Piedras ensangrentadas (21 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

BOOK: Piedras ensangrentadas
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—¿Qué quiere decir? —preguntó Brunetti.

Moretti volvió la foto de cara al comisario.

—Al verlo así, con los ojos cerrados, sabiendo que ha sido asesinado, me inspira compasión. Era joven, es una víctima. Y la otra vez que lo vi también era una víctima, por lo menos, así creo recordarlo. Pero fue por asunto del servicio. —Dejó la foto en la mesa boca abajo, miró a Brunetti y dijo—: Si consigo recordarlo o si alguien lo reconoce, lo llamaré.

—Bien. Gracias —dijo Brunetti poniéndose de pie. Los dos hombres se estrecharon la mano y Brunetti bajó la escalera y salió a la
piazza.

De no ser por la leve esperanza que había suscitado la conversación mantenida con Moretti, aquel día, durante el almuerzo, Brunetti se hubiera sentido abandonado por su mujer, un abandono aún más cruel cuando se sufre en época de Navidad. Pero Moretti había reconocido al hombre, o creído reconocerlo, y Brunetti no podía entregarse de lleno al papel de marido mártir. Por otra parte, decidió obsequiarse a sí mismo con un buen almuerzo. La tía Federica era célebre tanto por su mal genio como por las buenas manos de su cocinera, y Paola llegaría a la cita repleta no sólo de los últimos cotilleos familiares sino también de las exquisiteces resultantes de unas recetas que los Falier saboreaban desde hacía cuatro siglos.

Brunetti tomó la góndola pública al lado del Gritti y llegó a la otra orilla helado hasta los huesos y muy necesitado de sustento. Éste lo encontró en Cantinone Storico en forma de un
risotto
con quisquillas que, según el camarero, eran frescas y una
orata
a la parrilla acompañada de patatas hervidas. Cuando se le preguntó si tomaría postre, Brunetti, pensando en las copiosas comidas que le aguardaban aquellas semanas, dijo que sólo deseaba una
grappa y
café, y se sintió muy orgulloso de sí mismo.

Terminó poco después de las tres y decidió ir andando hasta
campo
San Bortolo. Al llegar a lo alto del puente de Accademia, miró al
campo
que se abría al otro lado y le sorprendió no ver ni rastro de los
vu cumprà.
Aquella mañana, el
Gazzettino
le había recordado que quedaba ya muy poco tiempo para las compras navideñas, lo que hacía tanto más extraña la ausencia de los africanos de sus lugares habituales. La mayoría de la población italiana —entre la que se contaba él mismo— siempre esperaba a estos últimos días para adquirir los regalos y los compradores se arrojaban sobre las mercancías como manadas de tiburones hambrientos. Si ésta era la época de mayores ventas para las tiendas, tenía que serlo también para los
ambulanti,
y hoy no se les veía.

Al llegar a la iglesia y torcer a la derecha por
campo
Santo Stefano, Brunetti vio, sí, sábanas en el suelo. Al principio pensó que debían de ser las que quedaron olvidadas en el escenario del crimen, pero enseguida reparó en los juguetes mecánicos y los trenes de madera en forma de letras que dibujaban nombres sobre la sábana. Los hombres que estaban de pie detrás de las sábanas no eran africanos sino orientales y tamiles.

Más allá, a la izquierda, vio también un grupo de indios envueltos en ponchos que hacían sonar sus extraños instrumentos musicales. Pero los africanos, cuanto más miraba Brunetti, más brillaban por su ausencia.

Pasó por delante de los vendedores, pero se resistió a la idea de abordarlos. La inocente curiosidad de un transeúnte acerca de los africanos sería improductiva y las insistentes preguntas del policía podían provocar la desbandada. Mientras observaba a los hombres y sus respectivas mercancías, advirtió que todos los artículos estaban fabricados en serie, lo que le hizo preguntarse quién decidía qué grupo vendía cada cosa. ¿Y quién las suministraba? ¿O fijaba los precios? ¿Y quién les daba alojamiento? ¿Y quién les conseguía los permisos de residencia y de trabajo, si los tenían? Si los subsaharianos se habían ido de Castello, a algún otro sitio debían de haber ido pero ¿adonde? ¿Y por decisión de quién y con ayuda de quién?

Dando vueltas a estas cuestiones y sin dejar de asombrarse de que este mundo subterráneo pudiera coexistir en la ciudad en la que vivía él, Brunetti bajó por la calle della Mandorla, cruzó
campo
San Luca y salió a San Bortolo.

Paola, según lo acordado, lo esperaba en el mismo sitio en el que solía esperarlo desde hacía décadas: al pie de la estatua del garboso Goldoni. Él le dio un beso y le rodeó los hombros con el brazo.

—Dime que has comido mal y te compraré el regalo que quieras.

—Hemos comido fabulosamente y no quiero ningún regalo —respondió Paola. Como él no decía nada, prosiguió—:
Fettucine
con trufas.

—¿Blancas o negras? —preguntó él.

