Apreciado monsieur:
Sólo le he visto dos veces, pero sé que puedo confiar en usted. Sean ciertos o no mis sueños, se han vuelto más precisos últimamente... Y, monsieur, de una cosa estoy segura, el "podenco de la muerte" no es un mito. El guardián del cristal reveló el secreto del sexto signo demasiado pronto, y el demonio entró en los corazones de las gentes. Con el poder de la muerte en sus manos, mataron sin causa justificada, ebrios de codicia y poder. Cuando vimos esto, los que éramos puros, comprendimos que no completaría el círculo para llegar al signo de la vida perdurable. Así, el nuevo guardián del cristal viose obligado a actuar. Lo viejo tenía que sucumbir y dar paso, después de interminables épocas, a un estado más perfecto de vida. Por eso lanzó el podenco de la muerte sobre el mar (teniendo cuidado de no cerrar el círculo), y el mar cobró la forma del podenco y se tragó la tierra.
Una vez recordé esto en los peldaños del altar de Bélgica.
El doctor Rose es de la hermandad. Conoce el primer signo y parte del segundo. En cuanto al sexto signo es ignorado de todos, excepto de unos pocos elegidos. Él puede arrancarme el secreto, pues aunque hasta ahora he resistido, me vuelvo débil.
Monsieur, no es bueno que un hombre consiga el poder ahora. Primero deben transcurrir muchos siglos antes de que el mundo esté preparado para la entrega del poder de la muerte a una sola mano. A usted, que ama el bien y la verdad, le imploro que me ayude... antes de que sea demasiado tarde.
Su hermana en Cristo,
MARIE ANGELIQUE.
Dejé caer el papel. La solidez de la tierra bajo mis pies me pareció menos consistente que de costumbre. Pero no tardé mucho en reanimarme. La sincera credulidad de aquella pobre mujer me había conmovido, poniendo al descubierto ante mis ojos la gran falta de ética profesional cometida por el doctor Rose. Y cuando pensaba muy en serio acudir en ayuda de la trastornada monja, advertí entre el resto del correo la presencia de una carta de mi hermana Kitty. Rasgué el sobre.
«Ha ocurrido algo terrible —leí—. ¿Recuerdas la pequeña casita del doctor Rose en la escollera? Fue barrida por un corrimiento de tierras la pasada noche. El doctor y aquella pobre monja, la hermana Marie Angelique, han muerto. El caos de la playa es alucinante. La gran masa de tierra y piedra caída tiene la forma de un enorme podenco...»
La carta cayó de mi mano.
Los otros sucesos quizá sean pura coincidencia. Un hombre apellidado Rose, que resultó ser un rico pariente del doctor, murió de repente la misma noche; según se dijo, a causa de un rayo. Sin embargo, en toda la comarca no hubo tormenta, pese a que un par de personas declararon haber oído un trueno. La descarga dejó en el cadáver una quemadura de «extraña forma». En su testamento, disponía que todos sus bienes pasasen a su sobrino, el doctor Rose.
Si el doctor Rose había logrado que la hermana Marie Angelique le revelase el secreto del sexto signo, no era de extrañar que hubiese matado a su tío —para mí carecía de escrúpulos—. El resto de la tragedia me hizo recordar lo escrito por la monja: «...teniendo cuidado de no cerrar el círculo...» Quizás el doctor Rose menospreció esta necesidad, o ignoraba cómo debía actuar. Así, la fuerza liberada, completaría el circuito...
Lo expuesto no deja de ser una solemne tontería. ¿Cómo dar crédito a ello? Que el doctor Rose creyese en las alucinaciones de la hermana Marie Angelique sólo prueba que también estaba ligeramente desequilibrado. Ahora bien, no es un sueño el continente sumergido en los mares donde los hombres vivieron y forjaron una civilización mucho más avanzada que la nuestra...
