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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

Por el camino de Swann (53 page)

BOOK: Por el camino de Swann
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Pero ocurría que las cosas desconocidas, las cosas que tenía miedo a conocer se las revelaba Odette misma espontáneamente y sin darse cuenta; es que Odette ignoraba lo grande que era la distancia que el vicio creaba entre su vida real y la vida de relativa inocencia que Swann creyó, y a veces seguía creyendo; que hacía su querida: un ser vicioso, como aparenta siempre la misma virtud delante de las personas que no quiere que se enteren de sus vicios, carece de conciencia para darse cuenta exacta de cómo esos vicios, que van creciendo de modo continuo e insensible para él, lo arrastran fuera del modo usual de vivir. Como todos los recuerdos cohabitaban en lo hondo del alma de Odette, aquellos recuerdos de las acciones que ocultaba a Swann daban sus reflejos a otros, los contagiaban, sin que ella les encontrara nada raro, sin que desentonaran en medio de aquel ambiente particular que dentro de su alma los rodeaba; pero, al contárselos a su querido, Swann se asustaba por el ambiente terrible que dejaban transparentar. Un día quiso preguntarle, sin herir su susceptibilidad, si había estado alguna vez en casa de una alcahueta. Estaba convencido Swann de que no; el anónimo introdujo en su mente aquella suposición, pero de un modo puramente mecánico, sin encontrar ningún crédito; pero, sin embargo, allí estaba, y Swann, para librarse de la presencia puramente material, pero molesta siempre, de la sospecha, deseaba que se la extirpara Odette:

—No; y sabes, no será porque no me persigan —añadió, revelando con su sonrisa una satisfacción vanidosa, sin ocurrírsele que tal sentimiento podría parecer a Swann poco legítimo—. Una hay que se estuvo aquí esperándome dos horas, y me ofrecía el dinero que yo pidiera. Según parece, la mandaba un embajador que le había dicho: «Si no viene, me suicido». Le dijeron que yo no estaba en casa, pero no tuve más remedio que salir a hablar con ella yo misma para que se marchara. Me habría alegrado que hubieras visto cómo la recibí. Mi doncella, que estaba en el cuarto de al lado, cuenta que yo decía a grito pelado: «¿No le he dicho a usted que no quiero? Me parece que estoy en edad de hacer lo que me dé la gana. Si necesitara dinero, lo comprendo…». El portero ya tiene orden de no dejarla entrar y decirle que estoy en el campo. ¡Cuánto me habría alegrado de que hubieras estado oyéndolo desde cualquier rincón. Me parece que te habrías quedado satisfecho. Ya ves si tiene algo bueno tu Odette, aunque haya alguien que la encuentre detestable!

Por lo demás, aquellas confesiones que Odette hacía de las cosas que se figuraba descubiertas por su querido, más que dar remate a las dudas viejas, servían de punto de partida a nuevas sospechas. Porque las confesiones nunca guardan proporción con las dudas. Aunque Odette quitara lo más esencial, siempre quedaba en lo accesorio algún detalle que Swann no había imaginado, que venía a abrumarlo con su novedad y con el cual podría cambiar los términos del problema de sus celos. Y ya nunca olvidaba aquellas confesiones. Como cadáveres flotaban por su ánimo, las rechazaba, las mecía. Y se le iba envenenando el alma.

