Athos y yo organizábamos algunas fiestas propias. Éramos personas sin hogar, y congregábamos a otros sin hogar a nuestro alrededor.
Athos descubrió una panadería griega en el centro de la ciudad y se percató de que el panadero, Constantine, de Poros, estaba leyendo
Fausto
, de Goethe, en griego, mientras vendía barras de olikis y oktasporo. Constantine había sido profesor de literatura en Atenas. Pronto Constantine empezó a pasarse por casa, de forma irregular, dos o tres tardes al mes, siempre trayendo un pastel o baklava o una bolsa de bollos dulces. A Joseph, el hombre que vino un día a arreglarnos el horno y que pintaba retratos en sus ratos libres, le gustaba visitarnos los sábados por la tarde, después de su última cita laboral. Gregor, que había sido abogado en Bukovina antes de la guerra y que ahora vendía muebles, nos pedía a veces que le acompañáramos a un concierto. Gregor se había encaprichado de una violinista y siempre nos sentábamos en el lado del patio de butacas desde donde mejor la podíamos ver.
De nuestros visitantes aprendí los secretos de diversos oficios. Quitar manchas, reparar electrodomésticos, pintar retratos (los ojos deben seguirte a todas partes). Cómo cambiar un fusible o arreglar un grifo que gotea, cómo hacer un bizcocho de preparación rápida. Qué hacer en la primera cita (recogerla en su casa, estrechar la mano del padre, nunca traerla tarde a casa). Athos parecía contento de que estuviera aprendiendo cosas tan prácticas, pero seguía cuidando de mi alma.
Pero en general nos manteníamos bastante aislados. Teníamos poco contacto con la koinotita —la comunidad griega— aparte de la familia de restauradores de Constantine cuyas barras y comedores frecuentábamos, especialmente el Spotlight, el Majestic, el elegante Diana Sweets y Bassel’s, con sus taburetes de cuero rojo y negro y su luz tamizada. Athos trabajaba duramente, como si supiera que se le agotaba el tiempo. Estaba escribiendo un libro. En cuanto a mí, no hice verdaderos amigos hasta después de la universidad. Apenas cruzaba miradas con mis compañeros. Pero lo que sí hice, a través de los años, fue llegar a conocer la ciudad.
Donald Tupper, que daba clases sobre ciencia de la tierra en el departamento de geografía y era conocido por dormirse durante sus propias conferencias, solía organizar trabajos de campo para señalar rasgos geográficos. Athos y yo a menudo nos uníamos a él y a sus alumnos durante estas expediciones, hasta que Tupper metió el coche en una zanja mientras nos enseñaba un ejemplo de drumlin. Afortunadamente yo tenía mi propio guía y compañero, no sólo a través del tiempo geológico, sino también a través de la adolescencia y hacia la madurez.
Con pocas palabras (un conjuro en griego o en inglés) y el movimiento de una mano, Athos podía rebanar una montaña por la mitad, hacer un agujero en la acera, vaciar un bosque. Me enseñó Toronto diseccionado; abría los riscos como si fueran pan fresco, mostrando el abrupto pasado geológico. Athos se detenía en medio de calles abarrotadas y me señalaba fósiles en los alféizares de caliza del hotel Park Plaza o en los muros de una estación hidráulica. «¡Ah, la piedra caliza, que acumula treinta preciados centímetros cada veinticinco mil años!» Instantáneamente, un mar de sal subtropical inundaba las calles. Imaginaba jardines rebosando tesoros: fósiles crinoides, terebrátulas, trilobites.
Como pájaros que vuelan en picado, Athos y yo nos sumergíamos ciento cincuenta millones de años en el silencio oscuro y perecedero de los barrancos. Detrás de la valla publicitaria junto a la droguería Tamblyn, saltábamos al húmedo anfiteatro de un pantano mesozoico, donde frondas y helechos altos como casas se cimbreaban en una niebla densa de esporas. Debajo de un aparcamiento, detrás de un colegio; alejados de los ruidos, el humo y el tráfico, buceábamos en la luz verde de las habitaciones sumergidas de la ciudad. Después, como andartes, volvíamos a salir a la superficie tras haber recorrido media ciudad —desde debajo del puente cercano a Stan’s Variety o desde detrás del restaurante Honey Dew.
Athos me enseñó muestras de la piedra Zumbro, con su moteado característico, explicándome en qué se diferenciaba de la Tobermory o de la Kingston o de la piedra de Credit Valley. Me indicó el único ejemplo que hay en Toronto de la labradorita negra y lustrosa de Nain, que brilla azul al sol en la avenida Eglinton.
Una de nuestras primeras excursiones fue al lago Grenadier, para ver dónde había hecho Silas Wright sus primeros experimentos con el hielo. Luego fuimos a buscar la vieja casa de Silas Wright en Crescent Drive. Yo había oído la historia muchas veces. Fue Wright quien vio primero la tienda de Scott, enterrada de tal modo por una fatal tormenta de nieve que sólo sobresalían unos pocos centímetros de la punta.
