El artículo ilustrado por la imagen llevaba la firma de Even Juul, catedrático de historia. La entradilla era breve: «La situación del fascismo a la luz del creciente desempleo en Europa Occidental».
Harry había visto el nombre de Juul con anterioridad en la prensa, era una especie de eminencia en todo lo relacionado con la historia de la ocupación en Noruega y el partido Unión Nacional. Harry hojeó el resto del diario, aunque sin hallar nada de interés, de modo que volvió al artículo de Juul. Era un comentario sobre un artículo anterior acerca de la fuerte posición de que gozaba el fenómeno neonazi en Suecia. Juul describía cómo los movimientos neonazis, que se habían debilitado claramente con el alza económica de los noventa, resurgían ahora con renovado vigor. Mencionaba además que una de las características de la nueva oleada era el hecho de que gozaba de un fundamento ideológico más consistente. Mientras que el neonazismo de los ochenta se manifestaba básicamente en la moda y en el sentimiento de grupo, con el uniforme como indumentaria, las cabezas rapadas y el hecho de recurrir a expresiones anticuadas como
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la nueva corriente gozaba de una organización más sólida. Contaba con un aparato de apoyo económico, en lugar de basarse en líderes con grandes recursos y patrocinadores individuales. Además, el nuevo movimiento no era sólo una reacción a ciertos aspectos de la sociedad, como el desempleo o la inmigración, escribía Juul, sino que pretendía también constituirse en alternativa a la socialdemocracia. Su consigna era el rearme —moral, militar y racial—. El retroceso del cristianismo se señalaba como una evidencia de la ruina moral, junto con el sida y el creciente abuso de las drogas. Y la imagen del enemigo era también parcialmente nueva: los partidarios de la UE, que desdibujaban los límites nacionales y raciales, la OTAN, que le tendía la mano a los subhombres rusos y eslavos, y los nuevos capitales asiáticos, que ahora desempeñaban el papel de los judíos como banqueros del mundo.
Maja se acercó con el almuerzo.
—¿Albóndigas de patata y cordero? —preguntó Harry sin apartar la mirada de las bolas grisáceas con guarnición de col china bañada en salsa rosa.
—Al estilo Schrøder —corroboró Maja—. Son los restos de ayer. Feliz Año Nuevo.
Harry sostuvo el diario en alto para poder comer al mismo tiempo, y no había tomado el primer bocado de aquella bola de plástico cuando oyó una voz procedente del otro lado del diario.
—¡Vaya, no puede ser!
Harry miró por encima del periódico. En la mesa contigua estaba sentado el Mohicano, que lo miraba fijamente. Cabía la posibilidad de que llevase allí sentado todo el rato, pero Harry no lo había visto entrar. Lo llamaban el Mohicano porque, probablemente, era el último de su clase. Había sido marino de guerra, torpedeado en dos ocasiones, y todos sus compañeros llevaban ya muertos muchos años, según Maja le había contado a Harry. La punta de su larga y rala barba flotaba en el vaso de cerveza y el hombre se había sentado, como solía, ya fuese invierno o verano, con el abrigo puesto. Por su rostro, tan escuálido que se adivinaba el cráneo a través de la piel, cruzaba una red de capilares como los rojizos rayos de una tormenta. Los ojos enrojecidos e hinchados y cubiertos por una fláccida capa de piel miraban fijamente a Harry.
—¡No puede ser! —repitió.
Harry había oído a bastantes borrachos en su vida como para no prestar demasiada atención a lo que el cliente fijo del Schrøder tuviese que decir, pero en esta ocasión era muy distinto. En efecto, aquéllas eran las primeras palabras inteligibles que le había oído decir al Mohicano en todos los años que llevaba visitando el restaurante. Ni siquiera después de aquella noche del invierno pasado en que lo encontró durmiendo en la calle Dovregata y, a todas luces, lo salvó de morir congelado, el Mohicano lo había obsequiado con más que un gesto de saludo siempre que se veían. Y ahora parecía que el Mohicano ya había dicho lo que tenía que decir pues, con los labios muy apretados, pasó a concentrarse de nuevo en su jarra. Harry miró a su alrededor antes de inclinarse hacia la mesa del Mohicano.
