Perdona si te llamo amor (76 page)

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Authors: Federico Moccia

Tags: #Romántico

BOOK: Perdona si te llamo amor
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Es aún más bella que como la había visto en Internet. Niki. Niki y su sueño. Hacer una semana de
lighthouse keeper
, de guardián del faro. Alessandro sonríe y regresa hacia la casa. Los sueños existen para intentar realizarlos. Y cada día nos decimos: «Sí, lo haré mañana.» ¿Y ahora? ¿De qué vivimos ahora? Y coge la tabla que se ha traído y la tira al agua. Se tumba encima y da unas brazadas. Poco después está lejos. Apoya las rodillas en la tabla y mira a ver si llega alguna ola. Bien, ésa podría ser buena. Se vuelve sobre sí mismo e intenta dar alguna brazada. Nada. La ola le pasa por debajo. La ha perdido. Nada. Vuelve a dejar colgar las piernas y se tumba sobre la tabla. Pero ahora que lo pienso, cogí una, hace ya tiempo. ¿Cuándo fue? Por lo menos hace diez días. La cogí, piensa Alessandro, me subí encima y casi logro ponerme de pie sobre la tabla. Pero la ola era demasiado pequeña y me caí. Alessandro mira de nuevo a lo lejos. Nada que hacer. Hoy el mar está tranquilo. Entonces da unas brazadas rápidas y regresa a la orilla, guarda la tabla en la cabaña, coge una toalla azul grande y se seca a toda velocidad. Se frota con fuerza, intentando quitarse de encima la sal y el frío del mar de la isla del Giglio. Brrr. Ya está. Así está mejor. Me siento hasta más tonificado. Alessandro se sienta en una roca cercana, abre su mochila y lo saca. Sonríe y hojea de nuevo el libro que se ha comprado. Un manual de surf. Cómo convertirse en surfista en diez lecciones. Contiene explicaciones de cómo surfistas famosos se ponen de pie sobre sus tablas en el momento justo para coger olas de por lo menos cuatro metros. Y varias fotos. Ya, pero esas olas no llegan nunca aquí. Alessandro cierra el libro. No llegan, no… A lo mejor soy afortunado. Vuelve a ponerse la sudadera azul y baja hacia el pueblo. Baja, bueno… no son ni doscientos metros.

—Buenos días, señora Brighel.

—Buenos días, señor Belli, ¿todo bien?

—Sí, gracias… ¿Y usted?

—Muy bien, gracias. Le he guardado una lubina fresca, patatas y calabacines, como me pidió. Me he permitido también reservarle unos erizos. ¿Quiere sopa de erizos, señor Belli?

—¿Por qué no, señora Brighel? Me encantaría probarla. —Alessandro se sienta en una pequeña taberna, como lleva haciendo desde hace más de quince días.

—Aquí tiene su vaso de vino blanco de California y un poco de mi
mousse
de atún con pan tostado. —La señora Brighel se limpia las manos en el delantal que lleva a la cintura y le sonríe—. Yo creo que mi
mousse
le pirra, ¿eh? Desde que la probó no ha parado, todos los días la quiere…

—Me gusta mucho porque la hace usted con sus manos, y con amor, y, además, no veo por qué cuando uno encuentra algo que le gusta tanto tiene que dejarlo.

—Estoy plenamente de acuerdo con usted, señor Belli.

—Ya. —Entonces Alessandro se sirve un poco de vino y sonríe para sí. ¿No me lo podía haber preguntado antes? Está bien. No debo desesperar.

—Bien, señor Belli, yo me voy para allá. ¿Desea otra cosa mientras cocino?

—No, señora Brighel, tómeselo con calma.

Poco después, regresa a la mesa con una sorpresa.

—Tenga, quiero que pruebe estos langostinos crudos. Me los acaba de traer mi marido, el señor Winspeare. ¿Le ha saludado hoy?

Alessandro acaba de beber un poco de vino. Se limpia los labios.

—No, señora Brighel.

—Ah… pero estoy convencida de que lo hará.

—Eso espero. Lo importante, como para todo, es no tener prisa.

La señora Brighel se detiene frente a la mesa y se seca sus manos nudosas, mojadas todavía de langostinos acabados de pelar.

