—No, desde luego, no se lo he dicho a nadie; en ese caso, ya me habrían internado…
—¿Qué te parece si te ofrezco un precio justo por tu silencio?
—Justo, lo que se dice justo… Vi al malo coger ese billete de mil que habías ocultado en el periódico…
—¿Sí?
—Un par de ellos me durarían una temporada, eso está claro.
—¿Cuántos?
—¿Cuántos tienes?
El viejo lanzó un suspiro y miró a su alrededor para asegurarse de que no había testigos. Desabotonó el abrigo y metió la mano en el interior.
Sverre Olsen cruzó la plaza Youngstorget a grandes zancadas balanceando la bolsa de plástico verde que llevaba en la mano. Hacía veinte minutos se encontraba en la Pizzería Herbert, sin blanca y con unas botas agujereadas; ahora, en cambio, lucía un par de botas Combat, nuevas y relucientes, de caña alta y con doce pares de remaches, que se había comprado en Top Secret, en la calle Henrik Ibsen. Además, llevaba un sobre en el que aún le quedaban ocho relucientes billetes de mil. Y diez mil más que estaban por llegar. Era extraño lo rápido que podían cambiar las cosas. Ese otoño estuvo a punto de pasar tres años en el talego, cuando su abogado se percató de pronto de que a la mujer gorda que ayudaba al juez la habían juramentado en un lugar equivocado.
Sverre estaba de tan buen humor que consideró incluso la posibilidad de invitar a Halle, Gregersen y Kvinset a su mesa. Invitarlos a una cerveza. Sólo para ver cómo reaccionaban. ¡Sí, coño, eso haría!
Cruzó la calle Pløensgate y pasó ante una mujer paquistaní que llevaba un cochecito de niño y le sonrió, de pura coña. Estaba llegando a la puerta de Herbert cuando pensó que no tenía sentido cargar con una bolsa que contenía unas botas viejas. Así que entró en el callejón, levantó la tapa de uno de los contenedores de basura y la tiró dentro. Cuando se iba descubrió un par de piernas que asomaban entre dos contenedores. Miró a su alrededor. No había nadie en la calle. Ni tampoco en el patio trasero. ¿Quién sería? ¿Un borracho, un drogadicto? Se acercó un poco más. Los contenedores tenían ruedas y aquellos dos estaban totalmente juntos. Notó que se le aceleraba el pulso. Algunos drogadictos se cabreaban si ibas a importunarlos. Sverre se alejó un poco y le dio una patada a un cubo para apartarlo.
—¡Joder!
Era curioso pero Sverre Olsen, que había estado a punto de matar a un hombre, jamás había visto a ninguno muerto. Tan curioso como el hecho de que aquel que ahora estaba viendo casi lo hiciese caer de bruces. El hombre tenía la espalda apoyada contra la pared y los ojos desorbitados. Estaba tan muerto como cabía estar. La causa de la muerte era evidente. El corte del cuello mostraba el lugar por el que le habían rajado la garganta. Aunque la sangre brotaba muy despacio, estaba claro que al principio lo había hecho a borbotones, pues el jersey islandés que llevaba parecía pegajoso y empapado de sangre. El hedor a basura y orina se volvió insoportable y Sverre tuvo el tiempo justo de notar el sabor a bilis antes de vomitar dos cervezas y una pizza. Después, se quedó apoyado en el contenedor escupiendo una y otra vez sobre el asfalto. Las puntas de las botas se pusieron amarillas de vómito, pero él no se dio cuenta. Sólo tenía ojos para el rojo riachuelo que, brillando a la tenue luz de las farolas, buscaba el punto más bajo del terreno.
LENINGRADO
17 de Enero de 1944
Un caza ruso YAK 1 tronaba sobre Edvard Mosken mientras él reptaba encorvado por la trinchera.
