Cuando yo vacilaba en el umbral de la puerta, Athos no entendía que estaba dejando a Bella pasar primero, asegurándome de que no la dejábamos atrás. Al comer hacía pausas, recitando un encantamiento silencioso: Un bocado yo, un bocado tú, un bocado extra para Bella. «Jakob, comes muy despacio; tienes los modales de un aristócrata». Despierto en mitad de la noche la escuchaba respirar o cantar a mi lado en la oscuridad, y me sentía mitad consolado y mitad aterrado de que mi oído estuviera pegado al muro fino que divide a los vivos de los muertos, de que la membrana que vibraba entre los dos fuera tan frágil. Sentía su presencia en todas partes, a la luz del día, en habitaciones que yo sabía que no estaban vacías. Notaba su tacto sobre la espalda, los hombros, el pelo. Me daba la vuelta para ver si ella estaba allí, para ver si estaba mirando, para ver si se mantenía en guardia, aunque si fuera a sucederme cualquier cosa ella no habría sido capaz de evitarlo. Mirando con curiosidad y compasión desde su lado del muro de gasa.
La casa de Athos estaba aislada, en lo alto de una pendiente pronunciada. Aunque podíamos ver a cualquiera que se aproximase desde lejos, también podíamos ser vistos. Se tardaba dos horas en caminar hasta el pueblo. Athos efectuaba este viaje varias veces al mes. Mientras él estaba fuera yo apenas me movía, petrificado por el esfuerzo de escuchar. Si alguien subía por la colina, yo me escondía en un baúl de marinero, un cajón de tapa alta y curvada; y cada vez asomaba menos de mí.
Dependíamos de un solo comerciante, el Viejo Martin, para que nos hiciera llegar provisiones y noticias. Había conocido al padre de Athos, y al propio Athos desde niño. La mujer de Ioannis, el hijo del Viejo Martin, era judía. Una noche, Allegra y él y su hijo pequeño aparecieron en nuestra puerta, con sus pertenencias en brazos. Escondimos a Avramakis —a quien para abreviar llamábamos Match— en un cajón. Mientras los soldados alemanes estiraban las piernas bajo las mesas del Hotel Zakynthos.
Yo aprendí no sólo la historia de los hombres, sino también la historia de la tierra porque la pasión de Athos era la paleobotánica, porque sus héroes eran las rocas y la madera, además de los humanos. Aprendí el poder para atrapar el tiempo humano que otorgamos a las piedras. Las tablas de piedra de los Mandamientos. Los mojones, las ruinas de los templos. Lápidas, menhires, la piedra Rosetta, Stonehenge, el Partenón. (Los bloques que los reclusos de las minas de Golleschau picaban y cargaban. Las lápidas destrozadas de los cementerios judíos y saqueadas para construir aceras en Polonia; hoy los ciudadanos aburridos pueden seguir leyendo las inscripciones mientras esperan el autobús mirándose los pies).
De joven, Athos se maravillaba ante la invención del sistema de medición de Geiger, y recuerdo como me explicaba, poco después del final de la guerra, cosas acerca de los rayos cósmicos y del nuevo método de datación por el carbono de Libby. «Es a partir del momento de la muerte cuando empezamos contar».
Athos le tenía un afecto especial a la piedra caliza —ese arrecife aplastado de la memoria, esa piedra viva, historia orgánica estrujada en el interior de inmensas montañas como tumbas. De estudiante escribió un ensayo sobre las praderas kársticas de Yugoslavia. Piedra caliza que se convierte poco a poco bajo presión, en mármol—. Athos describía el proceso como si se tratara de una travesía espiritual. Parecía un rapsoda cuando hablaba de la meseta caliza de los Causses en Francia y de la cordillera Penina en Gran Bretaña; de «Estrato» Smith y de Abraham Werner, quienes, según me dijo, «plegaron hacia atrás la piel del tiempo» como si fueran cirujanos, al examinar canales y minas.
