Esa noche en casa de Salman tu serenidad era tan profunda que sólo puede describirse con la palabra sensual. La experiencia te había despojado de todo exceso. O como diría un geólogo, habías llegado a la concentración residual en estado puro. Era inevitable sentir el poder de tu presencia, tu mano pesada como un gato sobre el muslo de Michaela. ¿Qué es el amor a primera vista sino un alma llorando de tristeza repentina porque se da cuenta de que nunca antes ha sido reconocida? Evidentemente Naomi se emocionó, y pronto te empezó a hablar de sus padres, de su familia. Naomi, que habitualmente es tan tímida, habló del último verano que pasó en el lago con su padre moribundo, luego de mis padres —con lo que yo no me enfadé sino que me sentí curiosamente agradecido. Cuéntaselo, pensé, cuéntaselo todo.
Escuchaste, no como un cura que espera oír el pecado, sino como un pecador que espera oír su propia redención. Qué don tenías para que uno se sintiera libre, para que uno se sintiera… limpio. Como si hablar realmente sanara. Todo el rato con una mano tocando a Michaela en algún sitio, en el hombro o el antebrazo, o cogiéndole la mano. Naomi hizo una sola pausa, consciente de sí misma de pronto, para decir que quizá la encontraras tonta, por visitar sus tumbas tan a menudo, llevándoles flores. A lo que tú diste una respuesta inolvidable: «Al contrario. Lo correcto es llevarles algo hermoso de vez en cuando». Y yo vi una gratitud en el rostro de Naomi que me duele recordar, porque me había enfadado tanto con ella por esas visitas —¡mis padres!— acusándola de todas las patologías, de no haber sido capaz de superar la muerte de sus propios padres, de necesitar vivir en duelo desde los dieciocho años. Fue muy propio de ella no repetir más tarde tu comentario. Nadie guarda silencios tan generosos como los de Naomi, a quien rara vez la frustración o la ira hacen apretar la mandíbula (en lugar de eso llora); su silencio suele ser sabio. A menudo me sentí muy agradecido por ello, especialmente en los meses que precedieron a mi marcha, cuando Naomi hablaba cada vez menos.
Para cuando nos íbamos de casa de Salman aquella noche y Naomi metía los brazos por las mangas del abrigo, la transformación de mi mujer era invisible y sin embargo evidente. Tu conversación había provocado una transformación en su cuerpo. Y pude ver el placer de Naomi al elogiar Michaela su abrigo y su bufanda, y su rostro ruborizado cuando le diste la mano al despedirla.
Aprendí otra cosa esa noche, acerca de Maurice Salman y de su mujer. Les vi juntos de pie cerca de la ventana. Ella es tan pequeña, un paquete impecable, zapatos caros, blusas de seda, una cara que se alarga hacia la tristeza. Salman sujetaba su codo con la mano grande como quien sujeta una taza de té. Llevaba su jersey sobre el enorme brazo trajeado, un pañuelo sobre la espalda de un elefante. Un gesto mínimo: ella alcanzó con la palma de su mano de niña la planicie de su gran mejilla. Lo tocó como si fuera la porcelana más fina.
Cuando yo estaba en la universidad,
Levantando falso testimonio
acababa de reeditarse, grueso como un diccionario de bolsillo. Salman ya había introducido a sus estudiantes en la geología lírica de Athos a través del libro de la sal. Las apasionadas descripciones de Athos —qué antropomorfista tan espléndido— iban hasta la generosidad de la unión iónica. Creer que no existe cosa alguna que no anhele. Hechos geológicos dramáticos y lentos además del ascenso del comercio y la cultura humanas, todo una evolución del deseo. ¿Cómo podías no formarte con semejantes narraciones? Tuviste la suerte de que te formara un maestro. Cuando dirigiste tu atención hacia tus propios poemas, en tu
Trabajo de campo,
, y cuentas la geología de las fosas comunes, es como oír hablar a la tierra.
