—Con Himmler pagándole un sueldo de pronto se puso a encontrar esvásticas en cada puñado de tierra. ¡Este hombre, que había sido el primero en la clase de prehistoria, de hecho le ofreció a Himmler la «Venus de Willendorf» como prueba de que los antiguos arios habían conquistado a los «hotentotes»! Falsificó excavaciones para demostrar que la civilización griega comenzó en… ¡la Alemania del neolítico! Sólo para que el Reich se sintiera justificado al copiar nuestros templos en su gloriosa capital.
—Koumbaros, hace calor.
—Todo lo que ha sido destruido: las reliquias, la cuidada documentación. Estos hombres aún siguen en sus puestos, aunque les contratara Himmler. ¡Estos hombres siguen dando clase!
—Koumbaros, hoy hace tanto calor…
—Lo siento, Jakob, tienes razón.
Paramos para almorzar en el Royal Diner, que era del hermano de Constantine, y llegamos a la punta Baby a primera hora de la tarde. Se había nublado, y el olor de la lluvia llenaba el calor. Nos detuvimos en la acera e imaginamos la fortaleza iraquesa. Imaginamos un ataque de los iraqueses al barrio de los ricos, lanzando flechas de fuego contra los muebles de jardín, a través de los ventanales de los salones, aterrizando sobre mesitas de café que se incendiaban instantáneamente. Mientras se iba oscureciendo la acera yo transformaba los olores de la cera de las carrocerías y de la hierba recién cortada en los olores del cuero y del pescado salado. Athos, llevado por el entusiasmo, describió el asesinato del comerciante de pieles Étienne Brulé. Auto de fe.
El calor de la tarde tenía la espesura de la carne quemada. Vi cómo el humo se elevaba dibujando espirales hacia el cielo oscuro. Emboscados, con la memoria abriéndose con un crujido. Un residuo amargo que me volaba hacia la cara como la ceniza.
—Jakob, Jakob. Cojamos un taxi para volver a casa.
Para cuando llegamos al piso, la lluvia estaba cayendo como una sábana, el olor del polvo ascendiendo de las calles humeantes. Saqué la cabeza por la ventanilla y lo engullí. El olor a quemado se había ido.
Koumbaros, estamos encendiendo antorchas para el tiempo.
Aquella noche soñé con el pelo de Bella. Brillante como laca negra bajo la luz de una lámpara, una trenza apretada como un acollador.
Sentados alrededor de la mesa, mis padres y Bella fingían estar tranquilos, ellos, que tantas veces negaron tener ninguna valentía. Permanecían en sus asientos como habían planeado hacer si se daba el caso. Los soldados empujaron a mi padre con silla y todo. Y cuando vieron la belleza de Bella, su quietud aterrorizada —¿qué pensaron de su pelo, levantaron la masa de los hombros, tasaron su valor; tocaron sus cejas perfectas y su piel? ¿Qué pensaron del pelo de Bella mientras lo cortaban; se sintieron humillados al palpar lo magnífico que era, al tenderlo en la cuerda para que se secara?
Uno de los últimos paseos que dimos juntos Athos y yo fue por el cauce seco del río Don, pasado el muelle de ladrillos y los acantilados repletos de fósiles marinos. Íbamos con intención de sentarnos un rato en los jardines terraplenados de Chorley Park, el edificio del gobierno, una espectacular construcción levantada al borde del precipicio. La mansión era enorme, un castillo del valle del Loira, construida con la mejor piedra caliza de Credit Valley.
Torreones y frontones, altas chimeneas y cornisas: en equilibrio al borde de lo salvaje, la casa resumía las contradicciones del Nuevo Mundo. Cuando Athos y yo descubrimos la inmensa finca, ésta ya no servía de residencia al teniente-gobernador. Hubo quejas acerca de los costes de mantenimiento por parte de los políticos apoyados por los sindicatos. Poco después de que los concejales de la ciudad discutieran sobre si permitirle o no reponer una única bombilla fundida, el teniente-gobernador, resentido, abandonó Chorley Park. Entonces se afanaron en encontrarle uso, y se convirtió en hospital militar y en lugar de acogida de refugiados húngaros. Habíamos visitado los jardines muchas veces. Athos decía que Chorley Park le recordaba a un sanatorio alpino.
Hablábamos de religión.
—Pero Athos, creer o no creer no tiene nada que ver con ser judío. Déjame que lo diga así: A la verdad no le importa lo que pensemos de ella.
Subimos por el valle. Las colinas estaban abrasadas de zumaque y juncos, nubladas de cardos deshechos y algodoncillo. Veía manchas de sudor oscureciendo la camisa de Athos.
—A lo mejor deberíamos descansar.
—Casi estamos arriba. Jakob, cuando Nikos murió le pregunté a mi padre si él creía en Dios. Me dijo: ¿Cómo sabemos que existe un Dios? Desaparece constantemente.
Podía oír lo trabajosa que era su respiración y se me avivó por dentro la tristeza.
—Koumbaros…
—Estoy bien, gracias, señora Simcoe.
