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Authors: Jane Austen

Tags: #Clásico,Romántico

Persuasion (30 page)

BOOK: Persuasion
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Ella no se había equivocado. Los celos por Mr. Elliot habían demorado todo, produciendo dudas y tormentos. Eso había comenzado en su primer encuentro en Bath. Habían vuelto, después de una breve pausa, a arruinar el concierto, y habían influido en todo lo que él había dicho y hecho o dejado de decir o de hacer en las últimas veinticuatro horas. Habían destruido todas las esperanzas que las miradas o las palabras o las acciones de ella hicieran esperar a veces. Finalmente fueron vencidos por los sentimientos y el tono de voz de ella cuando conversaba con el capitán Harville, y bajo el irresistible dominio de éstos, había cogido un papel y escrito sus sentimientos.

Lo que allí, en el papel, había declarado era lo cierto y no se retractaba de nada. Insistía en que no había amado a ninguna más que a ella. Jamás había sido reemplazada. Jamás había creído encontrar a nadie que pudiera comparársele. Verdad es —debió reconocerlo— que su constancia había sido inconsciente e inintencionada. Había pretendido olvidarla y creyó poder hacerlo. Se había juzgado a sí mismo indiferente, cuando solamente estaba enojado; y había sido injusto para con sus méritos, porque había sufrido por ellos. El carácter de ella era a la sazón para él la misma perfección, teniendo al mismo tiempo la encantadora conjunción de la fuerza y la gentileza. Pero debía reconocer que solamente en Uppercross le había hecho justicia, y solamente en Lyme había empezado a entenderse a sí mismo. En Lyme había recibido más de una lección. La admiración de Mr. Elliot lo había exaltado,
y
las escenas en Cobb
y
en casa del capitán Harville habían demostrado la superioridad de ella.

Cuando procuraba enamorarse de Luisa Musgrove (por resentido orgullo) afirmó que jamás lo había creído posible, que nunca le había importado o podría importarle Luisa; hasta aquel día cuando —reflexionó luego— entendió la superioridad de un carácter con que el de Luisa no podía siquiera compararse; y el enorme ascendiente que tales cualidades tenían sobre su propio carácter. Allí había aprendido a distinguir entre la tranquilidad de los principios y la obstinación de la voluntad, entre los peligros del aturdimiento y la resolución de los espíritus serenos. Allí había visto él que todo exaltaba a la mujer que había perdido; y allí comenzó a lamentar el orgullo, la locura, la estupidez del resentimiento, que lo habían mantenido apartado de ella cuando volvieron a encontrarse.

Desde entonces comenzó a sufrir intensamente. Apenas se había visto libre del horror y del remordimiento de los primeros días del accidente de Luisa, apenas comenzaba a sentirse vivir nuevamente, cuando se sintió vivo, es cierto, pero no ya libre.

—Encontré —dijo— que Harville me consideraba un hombre comprometido. Que ni Harville ni su esposa dudaban de nuestro mutuo afecto. Me quedé sorprendido y disgustado. En cierto modo podía desmentir eso de inmediato, pero cuando comencé a pensar que otros podrían imaginar lo mismo… su propia familia, Luisa misma, ya no me sentí libre. Para honrarla estaba dispuesto a ser suyo. No estaba prevenido. Nunca pensé en eso seriamente. No supuse que mi excesiva intimidad podría causar tanto daño, y que no tenía derecho a tratar de enamorarme de alguna de las muchachas, a riesgo de no dejar bien parada mi reputación o causar males peores. Había estado estúpidamente equivocado y debía pagar las consecuencias.

En una palabra, demasiado tarde comprendió que se había comprometido en cierto modo. Y eso, justo al momento de descubrir que no le importaba nada de Luisa. Debía considerarse atado a Luisa si los sentimientos de ella eran los que los Harville suponían. Esto lo decidió a alejarse de Lyme y a esperar en otra parte el restablecimiento de la joven. De la manera más decente posible, estaba dispuesto a disminuir cualquier sentimiento o inclinación que hacia él pudiese sentir Luisa. Y así, fue a ver a su hermano, esperando después volver a Kellynch y actuar de acuerdo con las circunstancias.

