Piezas en fuga (8 page)

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Authors: Anne Michaels

Tags: #Drama, Relato

BOOK: Piezas en fuga
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—Y dejan caer bombas como si fueran mierda.

—Kostas —le regañó Daphne—, delante de Jakob no.

—Está dormido.

—¡No lo estoy!

—Ya que Daphne no me deja maldecir delante de ti, Jakob, aunque has visto tantas cosas que sería justo que aprendieras a maldecir, te contaré entonces que la guerra puede convertir a cualquier hombre vulgar en un poeta. Te contaré lo que pensé el día que insultaron a la ciudad con sus esvásticas: Al amanecer el Partenón es carne. A la luz de la luna son huesos.

—Jakob y yo hemos leído juntos a Palamas.

—Entonces, Jakob, pedhi-mou, sabrás que Palamas es nuestro poeta más querido. Cuando murió Palamas, justo en mitad de la guerra, seguimos a otro poeta, Sikelianos, con su larga capa negra a través de Atenas. Miles de nosotros, la ciudad entera, acompañamos el cuerpo de Palamas desde la iglesia hasta la tumba. En el cementerio Sikelianos gritó que teníamos que «hacer temblar al país con un grito por la libertad, hacerlo temblar de punta a punta», y cantamos el himno nacional, rodeados de soldados. Después Daphne me dijo…

—Nadie como Palamas podía emocionarnos así y unirnos. Incluso desde la tumba.

—El primer fin de semana de la ocupación, los alemanes organizaron una procesión por la ciudad. Coches blindados, pancartas, columnas de tropas que ocupaban toda una manzana. Pero a los griegos nos obligaron a quedarnos en casa. Nos estaba prohibido mirar. Los pocos que pudieron ver algo desde sus casas se asomaron desde detrás de las contraventanas mientras el desfile enloquecido marchaba por las calles desiertas.

—En las esquinas de la calle, en los restaurantes, como si fueran funciones paralelas en el mismo teatro, los traficantes del mercado negro se sacaban pescado crudo de los maletines, huevos de los bolsillos, duraznos del sombrero, patatas de la manga.

… Cuando se hizo muy duro encontrar piedras lo suficientemente planas como para hacerlas rebotar en el agua, nos sentábamos en la orilla. Mones tenía una barra de chocolate. Se la dio su madre el día que fuimos al cine a ver al vaquero americano Butski Jonas y su caballo blanco. La reservamos porque estábamos planeando ya nuestra próxima excursión al río. Dentro, debajo del envoltorio, hay siempre una tarjeta, con la imagen de un sitio famoso. Ya teníamos diversos sitios y la torre Eiffel y algunos jardines famosos. Ese día nos tocó la Alhambra y la doblamos y la partimos en dos y nos juramos lealtad eterna, como hacíamos siempre, y Mones se quedó con una mitad y yo con la otra para que cuando empezáramos juntos un negocio pudiéramos unirlas y pegarlas a la pared, su mitad del mundo y mi mitad, compartiéndolo todo por la mitad exacta.

—La noche antes de que los alemanes abandonaran Atenas: miércoles, 11 de octubre. Daphne y yo oímos un ruido raro, casi una brisa, muy leve. Salí a la calle. Había un temblor en el aire, como un millar de alas. Todo estaba desierto. Entonces miré hacia arriba. Sobre mi cabeza, desde todos los tejados y balcones la gente se estaba asomando, llamándose bajito los unos a los otros por toda la ciudad, corriendo la voz. La ciudad, que hacía un momento había sido como una cárcel, era ahora como un dormitorio lleno de susurros, y también en la oscuridad el tintinear de los vasos llenos de lo que pudiéramos encontrar y «yiamas, yiamas», a tu salud, elevándose como ráfagas en la noche.

—Después, pero antes del dekemvriana, los combates de diciembre, empezamos a enterarnos de lo que había ocurrido en otros sitios…

La hermana de Daphne nos envió una carta desde Hania: «En medio de un campo recién arado, rodeado de nada, encontraréis que alguien ha colocado un cartel: “Esto era Kandano”. “Esto era Skines.” Es todo lo que queda de los pueblos».