Podía oler la soledad de Salman después de tu muerte, la soledad específica que existe entre los hombres, que es como ninguna otra. Salman recordaba en voz alta —anécdotas de cuando tenías veinte años, de cómo caminabais juntos toda la noche por la ciudad, en cualquier estación, hablando primero sobre el trabajo de Athos y luego sobre poesía y finalmente sobre las heridas de Salman pero no sobre las tuyas (durante muchos años). Deteniéndoos en el restaurante abierto las veinticuatro horas, agotados y acalorados, o agotados y con frío, para tomar café y pastel, separándoos a las dos de la mañana, despidiéndoos en la calle desierta. Salman te miraba caminar por la avenida St. Clair hasta tu apartamento, donde vivías solo después de la muerte de Athos, y otra vez, años después, tras el final de tu primer matrimonio, lo descorazonado que parecías… Salman me habló de tus costumbres, de tu honradez, de tu seriedad moral. De tus depresiones. Me habló de la perfección de Michaela, tu nueva esposa.
«Ben, cuando decimos que estamos buscando un asesor espiritual en realidad es que estamos buscando a alguien que nos cuente qué hacer con nuestros cuerpos. Decisiones de la carne. Nos olvidamos que no hay que aprender sólo del placer, sino también del dolor», me dijo Salman después de tu muerte. «Jakob me enseñó tantas cosas. Por ejemplo: ¿Cuál es el verdadero valor del conocimiento? Que hace que nuestra ignorancia sea más precisa. Cuando Dios les pidió a los judíos en el desierto que no eligieran ningún otro Dios, no les estaba pidiendo que eligieran un Dios en lugar de otro, sino: elegid un Dios o ninguno. Jakob le daba mucha importancia a lo incisivos que son los dilemas. ¿Recuerdas la imagen con la que se abren sus
Poemas de Dilema
? Un hombre mirando fijamente un muro imposiblemente alto, otro hombre que mira el mismo muro desde el otro lado… Me acuerdo de alguien en una de nuestras fiestas hablando de la dualidad partícula/onda. Después de un rato Jakob dijo: “A lo mejor es sólo que cuando la luz se enfrenta con un muro está obligada a elegir”. Todo el mundo se rió. ¡Oíd al profano hablando de física! Pero yo entiendo lo que Jakob quería decir. La partícula es el hombre seglar; la onda, el deísta. Y que vivas según una mentira o vivas según una verdad no es relevante, con tal de que puedas atravesar el muro.
Y mientras a unos les motiva el amor (los que eligen), a la mayoría le motiva el miedo (los que eligen no elegir). Entonces Jakob dijo: “A lo mejor el electrón no es ni una partícula ni una onda sino algo diferente, mucho menos simple —una disonancia— como la tristeza, cuya dolencia es el amor”».
Pensamos en el clima como algo transitorio, cambiante y, sobre todo, efímero; pero en todas partes la naturaleza recuerda. Los árboles, por ejemplo, tienen memoria de la lluvia. En sus anillos podemos leer el tiempo antiguo —tormentas, luz solar, y la temperatura, las estaciones crecientes de los siglos. Un bosque comparte una historia, que cada árbol recuerda incluso después de ser talado.
Sólo Maurice Salman o Athos Roussos se enfrentarían a un estudiante que no fuera capaz de decidirse entre la historia de la meteorología y la literatura, y le dirían: «¿Por qué no buscar la manera de seguir estudiando ambas? En algunas culturas los hombres tienen más de una esposa…». Ingenuamente, le dije a Salman que se podía hacer una comparación formal entre un mapa climatológico y un poema. Le conté que quería titular mi tesis de literatura «Un verso de clima». Más tarde, salí del despacho de Salman a la calle; el ocaso de octubre estaba radiante, con un
gegenschein
pálido y puré. Caminé hasta casa, deseando que hubiera alguien con quien compartir mis noticias, deseando que hubiera una mujer esperándome, para poder deslizar mis manos frías bajo su jersey, por su piel cálida y explicarle lo que me había sugerido Salman que hiciera con mi tesis: la correlación objetiva en el mundo real —clima y biografía.
