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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

Por el camino de Swann (9 page)

BOOK: Por el camino de Swann
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—Francisca, figúrese usted que la señora Goupil ha pasado a buscar a su hermana un cuarto de hora más tarde que de costumbre; por poco que se retrase en el camino no me extrañará que llegue a la iglesia después de alzar.

—Sí, no tendría nada de particular —contestaba Francisca.

—Francisca, si llega usted a venir cinco minutos antes, ve usted pasar a la señora de Imbert, con unos espárragos dos veces más gordos que los de la tía Callot; a ver si por medio de su criada se entera usted de dónde los saca. Porque usted, que este año nos pone espárragos en todas las salsas, podría comprarlos de esos para nuestros huéspedes.

—No tendría nada de particular que fueran de casa del señor cura —decía Francisca.

—No, Francisca, no pueden ser de casa del señor cura. Y sabe usted que no cría más que unos malos esparraguillos de nada. Y los que yo digo eran tan gruesos como el brazo. Es decir, no como un brazo de usted, claro, sino como uno de estos pobres brazos míos que este año aun han adelgazado más.

—Francisca, ¿no ha oído usted el demonio del repique ese que me estaba partiendo la cabeza?

—No, señora.

—¡Ay, hija mía, ya puede usted decir que tiene una cabeza dura, y darle gracias a Dios! Era la Maguelone que ha venido a buscar al doctor Piperaud; salieron los dos en seguida y tomaron por la calle del Pájaro. Debe haber algún niño enfermo.

—¡Vaya por Dios! —suspiraba Francisca, que no podía oír hablar de una desgracia sucedida a un desconocido, aunque fuera en la parte más remota del mundo, sin empezar a lloriquear.

—Oiga, Francisca, ¿y por quién habrán tocado a muerto? ¡Ah, sí, Dios mío, será por la señora de Rousseau! ¡Pues no me había olvidado que se murió la otra noche! ¡Ay, ya es hora de que Dios se acuerde de mí; desde la muerte de mi pobre Octavio no sé dónde tengo la cabeza! Pero le estoy haciendo a usted perder el tiempo.

—¡No, señora, no! Mi tiempo vale poco, y además, el que hizo el tiempo no nos lo vendió. Lo que sí voy a ver es si no se me apaga la lumbre.

De este modo apreciaban Francisca y mi tía los primeros acontecimientos del día en aquella sesión matinal. Pero algunas veces esos acontecimientos revestían un carácter tan misterioso y grave que mi día no podía aguardar hasta el momento que subiera Francisca, y entonces cuatro campanillazos formidables resonaban en toda la casa.

—¡Pero, señora, no es todavía la hora de la pepsina! —deja Francisca—. ¿Es que ha tenido usted algún mareo?

—No, Francisca, es decir, sí; ya sabe usted que ahora raro es el momento en que no siento mareos; un día me acabaré como la señora de Rousseau, sin darme cuenta siquiera; pero no he llamado por eso. ¿Querrá usted creer que acabo de ver, lo mismo que la estoy viendo a usted, a la señora Goupil, con una chiquita que no sé quién es? Vaya usted a casa de Camus por diez céntimos de sal, y seguramente Teodoro podrá decirnos quién es.

—Será la hija de Pupin —decía Francisca, que, como ya había ido dos veces aquella mañana a casa de Camus, prefería atenerse a una explicación inmediata.

—¡La hija de Pupin! Pero, Francisca, ¿se figura usted que no voy yo a conocer a la hija de Pupin?

—No digo la mayor, señora; digo la pequeña, la que está interna en el colegio, en Jouy. Me pareció verla ya esta mañana.

—¡Ah, como no sea eso! —decía mi tía—. Tendría que haber venido para la función. ¡Sí, eso es, no hay que pensar más, habrá venido para la función! Entonces pronto veremos a la señora de Sazerat llamar a la puerta de su hermana, para almorzar con ella. Eso será. He visto al chiquillo de casa de Galopín pasar con una tarta. Verá usted cómo esa tarta era para casa de la señora de Goupil.

