Pero no pasamos juntos muchas noches porque poco después de conocer a Maurice, Athos murió.
«Athos, ¿cómo es de grande realmente el corazón?» Le pregunté una vez siendo todavía un niño. Me contestó: «Imagina el tamaño y el peso de un puñado de tierra».
En su última noche, Athos había vuelto a casa después de dar una conferencia sobre conservación de la madera egipcia. Eran alrededor de las diez y media. Normalmente me comentaba algo sobre la tarde, o incluso me contaba su charla en líneas generales, pero como yo se la había pasado a máquina esto último no era necesario, y estaba cansado. Le calenté un poco de vino y luego me fui a acostar.
Por la mañana lo encontré sentado a la mesa. Presentaba el aspecto que tenía tan a menudo, dormido en mitad del trabajo. Le abracé con todas mis fuerzas, una y otra vez, pero no volvió. Es imposible alcanzar el vacío dentro de cada célula. Su muerte fue silenciosa; lluvia sobre el mar.
Sólo conozco fragmentos de lo que contenía la muerte de Athos: nada menos que todos los elementos y sus poderes, diez mil nombres para las cosas, la humildad del liquen. Los instintos migratorios: las estrellas, el magnetismo, los ángulos de la luz. La energía del tiempo que altera la masa. El elemento que más le recordaba la pérdida de su país, la sal: aceitunas, queso, hojas de vid, espuma de mar, sudor. Cincuenta años de intimidad con Daphne y Kostas, el recuerdo de sus cuerpos a los veinte años; su propio cuerpo, de niño, a los quince, a los veinticinco y a los cincuenta, las personas que seguimos siendo a medida que envejecemos, de la misma manera que permanecen las palabras sobre la página aunque la oscuridad las borre. Dos guerras, que son ambas la parte podrida de una fruta que no puede desgajarse de la fruta; que no hay nada que un hombre no pueda hacerle a otro, nada que un hombre no haga por otro. ¿Pero quién fue la mujer que primero se desabrochó para él los dos pájaros del pecho en un jardín nocturno? ¿Se acordaba de las manos de Helen entre las suyas o estaban en su pelo o estaban sus brazos estirados cuando él apoyaba la cabeza sobre sus muslos? ¿Imaginaron hijos, de qué palabras se arrepentían? ¿Quién fue la mujer a la que primero le lavó la cabeza, qué canción pudo ser su propia voz cantándole al amor la primera vez que la oyó?
Cuando un hombre muere, sus secretos se juntan como cristales, como la escarcha sobre una ventana. Su último aliento oscurece el vidrio.
Me senté a la mesa de Athos. En un piso pequeño en una ciudad extraña de un país al que todavía no amaba.
En Toronto, Athos había recreado su estudio de Zakynthos. Era un yacimiento caótico del que podían excavarse diversos objetos. Sobre la mesa de Athos la noche que murió: una caja de madera llena de piezas de mecano, el mismo conjunto de ruedas y goznes metálicos que tenía de niño. Una fotografía de microscopio de la frágil membrana del roble de Biskupin hinchado por el agua. Una fotografía de los tótems de Kispiox unida con un clip a un análisis de la tierra y de las condiciones climatológicas. Un pisapapeles de cristal que contenía una muestra de lepidodendros. Una miniatura de una canoa de corteza de abedul. Un artículo sobre las montañas de Vestfold en la Antártida, como lugar donde poder secar por congelación artefactos de madera. Apuntes para una futura conferencia en Ottawa sobre madera hinchada. Un boceto a plumilla de los fósiles de árboles de Joggins, Nueva Escocia. La traducción de Kazantzakis del
Origen de las Especies
de Darwin y de la
Comedia
de Dante. Una taza con los posos de café señalando la última inclinación de la taza a los labios.
En la mesa encontré un paquete de cartas… La intimidad que la muerte nos impone. Al principio no quise mirarlas. Reconocí la elegante caligrafía griega de Athos. Las cartas estaban dirigidas a Helen, escritas cuando los dos, tanto ella como Athos, estudiaban en Viena, el año antes de que él se fuera a Cambridge. Palpé los sobres y alisé la piel de cebolla. El silencio del piso vacío se me echaba encima con el peso de la autocompasión.
«Cuando estás solo —en el mar, en la oscuridad polar— una ausencia puede mantenerte vivo. La persona querida te mantiene la mente. Pero cuando no está más que al otro lado de la ciudad, ésta es una ausencia que te corroe hasta los huesos».
«Mi padre aprueba Viena, pero aún intenta persuadirme para que abandone la geología. Me mantengo firme, a pesar de su astuto razonamiento de que si fuera ingeniero aún podría enfrentarme al karst, proyectando vías de ferrocarril y conducciones de agua…»
Mientras estuvo en Viena, explorando paisajes intelectuales y reales, perdigonado de cuevas y agujeros, túneles y pozos, Athos, en la superficie amoratada de sentido de las cosas, también se tropezó con el amor.