Años más tarde, cuando convertí mi tesis en un libro, Naomi alimentó mis investigaciones… San Petersburgo, 1849, una mañana severa de diciembre. Los relinchos de los caballos cuelgan su blancura en el aire, el traqueteo de las riendas; estiércol humeante, cuero mojado y nieve. Me apeo del carro de la prisión y sigo a Dostoievski hacia la gélida luz anaranjada de la plaza Semionovski. Está temblando bajo el abrigo primaveral que llevaba puesto cuando lo arrestaron meses atrás, la nariz se le enrojece entre las mejillas de cera, pálidas por el encarcelamiento. Con los ojos vendados, les ponen en fila a él y los demás presuntos radicales de Petrashevski para ejecutarles en medio del cortante viento invernal. Le miro la cara fijamente. Incluso con esa venda en los ojos su transformación es evidente. Los fusiles están amartillados. Cada hombre siente la bala abriéndole el pecho, el mordisco caliente, el puño pasmoso del tamaño del dedo de un niño. Entonces les quitan las vendas. Nunca antes he visto caras como ésas, con la revelación desnuda de que siguen vivos, de que no ha habido disparo. Me caigo con el peso de la vida; es decir, con el peso de la vida de Dostoievski, que se desenvuelve desde ese momento con la intensidad de un hombre que empieza de nuevo.
Mientras viajaba por Rusia con grillos de hierro en las piernas, Naomi colocaba cuidadosamente patatas marfileñas, asadas hasta que se derrumbaban al tocarlas con el tenedor, en un
borscht
frío color bermellón. Mientras yo caía de rodillas por el hambre en la nieve en Tobol’sk, en el piso inferior Naomi cortaba lonchas de un pan pesado como la piedra. A estas bromas comestibles yo las llamaba el «correlato culinario». Pasaba las tardes en
Staraya Russa
, luego bajaba y cenaba sopa dulce de berza.
Leer el clima es una cosa: todos los ejemplos que se esperan de tormentas y avalanchas, ventiscas y olas de calor, monzones.
La Tempestad
, el páramo arrasado de
El Rey Lear
. La insolación de Camus en
El Extranjero
. La tormenta de nieve de Tolstoi en
Maestro y Hombre
. Tus poemas de
Hotel Lluvia
. Pero la biografía… La tormenta de nieve que retuvo a Pasternak en una dacha en la que se enamoró mientras escuchaba a María Yudino tocar a Chopin («La nieve barrió la tierra… la vela ardía…»). Madame Curie negándose a salir de la lluvia cuando se enteró de la noticia de la muerte de su marido. El calor del verano griego mientras la guerra salía hirviendo de ti como una fiebre. Dostoievski fue el primer ejemplo que se me ocurrió; su brutal marcha de convicto hacia Siberia. Los prisioneros se detuvieron en Tobol’sk, donde las viejas campesinas se apiadaron de ellos. Aquellas buenas mujeres se colocaron en los bancos del río Irtish, con treinta grados bajo cero, y les dieron sacos de té, velas, cigarros y un ejemplar del Nuevo Testamento con un billete de diez rublos cosido a las tapas. En este estado extremo, su caridad penetró el corazón de Dostoievski para siempre. Durante el aullante ocaso, en la nieve color pastel, las mujeres bendijeron el viaje a gritos dirigiéndose a la lastimosa caravana de prisioneros, una cuerda floja dibujando una línea a través del paisaje blanco, con el viento mordiéndoles la piel a través de sus finas ropas. Y Dostoievski seguía andando penosamente, preguntándose cómo podía resultar demasiado tarde, tan pronto, en el curso de su vida.
Los recuerdos que evitamos nos alcanzan, nos adelantan como una sombra. Una verdad aparece de pronto en medio de un pensamiento, un pelo sobre una lente.
