Cuando, al regreso, mi tía nos mandaba preguntar si la señora de Goupil había llegado tarde a misa, no podíamos informarle. En cambio, le dábamos una preocupación más diciéndole que había en la iglesia un pintor copiando la vidriera de Gilberto el Malo. Francisca, enviada inmediatamente por su ama a la tienda de ultramarinos, volvía con las manos vacías, por culpa de que no estuviera allí Teodoro, el cual, gracias a su doble profesión de cantor de la iglesia, encargado en parte de su limpieza, y de dependiente de ultramarinos, tenía conocidos en todas partes y un saber enciclopédico.
—¡Ay! —suspiraba mi tía—, ¡ojalá fuera ya la hora de que venga Eulalia! Ella es la única que podrá informarme.
Eulalia era una muchacha coja y sorda, muy activa, que se había «retirado», a la muerte de la señora de la Bretonnerie, en cuya casa estaba colocada desde niña, y que alquiló una habitación junto a la iglesia; y se pasaba el día bajando y subiendo de su casa al templo, ya a las horas de los oficios, ya fuera de ellas, para rezar un poquito o para echar una mano a Teodoro; lo restante del tiempo lo consagraba a visitar enfermos, como mi tía Leoncia, a los que contaba todo lo que había pasado en misa o en las vísperas. No despreciaba la ocasión de añadir algún pequeño ingreso a la parva renta que le pasaba la familia de sus antiguos señores, yendo de cuando en cuando a cuidar de la lencería del señor cura o de otra personalidad notable del mundo clerical de Combray. Llevaba un manto de paño negro y una papalina blanca, casi de monja: una enfermedad de la piel dio a una parte de sus mejillas y a su nariz corva los tonos de color rosa vivo de la balsamina. Sus visitas eran la gran distracción de mi tía Leoncia, y las únicas que recibía, aparte de las del señor cura. Mi tía había ido deshaciéndose poco a poco de los demás visitantes, porque a sus ojos incurrían todos en el defecto de pertenecer a una de las dos categorías de personas que detestaba. Unas, las peores y aquellas de quienes antes se deshizo, eran las que le aconsejaban que no «se hiciera caso», y profesaban, aunque fuera negativamente y sin manifestarlo más que con ciertos silencios de desaprobación o sonrisa incrédulas, la subversiva doctrina de que un paseíto por el sol y un buen bistec echando sangre (¡a ella que conservaba catorce horas en el estómago dos malos tragos de agua de Vichy!) le probarían más que la cama y los medicamentos. Formaban la otra categoría personas que, al parecer, la creían más enferma de lo que estaba, o tan enferma como ella, aseguraba estar. Así que aquellas personas a quienes se permitió subir, después de grandes vacilaciones y gracias a las oficiosas instancias de Francisca, y que en el curso de su visita mostraron cuán indignos eran del favor que se les había hecho, arriesgando tímidamente un: «¿No le parece a usted que si anduviera un poco, cuando el tiempo sea bueno…?», o que, por el contrario, al decirles ella: «Estoy muy mal, muy mal, esto se acaba», le contestaron: «Sí, cuando no se tiene salud. Pero aun puede usted tirar así mucho tiempo», estaban seguros, tanto unos como otros, de no ser recibidos nunca más. Y si Francisca se reía de la cara de susto que ponía mi tía al ver venir, desde su cama, por la calle del Espíritu Santo, a una de aquellas personas, o al oír un campanillazo, se reía todavía más, como de una buena jugarreta, de las argucias siempre triunfantes de mi tía para que se volvieran sin entrar y de la cara desconcertada del visitante que se marchaba sin verla, y en el fondo admiraba a su ama, considerándola superior a todas aquellas personas, puesto que no las quería recibir. De modo que mi tía exigía al mismo tiempo que le aprobaran su régimen, que la compadecieran por sus padecimientos y que la tranquilizaran respecto a su porvenir.