—Pues si la señora de Goupil tiene visita no tardará usted mucho en ver entrar a sus invitados al almuerzo, porque ya empieza a hacerse tarde —decía Francisca, que, como tenía prisa en bajar para ocuparse de sus guisos, se alegraba ante la perspectiva de dejar a mi tía esta distracción.

—Sí, pero no vendrán antes de las doce —contestaba mi tía con tono resignado, echando al reloj una ojeada inquieta, pero furtiva, para no hacer ver que ella, que ya había renunciado a todo, sacaba, de saber quién tendría la señora de Goupil a almorzar, un placer tan vivo, y que desgraciadamente se haría esperar aún lo menos medía hora. «Y quizá lleguen mientras yo esté almorzando», se decía bajito a sí misma. Su almuerzo le servía ya de bastante distracción para que no necesitara tener otra al mismo tiempo. «No se le olvide a usted traerme los huevos a la crema en un plato liso, ¡eh!» Ésos eran los únicos platos decorados con monigotes, y mi tía se entretenía en todas sus comidas en leer el letrero del plato en que le servían. Se calaba sus gafas, e iba descifrando:
Alí-Babá, o los cuarenta ladrones
;
Aladino, o la lámpara maravillosa
, y decía sonriente: «Muy bien, muy bien».

—¿Podría llegarme a casa de Camus? —decía Francisca, al ver que mi tía ya no la iba a mandar.

—No, no merece la pena; seguramente es la chica de Pupin. Francisca, siento mucho haberla hecho a usted subir en balde.

Pero mi tía sabía perfectamente que no la había llamado en balde, porque en Combray «una persona desconocida» era un ser tan increíble como un dios de la mitología, y no se recordaba que ninguna vez que una de aquellas pasmosas apariciones habían ocurrido, fuera de la plaza, fuera de la calle del Espíritu Santo una diligente investigación no hubiera terminado por reducir el personaje fabuloso a las proporciones de una «persona conocida», ya personalmente, ya en abstracto, según su estado civil, y como pariente en tal o cual grado de alguien de Combray. Así pasó con el hijo de la señora de Sauton, al volver del servicio; con la sobrina del padre Perdreau, que salía del convento, y con el hermano del cura, recaudador en Chateaudun, cuando vino para la función o cuando pidió el retiro. Al verlos, cundió la emoción de que había en Combray personas que no se sabía quiénes eran sencillamente, porque no fueron reconocidas o identificadas en seguida. Y, sin embargo, tanto el cura como la señora de Sauton habían prevenido anticipadamente que esperaban a sus huéspedes. Cuando, al volver por la tarde, subía yo a contar mi paseo a la tía, si cometía la imprudencia de decirle que habíamos visto junto al Puente Viejo a un hombre que mi abuelo no conocía, exclamaba: «¡Un hombre que el abuelo no conoce! No puede ser», pero, preocupada con la noticia, quería quitarse ese peso de encima y mandaba llamar a mi abuelo.

—¿A quién os habéis encontrado junto al Puente Viejo? Dice éste que a un hombre desconocido.

—No —contestaba mi abuelo—, era Próspero, el hermano del jardinero de Bouilleboeuf.

—¡Ah!, ya —decía, tranquilizada y un poco encendida; y encogiéndose de hombros con una sonrisa irónica, añadía—: ¡Y me decían que habían ustedes encontrado a un hombre que no sabían quién era!

Y entonces me recomendaban que otra vez fuera más circunspecto y que no pusiera nerviosa a mi tía con palabras impremeditadas. Todo el mundo, personas y animales, se conocía tan bien en Combray, que si mi tía veía por casualidad pasar un perro «desconocido», no dejaba de pensar en eso y en consagrar a aquel hecho incomprensible su talento inductivo y sus horas de libertad.

—Debe de ser el perro de la señora de Sazerat —decía Francisca sin gran convencimiento, con objeto de tranquilizarla y de que no se calentara más la cabeza.

—¡Como que no voy yo a conocer al perro de la señora de Sazerat! —contestaba mi tía, cuyo espíritu crítico no admitía un hecho con tanta facilidad./

—¡Ah!, será el perro nuevo que Galopín ha traído de Lisieux.