—Me gusta su filosofía. Sí, antes o después acaba sucediendo. No hay que tener prisa… Tiene razón en lo que dice. —Y regresa a la cocina. Alessandro unta un poco de
mousse
sobre el pan tostado. Sí, no tener prisa… Prueba un langostino. Buenísimo. Se chupa los dedos y se los limpia con la servilleta. Coge el vaso de vino frío y toma un largo trago. Ya, ¿qué prisa hay? He dejado el trabajo por un tiempo. Necesito mi tiempo. Ya no tenía vida. Leonardo, cuando se lo dije, se echó a reír. Después, cuando se dio cuenta de que iba en serio, se enfadó. Me dijo: «Están a punto de salir otras dos grandes campañas publicitarias, Alex, y sólo están esperándote.» Pero hay un pequeño detalle, querido Leonardo. Yo no estoy esperando por ellas. Yo estoy esperando volver a empezar a vivir, a emocionarme de nuevo, a reír, a bromear, a correr, a saborear cada instante de mi tiempo, a respirarlo todo, hasta el fondo, el tiempo que quiero vivir sin prisa. Sí. Estoy esperando a ese motor amor, te estoy esperando, Niki. Entonces una duda asalta a Alessandro. ¿Y si sus padres hubiesen abierto aquel sobre? ¿Y si lo hubiesen roto junto con su billete para venir hasta aquí? ¿Y si no le hubiesen dicho nada? Yo estoy aquí, lejos, en la isla del Giglio, a cincuenta minutos de Porto Santo Stefano, a casi tres horas de Roma, lejos de todos y de todo, sin trabajo pero con mi vida. Sólo que ella no está. Estoy solo. Guardián del faro. Con la señora Brighel que me prepara unas comidas riquísimas, el señor Winspeare que por el momento no me saluda, y una tabla que no quiere saber nada de hacer surf conmigo encima. Sin prisa… Esperemos. Otro día está a punto de acabar.

Alessandro mira el sol que lentamente se colorea de rojo. Esa gaviota que pasa a lo lejos y una nube ligera, un poco más allá, solitaria, inmóvil.

Entonces sucede de repente. Piiiii. Un claxon. E inmediatamente después, detrás de la curva, ahí está. Un viejo Volkswagen Cabriolet azul, traqueteante, está subiendo por la cuesta. Parece tranquilo, sereno, lo mismo que la chica que lo conduce. Lleva un sombrero en la cabeza, una boina, pero el pelo rubio castaño, libre y salvaje, así como esa sonrisa divertida no dejan lugar a dudas. Es Niki.

Alessandro se levanta y corre a su encuentro. Niki avanza todavía algunos metros, después frena bruscamente y apaga el motor.

—Eh, al final te sacaste el carnet.

—Sí, pero me faltan las últimas lecciones. ¿Sabes?, es que hubo alguien que se fue.

Alessandro sonríe. Después mira su reloj.

—Hace veintiún días, ocho horas, dieciséis minutos y veinticuatro segundos que te estoy esperando.

—¿Y qué quieres decir con eso? En mi caso hace más de dieciocho años que te espero y nunca me he quejado.

Entonces se baja del coche. Se acercan, se quedan en la carretera, con el sol rojo que ya empieza a desaparecer detrás de aquel horizonte lejano, hecho de mar.

Alessandro le sonríe, le toma el rostro entre las manos. También Niki sonríe.

—Quería ver cuánto tiempo eras capaz de esperarme.

—Si tenías que llegar un día, te habría esperado toda la vida.

Niki se aparta un poco, se mete en el escarabajo y aprieta un botón. Suena una música.
She's The One
inunda el aire.

—Ya está, empecemos de nuevo desde aquí. ¿Dónde nos habíamos quedado?

—En esto… —Y le da un largo beso. Con pasión, con amor, con ilusión, con esperanza, con diversión, con miedo. Miedo de haberla perdido. Miedo de que a pesar de haber leído su carta no hubiese llegado hasta allí nunca. Miedo de que otro se la hubiese llevado. Miedo de que se le hubiese pasado como un capricho. Y continúa besándola. Con los ojos cerrados. Feliz. Ya sin miedo. Y con amor.

La señora Brighel sale de la taberna con la sopa caliente en el plato. Pero no encuentra a nadie sentado en la silla.

—Pero señor Belli… —Y entonces los ve, al borde de la carretera, perdidos en ese beso. Y sonríe. Entonces aparece a su lado su marido, el señor Winspeare. También él observa la escena. Y menea la cabeza.

Alessandro se aparta un poco de Niki, la coge de la mano.

—Ven… —Y echan a correr hacia el faro. Pasan por delante de la señora Brighel—. Volvemos en seguida, prepare comida para dos. —Se detiene—. Ah, ella es Niki.

La señora sonríe.

—¡Encantada!

Lo saludan a él también.

—Mire, señor Winspeare, le presento a Niki.

Y por primera vez, el señor Winspeare emite un extraño gruñido.

—Grunf…. —Que puede querer decirlo todo o nada. Porque, a lo mejor, sólo se estaba atragantando. Pero podría ser también un primer paso.

Niki y Alessandro continúan corriendo y entran en el faro.

—Mira, aquí está la cocina, aquí la sala y ésta…

—Eh, ¿qué es eso?

—¿Has visto? He traído también una tabla para ti.

—¿Cómo también?

—Sí, hay otra también para mí.

—¿Y lo has conseguido?

—No. Pero ahora que estás tú aquí…

—Entonces tú acabas de darme las clases de conducción y yo empiezo a darte lecciones de surf.

—Ok.

Suben una escalera.

—Éste es el dormitorio… con la ventana que da al mar. Esto es un pequeño estudio y aquí, subiendo esta escalera, está la linterna.