Esos cazas no solían causar muchos daños; parecía que a los rusos ya no les quedaban bombas. ¡Lo último que había oído era que los pilotos llevaban granadas de mano, con las que intentaban atacar los puestos enemigos cuando los sobrevolaban!
Edvard había estado en la región norte para recoger la correspondencia de sus hombres y enterarse de las últimas novedades. El otoño les había traído un sinfín de noticias deprimentes de pérdidas y retiradas a lo largo de todo el frente oriental. Ya en noviembre, los rusos habían recuperado Kiev, y en octubre el ejército del frente oriental había estado a punto de quedar sitiado al norte del mar Negro. El hecho de que Hitler hubiese logrado debilitar el frente oriental redirigiendo las fuerzas al occidental no mejoró la situación. Pero lo más inquietante era lo que Edvard había oído aquel día. Hacía dos días el teniente general Gusev había iniciado una terrible ofensiva desde Oranienbaum, al sur del golfo de Finlandia. Edvard recordaba Oranienbaum porque era una pequeña cabeza de puente por la que pasaron durante la marcha hacia Leningrado. ¡Se la habían dejado a los rusos porque carecía de importancia estratégica! Ahora, en el más absoluto secreto, Ivan había conseguido reunir un ejército en torno al fuerte de Kronstadt y los informes indicaban que los cañones Katiuska bombardeaban sin tregua los puestos alemanes, y que el bosque de pinos, antaño tan frondoso, había quedado reducido a astillas. La verdad era que algunas noches oían la música de los órganos rusos a lo lejos, pero jamás imaginó que fuese tan horrible.
Edvard había aprovechado para ir al hospital de campaña y visitar a uno de sus chicos que había perdido un pie al estallar una mina en tierra de nadie, pero la enfermera, una minúscula mujer estonia de ojos tan tristes, hundidos y oscuros que parecía llevar una máscara, negó con un gesto al tiempo que pronunciaba una de las palabras alemanas que, seguramente, más había practicado:
«Tot»,
muerto.
Edvard debió de dar la impresión de estar muy afectado, porque la mujer intentó animarlo señalándole una cama donde, al parecer, había otro noruego.
—Éste sí vive —le dijo con una sonrisa, aunque sin borrar la tristeza de sus ojos.
Edvard no conocía al hombre que descansaba en la cama, pero cuando vio el reluciente abrigo de piel colgado de la silla, comprendió quién era: ni más ni menos que el mismísimo jefe de compañía Lindvig, del regimiento Noruega. Toda una leyenda. ¡Y allí estaba, postrado! Decidió ahorrarles la noticia a sus compañeros.
Otro caza rugía sobre su cabeza. ¿De dónde salían, tan de repente, todos aquellos aviones? El otoño pasado tuvieron la impresión de que Ivan se había quedado sin cazas.
Dobló por una esquina y se topó con la espalda encorvada de Dale.
—¡Dale!
Dale no se volvió. Desde el día de noviembre en que quedó aturdido por el estallido de una granada, ya no oía bien. Tampoco hablaba mucho y tenía la mirada vidriosa e introvertida de quienes habían sufrido la conmoción propia tras el estallido de una granada. Al principio, Dale se quejaba de dolor de cabeza, pero el oficial médico que lo examinó dijo que no se podría hacer mucho por él, que sólo quedaba esperar y ver si se le pasaba. Acusaban demasiado la falta de combatientes y no iban a enviar al hospital a gente sana.
Edvard puso un brazo sobre el hombro del compañero, que se dio la vuelta con tal brusquedad que Edvard patinó en el hielo, resbaladizo a causa del sol. «Por lo menos el invierno se presenta suave», pensó Edvard antes de echarse a reír al verse boca arriba en el suelo. Sin embargo, su risa cesó en cuanto se enfrentó a la boca del fusil que Dale sostenía ante sus ojos.
—
Passwort!
—gritó Dale.
Edvard vio su ojo muy abierto por encima de la mira del fusil.