—Pasé tres semanas con Eduardo, y verlo feliz fue mi mayor placer. Me preguntó por usted con sumo interés. Me preguntó si había cambiado usted mucho, sin sospechar que para mí será usted siempre la misma.

Ana sonrió y dejó pasar esto. Era un despropósito demasiado halagador para reprochárselo. Es grato para una mujer de veintiocho años oír afirmar que no ha perdido ninguno de los encantos de la primera juventud; pero el valor de este homenaje aumentaba además para Ana al compararlo con palabras anteriores y sentir que eran el resultado y no la causa de sus nuevos y cálidos sentimientos.

El había permanecido en Shrospshire lamentando la ceguera de su orgullo y de sus desatinados cálculos, hasta que se sintió libre de Luisa por el sorprendente compromiso con Benwick.

—Ahí —añadió— terminó lo peor de mi pesadilla. Porque entonces al menos podía buscar la felicidad otra vez, podía moverme, hacer algo. Pero estar esperando tanto tiempo y no teniendo más perspectiva que el sacrificio, era espantoso. En los primeros cinco minutos me dije: «Estaré en Bath el miércoles», y aquí estuve. ¿Es perdonable que haya pensado en que podía venir? ¿Y haber llegado con ciertas esperanzas? Usted estaba soltera. Era posible que también conservara los mismos sentimientos que yo. Además tenía otras cosas que me alentaban. Nunca dudé que usted había sido amada y buscada por otros, pero seguramente sabía que había rehusado por lo menos a un hombre con más méritos para aspirar a usted que yo y no podía menos que preguntarme: «¿Será por mí?»

Tuvieron mucho que decirse sobre su primer encuentro en la calle Milsom, pero más aún sobre el concierto. Aquella velada parecía estar hecha de momentos deliciosos. El momento en que ella se paró en el Cuarto Octogonal para hablarle, el momento de la aparición de Mr. Elliot llevándosela, y uno o dos momentos más marcados por la esperanza o el desaliento, fueron comentados con entusiasmo.

—¡Verla a usted —exclamó él— en medio de aquellos que no podían quererme bien; ver a su primo a su lado, conversando y sonriendo, y ver todas las espantosas desigualdades e inconvenientes de tal matrimonio! ¡Saber que éste era el íntimo deseo de cualquiera que tuviese influencia sobre usted! ¡Aunque sus sentimientos fueran de indiferencia, considerar cuántos apoyos tenía él! ¿No era todo aquello bastante para hacer de mí el idiota que parecía? ¿Cómo podía mirar y no agonizar? ¿No era acaso la vista de la amiga que se sentaba a su lado bastante para recordar la poderosa influencia, la gran impresión que puede producir la persuasión? ¡Y todo esto estaba en mi contra!

—Debió comprender —dijo Ana—; ya no debió dudar de mí. El caso era distinto y mi edad, también otra. Si hice mal en ceder a la persuasión una vez, recuerde que fue por temor a riesgos, no por temor a correrlos. Cuando cedí, creí hacerlo ante un deber; pero ningún deber se podía alegar aquí. Casándome con un hombre al que no amaba hubiera corrido todos los riesgos y todos mis deberes hubieran sido violados.

—Quizá debí pensar así —replicó él—, pero no pude. No podía esperar ningún beneficio del conocimiento que tenía ahora de su carácter. No podía pensar: estaban estas cualidades suyas enterradas, perdidas entre los sentimientos que me habían hecho sufrir durante tantos años. Solamente podía pensar de usted como de alguien que había cedido, que me había abandonado, que había sido influida por otra persona que no era yo. La veía a usted al lado de la persona causante de aquel dolor. No tenía motivo para creer que tuviera ahora menos autoridad. Además debía añadirse la fuerza del hábito.