¿O tal vez la monja no vea lo pasado, cosa factible según opinan muchos, y la ciudad de los círculos está en lo futuro?
Tonterías... ¡naturalmente! Lo narrado sólo puede ser una alucinación.
MacFarlane había advertido que su amigo Dickie Carpenter sentía aversión hacia los gitanos. Y sólo llegó a conocer los motivos cuando se anuló el compromiso matrimonial de Dickie y Esther Lawes, que originó algunas confidencias entre los dos hombres.
MacFarlane tenía relaciones con la hermana de Esther, Rachel, desde hacía un año. Conoció a las dos jóvenes durante la infancia. Pero su carácter apocado hizo que tardase algún tiempo en admitir la creciente atracción que el rostro aniñado y la sinceridad de los ojos pardos de Rachel ejercían sobre él. No era una belleza como su hermana; aunque sí más sincera y dulce. El comportamiento de Dickie y la mayor de las hermanas dio vida a crecientes lazos de fraternidad entre los dos hombres.
Después de breves semanas las relaciones amorosas de Dickie y Esther se habían diluido en la nada del olvido. Hasta entonces la vida de su joven amigo había discurrido plácidamente. Su carrera de marino era acertada, pues su amor a las cosas del mar tenía profundas raíces en su ser. De hecho, en sus entrañas palpitaba el primitivo vikingo, cuya mente no es dada a sutilezas románticas. Pertenecía a esa clase de ingleses reñidos con toda manifestación emotiva, y tan torpes a la hora de transformar en palabras corrientes sus procesos mentales.
MacFarlane, un escocés de imaginación céltica, escuchaba y fumaba mientras Dickie se perdía en un mar de palabras. Intuyó la necesidad de un desahogo mental en su amigo, si bien no imaginó que siguiera derroteros tan originales, en los cuales Esther era una estrella apagada. En realidad, el relato se convirtió en una historia de terror infantil.
—Todo empezó en un sueño que tuve de niño —decía Dickie—. No fue una pesadilla; pero desde entonces la gitana estuvo siempre en mis sueños, incluso en esos sueños agradables de niño, con sus fiestas, galletas y cosas por el estilo. Aunque fuese feliz,
sabía
que de alzar los ojos, la vería allí, en pie, mirándome tristemente, como si ella supiese algo ignorado por mí. No sé por qué me alteraba tanto... pero era así. Al despertarme chillaba aterrorizado y mi niñera decía: «¡Vaya! ¡Dickie vuelve a tener uno de sus sueños de gitanos!»
—¿Te asustó antes la presencia de gitanos, verdad?
—¡Nunca! No los vi hasta mucho tiempo después. Por cierto que fue de un modo extraño. Buscaba a mi perro que había huido. Salí por la puerta del jardín y me interné en el bosque. Entonces vivíamos en New Forest. Llegué a una especie de claro con un puente de madera sobre un arroyo. Junto a él vi a una gitana en pie con un pañuelo rojo anudado a la cabeza, igual que en mis sueños.
»Me asusté. Sus ojos reflejaban aquella tristeza... Como si supiese algo ignorado por mí. De pronto me dijo muy suavemente, inclinando la cabeza: «Yo no pasaría por ahí de ser tú.» Me sentí preso de un pánico cerval y, como una exhalación, pasé por delante de ella hacia el puente. Quizás estuviese podrido. Lo cierto es que se rompió y caí a la fuerte corriente. Tuve que luchar como un desesperado para no ahogarme. Jamás lo he olvidado.
—Ella lo que hizo fue advertirte.
—Comprendo que lo interpretes así —hizo una pausa antes de seguir—. Estos sueños no tienen nada que ver con lo sucedido después, al menos eso creo, pero sí es el punto de partida. Así comprenderás ese estado mío que llamo «sensación de gitana».