Y en esto Eulalia rayaba muy alto. Ya podía mi tía decirle veinte veces por minuto: «Esto se acaba, Eulalia»; otras tantas veces respondía Eulalia: «Conociendo su enfermedad como la conoce usted, llegará usted a los cien años; eso mismo me decía ayer la señora de Sazerin». (Una de las más arraigadas creencias de Eulalia, y en la que no pudo hacer mella el imponente número de mentís que le dio la experiencia, era que la señora de Sazerat se llamaba la señora de Sazerin.)
—No pido tanto como llegar a los cien —contestaba mi tía, que prefería no ver sus días contados con un límite concreto.
Y como, además de eso, Eulalia sabía distraer a mi tía sin cansarla, sus visitas, que ocurrían regularmente todos los domingos, salvo impedimento inopinado, constituían para mi tía un placer cuya perspectiva la mantenía esos días en un estado agradable al principio, pero que acababa por ser doloroso, como la mucha hambre, a poco que Eulalia se retrasara. Cuando se prolongaba excesivamente aquella voluptuosidad de esperar a Eulalia se tornaba suplicio, y mi tía no hacía más que mirar el reloj, bostezar y sentirse mareada. Y cuando el campanillazo de Eulalia sonaba al final del día, cuando no se la esperaba ya, mi tía casi se ponía mala. En realidad, los domingos no pensaba más que en la visita, y en cuanto se acababa el almuerzo, Francisca sentía impaciencia porque nos marcháramos del comedor, para poder subir a «entretener» a mi tía. Pero (sobre todo desde que el buen tiempo se afirmaba en Combray) ya hacía rato que la altiva hora del mediodía caía de la torre de San Hilarlo después de blasonarlo con los doce florones momentáneos de su corona, sonara alrededor de nuestra mesa, junto al pan bendito, venido también él familiarmente de la iglesia, y aun seguíamos sentados ante los platos historiados de las
Mil y una noches
, fatigados por el calor y sobre todo por la comida. Porque al fondo permanente de huevos, de chuletas, patatas, confituras y bizcochos, que ya ni siquiera nos anunciaba, añadía Francisca, con arreglo a las labores de los campos y de los huertos, el fruto de la pesca, los azares del comercio, las finezas de los vecinos y su propio genio, de tal manera que la lista de nuestras comidas reflejaba en cierto modo, como esas cuadrifolias esculpidas en el siglo XIII, en el pórtico de las catedrales, el ritmo de las estaciones y los episodios de la vida: un mero, porque la vendedora le había garantizado que estaba fresco; una pava, porque la había visto muy hermosa en el mercado de Roussainville-le-Pin; tuétano de cardos, porque todavía no nos los había hecho así; una pierna de carnero asada, porque el salir da ganas, y porque tenía tiempo de bajar hasta los talones de aquí hasta la hora de la cena; espinacas, para variar; albaricoques, porque eran de los primeros; grosellas, porque dentro de quince días ya no habría; frambuesas, porque las había traído expresamente el señor Swann; cerezas, porque eran el primer fruto que daba el cerezo del jardín, después de pasarse dos años sin producir; queso a la crema, porque me gustaba mucho antes; pastel de almendra, porque se había encargado la víspera, y el brioche, porque nos tocaba a nosotros traerlo. Acabado todo esto, se nos brindaba, hecha especialmente para nosotros, pero dedicada particularmente a mi padre, que le tenía mucha afición, una crema de chocolate, inspiración y atención personal de Francisca, leve y fugitiva como una obra de circunstancia en la que hubiera puesto todo su talento. El que no hubiera querido probarla, alegando que ya había terminado y que no tenía más ganas, se hubiera humillado por este sencillo hecho al rango de uno de esos groseros que hasta cuando un artista les regala una obra suya se fijan en el peso y en la materia, cuando lo que vale en ella es la intención y la firma. Y dejarse una gota en el plato hubiera significado una descortesía semejante a la de levantarse, estando delante el compositor, antes de que se acabe el trozo que están ejecutando.
