—Arthur —dijo Settle—. La señorita Patterson es amiga mía y ha venido a verle.
La respuesta fue un nuevo parpadeo. No obstante, segundos después nos miraba otra vez con la misma furtiva insistencia.
—¿Quiere su té? —preguntó Settle, con voz alta y ansiosa, como si hablase a un niño.
Entonces puso en la mesa una taza llena de leche. Yo le miré sorprendido y él me sonrió.
—La única cosa que acepta es la leche.
Sin prisas, sir Arthur descompuso su posición acurrucada, y caminó lentamente hacia la mesa. Advertí que sus movimientos eran silenciosos: sus pies no hacían ruido alguno al pisar. Cuando llegó a la mesa se desperezó extendiendo cuanto pudo una pierna hacia delante y la otra hacia atrás. Luego bostezó. Jamás he contemplado un bostezo semejante. Su cara pareció convertirse toda ella en boca abierta.
Luego observó la leche, y se inclinó hasta que sus labios tocaron el líquido.
Settle contestó a mi mudo interrogante:
—No utiliza las manos en absoluto. Es como si hubiera vuelto al estado primitivo. Raro, ¿verdad?
Phyllis Patterson se estremecía a mi lado, y yo coloqué mi mano en su brazo para animarla.
Cuando se hubo acabado la leche, Arthur Carmichael volvió a desperezarse y, luego, con los mismos silenciosos pasos, regresó a su asiento de la ventana, donde se acomodó tan encogido como antes, mientras parpadeaba al mirarnos.
La señorita Patterson temblaba cuando salimos al pasillo.
—Doctor Carstairs —casi sollozó—. No es él... esa cosa. ¡Dentro de ella no está Arthur!
Denegué con la cabeza.
—El cerebro puede jugar malas pasadas, señorita Patterson.
Confieso que me sentí intrigado con el caso. Presentaba aspectos poco corrientes. Si bien era la primera vez que veía al joven Carmichael, algo en su peculiar modo de andar y en cómo parpadeaba, me recordó a alguien o a alguna cosa que no supe identificar.
Aquella noche la cena transcurrió en silencio, salvo los intentos de conversación hechos por lady Carmichael y yo. Cuando las señoras se hubieron retirado, Settle me preguntó qué pensaba de mi anfitriona.
—Ignoro por qué causa o razón me disgusta intensamente —dije—. Usted está en lo cierto, tiene sangre oriental y yo diría que domina algunos poderes ocultos. Es una mujer de extraordinaria fuerza magnética.
Settle pareció a punto de decir algo, pero se contuvo, y, al cabo, me informó:
—Está absolutamente dedicada a su hijito.
Nos trasladamos al salón verde, donde tomamos el café y mientras conversábamos sobre los tópicos del día, el gato empezó a maullar lastimeramente al otro lado de la puerta, como si quisiera entrar. Nadie hizo caso, salvo yo que inducido por mi afición a los animales, me levanté.
—¿Puedo hacer que entre? —pregunté a lady Carmichael.
Su rostro había palidecido. El vago movimiento de su cabeza fue interpretado por mí como asentimiento, y, encaminándome a la puerta, la abrí. El pasillo estaba desierto.
—¡Qué raro! —exclamé—. Hubiera jurado que oí un gato.
Cuando regresé a mi silla todos me observaron intensamente. Esto me hizo sentirme sumamente incómodo.
Al despedirnos, Settle me acompañó hasta mi dormitorio.
—¿Tiene cuanto precisa? —me preguntó, mirando a su alrededor.
—Sí, gracias.
Aún se entretuvo como si hubiese algo que deseara decirme; si bien era manifiesta su falta de decisión.
—Me habló usted de algo pavoroso que había en la casa —le recordé—. No obstante, me parece normal.
—¿La considera usted una casa alegre?