—Como no sea eso…

—Dicen que es un animal muy bueno —añadía Francisca, que lo sabía por Teodoro—, tan listo como una persona y siempre de buen humor y amable, un perro muy gracioso. Es raro que un animal tan pequeño sea manso. Señora, voy a tener que bajarme, no tengo tiempo de distraerme, son ya las diez y no está el horno encendido; además, tengo que pelar los espárragos.

—¡Pero más espárragos aún, Francisca! Tiene una manía por los espárragos este año y va usted a cansar a nuestros parisienses.

—No, señora. Les gustan mucho los espárragos. Traerán apetito de la iglesia y ya verá usted cómo no se los comen con el revés de la cuchara.

—Pero ya deben de estar en la iglesia. Sí, sí; no pierda usted tiempo. Vaya usted a cuidar el almuerzo.

Mientras que mi tía estaba charlando así con Francisca, yo iba con mis padres a misa. ¡Qué cariño tenía yo a la iglesia de Combray, y qué bien la veo ahora! El viejo pórtico de entrada, negro y picado cual una espumadera, estaba en las esquinas curvado y como rehundido (igual que la pila del agua bendita a que conducía), lo mismo que si el suave roce de los mantos de las campesinas, al entrar en la iglesia, y de sus dedos tímidos al tomar el agua bendita, pudiera, al repetirse durante siglos, adquirir una fuerza destructora, curvar la piedra y hacerle surcos como los que trazan las ruedas de los carritos en el guardacantón donde tropiezan todos los días. Las laudas, bajo las cuales el noble polvo de los abades de Combray, allí enterrados, daba al coro un como pavimento espiritual, no eran ya tampoco de materia inerte y dura porque el tiempo la había ablandado y la vertió, como miel fundida, por fuera de los límites de su labra cuadrada, que por un lado, superaban en dorada onda, arrastrando las blancas violetas de mármol; y que en otros lugares se resorbía contrayendo aún más la elíptica inscripción latina, introduciendo una nueva fantasía en la disposición de los caracteres abreviados y acercando dos letras de una palabra mientras que separaba desmesuradamente las demás. Las vidrieras nunca tornasolaban tanto como en los días de poco sol, de modo que si afuera hacía mal tiempo, de seguro que en la iglesia lo hacía hermoso; había una, llena en toda su tamaño por un solo personaje que parecía un rey de baraja, y revivía allá, entre cielo y tierra, bajo un dosel arquitectónico (y en el reflejo oblicuo y azulado que daba este rey, veíase a veces, un día de entre semana, a mediodía, cuando ya no hay misas —en uno de esos raros momentos en que la iglesia; ventilada, yacía, más humanizada; lujosa, con el oro del sol en el mobiliario, parecía casi habitable como el
hall
de piedra tallada y vidrieras pintadas de un hotel estilo medieval— a la señora de Sazerat, que se arrodillaba un instante, dejando en el reclinatorio de al lado un paquetito muy bien atado de pastas que acababa de comprar en la pastelería de enfrente y que llevaba a casa para postre); en otra vidriera, una montaña de rosada nieve, a cuya planta se libraba un combate, parecía que había escarchado hasta la misma vidriera, hinchándola con su turbio granillo, como un vidrio en donde aun quedaran copos de nieve, pero copos iluminados por alguna luz de aurora (por la misma aurora sin duda que coloreaba el retablo con tan frescos tonos, que más bien parecían pintados allí por un resplandor venido de fuera y pronto a desvanecerse, que por colores adheridos para siempre a la piedra); y eran todas tan antiguas, que se veía brillar acá y allá su plateada vejez con el polvo de los siglos, y que mostraban brillante y raída hasta la trama, la hilazón de su tapicería de vidrio. Había una que era un alto compartimiento dividido en un centenar de cristalitos rectangulares, en los que predominaba el azul, como una gran baraja de aquellas que debían de distraer al rey Carlos VI; pero un momento después, y ya fuera, porque brillaba un rayo de sol o porque mi mirada al moverse paseaba por la vidriera, que se encendía y se apagaba, un incendio móvil y precioso, tomaba el brillo mudable de una cola de pavo real, y luego se estremecía y ondulaba formando una lluvia resplandeciente y fantástica, que goteaba desde lo alto de la bóveda rocosa y sombría, a lo largo de las húmedas paredes, como si yo fuera detrás de mis padres, que llevaban su libro de misa en la mano, no por una iglesia, sino por la nave de una gruta de irisadas estalactitas; un instante más tarde, los cristalitos en rombo tomaban la profunda transparencia, la infrangible dureza de zafiros que hubieran estado puestos en un inmenso pectoral, pero tras los cuales sentíase más codiciada que sus riquezas, una momentánea sonrisa del sol; un sol tan cognoscible en la ola azul y suave con que bañaba las pedrerías como en los adoquines de la plaza o en la paja del mercado; y en los primeros domingos de nuestra estancia, cuando llegábamos antes de Pascua, me consolaba de la desnudez y negrura de la tierra, desplegando, como en una primavera histórica y que datara de los sucesores de San Luis, el tapiz cegador y dorado de miosotis de cristal.