»Bien, te contaré lo ocurrido aquella primera noche en casa de los Lawes. Acababa de regresar de la costa oeste, y sentíame feliz al pisar de nuevo las calles de Londres. Los Lawes eran viejos amigos. Llevaba sin ver a las niñas desde la edad de siete años. Arthur me escribía con frecuencia y, después de su muerte, fue Esther quien lo hizo, además de mandarme periódicos. Sus cartas eran muy alegres, y tenían la virtud de animarme en grado sumo. Muy pronto nació en mí un deseo incontenible de verla. No satisface por completo el conocer a una chica a través de sus cartas. Por eso lo primero que hice fue visitar a los Lawes. Esther se hallaba ausente, pero la esperaban aquella noche. A la hora de comer me senté junto a Rachel, y mientras observaba la larga mesa, me invadió una extraña sensación. Sentía sobre mí los ojos de alguien, y esto me puso nervioso. Entonces la vi.
—¿A quién?
—A la señora Haworth, lo que te digo.
MacFarlane estuvo a punto de decir: «Pensé que sería Esther». Pero guardó silencio. Dickie continuó:
—Algo en ella me era vagamente familiar. Permanecía sentada al lado del viejo Lawes, escuchando gravemente con la cabeza inclinada. Tenía alrededor de su cuello un pañuelo rojo, quizá no muy nuevo, si bien sus tersas puntas simulaban pequeñas lenguas de llama.
«Pregunté a Rachel: «¿Quién es aquella mujer morena que luce un pañuelo rojo?»
»—¿Te refieres a Alistair Haworth? Sí que lleva el pañuelo rojo, pero es rubia.
»Y lo era, ¿sabes? Su pelo tenía un maravilloso amarillo pálido que resplandecía. No obstante, hubiera jurado que era morena. Pensé que mis ojos me gastaban una broma. Después de comer, Rachel nos presentó y paseamos por el jardín. Hablamos sobre la reencarnación.
—¡Eso no va contigo, Dickie!
—Desde luego. Le dije que a veces entre dos personas se establece una corriente de sensibilidad que los hace sentirse unidos... como si fueran viejos conocidos. Ella me contestó:
»—¿ Se refiere al amor?
»—Percibí una leve ansiedad en su voz, que trajo a mi mente el roce de un recuerdo inconcreto. Momentos después nos llamaba el viejo Lawes desde la terraza. Esther había llegado y quería verme. La señora Haworth puso la mano en mi brazo:
»—¿Regresa usted a la casa? —me preguntó.
»—Sí —repuse—. Debo hacerlo.
Dickie guardó silencio y MacFarlane apremió:
—¿Qué sucedió?
—Parece una pesadilla. La señora Haworth me dijo: «Yo no iría de ser usted.»
Dickie volvió a enmudecer, como si se concentrase en sus pensamientos; al fin continuó:
—Me asustó. Me asustó terriblemente... porque lo dijo como si supiera algo que yo ignorase. No se trataba de una mujer hermosa empeñada en retenerme en el jardín. Pese al tono amable de su voz, capté su angustia, síntoma inequívoco de su temor a lo que iba a pasar.
»Sé que reaccioné groseramente, pues di media vuelta y casi corrí a la casa, que me pareció un puerto seguro. Entonces comprendí cuánto temor le tuve desde el principio. La visión del viejo Lawes me resultó un gran alivio. Esther se hallaba detrás de él...
Dickie vaciló un momento y luego añadió casi en un susurro:
—Tan pronto la vi me supe perdido.
La mente de MacFarlane voló a Esther Lawes. En cierta ocasión oyó decir de ella que «era seis pies y una pulgada de perfección judía». Una expresiva definición, se dijo, mientras recordaba su altura, la frágil blancura de mármol de su rostro, su delicada nariz y el negro esplendor de su pelo y ojos. No le sorprendió que la infantil simplicidad de Dickie capitulase. Sin embargo, Esther jamás hubiera acelerado los latidos de él, MacFarlane, si bien admitía el poder sugestivo de su extraordinaria belleza.