En nuestro piso, donde no se había pronunciado una sola palabra durante semanas, me imagino a Athos caminando solo de madrugada, pasando los edificios modernos de la Ringstrasse y las pálidas iglesias barrocas, unas calles que pronto se verían transformadas por la guerra. Mientras leía sus cartas, escritas hacía medio siglo a una mujer de la que apenas sabía nada, su «H», me sacude mi propia añoranza. Me da vergüenza espiar la voz juvenil de Athos, la voz de mi koumbaros cuando tenía mi edad.
«Tu familia —tu madre y tu hermana a quienes quieres— quieren saberlo todo; pero un matrimonio verdadero siempre tiene que ser un secreto entre dos personas. Debemos guardarlo debajo de la lengua como una oración. Nuestros secretos constituirán nuestro valor cuando lo necesitemos».
«En cuanto a la tristeza de tu hermano, soy lo suficientemente ingenuo como para pensar que el amor es siempre bueno, no importa el tiempo que haya pasado, no importan las circunstancias. No soy aún lo suficientemente viejo como para imaginar los casos en los que esto no sea verdad y en los que el arrepentimiento puede con todo lo demás».
Se le sedimentaron las arterias, como un río viejo. El corazón es un puñado de tierra.
El corazón es un lago
…
Lo único que sé de la Helen de Athos es lo que supe por las cartas. Hay una fotografía. Su expresión es tan abierta y sincera que te convoca a través de los años. Tiene el pelo oscuro recogido en un moño alto y entretejido como un cesto. Tiene la cara demasiado angulosa para ser bonita. Es hermosa.
En el mismo cajón que las cartas y que la foto de Helen hay una carpeta gruesa que contiene pliegos de papel carbón azul pálido y recortes de periódicos: la búsqueda por parte de Athos de mi hermana, Bella.
Cuando te has endurecido en determinados sitios, llorar es doloroso, casi como si la naturaleza estuviera en contra.
«Sé que los informes son incompletos…» «Por favor publique lo siguiente todos los viernes durante un año…» «Sé que no es la primera vez que les escribo…» «Por favor repasen sus listados… teniendo en cuenta las posibles diferencias ortográficas… el periodo de tiempo…» La última indagación de Athos está fechada dos meses antes de su muerte.
Pensé que se había rendido años atrás. Pero entendía por qué Athos había mantenido esto en secreto. Me tumbaba en la moqueta de su despacho. «El amor es siempre bueno, no importa las circunstancias…, nuestros secretos constituirán nuestro valor cuando lo necesitemos». Intentaba creérmelo pero aún no había aprendido que la verdadera esperanza está separada de las expectativas, y sus palabras, como su búsqueda de Bella, parecían dolorosamente inocentes. Pero sujeté la carpeta como un niño sujeta una muñeca.
De vez en cuando pasaba un tranvía chillando. Oía a través del suelo las pesadas ruedas de hierro rugiendo sobre las vías. El dedo de mi padre, empapado en betún, dibuja un tranvía en la esquina del periódico, mostrando los cables en forma de Y por los que Varsovia estaba unida al cielo. «En Varsovia», dice mi padre, «viajan motores por las calles». «¿Se mueven solos?», le pregunto. Mi padre asiente, «¡Sin caballos!». Me despierto. Encendí la luz y volví a acostarme y cerré los ojos.
Cuando me senté a escribirle la noticia a Kostas y a Daphne, y a decirles que algún día traería las cenizas de Athos a Zakynthos, apenas podía mover el bolígrafo por el papel. «Traeré a Athos a casa, a una tierra que le recuerde». Koumbaros, cómo puede alguien escribir noticias así con una caligrafía tan hermosa.
Durante muchas noches después de la muerte de Athos, seguí durmiendo en el suelo de su despacho entre cajas de investigaciones dispuestas al azar. Siempre habíamos planeado ordenarlas juntos. Pero el trabajo de Athos sobre la arqueología nazi le llegó a absorber todas las fuerzas. Empezó a documentarse inmediatamente después de la guerra, tan pronto como empezó a fluir la información. Nuestros ojos pronto se fueron acostumbrando a la oscuridad. Athos podía hablar de ello, pero yo no. Hacía preguntas incesantemente para ordenar sus pensamientos, dejando «por qué» para el final. Pero cuando yo me ponía a pensar, empezaba por la última pregunta, el «por qué» que él esperaba que fuera contestado por todas las demás. Así que yo comenzaba con un fracaso y no tenía adonde ir.
Pero en los primeros meses de vivir solo, de nuevo dependía de una droga que me era familiar; habitar el otro mundo que Athos y yo compartíamos: el conocimiento inocente, la historia de la materia. Por la noche me sumergía en las cajas, con etiquetas azarosas referidas a conjuntos de ensayos y apuntes: «Las aventuras sexuales de las coníferas…, la poética del enlace covalente…, un posible proceso de congelación de granos de café». Fuerzas fascinantes aunque explicables; corrientes oceánicas y de aire, placas tectónicas. Las transformaciones ocasionadas por el comercio y la piratería; cómo los minerales y la madera cambiaron el mapa. Sólo con el ensayo de Athos sobre la turba había material suficiente para un libro pequeño, lo mismo que ocurría con «Un pacto de sal». En Viena empezó a recoger ejemplos para un proyecto sobre la parodia en las diversas culturas que tituló «De la reliquia a la réplica».