Una vez Odette le habló de una visita que le había hecho Forcheville el día de la fiesta París-Murcia. «¿Pero lo conocías ya? ¡Ah!, sí, es verdad! —dijo, corrigiéndose para que no pareciera que lo ignoraba—». Y de pronto se echó a temblar, porque se le ocurrió que aquel día de la fiesta, precisamente cuando ella le escribió la carta que Swann guardaba como una alhaja, quizá había estado almorzando con Forcheville en la Maison Dorée. Ella juró que no. «Pues, sin embargo, hay algo de la Maison Dorée que tú me contaste y que luego he averiguado que no era verdad», le dijo para asustarla. «Sí, claro que no estuve allí la noche aquella que tú me buscaste en Prévost, cuando te dije yo que salía de la Maison Dorée», le respondió ella (creyendo que Swann lo sabía) con decisión, que más que cinismo revelaba timidez, miedo de contrariar a Swann, aunque esto lo quería ocultar por amor propio, y deseo de hacerle ver que era capaz de franqueza. De modo que el golpe tuvo la precisión y el vigor que si fuera de mano de verdugo, y lo asestó Odette sin ninguna crueldad, porque no tenía conciencia del daño que hacía a Swann; hasta se echó a reír, para no tener cara de humillación y azoramiento. «Sí, es verdad que no estuve en la Maison Dorée, salía de casa de Forcheville. Había estado en Prévost, eso es lo cierto, y allí me lo encontré y me invitó a que subiera a ver sus grabados. Pero entonces llegó una visita. Te dije que salía de la Maison Dorée, por si lo otro no te gustaba. Ya ves que lo hacía con buena intención. Quizá me equivoqué, pero al menos te lo digo francamente. ¿De modo que qué interés podría tener en no decirte que había almorzado con él el día de la fiesta París-Murcia si hubiera sido verdad? Además, entonces aún no nos conocíamos mucho tú y yo, ¿verdad, Carlos?» Y él sonrió con la cobardía propia de ese ser sin fuerza en que lo convirtieron las palabras aplastantes de Odette. ¡Así que hasta en aquellos meses que nunca se atrevía a recordar, porque eran los de la felicidad, hasta en aquellos meses, cuando Odette lo quería, era falsa con él! Y como aquel momento (la noche de las primeras catleyas), en que ella le contó que salía de la Maison Dorée, debía de haber otros muchos encubriendo cada uno de ellos una mentira que Swann no sospechaba. Se acordó de que un día le dijo: «No tengo más que decir a la señora de Verdurin que no me tuvieron el vestido a tiempo, o que mi
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vino muy tarde. Ya me las arreglaré yo». También a él debió de ocultarle muchas veces, sin que Swann se diera cuenta, tras las palabras con que explicaba un retraso o justificaba el cambio de hora de una cita, algún compromiso con otro, un otro al que habría dicho: «No tendré más que decir a Swann que no me trajeron el vestido a tiempo o que mi
cab
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vino muy tarde. Ya me las arreglaré yo». Y por debajo de los más dulces recuerdos de Swann, de las palabras, más sencillas que Odette le decía, y que se creía él como un Evangelio, de las ocupaciones de cada día que ella le contaba, de los lugares que más frecuentaba, la casa de la modista, la avenida del Bosque, el Hipódromo, sentía insinuarse (disimulada en ese sobrante de tiempo, que hasta en la más detallada jornada deja espacio y lugar para esconder algunos hechos) la presencia invisible y subterránea de mentiras que tenían la propiedad de manchar de ignominia las cosas más caras que le quedaban, sus noches mejores, hasta la calle de La Pérousse, por donde Odette habría pasado a horas distintas de las que decía Swann; y sentía que circulaba por todas partes aquel soplo de horror que lo azotó al oír lo de la Maison Dorée, y que iba, como las bestias inmundas de la Desolación de Nínive, desmoronando piedra a piedra el edifico de su pasado. Y si ahora sentía pena al oír el nombre de la Maison Dorée, no era como le había ocurrido en casa de la marquesa de Saint-Euverte, porque le recordaba una felicidad perdida hacía mucho tiempo, sino porque le traía a la memoria una desgracia recién sabida. Luego aquel nombre de la Maison Dorée fue poco a poco haciendo menos daño a Swann. Porque lo que nosotros llamamos nuestro amor y nuestros celos no son en realidad una pasión continua e indivisible; se componen de una infinidad de amores sucesivos y de celos distintos, efímeros todos, pero que por ser muchos e ininterrumpidos, dan una impresión de continuidad y una ilusión de cosa única. La vida del amor de Swann y la fidelidad de sus celos estaban formados por la muerte de innumerables deseos y por la infidelidad de innumerables sospechas, que tenían todos por objeto a Odette. Si hubiera pasado mucho tiempo sin verla, los deseos muertos no habrían tenido sustitutos. Pero la presencia de Odette seguía sembrando en el corazón de Swann cuándo cariño, cuándo sospechas.