—Yo creía —dijo Ana— que mis modales para con usted lo habrían salvado de pensar esto.

—No; sus modales tenían la facilidad de quien está ya comprometida con otro hombre. La dejé a usted creyendo esto y sin embargo estaba decidido a verla de nuevo. Mi espíritu se recobró esta mañana y sentí que tenía aún motivo para permanecer aquí.

Al fin Ana estuvo de vuelta en casa, más feliz de lo que ninguno podía imaginar. Toda la sorpresa y la duda y cualquier otro penoso sentimiento de la mañana se habían disipado con esta conversación, y volvió tan contenta, con una alegría en la que se mezclaba el temor leve de que aquello no durara para siempre. Después de un intervalo de reflexión, toda idea de peligro desapareció para su extrema felicidad; y dirigiéndose a su habitación' se entregó de lleno a dar gracias por su dicha sin ningún temor.

Llegó la noche, se iluminó la sala y llegaron los invitados. Era una reunión para jugar a las cartas; una mezcla de gente que se veía demasiado con gentes que jamás se habían visto. Demasiado vulgar, con demasiada gente para establecer intimidad y demasiado poca para que hubiese variedad, pero Ana jamás encontró una velada más corta. Brillante y encantadora de felicidad y sensibilidad, y más admirada de lo que creía o buscaba, tenía sentimientos alegres y cariñosos para todas las personas que la rodeaban. Mr. Elliot estaba allí; ella lo evitó, pero podía compadecerlo. Los Wallis: la divertía entenderlos. Lady Dalrymple y miss Carteret pronto serían primos inocuos para ella. No le importaba Mrs. Clay y tampoco los modales de su padre y su hermana la hacían sonrojar. Con los Musgrove la charla era ligera y fácil; con el capitán Harville existía el afecto de hermano y hermana. Con Lady Russell, intentos de charla que una deliciosa culpabilidad cortaba. Con el almirante y con mistress Croft, una peculiar cordialidad y un ferviente interés que la misma conciencia parecía querer ocultar. Y con el capitán Wentworth siempre había algún momento de comunicación, y siempre la esperanza de más momentos de dicha y ¡la idea de que estaba allí!

En uno de los esos breves momentos en los que parecían admirar un grupo de hermosas plantas, ella dijo:

—He estado pensando acerca del pasado, y tratando imparcialmente de juzgar lo bueno y lo malo en lo que a mí concierne. Y he llegado a la conclusión de que hice bien, pese a lo que sufrí por ello; que tuve razón en dejarme dirigir por la amiga que ya aprenderá usted a querer. Para mí, ella era mi madre. Por favor no se equivoque al juzgarme; no digo que ella haya hecho lo correcto. Fue uno de esos casos en que los consejos son buenos o malos según lo que ocurra más adelante. Y yo, por mi parte, en igualdad de circunstancias, jamás daré un consejo semejante. Pero digo que tuve razón en obedecerle y que de haber obrado en otra forma hubiera sufrido más en continuar el compromiso que en romperlo, porque mi conciencia hubiera sufrido. Ahora, dentro de lo que la naturaleza humana nos permite, no tengo nada que reprocharme. Y si no me equivoco, un gran sentido del deber es una buena cualidad en una mujer.

El la miró, miró a Lady Russell, y volviendo a mirarla exclamó fría y deliberadamente:

—Todavía no. Pero puede tener ciertas esperanzas de ser perdonada con el tiempo. Espero tener piedad de ella pronto. Pero yo también he pensado en el pasado, y se me ha ocurrido que quizá tenía un enemigo peor que esa señora. Yo mismo. Dígame usted si cuando volví a Inglaterra en el año ocho, con unos pocos cientos de libras, y se me destinó al
Laconia
, si yo le hubiese escrito a usted, ¿hubiera contestado a mi carta? ¿Hubiera, en una palabra, renovado el compromiso?