—Jakob y yo también hemos visto carteles —señalando dónde estuvieron los pueblos—. Por todo el Peloponeso.

—Dicen que han desaparecido más de mil pueblos.

—Jakob y yo estuvimos en Kalavrita. Mandemos a los turistas a los «chorios» incendiados. Ahora son éstos nuestros lugares históricos. Dejemos que los turistas visiten ruinas modernas.

—Aquí la gente hacía largas colas para enterrar a sus muertos. Los barrenderos recogían cadáveres. Todo el mundo tenía miedo de contraer la malaria. Oíamos a los niños cantar la canción de los soldados alemanes: «Cuando chillan las cigarras, coge la píldora amarilla…».

—«Demasiados funerales abarrotaban las puertas de los templos».

—Athos, le has enseñado muy bien a Jakob. Pedhi-mou, ¿te acuerdas de dónde es ese verso?

—¿Ovidio?

—Muy bien. ¿Te acuerdas del resto? Espera, que lo busco.

Kostas abrió un libro y leyó en alto:

Orestíada

… y no quedaba nadie

que llorara su pérdida: quedaron sin llorar las almas de las matronas,

de las novias, jóvenes y ancianos —todos desaparecidos en la ceguera salvaje del viento…

Se produjo un largo silencio. Athos cruzó las piernas y golpeó la mesa. Los platos temblaron. Kostas se pasó las manos por el pelo largo y blanco. Se inclinó sobre la mesa baja hacia Athos.

—El día en que el último alemán abandonó la ciudad, las calles estaban abarrotadas, Syntagma repleta, sonaron las campanas. Entonces, justo en medio de las celebraciones, los comunistas empezaron a gritar consignas. Te lo juro, Athos, que la multitud se quedó en silencio. Todo el mundo se serenó en un segundo. Al día siguiente, Theotokas dijo: «Sólo hace falta una cerilla para que Atenas se incendie como un tanque de gasolina».

—Los chicos americanos trajeron comida y ropa, pero los comunistas robaron los cajones de embalaje de los almacenes del Pireo. Se ha hecho tanto mal en los dos bandos. Quienquiera que tenga poder por un minuto comete un crimen.

—Persiguieron a los burgueses hasta en sus propias camas y les mataron a tiros. Se llevaron los zapatos de los demócratas y les hicieron desfilar descalzos por el monte hasta la muerte. Los andartes y los englezakias habían luchado codo con codo en las montañas hacía apenas unas semanas. Ahora se tiroteaban los unos a los otros por la ciudad. Cómo podía ser, nuestro valiente andartiko, que volaba puentes y actuaba como correo de la resistencia por las montañas, que desaparecía en un sitio y reaparecía en otro a cien millas…

—Como aguja e hilo a través de una tela.

—En Zakynthos un comunista delató a su propio hermano, un anciano, porque una vez, diez años atrás, se le ocurrió levantar su vaso a la salud del rey. Los comunistas son nuestros hijos, se conocen los asuntos de todo el mundo exactamente igual que se conocen los caminos a través de los valles, los pasos de las montañas, cada bosque y cada barranco.

—La violencia es como la malaria.

—Es un virus.

—A nosotros nos lo contagiaron los alemanes.

… Para cuando Mones y yo empezamos a caminar de vuelta a casa hacía niebla y lloviznaba y nuestros calcetines de lana estaban empapados y teníamos los pies tan fríos como los peces del Nemen. Nos pesaban las botas por el barro. Cada casa estaba conectada al cielo por un cordel de humo. íbamos a ser los mejores amigos para siempre. Abriríamos juntos una librería y dejaríamos que la madre de Mones se ocupara de la tienda cuando nosotros fuéramos al cine. Nuestras casas tendrían buenas instalaciones de fontanería, y electricidad en todas las habitaciones. Tenía las manos frías y la espalda fría por la lluvia y porque quedaba lejos y además iba sudando debajo del abrigo. Verjas rotas, carreteras hundidas con profundos surcos de camiones. Se nos endurecían los bordes de los calcetines como si fueran moldes. Pero no queríamos volver muy deprisa. Nos quedamos un rato largo en la verja de madera de Mones. Seríamos piadosos como nuestros padres. Nos casaríamos con las hermanas Gotkin y compartiríamos una casa de veraneo en Lasosna. Remaríamos por las calas y les enseñaríamos a nuestras mujeres a nadar…