Por fin, mi madre decía: «Vamos, no te estés más aquí, sube a tu cuarto, si es que afuera tienes mucho calor; pero antes sal a tomar el aire un poco para no leer en seguida de comer». Iba a sentarme junto a la bomba del agua y el pilón, exornado éste muchas veces, como un fondo gótico, por una salamandra, que esculpía sobre la ruda piedra el móvil relieve de su cuerpo alegórico y ahusado, en un banco sin respaldo, sombreado por un Tilo, en aquel rinconcito del jardín que daba, por una puerta de servicio, a la calle del Espíritu Santo, y en cuyo mal cuidado terreno se elevaba, en altura de dos escalones y formando saliente con la casa, como una construcción independiente, la despensa; veía yo su pavimento rojo y brillante como el pórfiro. Más que la guarida de Francisca, parecía un templecillo de Venus. Rebosaba con las ofrendas del lechero, del frutero, de la verdulera, que venían muchas veces de lejanas aldeas a dedicarle las primicias de sus agros. Y su tejado coronábalo siempre un arrullo de paloma.
Otras veces no me paraba en el bosquecillo consagrado que la rodeaba, y antes de subirme a leer, entraba en el cuarto de descanso que mi tío Adolfo, hermano de mi abuelo, militar que se retiró con el grado de comandante, tenía en la planta baja, y que, aunque las ventanas abiertas dejaran pasar el calor, ya que no los rayos solares, que no alcanzaban hasta allí, exhalaba sin cesar ese olor fresco y oscuro, a la vez forestal y
antiguo régimen
, que inspira largos años al olfato, cuando nos asalta al penetrar en un abandonado pabellón de caza. Pero hacía muchos años que ya no entraba en el cuarto de mi tío Adolfo, porque él ya no venía a Combray, con motivo de un disgusto que tuvo con mi familia, por culpa mía y en las circunstancias que siguen:
En París me mandaban, una o dos veces por mes, a hacer una visita a mi tío Adolfo, cuando estaba acabando de almorzar, vestido con la guerrera sencilla y servido a la mesa por un criado en traje de faena, a rayas moradas y blancas. Se quejaba, gruñendo, de que no había ido a verlo hacía mucho tiempo y de que lo abandonaba; me daba un poco de mazapán o una naranja; cruzábamos un salón, donde nunca nos parábamos, siempre sin lumbre, con paredes adornadas por molduras doradas, techos pintados de azul, queriendo imitar el cielo, y muebles acolchados de satén, como en casa de mis abuelos, pero aquí amarillos, y entrábamos en lo que él llamaba su «despacho», donde había unos grabados que representaban, sobre un fondo negro, una diosa rosada y carnosa guiando un carro, y subida en un globo o con una estrella en la frente, de esas que gustaban en el segundo Imperio, porque parecían tener algo de pompeyano, que luego cayeron en aborrecimiento y que hoy empiezan a gustar otra vez, por la única razón, aunque se aleguen otras, de que tienen carácter Segundo Imperio. Y estaba con mi tío hasta que su ayuda de cámara venía a preguntarle, de parte del cochero, a qué hora tenía que enganchar. Mi tío sumíase entonces en una meditación que jamás se hubiera atrevido a interrumpir con un solo movimiento su maravillado ayuda de cámara, que esperaba, siempre con curiosidad, el resultado invariablemente idéntico. Por fin, después de una suprema vacilación, mi tío pronunciaba infaliblemente estas palabras: «A las dos y cuarto»; palabras que el criado repetía con sorpresa pero sin discutirlas: «A las dos y cuarto? Muy bien… voy a decírselo».
Por aquel entonces poseíame la afición al teatro, afición platónica, porque mis padres nunca me habían dejado ir, y se me representaban de un modo tan inexacto los placeres que procuraba, que casi llegué a creer que cada espectador miraba, lo mismo que en un estereoscopio, una decoración que era para él solo aunque igual a las otras mil que se ofrecían, una a cada cual, al resto de los espectadores.