—Hola, hola. Soy yo, Dale.
—
Passwort
!
10
—¿Cómo que la contraseña? ¡Aparta el fusil, Dale! Demonios, soy yo, Edvard.
—
Passwort!
—
Gluthaufen
.
11
Edvard sintió que el miedo se apoderaba de él, cuando vio los dedos de Dale apretar despacio el gatillo. ¿Acaso no lo había oído?
—
Gluthaufen
—gritó con todas sus fuerzas—.
¡Gluthaufen,
demonios!
—
Hehl! Ich schiesse
.
12
¡Dios mío, iba a disparar! ¡Dale se había vuelto loco! De repente, Edvard recordó que habían cambiado la contraseña aquella misma mañana. Después de que él partiese para la región norte. El dedo de Dale apretaba el gatillo, aunque no del todo. Frunció el entrecejo. Soltó el seguro y volvió colocar el dedo. ¿Así iba a terminar? ¿Después de todo lo que había superado, iba morir por el disparo de un compatriota perturbado? Edvard clavó la mirada en la boca del fusil, esperando el estallido. ¿Le daría tiempo a verlo? Dios mío. Dirigió la mirada desde la boca del arma hacia el cielo azul en el que se dibujaba la cruz negra de un caza ruso. Volaba a demasiada altura y no podían oírlo. Cerró los ojos.
—
Engelstimme
!
13
—oyó a alguien gritar a su lado.
Dale bajó el fusil. Le sonrió a Edvard y asintió.
—
Engelstimme
es la contraseña —repitió.
Edvard volvió a cerrar los ojos y respiró aliviado.
—¿Correspondencia? —preguntó Gudbrand.
Edvard se levantó y le entregó a Gudbrand los documentos. Dale seguía sonriendo, aunque con el mismo semblante inexpresivo. Edvard agarró con fuerza la boca del fusil de Dale y pegó su cara a la del compañero, antes de preguntar:
—¿Estás ahí, Dale?
Pretendía hacer la pregunta en un tono de voz normal, pero sólo pudo emitir un susurro bronco y áspero.
—No te oye —explicó Gudbrand mientras ojeaba las cartas.
—No sabía que estuviese tan mal —confesó Edvard agitando una mano ante la cara de Dale.
—No debería estar aquí. Tiene carta de su familia. Enséñasela y comprenderás lo que quiero decir.
Edvard cogió la carta y se la acercó a Dale, pero éste sólo reaccionó con una fugaz sonrisa que tardó en desaparecer lo que Dale en volver a fijar la vista en la eternidad, o en lo que quiera que llamase su atención en el vacío.
—Tienes razón. Está acabado.
Gudbrand le dio una carta a Edvard.
—¿Qué tal por casa? —preguntó.
—Bueno, ya sabes —le dijo Edvard observando la carta un buen rato.
Pero Gudbrand no sabía nada, porque él y Edvard no habían hablado desde el invierno anterior. Era extraño, pero aun allí, en aquellas circunstancias, dos personas podían evitarse si de verdad lo deseaban. No era que a Gudbrand no le cayese bien Edvard, al contrario, respetaba al chico de Mjøndalen, al que consideraba un tipo sensato, un soldado valiente y un buen apoyo para los jóvenes y los nuevos del grupo. Aquel otoño, Edvard había ascendido a
Scharführer,
grado equivalente al de sargento en el ejército noruego, pero tenía las mismas responsabilidades que antes del ascenso. Edvard le dijo en broma que lo habían ascendido porque todos los demás sargentos habían muerto y les sobraban gorras de sargento.
Gudbrand había pensado muchas veces que, de ser otras las circunstancias, podrían haber llegado a ser buenos amigos. Pero lo que había ocurrido el invierno anterior, la desaparición de Sindre y la misteriosa reaparición del cuerpo de Daniel creó entre ellos una distancia insalvable.