—A los primos de Daphne, Thanos y Yiorgios, y a centenares más, cualquiera que pensaran que fuera más o menos rico antes de la guerra, les reunieron los comunistas en la plaza Kolonaki.

… En la verja de Mones nos dimos la mano como los hombres. Mones tenía el pelo pegado a la cabeza debajo de la gorra. Estábamos calados hasta los huesos pero hubiésemos hablado más rato si no hubiera sido la hora de cenar. ¡Visitaríamos juntos Crinik y Biafystok e incluso Varsovia! ¡Nuestros hijos nacerían el mismo año! Nunca olvidaríamos estas promesas mutuas…

—Daphne salió a intentar comprar azúcar, un capricho especial por mi cumpleaños. Pero se encontró con Alekos y otros tres colgados de las acacias de Kyriakon…

La primera mañana que pasamos en casa de Daphne y Kostas a mí me daba vergüenza desayunar delante de desconocidos. Todos bajaron a la mesa totalmente vestidos. Sin embargo, a medida que fueron pasando los días, Kostas aparecía cada vez menos vestido, primero sin corbata, después en zapatillas, finalmente en bata, con un cinturón con borlas en los extremos. Athos y Kostas se sentaban a la mesa con una mitad del periódico cada uno. Daphne preparaba huevos con cebollinos y tomillo. Estaba contenta de cocinar para dos hombres y un niño, aunque el racionamiento de víveres requería cierta inventiva. Athos felicitaba a Daphne por su cocina en cada comida. El lujo de su afecto me emocionaba, que me acariciara el pelo una mano pasajera, la presión de un abrazo espontáneo de Daphne. Daphne me enseñó la diferencia entre colocar ciruelas en un cuenco verde o en uno amarillo antes de ponerlas en la mesa. Me llevó a su estudio de pintura e hizo un boceto de mi cara a lápiz. Por las tardes, mientras Athos se ocupaba de nuestro traslado a Canadá, yo ayudaba a Daphne a limpiar los pinceles o a preparar la cena, o Kostas y yo practicábamos inglés en el cálido jardín donde a veces los dos echábamos alguna cabezadita.

Yo escuchaba las idas y venidas de las discusiones políticas de Athos y Kostas. Siempre intentaban incluirme, primero pidiéndome opinión y después discutiendo mis ideas seriamente hasta que me sentía como un erudito, un igual.

Cuando tenía pesadillas venían todos conmigo, los tres, y se sentaban en la cama, y Daphne me rascaba suavemente la espalda. Hablaban entre ellos hasta que me volvía a dormir, con el consuelo de sus voces bajas. Después acababan en la cocina. Por la mañana veía los platos de su fiesta nocturna aún sobre la mesa.

Una vez Daphne me mandó fuera a coger unas hierbas mientras ella preparaba la cena. A mí me daba miedo salir solo, aunque no fuera más allá del jardín. De pie en la puerta de atrás, Kostas se dio cuenta de mi ansiedad y dejó el periódico. «Necesito estirar las piernas, Jakob, vamos a ver qué tal está el aire de la tarde». Y salimos juntos.

La víspera de nuestra partida hacia Canadá, me senté en la cama y miré a Daphne hacerme el equipaje, Kostas levantándose de pronto a recuperar algo que meterme en la maleta, un libro u otro par de sus propios calcetines. Daphne colocaba cada cosa en su sitio cuidadosamente con unos golpecitos. Ninguno de los dos había estado nunca en Canadá. Hacían cábalas sobre el clima, la gente, y cada cábala resultaba en la adición de otro elemento excéntrico —un compás, un alfiler de corbata.

