Entreteníame en mirar las garrafas que ponían los chicos en el río para coger pececillos, y que, llenas de agua del río, que a su vez las envuelve a ellas, son al mismo tiempo «continente» de transparentes flancos, como agua endurecida, y «contenido» encerrado en un continente mayor de cristal líquido y corriente; y me evocaban la imagen de la frescura de manera más deleitable e irritante que si estuvieran en una mesa puesta, porque me la mostraban fugitiva siempre en aquella perpetua aliteración entre el agua sin consistencia, donde las manos no podían cogerla, y el cristal sin fluidez, donde no podía gozarse el paladar. Yo me prometía ir más adelante a aquel sitio, con cañas de pescar; lograba que sacaran un poco del pan de la merienda, y lanzaba al río unas bolitas, que parecía como que bastaban para determinar en él un fenómeno de sobresaturación, porque el agua se solidificaba en seguida, alrededor de las bolillas, en racimos ovoideos de hambrientos renacuajos, que sin duda tenía hasta entonces en disolución, invisibles, y ya casi en vía de cristalizar.
En seguida empezaban a obstruir la corriente las plantas acuáticas. Primero había algunas aisladas, como aquel nenúfar atravesado en la corriente y tan desdichadamente colocado que no paraba un momento, como una barca movida mecánicamente, y que apenas abordaba una de las márgenes cuando se volvía a la otra, haciendo y rehaciendo eternamente la misma travesía. Su pedúnculo, empujado hacia la orilla, se desplegaba, se alargaba, se estiraba en el último límite de su tensión hasta la ribera, en que le volvía a coger la corriente, replegando el verde cordaje, y se llevaba a la pobre planta a aquel que con mayor razón podía llamarse su punto de partida, porque no se estaba allí un segundo sin volver a zarpar, repitiendo la misma maniobra. Yo la veía en todos nuestros paseos, y me traía a la imaginación a algunos neurasténicos, entre los cuales incluía papá a la tía Leoncia, que durante años nos ofrecen invariablemente el espectáculo de sus costumbres raras, creyéndose siempre que las van a desterrar al día siguiente, y sin perderlas jamás, cogidos en el engranaje de sus enfermedades y manías, los esfuerzos que hacen inútilmente para escapar contribuyen únicamente a asegurar el funcionamiento y el resorte de su dietética extraña, ineludible y funesta. Y así aquel nenúfar, parecido también a uno de los infelices cuyo singular tormento, repetida indefinidamente por toda la eternidad, excitaba la curiosidad del Dante, que hubiera querido oírle contar al mismo paciente los detalles y la causa del suplicio, pero que no podía porque Virgilio se marchaba a grandes zancadas y tenía que alcanzarlo, como me pasaba a mí con mis padres.
Más allá, el río modera su anchura y cruza una finca abierta al público, y cuyo amo se había divertido en tareas de horticultura acuática, criando en los reducidos estanques que allí forma el Vivonne verdaderos jardines de ninfeas. Como por aquel sitio había en las orillas mucho arbolado, la sombra de los árboles daba al agua un fondo, por lo general, de verde sombrío, pero que algunas veces, al volver nosotros en una tarde tranquila, después de un tiempo tormentoso, veía yo de color azul claro y crudo tirando a violeta, tono de interior, de gusto japonés. Aquí y allá, en la superficie, enrojecía como uña fresa una flor de ninfea escarlata con los bordes blancos. Un poco más lejos comenzaban a abundar las flores, ya no tan lisas, más pálidas, graneadas y rizosas, y dispuestas por el azar en lazos tan graciosos, que parecía que iban flotando a la deriva, tras el melancólico desfallecer de una fiesta galante, desatadas guirnaldas de rosas de espuma. Luego, había un rincón reservado a las especies vulgares que ostentaban el blanco y el rosa, propios de la juliana, lavadas con celo doméstico como la porcelana, y un pico más allá se apretaban unas contra otras, formando un verdadero macizo flotante, igual que pensamientos de un vergel, que habían venido a posar como mariposas sus alas azuladas y feas en la oblicuidad transparente de aquel torrente de agua; de aquel parterre, también celeste, porque ofrecía a las flores un suelo de más precioso color, más tierno aún que el color de las mismas flores; y ya hiciera chispear en las primeras horas de la tarde, bajo las ninfeas, el calidoscopio de una felicidad recogida, silenciosa y móvil, y ya se llenara hacia el anochecer de las rosas y los oros del Poniente, como un puerto lejano cambiaba incesantemente para estar siempre concorde, alrededor de las corolas que mantenían los tonos más fijos, con lo más profundo, fugitivo y misterioso de cada hora, con lo infinito de cada hora, y así parecía que las hizo florecer en pleno cielo.