El sonido sordo y remoto de una explosión, seguido del repiqueteo de un diálogo entre metralletas, vino a romper el silencio.
—¿Los ataques se recrudecen? —preguntó Gudbrand más en tono interrogativo que de afirmación.
—Así es —confirmó Edvard—. Es la dichosa subida de la temperatura. Nuestras provisiones se quedan atascadas en el barro.
—¿Tendremos que retirarnos?
Edvard se encogió de hombros.
—Tal vez debamos retroceder unos kilómetros. Pero volveremos.
Gudbrand miró hacia el este. Se hizo sombra con la mano y oteó el horizonte… No sentía el menor deseo de volver. Quería irse a casa y ver si aún podía rehacer su vida.
—¿Has visto la señal de carreteras noruega que hay en el cruce, cerca del hospital de campaña, la de la cruz solar? —preguntó—. ¿Y la flecha que apunta hacia el este, donde pone «Leningrado 5 kilómetros»?
Edvard asintió.
—¿Te acuerdas de lo que dice la flecha que apunta hacia el oeste?
—¿Oslo? —dijo Edvard—. Sí, «Oslo 2611 kilómetros».
—Esos son muchos kilómetros.
—Sí, lo son.
Dale le había dejado el fusil a Edvard y se había sentado en el suelo con las manos hundidas en la nieve. Su cabeza oscilaba entre los estrechos hombros como si fuese una flor con el tallo quebrado. Oyeron otra explosión, más cercana esta vez.
—Te agradezco…
—No hay de qué —atajó Gudbrand enseguida.
—Vi a Olaf Lindvig en el hospital de campaña —dijo Edvard, sin saber por qué.
Tal vez porque Gudbrand era, junto con Dale, el único del pelotón que llevaba allí tanto tiempo como él.
—¿Estaba…?
—Sólo levemente herido, creo. Vi su capote blanco colgado de una silla.
—Dicen que es un buen hombre.
—Sí, tenemos muchos hombres buenos.
Ambos guardaron silencio.
Edvard carraspeó y se metió una mano en el bolsillo.
—He traído unos cigarrillos rusos del norte. Si tienes fuego…
Gudbrand asintió. Se desabotonó la casaca de camuflaje, encontró las cerillas y encendió una. Cuando levantó la vista, lo primero que se encontró fue el ojo de cíclope de Edvard, abierto de par en par. Miraba fijamente por encima de su hombro. Entonces oyó el silbido.
—¡A tierra! —gritó Edvard.
Se tumbaron rápidamente sobre el hielo y el cielo se agrietó con un estruendo desgarrador. Gudbrand sólo tuvo tiempo de ver el timón de cola del caza ruso que volaba en picado hacia sus trincheras y las sobrevolaba tan bajo que levantó una nube de nieve. Después desapareció y todo quedó en silencio.
—Estuvo cerca… —susurró Gudbrand.
—¡Dios mío! —suspiró aliviado Edvard mientras, apoyado sobre el costado, le sonreía a Gudbrand—. Pude ver la cara del piloto. Había retirado la campana de cristal para asomarse por la cabina. Ivan se ha vuelto loco. —Se rió de tal manera que empezó a jadear—. ¡Vaya día!
Gudbrand miró la cerilla que aún sostenía en la mano. Y él también se echó a reír.
—¡Ja, ja! —corroboró Dale observándolos desde el borde de la trinchera—. ¡Ja, ja!
Gudbrand miró fugazmente a Edvard y ambos se echaron a reír a carcajadas. Se rieron hasta perder el resuello y, al principio, no se percataron del extraño sonido que se aproximaba.
—Toc-toc.
Sonaba como si alguien estuviese dando golpes en el hielo, muy despacio.
—Toc.
Entonces se oyó un golpe metálico. Gudbrand y Edvard se volvieron hacia Dale, que se desplomaba despacio sobre la nieve.