—Ciertamente no, aunque sólo se debe a las circunstancias. Es obvio que está sumida en la sombra de un gran dolor. Sin embargo, en cuanto a influencias anormales, le concedería certificado de salud.
—Buenas noches —se despidió Settle—. Le deseo agradables sueños.
Y soñé. El gato gris de la señorita Patterson parecía impreso en mi cerebro. Toda la noche el madito animal estuvo como único dueño y señor en mis sueños.
Me desperté sobresaltado y entonces comprendí porqué el gato se hallaba incrustado en mis pensamientos. Maullaba persistente al otro lado de la puerta. Así me era imposible conciliar el sueño. Encendí una vela y me encaminé a la puerta. El pasillo estaba desierto, pero los maullidos seguían oyéndose. Supuse que el desgraciado animal se hallaba encerrado en alguna parte, incapaz de salir. Hacia la izquierda se veía el final del pasillo, con la puerta del dormitorio de lady Carmichael. Me dirigí a la derecha y apenas había recorrido unos pasos, cuando los maullidos se produjeron detrás de mí. Me giré bruscamente y entonces volví a oírlos detrás de mí, a la derecha.
Algo, quizás una corriente de aire, me hizo estremecer y regresé a mi alcoba. Pero entonces el silencio se enseñoreó de la noche y pude dormirme. Desperté en un esplendoroso día de verano.
Mientras me vestía vi desde la ventana al causante de mi desazón nocturna. El gato gris se deslizaba lenta y cautelosamente por el prado. Imaginé que su objeto de ataque sería una bandada de pájaros no lejos de él.
Entonces sucedió algo muy curioso. El gato pasó por entre los pájaros casi tocándolos. Éstos no volaron. ¡Incomprensible!
Tanto me impresionó el suceso que a la hora del desayuno lo comenté.
—Lady Carmichael —dije—. Su gato es un ejemplar único.
El rápido tintineo de una taza sobre un platito me obligó a mirar a Phyllis Patterson, cuyos labios entreabiertos denotaban ansiedad.
Siguió un momento de silencio, hasta que lady Carmichael me contestó casi desagradablemente:
—Temo que sufre un error. No hay ninguno aquí. Nunca tuve un gato.
Comprendí mi inoportunidad y cambié de tema.
Sin embargo, aquel asunto me tenía intrigado. ¿Por qué lady Carmichael afirmaba que nunca había tenido un gato en la casa? ¿Era entonces de la señorita Patterson y su presencia se mantenía oculta a la dueña? Quizá lady Carmichael profesase una de esas antipatía a los gatos, tan frecuentes hoy. Pero semejante explicación no era convincente. Ahora bien, no disponía de otra y tuve que contentarme de momento con ella.
El enfermo se hallaba en el mismo estado. Le hice un examen a fondo y pude observarlo mejor que la noche anterior. Sugerí que estuviera el mayor tiempo posible con la familia. Con ello esperaba tener mejor oportunidad de estudiarlo en sus momentos de abandono, y quizá la rutina de todos los días despertase algún destello de su inteligencia. Sin embargo, sus modales no sufrieron alteración. Mostrábase pacífico, dócil, ausente, si bien ejercía una intensa y astuta vigilancia. Una cosa me sorprendió sobremanera: su afecto a lady Carmichael. Ignoraba por completo a la señorita Patterson, y siempre se las arreglaba para sentarse lo más cerca posible de su madrastra. Una vez le vi frotar la cabeza contra el hombro de ella en muda expresión de amor.
Me preocupó. Tenía que haber una explicación para todo aquello.
—Es un caso muy extraño —dije a Settle.
—Sí —contestó—. Es muy... sugestivo.
Me miró furtivamente y, luego, preguntó:
— Dígame, ¿no le recuerda nada?
Sus palabras me produjeron una sensación desagradable, al mismo tiempo que renacía mi impresión del día anterior.
—Recordarme, ¿qué?
Movió la cabeza, desalentado.