Nos agachamos para pasar por debajo de los arbustos que había al borde de la colina. Salimos de los matojos del barranco al jardín y levantamos la cabeza hacia el vacío. Chorley Park, construida para sobrevivir a las generaciones, ya no estaba, como si una goma hubiera borrado su sitio y allí hubiera dejado sólo cielo.
Athos, anonadado, se apoyó pesadamente en el bastón.
—¿Cómo han podido derribar uno de los edificios más hermosos de la ciudad? Jakob, ¿estás seguro que estamos en el sitio correcto?
—Estamos en el sitio correcto, koumbaros… ¿Que cómo lo sé? Porque ya no está.
Athos se estaba empezando a cansar en algún punto interior del cuerpo. Me preocupaba, le colmaba de atenciones. Él agitaba la mano, espantando mi inquietud, «¡Estoy bien, señora Simcoe!». Aunque seguía trabajando hasta bien entrada la noche, empezó a echarse siestas a horas extrañas durante el día. Se negaba a disminuir el ritmo. «Jakob, hay un antiguo proverbio griego: “Enciende tu propia vela antes de que te adelante la noche”». Se empeñaba en demostrar su temple indómito volviendo a casa en tranvía y cargado con la compra. No se dejaba atrás ninguna cosa, por muy pesada que fuera, del mismo modo que jamás hubiera dejado atrás muestras de un yacimiento.
Éramos una viña y una verja. ¿Pero quién era la viña? Cada uno de nosotros hubiera contestado de diferente manera.
Llegó un momento en que estaba matriculado en la universidad, asistiendo a cursos de literatura, historia y geografía, y ganaba algo de dinero como ayudante de laboratorio en el departamento de geografía. Kostas le pidió a un amigo suyo de Londres que me enviara las obras de los poetas prohibidos en Grecia. Este fue mi primer paso en la traducción.
Y la traducción de un tipo u otro ha sido mi sustento desde entonces. Siempre le agradeceré a Kostas esta intuición. «Leer un poema en traducción», escribió Bialek, «es como besar a una mujer a través de un velo». Y leer poemas griegos, con una mezcla de katharevousa y demótico, es como besar a dos mujeres. La traducción es una especie de transustanciación; un poema se convierte en otro. Se puede elegir una filosofía de la traducción del mismo modo que se elige cómo vivir: la adaptación libre que sacrifica el detalle al significado, la criba estricta que sacrifica el significado a la exactitud. El poeta se mueve de la vida al lenguaje, el traductor del lenguaje a la vida; ambos, como el inmigrante, intentan identificar lo invisible, lo que está entre líneas, las misteriosas implicaciones.
Una tarde subía por la calle Grace —un túnel veraniego de largas sombras, la brisa del lago un dedo fresco deslizándose suavemente bajo mi camisa húmeda— habiendo dejado varias manzanas atrás el tumulto del mercado. En la frescura nueva y el silencio, un hilo de la memoria se enredaba en un pensamiento. De pronto una palabra apenas oída se unió a una melodía; una canción de mi madre que siempre se acompañaba del sonido de las cerdas del cepillo recorriendo el pelo de Bella, el brazo de mi madre moviéndose al ritmo. Las palabras salieron de mi boca atropelladamente, un susurro, luego más alto, hasta que me encontré murmurando cualquier cosa que recordara. «“De qué sirve la mazurca, mi corazón no está feliz; de qué sirve la niña de Vurka, si no me quiere a mí…”». «“Se recogen las cerezas negras, se dejan las verdes crecer…”». Lo recorrí todo hasta los primeros versos de «Ven a mí, filósofo» y «¿De qué modo bebe el zar su té?».
Miré a mi alrededor. Las casas estaban oscuras, la calle vacía y sin peligros. Alcé la voz. «“Tonto, no seas obtuso, ¿no tienes sentido común? El humo es más alto que la casa, el gato más veloz que el ratón…”».
Subiendo por Grace, siguiendo por Henderson, subiendo por Manning hacia Harbord, sollocé; la forma de mi espíritu por fin llevaba ropa familiar y elevaba, con abandono, los brazos hacia las estrellas.
Pero la calle no estaba tan vacía como me había parecido. Sorprendido, vi que docenas de rostros perforaban la oscuridad. Un bosque de ojos, de oídos italianos y portugueses y griegos; familias enteras sentadas en silencio en tumbonas de jardín y a las puertas de las casas. En terrazas oscuras, un público inmenso e invisible, refrescándose por fuera de sus pequeñas casas calientes, con las luces apagadas para no atraer a los bichos.
No me quedaba más remedio que alzar mi canción extranjera y sentirme comprendido.
Por la noche, tumbado en la cama sin poder dormir, mi cuerpo señalaba dolorosamente su gran ignorancia.
Me imaginaba besando a la chica que veía en la biblioteca, la flaquita que tropezaba constantemente con sus tacones altos… Está tumbada junto a mí. Nos estamos abrazando pero entonces quiere saber por qué vivo con Athos, por qué he recogido todos esos artículos sobre la guerra que se amontonan sobre la moqueta, por qué me paso la mitad de la noche en vela examinando cada cara de las fotografías. Por qué no me relaciono con nadie, por qué no sé bailar.