Cuando Athos tenía siete años su padre le trajo a casa fósiles de Lyme Regis. A los veinticinco le hechizó la nueva novia de Europa, una diosa de la fertilidad hecha de piedra caliza que había surgido de la tierra completamente formada, la Venus de Willendorf.
Pero fue la fascinación de Athos por la Antártida, que comenzó siendo él estudiante en Cambridge, la que se convertiría en nuestro acimut. Dirigiría el curso de nuestras vidas.
Athos admiraba al científico Edward Wilson, que estuvo con el capitán Scott en el Polo Sur. Wilson, como Athos, era, entre otras cosas, acuarelista. Sus pigmentos —el hielo de un púrpura profundo, el cielo verde lima de medianoche, los estratos blancos sobre la lava negra— no eran sólo hermosos, sino también científicamente precisos. Sus pinturas de fenómenos atmosféricos —parhelios, paraselenes, halos lunares— reflejaban los grados exactos del sol. Athos disfrutaba del hecho de que Wilson realizara borradores en acuarela en las circunstancias más peligrosas, y de que luego, de noche en la tienda, leyera poesía y las aventuras de Sherlock Holmes. A mí me intrigaba que Wilson hubiera hecho sus pinitos escribiendo él mismo algún poema ocasional —una actividad, según apuntaría con modestia, «que quizá constituya un síntoma temprano de la anemia polar».
Como nosotros siempre teníamos hambre, nos compadecíamos de los exploradores hambrientos. Dentro de una tienda ululante los hombres, exhaustos, devoraban las comidas de la alucinación. Podían oler a rosbif en la oscuridad helada y saborear cada mordisco con la imaginación mientras engullían sus raciones secas. Por la noche, rígidos dentro de los sacos de dormir, conversaban acerca del chocolate. Silas Wright, el único canadiense de la expedición, soñaba con manzanas. Athos me leyó la crónica de Cherry-Garrard sobre sus pesadillas alimenticias: gritando a camareros sordos; sentados a mesas puestas con los brazos atados; el plato que se cae al suelo justo en el momento de ser servido. Finalmente, en el instante de probar el primer bocado, se caen en la grieta de un glaciar.
En la base de Cabo Evans durante las largas noches de invierno, cada miembro de la expedición daba una conferencia sobre su especialidad concreta: la vida en los mares polares, coronas, parásitos… La pasión que tenían por el conocimiento era muy seria; un biólogo intercambió una vez un par de calcetines gruesos por lecciones extra de geología.
Practicar la geología se convirtió pronto en una obsesión, incluso entre los no científicos. El hombre fuerte, Birdie Bowers, se convirtió en buscador de piedras, y cada vez que traía una muestra para ser identificada anunciaba lo mismo: «Aquí tienen un nódulo gabroide empalado en basalto y rampante de feldespato y olivina».
Igual que las conferencias de Cabo Evans, Athos contaba estas historias por las tardes, con la linterna en el suelo entre nosotros. La luz animaba las litografías de lagos carboníferos y de residuos polares, y centelleaba contra las estanterías acristaladas llenas de minerales y de muestras de madera, de botes con compuestos químicos. Los detalles se fueron aclarando poco a poco, a medida que yo fui aprendiendo las palabras. Al llegar la noche el suelo estaba cubierto de volúmenes abiertos por las páginas con dibujos y diagramas. A esa luz podríamos haber pertenecido a cualquier siglo.