—Quizás es pura imaginación mía —murmuró—. Sí, debe de ser eso.
Y no quiso hablar más del asunto.
Ya tenía un misterio alrededor del caso. Me hallaba obsesionado, a la vez que un sentimiento de frustración hacía mella en mí ante la imposibilidad de aclararlo. Otro caso de menor importancia lo constituía el gato gris. Por alguna razón desconocida me alteraba los nervios. Soñaba con gatos, o los imaginaba, o los oía. También solía ver a distancia el hermoso ejemplar. Y la seguridad de que había algún misterio relacionado con él me ponía frenético. Guiado de un instintivo impulso, pregunté al criado:
—¿Sabe usted algo de un gato que yo veo?
—¿Un gato, señor?
Su evidente sorpresa me desconcertó.
—¿No hubo... no hay... un gato?
—Milady tuvo un gato, señor. Era su favorito. Pero fue sacrificado. Una gran lástima, pues era un bello ejemplar.
—¿Un gato gris? —pregunté.
—Sí, señor. Un gato persa.
—¿Y dice usted que fue sacrificado?
—Sí, señor.
—¿Seguro que lo mataron?
—¡Oh, totalmente seguro, señor! Milady no lo quiso mandar al veterinario... lo mató ella misma hace cosa de una semana. Está enterrado debajo del abedul, señor.
El criado salió de la estancia, dejándome sumido en meditaciones.
¿Por qué afirmó tan rotundamente lady Carmichael que jamás había tenido un gato?
Intuí que en tan banal asunto había algo muy significativo. Busqué a Settle y me lo llevé aparte.
—Settle, quiero hacerle una pregunta. ¿Ha visto u oído un gato en esta casa?
No demostró sorpresa ante la pregunta. Más bien parecía aguardarla.
—Lo he oído, pero no lo he visto.
—Sin embargo, el primer día estaba en el prado, con la señorita Patterson.
Me miró fijamente.
—Vi a la señorita caminando por el césped. Nada más.
Empecé a comprender.
—Entonces el gato...
Asintió.
—Quería probar si usted, libre de perjuicios, lo oía como nosotros.
—Así, ¿lo oyen todos?
Asintió de nuevo.
—Es raro —murmuró ,pensativo—. Jamás supe de un gato que encantase un lugar.
Le conté lo que había sabido por el lacayo y él se sorprendió.
—Pero, ¿qué significa? —pregunté desorientado.
Sacudió la cabeza.
—¿Quién lo sabe? Carstairs, la verdad es que tengo miedo. El grito de ese animal suena amenazador.
—¿Amenazador? —pregunté—. ¿Para quién?
Extendió sus manos.
—Lo ignoro.
Después de la cena comprendí el significado de sus palabras. Nos hallábamos sentados en el salón verde, como en la noche de mi llegada, cuando se oyó de nuevo el insistente maullido al otro lado de la puerta. Pero esta vez, inconfundiblemente, había enfado en su tono. Maulló fiero y amenazador. Luego, al cesar, el pomo exterior de la puerta fue tocado violentamente, por lo que me pareció, inconfundible, la zarpa de un gato.
Settle, alarmado, gritó:
—¡Juraría que es real!
Se precipitó a la puerta y la abrió de par en par.
Allí no había nada.
Regresó secándose la frente. Phyllis estaba pálida y temblorosa y lady Carmichael intensamente pálida. Sólo Arthur, acuclillado y satisfecho como un chiquillo, mantenía la cabeza sobre las rodillas de su madrastra, tranquilo.
La señorita Patterson colocó su mano sobre mi brazo y nos fuimos arriba.
—¡Doctor! —exclamó—. ¿Qué es ello? ¿Qué significa?
—No podemos saberlo aún, mi querida señorita. No obstante, quiero averiguarlo. No tema, estoy convencido de que no existe peligro alguno para usted.
Ella me miró dubitativa.
—¿Está seguro?