—¿Te acuerdas de mí, Konrad Åsnes?
El viejo lanzó un gruñido y dejó vagar su mirada por el local, sin responder palabra.
—Te encontré durmiendo en la calle sobre un montón de nieve el año pasado. Estábamos a dieciocho grados bajo cero.
El Mohicano alzó la vista al cielo.
—Allí no hay farolas y a punto estuve de no verte. Podías haber muerto, Åsnes.
El Mohicano cerró su ojo rojizo y miró a Harry con encono, antes de echar mano a su pinta de cerveza.
—Bien, pues te doy todas las gracias habidas y por haber.
El hombre bebía despacio. Después, dejó la jarra en la mesa, apuntando como si fuese importante dejarla en un lugar concreto.
—Deberían haber fusilado a esos sinvergüenzas —declaró.
—¿Ah, sí? ¿A quiénes?
El Mohicano señaló el periódico de Harry con su índice huesudo. Harry le dio la vuelta. La portada exhibía una gran fotografía de un neonazi sueco con la cabeza rapada.
—¡Al paredón con ellos!
El Mohicano dio un golpe en la mesa con la palma de la mano, de modo que un par de rostros se volvieron a mirarlo. Harry le indicó con la mano que más le valdría calmarse.
—Pero, Åsnes, si no son más que jóvenes. Intenta pasarlo bien, que es fin de año.
—¿Jóvenes? ¿Y qué te crees que éramos nosotros? Eso no detuvo a los alemanes. Kjell tenía diecinueve. Oscar, veintidós. Pégales un tiro antes de que se multipliquen, es mi consejo. Es una enfermedad, hay que atajarlo desde el principio. —Hablaba señalando a Harry con su dedo tembloroso—. Antes había uno sentado donde tú estás. ¡No hay cojones de que se mueran! Tú que eres policía, deberías echarte a la calle y cogerlos.
—¿Y tú cómo sabes que soy policía? —le preguntó Harry perplejo.
—Porque leo los periódicos. Tú le disparaste a un tipo en el sur del país. No está mal, ¿pero qué tal si hicieses lo mismo con un par de ellos aquí también?
—¡Sí que estás hablador hoy, Åsnes!
El Mohicano cerró la boca, le dedicó a Harry una última mirada hostil antes de volverse hacia la pared y entregarse a estudiar la pintura de la plaza Youngstorget. Harry sabía que la conversación había terminado, le indicó a Maja que le trajese el café y miró el reloj. El nuevo milenio estaba a la vuelta de la esquina. El restaurante Schrøder cerraría a las cuatro, «cierre por preparativos de fin de año», según rezaba el cartel que habían colgado en la puerta. Harry miró a su alrededor, tantos rostros conocidos. Por lo que veía, habían acudido todos los habituales.
HOSPITAL RUDOLPH II, VIENA
8 de Junio de 1944
Los sonidos propios del sueño inundaban la sala 4. Aquella noche estaba más tranquila que de costumbre, nadie se quejaba de dolor ni despertaba gritando de una pesadilla. Helena tampoco había oído las alarmas desde Viena. Si no bombardeaban aquella noche, todo sería más sencillo. Se escabulló hacia el interior de la sala y se quedó mirándolo a los pies de la cama. Allí estaba él, bajo el resplandor del flexo, tan absorto en el libro que estaba leyendo que no advirtió su presencia. Y allí estaba ella, en la oscuridad. Con todo lo que ella sabía sobre la oscuridad.
Cuando iba a pasar la página, Urías se dio cuenta de que ella estaba allí. Le sonrió y dejó el libro enseguida.
—Buenas noches, Helena. Creía que esta noche no tenías guardia.
Ella se puso el dedo en los labios, para indicarle que hablase más bajo, y se le acercó.
—¿Así que sabes quién tiene guardia? —dijo en un susurro.
Él sonrió.
—De los demás no sé nada. Sólo sé cuándo tienes guardia tú.
—Conque sí, ¿eh?