«Imagínate», decía Athos, y su voz pálida era una emanación en la habitación a oscuras. «Alcanzar el polo y descubrir que ya lo había alcanzado Amundsen antes. El globo entero les colgaba debajo de los pies. Ya no sabían qué aspecto tenían, ni cómo era la lejana carne blanca debajo de la ropa, ni cómo eran sus rostros de cuero. La visión de sus propios cuerpos desnudos estaba para ellos tan lejos como Inglaterra. Habían estado caminando durante meses. Con un hambre incesante. La nieve les había vuelto de yesca los ojos y las caras congeladas les brillaban azules. Atravesando un terreno inacabable dividido por fallas invisibles, listo para tragárselos sin avisar y sin hacer un solo ruido. Hacía cuarenta grados bajo cero. Estaban al lado del único rastro de vida humana en un radio de mil millas —un simple trozo de tela, la bandera de Amundsen— y sabían que debían enfrentarse todavía a todos y cada uno de los pasos del trayecto de regreso. Pero aun así, hay una foto de Wilson en el campamento al final del mundo, y la cámara le ha cogido con la cabeza echada hacia atrás. Riéndose».
En la cabeza del glaciar Beardmore, en la poca superficie expuesta, Wilson recogió fósiles del borde de un mar interior de tres millones de años de antigüedad. Estas rocas contribuyeron más adelante a probar que la Antártida se había desgajado tectónicamente de un continente inmenso, del que Australia, la India, África, Madagascar y Suramérica se habían separado, desmigajado, perdido. La India chocó contra Asia, y el arrugado punto de colisión fue el Himalaya. Y todo esto lo había logrado la tierra con una paciencia asombrosa —unos pocos centímetros al año.
Los hombres, sin poderse arrastrar apenas, siguieron cargando con más de setenta y cinco kilos de fósiles extraídos del Beardmore. Agotado más allá de toda posibilidad de recuperarse, Wilson continuó anotando sus observaciones: su mirada nostálgica veía tojos y erizos de mar en el hielo. El resto de la expedición esperó el regreso de los cinco que realizaban la marcha final al Polo. Al llegar el invierno supieron que sus compañeros nunca volverían. En primavera un equipo de búsqueda descubrió la tienda. Cuando desenterraron los cuerpos de debajo de la nieve el brazo de Scott rodeaba el cuerpo de Wilson, y tenían a su lado la bolsa con los fósiles. La habían llevado con ellos hasta el final. A Athos esto le emocionaba, pero para mí otro detalle probaba la nobleza de Wilson. Le habían prestado un libro con los poemas de Tennyson para la marcha final al Polo y, aunque cada gramo le quebraba los hombros y los muslos, insistió en llevárselo de vuelta a quien se lo había prestado. Podía imaginarme fácilmente a mí mismo cargando con un objeto favorito hasta el final del mundo, aunque sólo fuera para que me ayudara a creer que volvería a ver a su querido dueño.
Después de la Primera Guerra Mundial, Athos regresó a Cambridge para visitar el nuevo Instituto Scott de Investigaciones Polares. Cuando hablaba de Inglaterra no mencionaba a los caballeros ni a los castillos. Lo que describía en lugar de eso eran la piedra-río, la piedra-gota y otras maravillosas formaciones de caverna; espasmos de tiempo. Cortinas de mármol hinchadas con brisas petrificadas, florecimientos de yeso, racimos de uvas de piedra, trematodos de caliza de aliento brillante. Me enseñó una pequeña postal que se había traído del Instituto Scott.
Y colgada encima de su mesa había una cosa cuya posesión valoraba especialmente: una reproducción del «Paraselene en McMurdo Sound» de Wilson, que me asustó la primera vez que la vi. Era como si Wilson hubiese pintado mi recuerdo del mundo de los espíritus. En primer plano aparecía un círculo de esquís, como un bosque ralo y fantasmal y, sobre él, los halos divinos del paraselene propiamente dicho, que cortaban la respiración, que giraban, suspendidos como el humo.
Durante muchos meses no vi más que estrellas. Mi única experiencia prolongada del mundo exterior ocurría bien entrada la noche; Athos me dejaba escalar por la ventana del dormitorio para tumbarme en el tejado. Echado boca arriba, cavaba un agujero en el cielo nocturno. Inhalaba el mar hasta que me sentía ebrio, y flotaba por encima de la isla.