—Sí —repuse con firmeza.
Y esta seguridad me la dio el recuerdo del modo amoroso con que el gato se había frotado en sus pies. Sin duda, la amenaza no era para ella.
Después de interminables intentos, logré conciliar un intranquilo sueño del que me desperté sobresaltado. Oí un ruido como si algo fuera violentamente rasgado o roto. Salté del lecho y me precipité al pasillo. Settle apareció en la puerta de su habitación. El sonido procedía de nuestra izquierda.
—¿Lo oye, Carstairs? ¿Lo oye?
Corrimos a la puerta de lady Carmichael. Nada se cruzó con nosotros y, sin embargo, el ruido había cesado. Nuestras velas se reflejaron blanquecinas en los brillantes paneles de la puerta de lady Carmichael. Nos miramos.
—¿Sabe lo que era? —me susurró.
Asentí.
—Las zarpas de un gato que rompía o arañaba algo —me estremecí a su solo recuerdo.
Con repentina exclamación, bajé la candela que aguantaba.
—¡Mire aquí, Settle!
Una silla junto a la pared mostraba su asiento rasgado y roto a largas tiras.
La examinamos detenidamente. Settle me miró preocupado.
—¡Zarpas de gato! —exclamó con el aliento contenido—. Son inconfundibles —sus ojos se trasladaron de la silla a la puerta cerrada—. Ahí está la persona amenazada. ¡lady Carmichael!
Ya no pude conciliar el sueño. Las cosas se hallaban en un estado que exigía acción inmediata. En cuanto me era dable intuir, sólo una persona tenía la clave de la situación. Sospeché que lady Carmichael sabía mucho más de cuanto había dicho.
Observé su mortal palidez a la mañana siguiente, mientras jugueteaba con la comida en su plato. Después del desayuno le rogué un aparte. No me anduve por las ramas.
—Lady Carmichael, tengo motivos para creer que se halla en grave peligro
—¿De veras? —contestó con maravillosa indiferencia.
—Aquí existe una «cosa», una «presencia»... evidentemente hostil a usted.
—¡Qué tontería! —murmuró—. No creo en esa clase de idioteces.
—La silla junto a su puerta fue rasgada en tiras anoche.
—¿Y bien?
Levanté las cejas con fingida sorpresa, pues comprendí que no le había dicho nada que ignorase.
Ella continuó:
—Alguna broma estúpida, imagino.
—No fue una broma —repliqué—. Será mejor que me diga por su propio bien... —me detuve.
—¿Que le diga qué? —inquirió.
—Todo cuanto pueda echar luz sobre este asunto —repuse gravemente.
Se rió antes de decirme:
—No sé nada. Absolutamente nada.
Ninguna de mis advertencias logró inducirla a que me revelase algo. No obstante, seguí convencido de que sabía mucho más que cualquiera de nosotros, y que poseía la clave del asunto, cosa que los demás ignorábamos.
Pese a su tozudez adopté cuantas precauciones pude, convencido de que ella se encontraba en un grave e inminente peligro. Antes de que lady Carmichael se retirarse a su dormitorio aquella noche, Settle y yo lo registramos minuciosamente. Después decidimos hacer guardia en el pasillo.
Me tocó el primer turno, que pasó sin incidente alguno. A las tres, Settle me relevó. Me sentía cansado tras de una noche en vela y me dormí en seguida. Tuve un sueño muy curioso.
Soñé que un gato gris se hallaba sentado a los pies de mi cama y que sus ojos permanecían fijos en los míos, en triste súplica. Luego, con la facilidad de los sueños, supe su deseo de que lo siguiera. Y así lo hice. Me condujo por una gran escalera al otro lado de la casa y pronto nos hallábamos en lo que, evidentemente, era la biblioteca. Se detuvo y levantó sus patas delanteras hasta descansarlas en el primer estante de libros. Luego repitió aquella mirada de súplica.