Recuerdo a Daphne, aquella última noche, volviéndose en la puerta de mi cuarto después de darme las buenas noches y acercándose a darme otro achuchón feroz. Recuerdo sus manos frías en mi espalda debajo del pijama de algodón, su rascar suave, el de mi madre, el de Bella, relajándome hasta dormirme.

Antes de que nos fuéramos de Zakynthos Athos dijo: «Tenemos que hacer una ceremonia. Por tus padres, por los judíos de Creta, por todos aquellos que no tienen a nadie que recuerde sus nombres».

Tiramos manzanilla y amapolas al mar de cobalto. Athos echó agua limpia sobre las olas, «para que beban los muertos».

Athos leyó a Seferis: «Aquí terminan los trabajos del mar y los trabajos del amor. Tú que algún día vivirás aquí… si ocurre que la sangre te oscurece la memoria, no nos olvides».

Yo pensé: «Es la añoranza lo que mueve al mar».

En Zakynthos a veces el silencio resplandece con una armonía temblorosa de abejas. Sus cuerpos ruedan por el aire, polvorientos de peso dorado. El campo estaba abarrotado de margaritas, madreselva y retama. Athos dijo: «Los lamentos griegos te queman la lengua. Las lágrimas griegas son tinta para que los muertos escriban sus vidas».

Extendió una tela a rayas sobre la hierba y nos sentamos a comer koliva, pan y miel junto al mar —«para que los muertos no pasen hambre».

Athos dijo: «Recuerda. Tus buenas obras contribuyen al progreso moral de los muertos. Haz el bien por ellos. Sus huesos cargarán con el peso de las olas por toda la eternidad; del mismo modo que los huesos de mis compatriotas cargarán con el peso de la tierra. No podremos exhumarlos de acuerdo con la tradición; sus huesos no se juntarán con los huesos de sus familias en el osario de su pueblo. Las generaciones no se unirán; se derretirán bajo el mar, o en la tierra, yermas…».

Escuché sus gritos en mi cabeza e imaginé su piel brillante, casi humana entre las olas, su pelo empapado en salmuera. Y como en mis pesadillas, coloqué a mis padres bajo las olas donde el mar estaba transparente y azul.

Athos encendió una lámpara —una jarra llena de aceite de oliva— y usó de mecha un diminuto ovillo de membrillo seco muy apretado.

Athos dijo: «Los pastores no sabrán que tienen que llorarlos, no se oirán oraciones desde los campos remotos entre los balidos de las ovejas y las cabras. De modo que compartamos la koliva y encendamos la vela y cantemos “La muerte me devoró los ojos”… Si nuestros deberes —kathikonda— les alivian —anakoufisi— entonces los muertos nos enviarán un mensaje sobre las alas de los pájaros».

El cielo, en efecto, se llenó de cigüeñas y golondrinas y palomas salvajes. El romero y la albahaca se cimbreaban como incensarios en el calor de la tarde.

Athos dijo: «Jakob, intenta que te sepulten en una tierra que te recuerde».

En la cima de la pendiente elevada sobre el pueblo de Zakynthos, me imagino la marea arrastrando hasta la playa de gravilla, allá abajo, la madera de deriva, sólo que no es madera sino que son sus huesos largos, sus huesos curvados los que han llegado con la marea. La arena gruesa reluce con los desperdicios pulidos. Los pájaros no vienen, no queda nada para ellos. Sólo las calaveras permanecen en el mar. Son demasiado pesadas y se asientan en el fondo; sobre el suelo del océano hay una ciudad de cúpulas blancas. Refulgen en la profundidad. Marcados a fuego en el hueso, últimos pensamientos arrugan los cráneos. Los peces se deslizan hacia casa silenciosamente por los huecos de los ojos, por las bocas.

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