Todas las mañanas corría a la columna anunciadora Moriss a ver las funciones que anunciaba. Nada más desinteresado y sonriente que los ensueños que ofrecía a mi imaginación cada una de las obras anunciadas y que estaban condicionados a la par, por las imágenes inseparables de las palabras que componían sus títulos, y además por el color de los carteles, aún húmedos y con las arrugas recién hechas al pegarlos, en que esas letras se destacaban. A no ser una de aquellas obras tan extrañas, como el
Testamento de César Girodot y Edipo, rey
, que figuraban, no en el cartel verde de la Ópera Cómica, sino en el cartel dorado de la Comedia Francesa, nada me parecía tan distinto del airón blanco y resplandeciente de
Los Diamantes de la Corona
, como satén liso y misterioso de
El Dominó Negro
, y como mis padres me habían dicho que cuando fuera al teatro por vez primera, tendría que escoger entre esas dos obras, intentando profundizar sucesivamente en el título de cada cual; puesto que era lo único que de ellas conocía, para tratar de aprender el placer que cada una podría darme y compararlo con el que la otra encerraba, llegué a representarme con tanta fuerza, una obra deslumbrante y altiva, por un lado, y por el otro una obra suave y aterciopelada que me sentía incapaz de decidir cuál se llevaría mi preferencia, como si para el postre me hubieran dado a elegir entre arroz a la emperatriz y crema de chocolate.
Todas mis conversaciones con mis compañeros versaban sobre aquellos actores cuyo arte, aunque me era aún desconocido, era la primera forma de todas las que reviste, con que para mí se hacía presentir el Arte. Las diferencias más insignificantes entre la manera que uno u otro tenían que declamar o matizar un párrafo, me parecían de incalculable importancia. Y por lo que había oído decir de ellos, los iba clasificando por orden de talento, en una lista que me recitaba a mí mismo todo el día, y que acabaron por petrificarse en mi cerebro y molestarlo con su inmovilidad.
Más adelante, cuando fui al colegio, cada vez que durante la clase volvía el profesor la cabeza y yo hablaba con un nuevo amigo, lo primero que le preguntaba era si había ido ya al teatro y si no creía que el mejor actor era sin duda Got, el segundo Delaunay, etc. Y si opinaba que Febvre iba después de Thiron o Delaunay después de Coquelin, la repentina movilidad que Coquelin, perdiendo la rigidez de la piedra, cobraba en mi espíritu para ocupar el segundo lugar y la agilidad milagrosa y fecunda animación que ganaba Delaunay para retroceder hasta el cuarto puesto, devolvían la sensación del reflorecer y del vivir a mi cerebro ya flexible y fértil.
Pero si tanto me preocupaban los actores, si el ver salir una tarde a Maubant de la Comedia Francesa me causó el pasmo y el dolor que el amor inspira, el nombre de una gran actriz que resplandecía en el anuncio de un teatro, y la fugaz visión de un rostro de mujer, visto tras el cristal de la portezuela de un coche que pasaba por la calle con sus caballos adornados de rosas en la frente, y que yo me figuraba que sería el de una actriz, dejaban en mí un rastro de más prolongada preocupación y de afán impotente y doloroso para representarme su vida. Clasificaba, por orden de talento, a las más famosas: Sarah Bernhardt, la Berma, Bartet, Madeleine Brohan, Jeanne Samary, pero por todas me interesaba. Pues bien; mi tío conocía a muchas de ellas y también a
cocottes
que yo no sabía distinguir claramente de las actrices, y a quienes recibía en su casa. Y si teníamos días fijos para ir a verlo, es que los demás días iban a su casa mujeres con las que su familia no debía encontrarse, por lo menos según el parecer de la familia, porque el de mi tío, al contrario, por su facilidad excesiva para hacer a viuditas lindas que quizá nunca estuvieron casadas, y a condesas de nombre pomposo que no era probablemente más que un nombre de guerra, la merced de presentarlas a mi abuela, o hasta de regalarles alhajas de familia, le había traído ya más de un disgusto con mi abuelo. A menudo, cuando el nombre de alguna actriz salía en la conversación, yo oía que mi padre decía, sonriendo, a mamá: «Es un amigo de tu tío»; y yo pensaba que mi tío, presentándome en su casa a la actriz inasequible para tantos otros y que era íntima amiga suya, hubiera podido dispensar a un chiquillo como yo, de la corte, que quizá años enteros habían hecho inútilmente a la puerta de aquella mujer hombres de calidad, cuyas cartas no contestaba y a quienes el portero de su palacio echaba a la calle.