Wright señaló con la punta de su esquí la distancia inmaculada y pronunció las famosas palabras: «Es la tienda». Me produjo una gran satisfacción estar ahí con Athos en la calle una mañana ventosa de noviembre y anunciar, en un inglés canadiense impecable: «Es la casa».
Era una tarde fría de primavera, nuestra primera primavera en Toronto. Empezó a llover. Una tormenta crepitante de abril, cuando el cielo se vuelve verde oscuro y el mundo adopta un brillo fluorescente y gangrenoso. Athos y yo nos refugiamos bajo el grueso entramado del puente de Governors Road. No estábamos solos. Un par de niños pequeños con tarros de agua turbia de lago y un quinceañero con su perro se nos juntaron buscando cobijo. Nadie habló mientras escuchábamos incómodos cómo se inundaban precipitadamente las cloacas, el rebosar de las alcantarillas de metal del puente, el gran crujido del trueno. Luego un chillido rompió el aire, luego otro, como el grito de un mamut de arrendajo, y vimos que los dos niños se soplaban las manos y sujetaban entre los pulgares briznas tirantes de hierba.
El chico mayor hizo lo mismo, las briznas primitivas produjeron un aullido que retumbaba bajo el puente. Entonces la lluvia se fue apaciguando lentamente, y uno por uno nuestros compañeros callaron y salieron a la niebla goteante como en trance. Nadie había dicho una palabra.
Athos y yo nos inventábamos historias y personajes durante nuestros paseos dominicales, para que yo practicase vocabulario. Inventamos un serial de suspense con dos detectives, Peter Musgo y Peter Pantano. En un episodio seguían a un malvado «que perpetraba basaltos» (mi juego de palabras más logrado); asaltaba museos y dejaba, como firma, un bloque de piedra basáltica en el espacio vacío. Athos creó una historia compleja sobre una banda de marineros británicos que saqueaban los almacenes de los muelles sólo para poder utilizar el título de «El Misterio del Loch and Quay»
[1]
.
Los juegos de palabras eran una especie de muestra base: penetraban el corazón del entendimiento, una verdadera prueba de dominio de la nueva lengua. Cada uno de mis horribles juegos de palabras representaba un logro considerable; los recitaba en la cena para recibir el elogio de Athos. (¿Qué dijo el biólogo cuando se le cayeron las diapositivas en el suelo del laboratorio? No me pises la mitosis
[2]
).
De los juegos de palabras pasé a intentar escribir poesía, esperando que en mis sonetos el secreto del inglés se me abriría bajo la presión del escrutinio. «Quizá un soneto,» sugirió Athos, «no sea muy distinto a las investigaciones lingüísticas de los cabalistas». Copiaba poemas famosos, dejando un espacio entre cada verso para escribir mi propia versión o mi respuesta. Escribía sobre plantas, piedras, pájaros. Escribía versos sin verbo. Escribía utilizando solamente jerga. Hasta que de pronto una palabra parecía convertirse en sí misma y me penetraba una rápida claridad; la diferencia entre un perro griego y un perro inglés, entre la nieve polaca y la nieve canadiense. Entre los pinos resinosos griegos y los pinos polacos. Entre mares, el antiguo embrujo mítico del Mediterráneo y el Atlántico afilado.
Y más tarde, cuando empecé a escribir los hechos de mi infancia en un idioma ajeno a aquel en el que los hechos ocurrieron, fue una revelación. El inglés podía protegerme; un alfabeto sin memoria.
Como si estuviese determinado por el rigor histórico, el barrio griego lindaba con el judío. Cuando descubrí por primera vez el mercado judío sentí una sacudida de dolor. De las bocas del vendedor de quesos y del panadero salía, despreocupadamente, la lengua apasionada de mi infancia. Consonantes y vocales: el miedo y el amor enredados.
Escuché, flaco y feo por el sentimiento. Miré cómo unos viejos metían los brazos numerados en barriles de salmuera, les cortaban la cabeza a los pescados. Qué irreal debía de parecerles estar rodeados de tanta comida.
Pollos metidos en cajas de madera miraban a su alrededor con cara de incomprensión y de desprecio, como si ellos fueran los únicos que entendieran el inglés y no pudieran por tanto descifrar el guirigay circundante.