Alunas noches estaba con Swann amabilísima, y le advertía duramente que debía aprovecharse de aquella buena disposición, so pena de que no volviera a repetirse en años; era menester volver en seguida a casa en busca de «la catleya», y el deseo que Swann le inspiraba era tan repentino, inexplicable e imperioso, tan demostrativas e insólitas las caricias que le prodigaba luego, que aquel brutal e inverosímil cariño daba a Swann tanta pena como una mentira o una ruindad. Una noche que, cediendo a las órdenes de Odette, volvieron juntos a su casa, cuando ella entretejía en sus besos palabras de apasionado amor, tan en contraste con su sequedad de ordinario, a Swann le pareció de pronto que oía ruido; se levantó, buscó por todas partes, sin encontrar a nadie; pero ya no tuvo valor para volver junto a Odette, que, entonces, en el colmo de la rabia, rompió un jarrón y le dijo: «Contigo no se puede hacer nada». Y a él le quedó la duda de si su querida tenía a alguien oculto para hacerlo sufrir de celos o para excitar su sensualidad.

Algunas veces iba a las casas de citas con la esperanza de enterarse de algo relativo a Odette, aunque no se atrevía a nombrarla: «Tengo una chiquita que le va a gustar», le decía el ama y Swann se pasaba una hora hablando tristemente con una pobre muchacha, toda asombrada de que no hiciera más que hablar. Hubo una muy joven y muy guapa que le dijo un día: «Lo que yo quisiera es encontrar un amigo, porque podría estar seguro de que no iría con nadie más». «¿Crees tú de verdad que una mujer agradece que la quieran y no engañe nunca?», le preguntó Swann ansiosamente. «¡Ah!, claro, eso va en caracteres». Swann no podía por menos de decir a estas chicas las mismas cosas que agradaban a la princesa de los Laumes. A esa que buscaba un amigo le dijo: «Muy bien; hoy has traído ojos azules, del mismo color de tu cinturón». «También usted lleva puños azules.» «Bonita conversación para un sitio como éste. Quizá te esté yo molestando y tengas que hacer.» «No, nada. Si me aburriera usted, se lo habría dicho. Al contrario, me gusta mucho oírlo hablar.» «Muchas gracias. ¿Verdad que estamos hablando muy formalitos?», dijo al ama de casa, que acababa de entrar. «Esto estaba yo pensando precisamente. ¡Qué serios! Y es que ahora la gente viene aquí a hablar. El príncipe decía el otro día que se está aquí mejor que en su casa. Y es que, según parece, la gente aristócrata tiene ahora unos modos… Dicen que es un escándalo. Pero, me voy, no quiero molestar.» Y dejó a Swann con la muchacha de ojos azules. Pero él, al poco rato se levantó y se despidió; la chica le era indiferente porque no conocía a Odette.