—Miércoles, viernes y domingo, y luego martes y jueves. Después miércoles, viernes y domingo otra vez. No te asustes, es un cumplido. Y aquí no hay mucho más en lo que ocupar el cerebro. También sé cuándo le toca a Hadler la lavativa.
Ella rió en voz baja.
—Lo que no sabes es que te han dado el alta, ¿a que no?
Él la miró atónito.
—Te han destinado a Hungría —susurró—. A la Tercera División Acorazada.
—¿A la División Acorazada? Pero si eso es Wehrmacht. No pueden mandarme allí, soy noruego.
—Lo sé.
—¿Y qué voy a hacer en Hungría, yo…?
—Shss, vas a despertar a los demás, Urías. He leído la orden de destino. Y me temo que no hay mucho que hacer al respecto.
—Pero, debe de tratarse de un error. Es…
Sin darse cuenta, tiró el libro de la cama, que cayó al suelo con un golpe seco. Helena se agachó a recogerlo. En la portada, bajo el título
Las aventuras de Huckleberry Finn
, había dibujado un niño harapiento sobre una balsa de madera. Urías estaba visiblemente indignado.
—Ésta no es mi guerra —dijo con un gesto de exasperación.
—Ya lo sé —le susurró ella mientras guardaba el libro en su bolsa, debajo de la silla.
—¿Qué haces? —preguntó él en voz baja.
—Tienes que escucharme, Urías, no hay tiempo.
—¿Tiempo?
—La enfermera de guardia vendrá a hacer la ronda dentro de media hora. Para entonces, tendrás que haber tomado una decisión.
Urías bajó la pantalla del flexo para poder verla mejor en la oscuridad.
—¿Qué está pasando, Helena?
Ella tragó saliva.
—¿Y por qué no llevas el uniforme? —insistió Urías.
Eso era lo que más la angustiaba. No haberle mentido a su madre diciéndole que iba a Salzburgo a pasar un par de días con su hermana. Ni tampoco haber convencido al hijo del guarda forestal para que la llevase en coche al hospital y pedirle que esperase ante la puerta. Ni siquiera despedirse de sus cosas, de la iglesia y de una vida segura en Winerwald. Lo que la angustiaba era que llegase ese momento, la hora de contárselo todo, de decirle que lo amaba y que estaba dispuesta a arriesgar su vida y su futuro. Porque podía estar equivocada. No con respecto a lo que él sentía por ella, pues de eso estaba segura. Sino con respecto a la forma de ser de Urías. ¿Tendría el joven el valor y la capacidad suficientes para hacer lo que ella iba a proponerle? Al menos, él tenía claro que no era su contienda la que se libraba en el sur contra el Ejército Rojo.
—En realidad, deberíamos haber tenido tiempo de conocernos mejor —dijo poniendo su mano sobre la de él.
Urías la tomó y la sostuvo con firmeza.
—Pero ése es un lujo que no podemos permitirnos —continuó Helena, apretando también su mano—. Dentro de una hora sale un tren con destino a París. He sacado dos billetes. Allí vive mi profesor.
—¿Tu profesor?
—Es una historia larga y complicada, pero él nos dará cobijo en su casa.
—¿Qué quieres decir con que nos dará cobijo?
—Podemos vivir en su casa. Él vive solo y, por lo que yo sé, no sale ni recibe visitas de sus amigos. ¿Tienes pasaporte?
—¿Cómo? Sí…
Urías parecía desconcertado, como si pensara que se había quedado dormido leyendo el libro sobre el pobre Huckleberry Finn y estuviese soñando aquella conversación.
—Sí, tengo pasaporte.
—Bien. El viaje nos llevará dos días, tenemos billetes numerados y he preparado comida suficiente.
Urías respiró hondo:
—¿Por qué París?
—Es una gran ciudad, una ciudad en la que es posible perderse. Verás, tengo en el coche algunas prendas que pertenecieron a mi padre, así que puedes cambiar el uniforme por ropas de civil. Él calza un…
—No —atajó Urías alzando la mano e interrumpiendo momentáneamente su encendido y susurrante discurso.