Mi padre encontró la manzana entre la basura. Estaba podrida y yo la había tirado —tenía ocho o nueve años. La pescó del cubo, me buscó en mi habitación, me agarró con fuerza por un hombro y aplastó mi cara contra la manzana.
—¿Esto qué es? ¿Qué es?
—Una manzana…
Mi madre guardaba comida en el bolso. Mi padre comía con frecuencia para evitar los primeros retortijones de hambre porque, una vez que le atrapaban, se ponía a comer hasta vomitar. Entonces comía por obligación, metódicamente, con las lágrimas recorriéndole el rostro, lo animal y lo espiritual tan crudamente evidenciados, con la certeza de que degradaba a ambos. Si alguien necesita pruebas del alma, son fáciles de encontrar. El espíritu se hace más evidente en el punto de la máxima humillación corporal. Mi padre no asociaba ningún placer con la comida. Pasaron años antes de que me diera cuenta de que ello no era sólo una dificultad psicológica, sino también moral, porque quién sería capaz de responder a la pregunta de mi padre: ¿sabiendo lo que sabía, tenía que cebarse o que morirse de hambre?
—¡Una manzana! Bueno, hijo mío, listo, ¿una manzana es comida?
—Estaba toda podrida…
Los domingos por la tarde íbamos en coche a la tierra de labranza que lindaba con la ciudad, o a su parque preferido a orillas del lago Ontario. Mi padre siempre llevaba una gorra para que el viento no le metiera los pocos pelos en los ojos. Conducía agarrando el volante con las dos manos, sin rebasar nunca el límite de velocidad. Yo me repantigaba en el asiento de atrás, aprendiéndome el código morse con
El Niño Electricista
, o memorizando la escala Beaufort («Viento de fuerza 0: el humo asciende en vertical, el mar parece un espejo. Fuerza 5: los árboles pequeños se cimbrean, borreguillos en el mar. Fuerza 6: los paraguas se utilizan con dificultad. Fuerza 9: se producen daños estructurales»). De vez en cuando el brazo de mi madre aparecía por encima del asiento delantero, con un palote de caramelo colgándole de la mano.
Mis padres desplegaban sus tumbonas (también en invierno) mientras yo me iba solo de excursión, a recoger piedras o a identificar nubes o a contar olas. Me tumbaba en la hierba o en la arena, leyendo, a veces quedándome dormido sobre mi chaqueta gruesa bajo un cielo de arcilla con
La Piedra Lunar
u
Hombre contra la mar
, con sus géiseres y sus volcanes («No soy capaz de recordar las horas que siguieron sin experimentar parte del horror que sentí en aquel momento. Viento y lluvia, lluvia y viento, bajo un cielo que no guardaba promesa alguna de alivio. En todo ese tiempo, el señor Bligh no abandonó la caña del timón, y parecía presa de una excitación mental que se hacía más grande a medida que aumentaba el peligro de nuestra situación…»). Cuando hacía buen tiempo mi madre servía el almuerzo que traía preparado, y bebían un té muy fuerte del termo mientras el viento escudriñaba el lago frío y los cúmulos resollaban en el horizonte.
A primera hora de las noches del domingo, mientras mi madre preparaba la cena, yo escuchaba música con mi padre en el salón. Mirarle escuchar me hacía escuchar a mí de manera distinta. Su atención descomponía cada pieza en sus componentes teóricos, como los rayos X, la emoción era la niebla gris de la carne. Utilizaba las orquestas —los brazos y las manos y el aliento de otras personas— para hacerme a mí señales; una petición sin palabras, todo el significado apretado en las cuerdas. Apoyándome en él, con su brazo alrededor de mí —o, cuando era muy pequeño, tumbado con la cabeza en su regazo—, su mano en mi pelo despreocupadamente, pero para mí, aquella mano era brutal. Me acariciaba el pelo a ritmo de Shostakóvich, Prokófiev, Beethoven, el
lieder
de Mahler: «Ahora todo el deseo quiere soñar», «Me he convertido en un extraño en el mundo».