El pintor estuvo muy malo, y Cottard le recomendó un viaje por mar; algunos fieles se animaron a marcharse con él, y los Verdurin, que no se podían acostumbrar a estar solos, alquilaron un yate que luego acabaron por comprar; así que Odette hacía frecuentemente viajes por mar. Desde hacía un poco tiempo, cada, vez que Odette se marchaba, Swann sentía que su querida le iba siendo más indiferente; pero, como si esa distancia moral estuviera en proporción con la material, en cuanto sabía que Odette estaba de vuelta ya no podía pasarse sin verla. Una vez se marcharon para un mes; así lo creían Swann y Odette; pero ya porque en el viaje les fuera entrando en ganas, ya porque Verdurin hubiera arreglado las cosas así de antemano, para dar gusto a su mujer, sin decir nada a los fieles, más que poco a poco, ello es que de Argel fueron a Túnez, y luego a Italia, a Grecia, Constantinopla y Asia menor. El viaje duraba ya casi un año. Y Swann estaba muy tranquilo y se sentía casi feliz. Aunque la señora de Verdurin intentó convencer al pianista y al doctor Cottard de que ni la tía del uno ni los enfermos del otro los necesitaban para nada, y que no era prudente dejar volver a París a la señora del doctor, que, según aseguraba la Verdurin, no se hallaba en su estado normal, no tuvo más remedio que darles libertad en Constantinopla. Un día, poco después de la vuelta de aquellos tres viajeros, Swann vio pasar un ómnibus que iba al Luxemburgo, donde él tenía precisamente que hacer; lo tomó, y, al entrar, se encontró enfrente de la señora de Cottard, que estaba haciendo sus visitas de «día de recibir», en traje de gran gala, pluma en el sombrero, manguito, paraguas, tarjetero y guantes blancos recién limpios. Cuando revestía esas insignias, si el tiempo no era lluvioso, iba a pie de una a otra casa, dentro del mismo barrio, y para pasar de un barrio a otro utilizaba el ómnibus con billete de correspondencia. En los primeros momentos, antes de que la nativa bondad de la mujer atravesara la almidonada pechera de la burguesa presuntuosa, habló a Swann, naturalmente con voz lenta, torpe y suave, que muchas veces sumergía con su trueno el rodar del ómnibus, de las mismas cosas que oía y repetía en las veinticinco casas cuyas escaleras trepaba al cabo de un día:

—Ni que decir tiene que un hombre tan al corriente como usted, habrá visto en los Mirlitons el retrato de Machard, que está de moda en París. ¿Qué le parece? ¿Es usted de los que aprueba o de los que censuran? En ninguna reunión se habla de otra cosa, y para ser
chic
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, puro y enterado, hay que opinar algo del tal retrato.

Swann respondió que no lo había visto, y entonces la señora de Cottard temió que le hubiera molestado tener que confesarlo.

—¡Ah!, muy bien, usted por lo menos lo dice francamente, y no cree que sea una deshonra el no haber visto el retrato de Machard. Creo que hace usted muy bien. Yo sí que lo he visto, y los pareceres están muy divididos. Hay quienes opinan que es muy
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, muy de manteca; pero a mí me parece ideal. Claro que no se parece nada a esas mujeres azules y amarillas que pinta nuestro amigo Biche. Pero yo, si le digo a usted la verdad, y a riesgo de pasar por poco moderna, no los entiendo. Sí que reconozco las cosas buenas que hay en el retrato de mi marido, es menos extravagante de lo que suelen ser sus obras; pero, de todos modos, ha ido a pintarle un bigote azul. Y, en cambio, precisamente el marido de esta amiga que voy ahora a visitar (y que me da el gusto de disfrutar un rato de su compañía de usted) le ha prometido que cuando sea académico (es un compañero de mi marido) hará que lo retrate Machard. ¡Para mí es un sueño! Otra amiga dice que le gusta más Leloir. Yo no entiendo de pintura, y quizá en cuanto a ciencia valga más Leloir. Pero, en mi opinión, el primer mérito de un retrato, sobre todo cuando cuesta cien mil francos, es que sea parecido y de un parecido agradable.

Después de aquellas frases inspiradas por su alta pluma, las iniciales de oro de su tarjetero, el numerito puesto en sus guantes por el tintorero que los limpió, y lo molesto que le era hablar a Swann de los Verdurin, la esposa del doctor vio que aún faltaba mucho para la calle Bonaparte, donde había mandado parar al conductor, e hizo caso a su corazón que le aconsejaba otras palabras.

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