—Después —continuó Dickie—, nos comprometimos.
—¿En seguida?
—Bueno, al cabo de una semana. Pero quince días más tarde ella averiguó que yo no le importaba mucho —Dickie se rió amargamente—. La última noche, antes de volver a mi barco, regresaba del pueblo a través del bosque cuando la vi... me refiero a la señora Haworth. Lucía una roja boina de punto, y esto casi me hizo saltar. Luego caminamos juntos un rato. Nada de cuanto dijimos afectaba a Esther, pero...
—¿Seguro?
MacFarlane, inquisitivo, observó a su amigo. Resulta curioso oír a la gente su versión sobre las cosas en que han sido actores sin proponérselo.
—Seguro —repuso Dickie, y luego añadió—: La señora Haworth me retuvo un momento cuando me disponía a irme y me dijo: «Se va demasiado pronto a casa». Y tuve la seguridad de que algo desagradable me aguardaba. En cuanto llegué, Esther salió a mi encuentro y me dijo que no estaba enamorada de mí.
MacFarlane le miró apenado.
—¿Y la señora Haworth? —preguntó.
—No he vuelto a verla hasta esta noche.
—¿Esta noche?
—Sí. En la clínica del doctor Johnny. Me examinaban la pierna herida en la guerra. Hace algún tiempo que me produce molestias. El doctor me aconsejó una operación... sin importancia. Abandonaba la clínica cuando me crucé con una enfermera que vestía una blusa roja sobre su uniforme. Ésta me dijo:« Yo no me sometería a esa operación si fuese usted...» Entonces advertí que era la señora Haworth. Pasó tan rápidamente que no supe detenerla. No obstante, pregunté a otra enfermera, y ésta me aseguró que ninguna de ellas respondía a ese nombre.
—¿Estás seguro de que era la señora Haworth?
—Desde luego. Es muy guapa e inconfundible —cambió de tema—. Pienso operarme, aunque... si mi número está arriba...
—¡Bobadas!
—Claro que es una bobada. Sin embargo, me satisface haberte hablado de la gitana. Pero hay algo relacionado con ella, algo... ¡Si pudiera recordarlo!
MacFarlane ascendió por la empinada carretera hasta llegar a la verja abierta de una casa en la cima de la colina. Apretó sus mandíbulas y tiró de la campanilla.
—¿Está en casa la señora Haworth?
—Sí, señor. La avisaré.
La sirvienta lo dejó en una habitación rectangular con ventanas a la agreste tierra pantanosa. MacFarlane frunció el ceño al pensar en la causa que lo había traído allí. De pronto le sobresaltó una voz que entonaba:
La joven gitana vive en el páramo...
Al interrumpirse la tonada, su corazón latió más aprisa. Luego se abrió la puerta.
Una aturdente rubicundez escandinava entró en la habitación, casi produciéndole un colapso. Pese a la descripción de Dickie, la había supuesto morena. Entonces recordó las palabras de su amigo, y su tono peculiar al decirlas: «Comprende, es muy bella... Una belleza de rara perfección.» Y una belleza de rara perfección era Alistair Haworth.
MacFarlane se puso en pie y avanzó hasta ella.
—Temo que no me conozca por mi nombre, Adam. Los Lawes me dieron las señas. Soy amigo de Dickie Carpenter.
Alistair lo miró atentamente. Luego dijo:
—Me disponía a dar un paseo por el páramo. ¿Quiere acompañarme?
Ella abrió de par en par una de las ventanas y salió al exterior. Él hizo otro tanto, y entonces vio a un hombre de aspecto bobalicón que fumaba sentado en un sillón de mimbre.
—Es mi marido —dijo a MacFarlane, y volviéndose—: Vamos al páramo, Maurice. El señor MacFarlane comerá con nosotros —y de nuevo al joven—: ¿Nos acompañará?