—¿Las trufas o las
fettucine
? —preguntó ella, para provocar.

Como si no hubiera oído la pregunta, él inquirió:

—¿Y después?


Stinco di maiale
con patatas asadas y gratinado de calabacín.

—Si yo no hubiera comido en Cantinone, probablemente, tendría que divorciarme de ti.

—¿Y quién te ayudaría con las compras de Navidad? —dijo ella. Y, como él callaba, añadió, a modo de consuelo—: No he tomado postre.

—Bien; yo tampoco. Podemos entrar en algún sitio camino de casa.

Ella asió el brazo de su marido, lo oprimió y dijo:

—¿Por quién empezamos?

—Por Chiara, ¿no? No tengo ni la menor idea. En absoluto.

—Podríamos comprarle un
telefonino
—sugirió ella.

—¿Y en un momento reducir a nada dos años de resistencia? —preguntó él.

—Todas sus amigas lo tienen —dijo Paola, hablando como Chiara.

—Hablas como Chiara —desestimó Brunetti, tajante—. ¿Algo de ropa?

—No; tiene demasiada. Brunetti se detuvo, la miró y dijo: —Me parece que ésta es la primera vez en mi vida, y quizá en los anales de la historia, en que una mujer admite que pueda existir el concepto de demasiada ropa. —Debe de ser la reacción a las trufas.

—Quizá.

—Lo superaré.

—No me cabe duda.

Descartados el
telefonino
y la ropa, Paola sugirió libros, y bajaron hacia San Luca, en cuyos alrededores había tres librerías. En la primera no encontraron nada que a Paola le pareciera que podía gustar a Chiara, pero en la segunda compró la colección completa de las novelas de Jane Austen, en inglés.

—Pero si tú ya las tienes —dijo Brunetti.

—Todo el mundo debería tenerlas —dijo Paola—. Si creyera que ibas a leerlas, también a ti te compraría la colección.

Él iba a replicar que ya las había leído cuando Paola desvió de él la atención para fijarla en la pared del fondo. Él se volvió, siguiendo la dirección de su mirada, pero no vio nada más que un póster enorme de un joven que le resultó vagamente familiar. Quizá, pensó, ésta fuera la impresión que la foto del hombre negro había causado en Moretti. Paola estaba tan absorta que al fin Brunetti agitó la mano delante de su cara diciendo:

—Tierra a Paola, Tierra a Paola, ¿me oyes? Regresa, por favor.

Ella lo miró un instante y, volviendo a clavar los ojos en el póster, dijo:

—Eso. Es perfecto.

—¿Qué es perfecto? —preguntó él.

—El póster. Le encantará.

—¿El póster? —repitió él.

—Sí. —Antes de que él pudiera preguntar quién era aquel muchacho, Paola dijo, muy seria—: Guido, hace tiempo que quiero decirte una cosa.

Él imaginó lo peor: que Chiara se marchaba de casa para seguir a un conjunto de
rock
o que se unía a una secta.

—¿Qué?

—Chiara está enamorada del futuro heredero del trono británico —dijo ella, señalando al póster.

—¿De un inglés? —preguntó Brunetti, horrorizado, recordando todo lo que había oído contar de ellos: Battenberg, Windsor, Hanover o comoquiera que se llamaran—. ¿De alguien de esa familia?

—¿Preferirías que se enamorara de un descendiente de nuestros queridos Saboya? —preguntó ella con dulzura.

Brunetti se había quedado mudo de asombro. Cuando iba a responder, recordó todo lo que había oído contar de esta otra familia y frunció los labios. Con soltura y brío, sorprendiendo a no pocos circunstantes, Brunetti se puso a silbar
Rule Britannia.

Capítulo 18

El dependiente de la librería les sugirió que comprasen un cilindro de cartón grueso para el póster, lo que resultó ser una buena idea, por el gentío que había en la calle. Tres o cuatro personas chocaron con Brunetti tan violentamente que, sin esta protección, el príncipe hubiera quedado aplastado. Al tercer encontronazo, él empezó a plantearse la idea de blandir el cilindro a modo de ariete para abrirse paso entre la muchedumbre, pero desistió al comprender que semejante conducta sería contraria al espíritu navideño e impropia de un servidor de la Ley.

Después de tres horas, dos cafés y un pastel, tanto la cabeza como el bolsillo de Brunetti estaban vacíos. Luego recordaría haber entrado en una tienda de discos, oído con admiración cómo Paola recitaba una retahíla de nombres raros y observado, hipnotizado por los colores y diseños de las carátulas, cómo el dependiente envolvía dos montones de CD's por separado. Para Raffi, Brunetti había elegido un jersey del mismo color que uno suyo que su hijo solía tomar prestado, haciendo oídos sordos a las protestas de Paola, que decía que comprar cachemir a Raffi era tirar el dinero. Pero Brunetti tenía un plan a largo plazo, que preveía un ocasional intercambio de jerseys, transcurridos un par de meses. En una tienda de informática, Paola compró dos juegos con idéntico alucinante envoltorio y, sin duda, contenido.