A menudo aplicaba lo geológico a lo humano, analizando los cambios sociales como haría con un paisaje; persuasión lenta y catástrofe. Explosión, ataque, inundación, glaciación. Construyó su propia topografía histórica.
En las noches que pasé entre sus cajas, en los meses posteriores a la muerte de Athos, su pensamiento llegó a parecerse, en mi imaginación, a un aguafuerte de Escher; muros que son ventanas, peces que son pájaros, y el salto genial de la ciencia moderna: la mano que se dibuja a sí misma.
Durante los tres años siguientes, recopilé lo mejor que pude los apuntes de Athos sobre la SS-Ahnenerbe. Trabajando en su despacho, solo ahora en nuestro piso, el olor de la presencia de Athos era tan fuerte que podía oler su pipa, sentir su mano sobre mi hombro. A veces, de madrugada, me atrapaba una sensación de alerta y le veía por el rabillo del ojo, mirándome desde el pasillo. En su investigación, Athos desciende hasta unas profundidades en las que la redención es posible, pero es sólo la redención de la tragedia.
Yo sabía que, para mí, el descenso continuaría indefinidamente, hasta mucho después de haber terminado el trabajo de Athos. En esa época me ganaba la vida a tiempo parcial como traductor para una empresa de ingeniería. Después del trabajo diario, me dejaba caer sobre la mesa de Athos, desesperado ante tantas carpetas y cajas con datos. A veces salía a cenar con Maurice Salman, que ahora tenía un empleo en el museo. La compañía de Maurice me salvó; sabía que tenía problemas. Por entonces Maurice ya había conocido a Irena, y se había casado con ella. A menudo Irena cocinaba para nosotros mientras hablábamos de la tarea, al parecer interminable, de acabar el libro de Athos,:
Levantando falso testimonio
. A veces me asomaba por la cocina y la veía leyendo un libro de cocina de pie sobre el fogón, con la larga trenza amarilla enroscada en torno a un hombro como una bufanda, y tenía que mirar a otro lado porque me embargaba la emoción. Una imagen tan ordinaria, una mujer revolviendo un caldero.
La noche que terminé el trabajo de mi koumbaros el vacío me hizo llorar al mecanografiar la dedicatoria, para sus colegas de Biskupin: «El asesinato roba a un hombre su futuro. Le roba su propia muerte. Pero no debe robarle la vida».
En nuestro piso canadiense, oscuro y frío, echo agua limpia sobre el mar, recordando no sólo el lamento griego «que puedan beber los muertos», sino también el pacto del cazador esquimal, que echa agua limpia en la boca de su presa. Las focas, como viven en el agua salada, sufren una sed perpetua. El animal ha ofrecido la vida a cambio del agua. Si el cazador no cumple su promesa, perderá toda fortuna; ningún otro animal se dejará cazar por él.
El propósito del mejor de los maestros no habita en su mente sino en su corazón.
Sé que debo honrar las enseñanzas de Athos, especialmente una de ellas: hacer que el amor sea necesario. Pero aún no entiendo que ésta es también mi promesa a Bella. Y para honrarlos a ambos, debo cultivar una sed perpetua.
Es un día despejado de octubre. El viento esparce las hojas luminosas contra la opalescencia azul del aire. Pero no hay sonido. Bella y yo hemos entrado en un sueño, el color animado que nos rodea es intenso, cada hoja da pequeñas sacudidas como si estuviera a punto de quedarse dormida. Bella está feliz: todo el bosque de abedules se recoge en su expresión. Ahora oímos el río y nos desplazamos hacia él, los remolinos y espirales del Intermezzo n.° 2 de Brahms que descienden, descienden, andante non troppo, para ascender sólo en la ráfaga final. Me doy la vuelta y Bella no está; mi mirada ha hecho que se desvanezca. Me giro bruscamente. La llamo, pero el ruido de las hojas de pronto lo engulle todo, como una precipitación de cataratas. Seguro que se ha adelantado y ha ido al río. Corro hasta allí y cavo para encontrar pistas de ella en el barro de la orilla. Está oscuro; las flores del cornejo se convierten en su vestido blanco. Una sombra, su pelo negro. El río, su pelo negro. La luz de la luna, su vestido blanco.
Como en mi encuentro infantil con el árbol, me quedo mirando largo rato la bata de seda de Alex que cuelga de la puerta del dormitorio, como si fuera el fantasma de mi hermana. Año 1968, en nuestro pequeño dormitorio de Toronto, en el piso que compartía con Athos. En la penumbra, fluye y fluye el más líquido de los intermezzos de Brahms.
Todo está mal: el dormitorio con sus muebles blancos, la mujer dormida a mi lado, el pánico que siento. Porque cuando despierto sé que no es Bella quien ha desaparecido, sino yo. Bella, a quien no logro encontrar en ninguna parte, me está buscando. ¿Cómo va a poder encontrarme aquí, junto a esta mujer desconocida? ¿Hablando en este idioma, comiendo alimentos extraños, vestido con esta ropa?