Suben a toda prisa, salen al exterior, se asoman a la terraza. Están muy alto, más alto que todo lo demás. Una brisa cálida, ligera, acaricia los cabellos de Niki. Alessandro la mira mientras ella otea más allá, hacia el mar abierto. La nube aquella, que antes estaba tan lejos, ahora parece cercana. Y la gaviota vuelve a pasar otra vez. Y emite un ruidito. De algún modo, los está saludando, no como el señor Winspeare. Y sigue volando, planeando un poco más allá, en busca de alguna corriente fácil. Más lejos, sobre el horizonte, asoma un último rayo de sol. Cálido todavía, rojo, encendido. Pero se está yendo. Entonces Niki cierra los ojos. Suelta un largo suspiro. Larguísimo. Y siente el mar, el viento, el ruido de las olas, y ese faro con el que tanto había soñado… Alessandro se da cuenta. La abraza despacio por detrás. Niki se abandona. Y apoya la cabeza en su hombro.

—Alex…

—Sí.

—Prométemelo.

—¿El qué?

—Lo que estoy pensando.

Alessandro se inclina hacia delante. Niki tiene los ojos cerrados. Pero sonríe. Sabe que él la está mirando.

Entonces Alessandro la abraza con más fuerza. Y sonríe él también.

—Sí, te lo prometo… Amor.

Agradecimientos

Gracias en particular a Stefano, «el loco», alegre y divertido, que me ha acompañado este verano. Me ha distraído en la campiña toscana haciendo que le contara esta novela en la que creyó desde el primer momento… ¡Claro, como es tan loca!

Gracias a Michele, el viajero. Me ha acompañado en la búsqueda del faro. Lo encontré con él en la isla del Giglio. También me acompañó mientras buscaba lo demás.

Gracias a Matteo y a su gran entusiasmo. La belleza de sus rasgos está muy por encima de mis simples palabras. Siempre me he divertido mucho con él por teléfono y nunca me creí en serio que estuviese en Nueva York. A lo mejor me voy hasta allí para comprobar que de veras trabaja en esa oficina.

Gracias a Rosella y a su increíble pasión. ¡Sueña tan bien que al final también tú te acabas creyendo esos sueños!

Gracias a Silvia, Roberta y Paola, aunque sólo nos conozcamos por teléfono, pero se han portado de maravilla, y gracias también a Gianluca, a quien conocí en persona cuando vino a traerme las pruebas y se fue de inmediato sin darme tiempo siquiera a que le invitase a un café.

Gracias a Giulio y Paolo, que me invitaron a una cena en Milán muy especial, pero sobre todo agradable, que muchas veces es lo más difícil.

Gracias a Ked, que me hizo conocer a todas esas personas.

Gracias a Francesca, que quiere cambiarse el ciclomotor, pero no acaba de hacerlo… Se divierte mucho siguiendo mis aventuras. Y siempre me aconseja con humor y sabiduría.

Gracias a todos mis amigos, los de verdad, los que siempre han estado y también están en esta novela. Me han acompañado también en momentos dolorosos, haciendo que ese dolor me resultase más llevadero.

Gracias a Giulia, que ha sido sumamente paciente y ha estado siempre a mi lado con su hermosa sonrisa. Ella ha sido mi verdadero faro en estos tiempos de tormenta, cuando el mar está agitado y uno pierde de vista la tierra.

Gracias a Luce que, como siempre, me hace reír, y a mis dos hermanas, Fabiana y Valentina, que me gustaría que riesen siempre.

Y, por último, un agradecimiento especial a mi amigo Giuseppe. Qué puedo decir… A veces las cosas son tan bellas que si dices algo corres el riesgo de estropearlo todo. En ese caso, prefiero callarme y decir simplemente gracias, papá.

FEDERICO MOCCIA
, (1963) nació en Roma. Trabaja como diseñador de escenografías para cine y teatro. Hasta el año 2008 ha publicado en italiano tres obras:
Tre metri sopra il cielo (Tres metros sobre el cielo)
,
Ho voglia di te (Tengo ganas de ti)
y
Scusa ma ti chiamo amore (Perdona si te llamo amor)
, de las cuales ha vendido más de tres millones de ejemplares.

Su primera novela
Tre metri sopra il cielo (Tres metros sobre el cielo)
fue rechazada por todas las editoriales, por lo que Federico Moccia decidió publicarla por su cuenta, en 1992, en una edición mínima pagada por el propio autor y que se agotó inmediatamente, fue fotocopiado una y otra vez, y circuló de mano en mano hasta que se reeditó en 2004, cuando una gran editorial apostó por el autor y lo catapultó a la fama, convirtiendo su obra en un espectacular éxito de ventas.

Es uno de los fenómenos editoriales más asombrosos de los últimos tiempos. Sus cuatro novelas se han convertido en referente indiscutible para el público joven, que se ha visto reflejado en las historias y ha sentido su autenticidad, la conexión que guardan con la realidad social del momento. Roma tiene ya la «ruta Moccia», las frases de sus libros se escriben en las paredes de la ciudad y, como sucede con los protagonistas de su segunda novela, miles de jóvenes italianos sellan su amor atando un candado en las farolas del puente Milvio.

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