Ella contuvo la respiración sin dejar de observar su expresión meditabunda.
—No —repitió a media voz—. Eso es un error.
—Pero…
Helena sintió de pronto un nudo en la garganta.
—Es mejor que viaje de uniforme —dijo Urías al fin—. Un hombre joven vestido de civil despertaría sospechas.
Helena se sentía tan feliz que no fue capaz de añadir una sola palabra; simplemente, le apretó la mano aún más. El corazón le latía con tal celeridad que se obligó a serenarse.
—Y, una cosa más —añadió él balanceando las piernas.
—¿Sí?
—¿Me amas?
—Sí.
—Bien.
Urías ya se había puesto la chaqueta.
CNI, COMISARÍA GENERAL DE POLICÍA
21 de Febrero de 2000
Harry miró a su alrededor. Las ordenadas y bien dispuestas estanterías llenas de archivadores cuidadosamente colocados por orden cronológico. Las paredes, adornadas con diplomas y distinciones a una carrera en progreso constante. Una fotografía en blanco y negro donde un Kurt Meirik algo más joven, luciendo el uniforme del ejército con galones de mayor, saludaba al rey Olav, colgaba justo detrás del escritorio, bien a la vista de cualquiera que entrase. Y era aquella fotografía la que Harry estudiaba desde su silla cuando se abrió la puerta a sus espaldas.
—Siento que hayas tenido que esperar, Hole. No te levantes.
Era Meirik. Harry no había hecho amago de levantarse.
—Bien —comenzó Meirik tomando asiento ante su escritorio—. ¿Qué tal ha sido tu primera semana con nosotros?
Meirik mantenía la espalda recta y mostró una serie de grandes dientes amarillentos de un modo que hacía sospechar que sonreír no era un deporte que hubiese practicado mucho en su vida.
—Bastante aburrida —confesó Harry.
—Venga, hombre. —Meirik parecía sorprendido—. No te habrá ido tan mal, ¿verdad?
—Bueno, vuestra máquina de café es mejor que la nuestra.
—¿Te refieres a la del grupo de delitos violentos?
—Lo siento —se excusó Harry—. Me cuesta acostumbrarme a que ahora el CNI somos «nosotros».
—Claro, claro, hay que tener paciencia, como pasa con todo, ¿verdad, Hole?
Harry asintió. No había motivo para ponerse a combatir contra molinos de viento. Al menos cuando sólo llevaba un mes. Tal y como esperaba, le habían asignado un despacho al fondo de un largo pasillo, lo que le permitía no ver a ninguno de sus compañeros más de lo estrictamente necesario. Su cometido consistía en leer los informes de las oficinas regionales del CNI y, simplemente, valorar si los asuntos que abordaban deberían remitirse a un nivel superior en el sistema. Y las instrucciones de Meirik habían sido bastante claras al respecto: a menos que fuesen auténticos absurdos, todo debía pasar a las instancias superiores. En otras palabras, el trabajo de Harry consistía en actuar de filtro de la basura. Aquella semana habían entrado tres informes. Habían intentado leerlos despacio, pero no le resultó fácil demorarse en ellos el tiempo necesario. Uno de los informes venía de Trondheim y trataba del nuevo equipo de escuchas, cuyo funcionamiento nadie entendía después de que el experto en escuchas se hubiese despedido. Harry lo pasó a la instancia superior. El segundo trataba de un hombre de negocios alemán, al que habían declarado como no sospechoso puesto que ya había entregado la partida de barras de cortina por la que se justificaba su presencia en el país. Harry lo pasó igualmente a la instancia superior. El tercer informe era de la región de Østlandet, de la jefatura de policía de Skien. Habían recibido quejas del propietario de una cabaña de Siljan, que había oído disparos el fin de semana anterior. Puesto que no era época de caza, un agente había ido a inspeccionar el terreno y, durante su reconocimiento, encontró en el bosque varios casquillos de bala de marca desconocida. Enviaron los casquillos al departamento de la policía judicial KRIPOS,
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que los devolvió con la explicación de que probablemente se tratase de la munición utilizada para un rifle Märklin, un arma bastante rara.