Cuando Athos se iba al despacho después de cenar, yo me adentraba en la noche. Pero ambos nos adentrábamos en la misma convulsión de tiempo; los hechos que habíamos vivido sin darnos cuenta, mientras estuvimos en Zakynthos. Desde los escalones de la escarpa de la calle Davenport observaba la ciudad iluminada, extendida como un panel de circuitos eléctricos. Caminaba pasando por delante de fábricas de lana y de lápices, la planta de General Electric, los almacenes y talleres de composición tipográfica, las tintorerías y las tiendas de repuestos para coches. Pasaba por delante de carteles anunciando a Jerry Lewis en el Red Skelton de Shea. Seguía la vía del tren hasta las ensiladoras de carbón de la calle Mount Pleasant, o bajando hacia los barcos herrumbrosos que esperaban junto a las ensiladoras de grano de Victory Mills.
Dejaba que me embargara la belleza fría de Lakeshore Cement, con sus pequeños jardines que a alguien se le había ocurrido plantar al pie de cada ensiladora gigantesca. O las delicadas escaleras de metal, un lazo de encaje, en espirales en torno a las cinchas de los depósitos de aceite. Por las noches, unas pocas luces señalaban el babor y el estribor de estas colosales formas industriales, y yo las llenaba de soledad. Escuchaba estas siluetas oscuras como si fueran los espacios en blanco de una partitura, como un músico estudiando los silencios de una pieza. Sentía que ésta era mi verdad. Que mi vida no podía almacenarse en ningún idioma, sino sólo en silencio; el momento en que miraba el interior de una habitación y percibía sólo lo visible, no lo ausente. El momento en que me olvidaba de darme cuenta de que Bella había desaparecido. Pero no sabía cómo buscar a través del silencio. De modo que vivía a la distancia de un aliento, un taquígrafo que mantiene las manos por encima de las teclas ligeramente ladeadas, con las palabras saliendo sin sentido, mezcladas. Bella y yo separados por unos centímetros, el muro entre nosotros. Pensé que podría escribir poemas así, en clave, cada letra oblicua, de manera que la pérdida destrozara el lenguaje, se convirtiera en el lenguaje.
Si uno pudiera aislar ese espacio, ese cromosoma dañado, con palabras, con una imagen, entonces quizá pudiera uno restaurar el orden a través de los nombres. De otro modo la historia no es más que una maraña de cables. Así que en mis poemas regresaba a Biskupin, a la casa de Zakynthos, al bosque, al río, a la puerta reventada, a los minutos en el interior de la pared.
El inglés era un radar submarino, un microscopio, a través del cual escuchaba y observaba, esperando capturar significados esquivos enterrados en los hechos. Quería que un verso de un poema fuera el relincho hueco de la orquesta salvaje cuyo aullido doloroso es una llamada a Dios. Pero lo único que conseguía era un chillido torpe. Ni siquiera el chillido puro de un junco en la lluvia.
Hice un solo amigo duradero por medio de la relación de Athos con la universidad, un alumno suyo de doctorado llamado Maurice Salman. Maurice era aún más extraño a la ciudad que nosotros, ya que se acababa de mudar desde Montreal cuando le conocimos. Athos le invitó a cenar. Maurice estaba delgado en aquellos tiempos, pero también tenía el pelo ralo, y llevaba una boina colocada dejándole la frente al aire. Empezamos a dar paseos juntos, a ir a algún concierto o a una galería de arte. A veces él y Athos y yo íbamos al cine, donde cultivamos pasiones enfrentadas; Athos por Deborah Kerr (especialmente en
Las Minas del Rey Salomón
), Maurice por Jean Arthur, y yo por Bárbara Stanwyck. Maurice y yo estábamos ya desesperadamente pasados de moda, y nos mantendríamos así. Deberíamos haber estado soñando con Audrey Hepburn. De camino a casa parábamos en un restaurante o Maurice venía a casa con nosotros a nuestra cocina de solteros, donde discutíamos los méritos relativos de nuestras amadas. Kerr, según Athos, era claramente una mujer con quien uno podría tener una conversación sobre el desafío de Pascal durante el desayuno, en el hotel más lujoso o en la selva. Maurice pensaba que Jean Arthur era una mujer con quien uno sin duda podría irse de acampada o a bailar toda la noche y que al final aún sería capaz de recordar dónde habías dejado las llaves, o a los niños. Yo amaba a Barbara Stanwyck porque siempre estaba metida en un lío y era fiel a su corazón y sobre todo porque en
Bola de Fuego
le salía jerga de la boca como una canción. «¡Deja de decir chorradas y escúpelo de una vez!» «¡Métele un buen clavo a ese panoli!» «Yo no soy ninguna camarera de ricos». Vivía en un mundo de mucha dureza y de mucho jefecillo. Era un bombón, una tía buena para la que se necesitaría mucha pasta, mucha guita, un montón de parné, una cartera muy gorda. Me tenía chiflado. En estas conversaciones ninguno de nosotros mencionaba hombros desnudos o pechos cubiertos por satén; a nadie se le ocurrió nunca, sin duda alguna, hablar de piernas.