—Lo habría hecho —repuso ella; y su acento fue decisivo.

—¡Dios mío —dijo él—, lo habría renovado usted! No es que no lo hubiera yo querido o deseado, como coronamiento de todos mis otros éxitos. Pero yo era orgulloso, muy orgulloso para pedir de nuevo. No la comprendía a usted. Tenía los ojos cerrados y no quería hacerle justicia. Este recuerdo me hace perdonar a cualquiera antes que a mí mismo. Seis años de separación y sufrimiento habrían podido evitarse. Es ésta una especie de dolor nuevo. Me había acostumbrado a sentirme acreedor a toda la dicha de que pudiera disfrutar. Había juzgado que merecía recompensas. Como otros grandes hombres ante el infortunio —añadió sonriendo—, debo aprender a humillarme ante mi buena suerte. Debo comprender que soy más feliz de lo que merezco.

CAPITULO XXIV

¿Quién no adivina lo que siguió? Cuando a dos jóvenes se les mete en la cabeza casarse, pueden estar seguros de triunfar por medio de la perseverancia, aunque sean pobres al extremo, o imprudentes, o tan distintos el uno del otro que bien poco puedan servirse de mutua ayuda. Esta puede ser una mala moral, pero es la verdad. Y si tales matrimonios se realizan a veces, ¿cómo un capitán Wentworth y una Ana Elliot, con la ventaja de la madurez, la conciencia del derecho y con fortuna independiente, podrían encontrar alguna oposición? En una palabra, hubieran vencido obstáculos mucho mayores que los que tuvieron que enfrentar, porque poco hubo que lamentar o echar de menos con excepción de la falta de calor y amabilidad. Sir Walter no opuso ninguna objeción, e Isabel tomó el partido de mirar fríamente y como si no le interesara el asunto. El capitán Wentworth, con veinticinco mil libras y un grado tan alto en su profesión como el mérito y la actividad podían otorgar, no era ya un «nadie». Se le consideraba entonces digno de dirigirse a la hija de un tonto y derrochador barón que no había tenido principios ni sentido común suficientes para mantenerse en la posición en que la providencia lo había colocado, y que a la sazón sólo podía dar a su hija una pequeña parte de la herencia de diez mil libras que más adelante habría de heredar.

Sir Walter, aunque no sentía gran afecto por Ana, y su vanidad no encontraba ningún motivo de halago que lo hiciera feliz en esa ocasión, distaba mucho de considerar que su hija realizaba un matrimonio desventajoso. Por el contrario, cuando vio más a menudo al capitán Wentworth a la luz del día y lo examinó bien, se sintió impresionado por sus dotes físicas, y pensó que la superioridad de su aspecto era una compensación para la falta de superioridad en rango. Todo esto, ayudado por el buen nombre del capitán, preparó a Sir Walter para inscribir de muy buena gana el nombre del matrimonio en el volumen de honor.

La única persona cuyos sentimientos hostiles podían causar cierta ansiedad era Lady Russell. Ana comprendía que su amiga tendría que sufrir cierto desencanto al conocer el carácter de Mr. Elliot, y que debería vencerse un poco para aceptar esto tal cual era y hacer justicia al capitán Wentworth. Debía admitir que se había equivocado con respecto a ambos; que las apariencias le habían jugado una mala pasada; que porque los modales del capitán Wentworth no estaban de acuerdo con sus ideas, se había apresurado a sospechar que éstas indicaban un peligroso temperamento impulsivo; y que precisamente porque los modales de Mr. Elliot le habían agradado por su propiedad y corrección, su cortesía y su suavidad, precipitadamente había supuesto que éstos indicaban opiniones correctas y espíritu lleno de cordura. Lady Russell no tenía nada más que hacer; es decir, debía reconocer que se había equivocado en todo y cambiar el objetivo de sus opiniones y esperanzas.

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