Después de esta adquisición, Paola reconoció que ya no podía más, y se encaminaron a casa. Cuando volvían hacia San Bortolo y el puente, Brunetti se detuvo delante de una joyería, a mirar los anillos y collares del escaparate. Paola, a su lado, callaba.

Cuando él fue a hablar, ella dijo:

—Ni se te ocurra, Guido.

—Me gustaría regalarte algo bonito.

—Todas esas cosas son caras. Y ello no las hace bonitas.

—¿No te gustan las joyas?

—Ya sabes que sí, pero no como ésas, con esos pedruscos, que parece que para montarlos les han dado tormento. —Señalando una combinación de minerales particularmente desafortunada, dijo—: Es lo que Hobbes regalaría a una de sus esposas. —La primera vez que Paola se había referido al actual jefe del Gobierno utilizando este nombre, al ver el gesto de perplejidad de Brunetti, le explicó que lo llamaba así porque se ajustaba a la definición que Hobbes, el filósofo inglés, hacía de la vida humana:
Nasty, brutish and short
[1]
A Brunetti le pareció tan apropiado el nombre que se lo daba automáticamente al leer no sólo los titulares de los periódicos sino también los documentos oficiales.

Comprendiendo que Paola no iba a ayudarle a elegir su propio regalo, abandonó el intento y se fue con ella a casa, a buscar un escondite en el que los paquetes estuvieran a salvo de las miradas indiscretas de los chicos, tan amigos de husmear. No se le ocurrió otro lugar que la parte baja de su armario, aunque no sin antes colgarles tarjetas con los nombres de Paola, de su madre y de su padre, escritos con cuidada caligrafía. Confiaba en que esta estratagema serviría para burlar la curiosidad de sus chicos. Esta idea de esconder cosas le trajo a la memoria la caja de sal y su extraño contenido.

Aún era pronto para preguntar a Claudio, pero sí llamó a Vianello a su casa, utilizando el
telefonino
registrado a nombre de Roberto Rossi. Diciéndose que era todo un comisario de policía, renunció a disimular la voz y a hablar en clave, limitándose a preguntar al inspector:

—¿Alguna novedad?

—Ninguna —fue la lacónica respuesta de Vianello.

Brunetti cortó.

La cena fue tranquila. Raffi hizo ingenuas tentativas para sonsacar a sus padres qué querían para Navidad y Chiara preguntó si también los musulmanes celebraban la Navidad. Paola le explicó que los musulmanes consideraban a Jesús un gran profeta, por lo que era probable que respetaran la fiesta aunque oficialmente no la celebraban.

Cuando Brunetti le preguntó por qué quería saberlo, Chiara contestó:

—Tengo una amiga nueva en el colegio. Se llama Azir. Es musulmana.

—¿De dónde es?

—De Irán. Su padre es médico, pero no ejerce.

—¿Por qué?

Mientras se servía más pasta, Chiara respondió:

—Es por algo de los papeles. Que aún no han llegado o no sé qué. Ahora trabaja en el laboratorio del hospital, me parece.

—Yo estuve en Teherán una vez —dijo Brunetti—. Fue poco después de la Revolución.

Sus hijos lo miraron con gesto de sorpresa.

—¿Para qué fuiste? —preguntó Chiara con su habitual instantánea curiosidad.

—Cosas de trabajo —respondió Brunetti—. Drogas.

—¿Y qué pasó? —intervino Raffi.

—Estuvieron muy corteses y serviciales y me dieron la información que necesitaba. —Las caras que recibieron esta explicación recordaron a Brunetti una frase que solía citar Paola, acerca de unos corderos que levantan la cabeza pero no reciben alimento, y explicó—: Fue cuando estaba destinado en Nápoles. Alguien traía droga de Irán, y ellos accedieron a ayudarme a hacer el arresto. —No dijo que esto no fue hasta que descubrieron que buena parte de la mercancía de aquel individuo también llegaba a las calles de Teherán.

—¿Cómo eran los iraníes? —preguntó Chiara, lo bastante interesada en el tema como para dejar de comer.

—Ya te lo he dicho, corteses y serviciales. La ciudad era un caos, superpoblada y contaminada, pero si entras en las casas, uno de los policías me invitó, encuentras jardines y árboles.

—¿Cómo es la gente? —preguntó Chiara.

—Muy culta y sofisticada. Por lo menos, la que yo traté.

—Han tenido tres mil años para hacerse una cultura —interrumpió Paola.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Chiara.

—Que cuando nosotros aún vivíamos en cabañas y nos cubríamos con pieles de animales, ellos ya construían Persépolis y se vestían de seda.

Cerrando los ojos a la evidente exageración de la explicación, Chiara preguntó tan sólo:

—¿Qué es Persépolis?

—Era la ciudad imperial donde vivían los reyes. Hasta que un europeo la incendió. Si quieres, después de cenar te enseñaré un libro —dijo Paola. Y, dirigiéndose a todos—: ¿Postre?

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