La mirada retrospectiva de Athos me proporcionaba a mí una esperanza retrospectiva. La redención a través del cataclismo; lo que se había transformado ya una vez podía volver a transformarse. Leí acerca de los ríos secos de Toronto con los cursos desviados —ahora eran apenas arroyos de alcantarilla— que una vez fueron afluentes abundantes en los que se pescaba a la luz de las linternas. Arponeaban y extraían salmones de la vena rápida; hundían redes en las vivas corrientes de plata. Athos señalaba sobre los mapas los caminos reales de las edades de hielo que surcaban las provincias y barrían de nuevo hacia afuera, excavando y martillando la tierra. «¡Iban arrastrando vestidos congelados, dejando una estela rocosa de tierra de labranza glaciar!» Antes de que existiera la ciudad, exclamaba Athos —el hombre espectáculo, el pregonero—, había un bosque de coníferas y árboles de hoja caduca, pedestales antiguos y gigantescos en los que vivían castores tan grandes como los osos. Durante la cena, degustábamos la cocina local que a nosotros nos resultaba exótica, como la manteca de cacahuete, y nos leíamos en voz alta cosas sobre nuestra nueva ciudad. Leímos que se habían descubierto lanzas de piedra, hachas y cuchillos en la finca de un granjero de las afueras; Athos me explicó que los laurencianos eran contemporáneos de los habitantes de Biskupin. Nos enteramos de la existencia de un asentamiento indio debajo de un colegio. Simpatizábamos con la perplejidad y el mal humor de la señora Simcoe, la fina mujer pionera del teniente gobernador del siglo XVIII, trasplantada a la zona salvaje del norte de Canadá. Pronto llegó a representar, algo injustamente, un estado general de disgusto. Nos inspiraba chistes privados cada vez que nos encontrábamos perdidos, confundidos ante las señales mudas que son la esencia de cada cultura: «¿Qué hubiera pensado de esto la señora Simcoe?».
Los domingos por la tarde emergíamos del fondo del lago, cubiertos de limo prehistórico, y salíamos debajo de una valla publicitaria de la avenida St. Clair; los raíles de los tranvías lucían un brillo apagado al sol débil del invierno, o parecían suaves bajo las farolas, el cielo nocturno morado de frío o azul cianótico en verano, las formas de las casas oscureciéndose contra el bromuro disuelto del ocaso. Cubiertos de barro, llenos de erizos de dulcamara (polizones en las perneras y en las mangas), nos dirigíamos hacia casa para cenar caliente. Estas exploraciones semanales de los barrancos eran escapadas a paisajes ideales; lagos y bosques primitivos que nunca podrían sernos arrebatados.
En estos paseos yo podía sacudirme temporalmente mi extranjería porque, según veía Athos el mundo, cada ser humano era un recién llegado.
Tanto Athos como yo manteníamos correspondencia con Daphne y Kostas. Yo les enviaba poemas en inglés e informaba a Daphne de lo bien que me iba en el colegio y de lo bien que comíamos, transmitiéndole recetas de pastelería de Constantine. Las cartas de Kostas a Athos estaban repletas de política. Athos se sentaba a la mesa y sacudía la cabeza. «¿Cómo puede escribir noticias tan terribles con una letra tan bonita?» La caligrafía de Kostas era elegante y fluida como un arroyo trenzado.
Como me había advertido Kostas, Athos caía en depresiones, como si tropezase literalmente en los baches de un camino. Daba un traspié, se levantaba, seguía andando. Le perseguía la oscuridad. Hacía de su habitación una madriguera para trabajar en su libro,
Levantando falso testimonio
, que sabía, de algún modo, que nunca terminaría, una deuda que permanecería sin pagar a sus colegas de Biskupin. No salía para comer. Para tentarle, le compraba pasteles de Constantine. Cuando Constantine me veía a mí en lugar de a Athos, sabía que Athos se encontraba mal. «Es la enfermedad de su trabajo», decía. «El pan rancio le da al hombre dolor de tripa. Dile a Athos que dice Constantine que si sigue removiendo la historia debe acordarse de levantar la tapa despacio, para dejar salir el vapor del caldero».
A menudo iba a la cocina a las dos o las tres de la madrugada y me encontraba a Athos con la bata gruesa o, en verano, con la camiseta interior y calzoncillos anchos, echando una cabezadita con las gafas sobre la frente, con un bolígrafo cayéndosele de la mano. Y, volviendo a las costumbres de quien ha comido solo muchas veces, tenía un libro abierto sobre la mesa, con un plato vacío o un tenedor separando las páginas.
Athos se sentía atormentado por
Levantando falso testimonio
. Era su conciencia; su crónica de cómo los nazis violaron la arqueología para fabricar el pasado. En 1939 Biskupin ya era un yacimiento famoso, ya lo habían bautizado con el mote de la «Pompeya polaca». Pero Biskupin era la prueba de una cultura avanzada que no era alemana; Himmler ordenó que se eliminara. No resultaba suficiente con ser los dueños del futuro. La tarea del SS-Ahnenerbe de Himmler —la Oficina de la Herencia Ancestral— era conquistar la historia. La política de expansión territorial —lebenstraum— devoraba el tiempo además del espacio.
En una mañana de calor sofocante, Athos y yo salimos a dar nuestro paseo dominical, vestidos lo más frescos que podíamos, con un aspecto casi formal con nuestras camisas blancas de algodón. Nuestro destino era la punta Baby, donde hubo un campamento fortificado iraqués. Aunque habíamos salido pronto, el aire estaba ya pesado con el zumbido de los insectos.
—Esta semana me enteré de que un compañero mío de estudios en Viena estuvo en el Ahnenerbe.
Athos tenía la camisa pegada a la espalda, la cara rosada. Los árboles se movían mecidos por la pesada brisa, las hojas parecían pintura húmeda salpicando el cielo brumoso.