Solo en el espacio, imaginaba las auroras boreales, los diseños ondulados de una caligrafía celestial, nuestra pequeña porción del cielo como la esquina de un manuscrito iluminado. Estirado sobre una alfombrilla de algodón, pensaba en Wilson, echado sobre un témpano de hielo en mitad de la oscuridad de un invierno polar, cantando para los pingüinos emperadores. Mirando las estrellas veía inmensas islas de hielo oscilando sobre el mar, abriendo y cerrando un camino, el viento moviendo témpanos desde miles de millas de distancia; una de las lecciones de Athos sobre «causas remotas». Veía praderas de hielo de un dorado pálido a la luz de la luna. Pensaba en Scott y en sus hombres muriéndose de hambre en la tienda, con la certeza de que les esperaba, inaccesible, a sólo once millas, comida en abundancia. Imaginaba sus últimas horas en ese espacio apretado.
Los alemanes saquearon las cosechas de frutales. El aceite de oliva era tan poco común como lo habría sido en un casquete de hielo. Incluso en la exuberante Zakynthos teníamos desesperados antojos de cítricos. Athos partía cuidadosamente un limón por la mitad y chupábamos la acidez hasta quedarnos sólo con la piel, y nos comíamos la piel, y luego nos olíamos las manos. Como yo era todavía joven, los racionamientos y las restricciones me afectaron más a mí que a Athos. Llegó un momento en que me empezaron a sangrar las encías. Se me aflojaron los dientes. Athos me veía desmoronarme y se retorcía las manos de preocupación. Me ablandaba el pan con leche o con agua hasta que parecía un potaje esponjoso. Al pasar el tiempo, a nadie le quedaba ya nada que vender. Cultivábamos lo que podíamos, y Athos rebuscaba en el mar y en los arbustos, pero nunca era suficiente.
Sobrevivíamos a base de los guisantes y las arvejas marinas que otros pasaban por alto, a base de las judías de los jancitos y de las vainas de los berros. Athos me describía sus cacerías vegetales mientras preparaba la comida. Arrancaba alcaparras que crecían en las grietas de la piedra caliza y las encurtía; nos alentaba la enérgica terquedad de la planta, que crecía en las rocas y tenía una clara preferencia por la tierra volcánica. Athos buscaba recetas en las obras de Teofrasto y de Dioscórides; utilizaba la
Historia Natural
de Plinio como libro de cocina. Desenterraba asfódelos amarillos y comíamos «tubérculos asados a la Plinio». Hervía los tallos de los asfódelos, las semillas y las raíces para quitarles el amargor y mezclaba con una patata el potingue molido, para hacer pan. Incluso podíamos elaborar un licor con la flor, y luego, después de cenar, ponerles suelas nuevas a los zapatos o pegar las páginas de un libro con un pegamento fabricado con las raíces. Athos se estudiaba el
Teatro de las Plantas
de Parkinson, un libro útil que te enseña no sólo qué hacer para cenar sino también cómo esterilizarte las heridas si tienes un accidente en la cocina. Y si la comida resulta ser un desastre total, Parkinson te explica incluso cuál es la mejor receta para embalsamamientos. A Athos le gustaba el libro de Parkinson porque la primera edición databa de 1640, y, según me explicó, ése fue «el año en el que el primer café abrió sus puertas en Viena». Athos disfrutaba haciendo rimar los largos nombres en latín mientras servía una sopa verde de aspecto siniestro. Justo en el momento en el que yo me llevaba la cuchara a los labios, comentaba astutamente que «la sopa contiene alcaparras, que no deben confundirse con la
alcaparra euphorbia
, que es extremadamente venenosa». Después esperaba a que sus palabras causaran efecto. La cuchara vacilaba delante de mis labios mientras él especulaba despreocupadamente. «Se han cometido, sin duda, desgraciados errores…»