabilidad de no discutir contigo.

—Cuando te pones así, no te soporto.

Roberto niega con la cabeza, coloca un punto de libro en la página que está leyendo y deja el volumen en la mesita de noche. Después se da la vuelta e intenta abrazar a su mujer, pero Simona está de morros. Patalea un poco e intenta zafarse de él.

—Vamos, cariño, no te enfades… Además, sabes de sobra que así me gusta más. Mira que corres peligro, ¿eh? —Y le da un ligero beso en el pelo, perdiéndose en aquel perfume de champú no demasiado dulce.

—Estáte quieto —le dice ella, y sonríe tierna y aniñada—. Me das escalofríos.

Luego se deja besar en el cuello, en los hombros, en el escote. Roberto le baja despacio un tirante.

—Lo que digo es… pero ¿te das cuenta?

—¿De qué, amor?

—Niki ha hecho el amor.

—Sí, me doy cuenta. En cambio no podría decir cuánto tiempo hace que nosotros no lo hacemos.

Simona se libera del suave abrazo de Roberto y se aparta un poco, mientras vuelve a subirse el tirante.

—Muy bien, ¿sabes cómo eres? Pues eres así.

—Así ¿cómo? Soy el mismo de antes, el que era normal.

—No, eres frío y cínico.

—Pero ¿qué dices, Simona? Estás exagerando. ¿Acaso no sabes la cantidad de maridos y padres que, tras una noticia de ese tipo, le hubiesen echado la culpa a la esposa y madre?

—Sí, y por eso nunca me hubiese casado con ellos.

—Ya. Pero no puedes pretender esconderte siempre detrás de esas justificaciones.

—No me estoy escondiendo. Es lo que pienso. —Simona encoge las piernas y se las abraza. Entrecierra los ojos.

Roberto la mira y se da cuenta de que está a punto de llorar.

—Cariño, ¿qué pasa?

—Nada. Estoy cansada, deprimida y asustada. —Y le cae una pequeña lágrima.

—¿Qué estás diciendo?

—Lo que digo… Niki se irá, nos abandonará. Matteo pronto será un adulto y también él se irá y yo me quedaré sola. A lo mejor tú te enamoras de una más joven y guapa, quizá te dejes descubrir a propósito, como hacen tantos para tranquilizar su conciencia y tener una buena excusa para cortar, o puede que, por el contrario, me lo digas para sentirte más honesto… —Lo mira, intenta sonreír un poco y se seca los ojos con el dorso de la mano, al tiempo que sorbe por la nariz. Pero otra lágrima resbala lentamente, y escucha con curiosidad todas esas palabras antes de dejarse caer.

—No. No tendrás el valor de decírmelo. Harás que te descubra. Mejor así, ¿no? —y se echa a reír. Una risa nerviosa.

—Cariño, te estás montando una película. Una película fea.

—No, a veces es así. Por un amor que comienza, otro se acaba.

—Está bien, puede que sea así, pero mientras nos sintamos todos felices por Niki, ¿por qué tendría que acabarse nuestro amor? A lo mejor se está acabando otro, ¿no? El de los Carloni, por ejemplo. Los del tercero. Que, en lugar de preocuparse de sus problemas, están siempre metiendo las narices en los asuntos de los demás. ¡Si por lo menos se separasen, tendríamos uno menos en este edificio! —Y vuelve a abrazarla, la reconquista poco a poco, la estrecha contra sí. La besa y la mira a los ojos, con ternura pero de un modo intenso, masculino—. Yo te amo, siempre te he amado y seguiré amándote. Aunque estuviese asustado cuando nos casamos, ahora que han pasado veinte años desde entonces, puedo decirlo. Estoy contento de haber hecho el gilipollas yendo a ver a tus padres para decirles «¿Puedo pedir la mano de su hija?». ¿Te acuerdas de lo que me contestó tu padre? «Y luego, ¿cómo se las apañará para cocinar para ti?»

Simona no sabe si echarse a reír o seguir mirándolo con un poco de desconfianza.

—Pero ¿es que no lo ves? —Simona se toca la piel del cutis; se pasa la mano por los pómulos y, lenta y suavemente, tira de la piel hacia atrás, hacia las orejas—. ¿Lo ves? El tiempo pasa.

—No —sonríe Roberto—, lo que yo veo es el tiempo que vendrá. Veo un amor que no se quiere ir y veo a una mujer bellísima…

Y la besa de nuevo, con dulzura. Besos tiernos de complicidad, besos de sabor diverso, como un vino envejecido y profundo; por esa razón, denso, ligeramente especiado, con aromas que recuerdan a la vainilla y la madera, persistente, cálido. Besos que descienden hacia donde ya se encaminan sus dedos, hacia el borde de las bragas de Simona, que siente un escalofrío y sonríe y echa la cabeza hacia atrás y dice:

—Apaga la luz….

—No. Quiero verte.

Y entonces ella se tapa la cabeza con las sábanas, riéndose, desaparece debajo y le da un pequeño mordisco a través del pijama, tierno, suave, sensual. Y algo sucede. Y en un momento pierden el sentido del tiempo transcurrido y vuelven a ser niños.

Cincuenta y uno

Buenos días, mundo. No me lo podía creer. El profe de filo me ha dejado pasmada de verdad con su cambio de programa. De vez en cuando, hasta él sirve para algo. En lugar de seguir explicando Popper ha dicho:

—Hoy voy a hacer una locura.

—¿Y qué es lo que hace normalmente? —ha susurrado Olly.

—¿Habéis oído hablar alguna vez de Cioran?

—¿Se come?

—No, Bettini, no es algo que se coma. Émile Cioran. Un filósofo… No, Scalzi, es inútil que te esfuerces en buscarlo en el índice del libro. No está. Me he concedido una pequeña licencia. Os explico Cioran porque me gusta. Y, en mi opinión, os impresionará.

Y ha sonreído. Yo no entendía nada.

—Sí, seguro —ha susurrado de nuevo Olly a Erica.

—Cioran nació en Rășinari, en Rumanía, en 1911. A los diecisiete años empezó a estudiar filosofía en la Universidad de Bucarest…

—Entonces es moderno, o sea, de ahora…

—Sí, De Luca, es del siglo XX. ¿Qué se creía, que la filosofía se acabó hace doscientos años?

Y después de soltar todo el bla, bla, bla lo ha dicho. Ha dicho la frase que nunca olvidaré.

—Un libro debe hurgar en las heridas, provocarlas, incluso. Un libro debe ser un peligro.

Lo dijo ese Cioran. Y yo entonces he levantado la mano. El profe me ha visto.

—¿Qué ocurre, Cavalli? ¿Quiere ir al baño?

—No. Quería decir que, en mi opinión, esa frase se puede aplicar también al amor.

Silencio. Todos callados. Y eso que a mí no me parecía que hubiese dicho nada absurdo.

—Cavalli, veo que ha salido de su habitual letargo invernal. La primavera le sienta bien. Me congratulo. Su asociación mental es muy aguda. Voy a ponerle un positivo.

Olly ha empezado a hacer todo tipo de aspavientos y muecas y a decirme en voz baja:

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