Dos tapices de trama vertical representaban la coronación de Ester (la tradición prestaba a Asuero los rasgos fisonómicos de un rey de Francia y a Ester los de una dama de Guermantes, de la que estaba enamorado), y los colores, al fundirse, habían añadido a los tapices expresión, relieve y claridad; un poco de color de rosa flotaba en los labios de Ester saliéndose del dibujo de su contorno, y el amarillo de su traje se ostentaba tan suntuosamente, tan liberalmente, que venía a cobrar como una especie de consistencia y triunfaba vivamente sobre la atmósfera vencida; y el follaje de los árboles seguía verde en las partes bajas del paño de seda y lana, pero arriba se había «pasado» y hacía destacarse con más palidez, por encima de los troncos oscuros, las ramas altas, amarillentas, doradas y como medio borradas por la brusca y oblicua claridad de un sol invisible. Todo esto y todavía más los objetos preciosos donados a la iglesia por personajes que para mí eran casi personajes de leyenda (la cruz de oro, trabajado, según decían, por San Eloy, y regalada por Dagoberta; el sepulcro de los hijos de Luis el Germánico, de
pórfiro
[8]
y cobre esmaltado), era motivo de que yo anduviera por la iglesia para ir hacia nuestras sillas, como por un valle visitado por las hadas y donde el campesino se maravilla de ver en una roca, en un árbol, en un charco, huellas palpables de su sobrenatural paso; todo esto revestía a la iglesia para mis ojos de un carácter enteramente distinto al resto de la ciudad: el ser un edificio que ocupaba, por decirlo así, un espacio de cuatro dimensiones —la cuarta era la del Tiempo— y que al desplegar a través de los siglos su nave, de bóveda en bóveda y de capilla en capilla, parecía vencer y franquear no sólo unos cuantos metros, sino épocas sucesivas, de las que iba saliendo triunfante; que ocultaba el rudo y feroz siglo onceno en el espesor de sus muros, de donde no surgía con sus pesados arcos de bóveda, rellenos y cegados por groseros morrillos, más que en la profunda brecha que abría junto al pórtico la escalera del campanario, y aun allí, disimulado por los graciosos arcos góticos que se colocaban coquetamente delante de él, como hermanas mayores que se colocan sonriendo delante de un hermanito zafio, grosero y mal vestido, para que no lo vea un extraño; que alzaba al cielo, por encima de la plaza, su torre que viera a San Luis y que todavía parecía estar viéndolo; y que se hundía con su cripta en una noche merovingia por donde, guiándonos a tientas, bajo la bóveda sombría y fuertemente nervuda, como la membrana de un inmenso murciélago de piedra, Teodoro y su hermana nos alumbraban con una vela el sepulcro de la nieta de Sigiberto, en el que había una honda huella de valva de concha —como el rastro de un fósil— que, según decían, procedía de «una lámpara de cristal, que la noche del asesinato de la princesa franca se desprendió sola de las cadenas de oro de que pendía en el mismo lugar que hoy ocupa el ábside, que sin que se rompiese el cristal ni se apagara la llama, se hundió en la piedra, haciéndola ceder blandamente bajo su peso».

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