Al salir de ese parque, el Vivonne corría de nuevo. ¡Y cuántas veces he visto, haciendo propósito de imitarlo cuando pudiera vivir a mi gusto, al paseante que suelta su remo, se echa boca arriba, con la cabeza caída en el fondo de su barca, dejándola flotar a la deriva, sin ver más que el cielo que va marchando perezosamente allá en lo alto, a ese paseante que muestra en el rostro los anticipados sabores de, la dicha y de la paz!
Nos sentábamos entre los lirios, a la orilla del agua. Por el cielo feriado, se paseaba lentamente una nube ociosa. De cuando en cuando una carpa aburrida se asomaba fuera del agua, aspirando ansiosamente. Era la hora de merendar. Antes de volver a marchar, comíamos fruta, pan y chocolate, sentados allí en la hierba, hasta donde venían horizontales, débiles, pero aun densos y metálicos, los toques de la campana de San Hilario, que no se mezclaban con el aire, que hacía tanto tiempo estaban atravesando, y que, alargados por la palpitación sucesiva de todas sus líneas sonoras, vibraban a nuestros pies, rozando las flores.
Muchas veces, a la orilla del río y entre árboles, nos encontrábamos una casita de las llamadas de recreo, aislada, perdida, sin ver otra cosa del mundo más que la corriente que bañaba sus pies. Una mujer joven, de rostro pensativo y velos elegantes, raros en aquellas tierras, y que indudablemente había ido allí a «enterrarse», según la expresión popular, a saborear el amargo placer de que allí nadie supiera su nombre, y sobre todo el nombre de aquel ser cuyo corazón perdió, se asomaba a la ventana cuyo horizonte acababa en la barca amarrada a la puerta. Alzaba, distraída, sus ojos al oír por detrás de los árboles de la orilla voces de paseantes, que, aun antes de verlos, estaba ella segura de que nunca conocieron ni conocerían al infiel, de que nada tuvieron que ver con él en el pasado ni tendrían que ver en el porvenir. Sentíase que en su gran renunciar había cambiado voluntariamente unos lugares donde al menos hubiera podido ver de lejos al amado, por éstos que nunca pisara él. Y yo la veía, al volver de un paseo, en caminos por los que sabía ella muy bien que nunca habría de pasar el ausente, quitarse de las manos resignadas unos guantes muy largos de desaprovechada gracia.
En los paseos, por el lado de Guermantes, nunca llegamos hasta el nacimiento del Vivonne, en el que yo pensaba muy a menudo, y que tenía para mí una existencia tan ideal y abstracta, que me llevé igual sorpresa cuando me dijeron que estaba en la provincia y a determinada distancia kilométrica de Combray que el día en que me enteré de que existía otro lugar concreto de la tierra donde estaba situada en la antigüedad la entrada de los infiernos. Nunca pudimos llegar tampoco hasta ese término que con tanto ardor deseaba yo: Guermantes. Sabía que allí vivían los dueños del castillo, el duque y la duquesa de Guermantes; sabía que eran personas de verdad con existencia actual; pero cuando pensaba en ellos me los representaba, ora en un tapiz, como la condesa de Guermantes de la «Coronación de Ester» de nuestra iglesia, ora con matices cambiantes, como Gilberto el Malo en la vidriera, cuando pasaba del verde lechuga al azul ciruela, según lo mirara mientras estaba tomando agua bendita o desde nuestras sillas, ora impalpable del todo, como aquella imagen de Genoveva de Brabante, antepasada de la familia de Guermantes, que la linterna mágica paseaba por las cortinas de mi cuarto o subía hasta el techo; en fin, envueltos siempre en un misterio de tiempos merovingios y bañándose como en una puesta de sol en la anaranjada luz que emana del final de su nombre, de esas dos sílabas: «antes». Pero si a pesar de eso ergo para mí como tal duque y duquesa seres reales, aunque extraños, en cambio, su persona ducal se distendía desmesuradamente, se inmaterializaba, para abarcar a ese Guermantes de su título, a todo ese «lado de Guermantes» tan soleado: al curso del río, a sus ninfeas y sus añosos árboles, a tantas tardes hermosas. Yo sabía que no sólo llevaban el título de duque y duquesa de Guermantes, sino que desde el siglo XIV, después de haber intentado vencer a su antiguos señores, se aliaron con ellos por enlaces matrimoniales y eran condes de Combray; por consiguiente, los primeros ciudadanos de Combray, y, sin embargo, los únicos ciudadanos que no vivían en el pueblo. Condes de Combray, que tenían a Combray en medio de su nombre y de su persona, que indudablemente participaban también de un modo efectivo de aquella tristeza piadosa y extraña, característica de Combray; propietarios de la ciudad, pero no de una casa particular, y que debían vivir afuera, en la calle, entre cielo y tierra, como aquel Gilberto de Guermantes, que yo veía por su revés de laca negra, cuando, al ir por sal a casa de Camus, alzaba los ojos hacia las vidrieras del ábside.
Sucedía que por el lado de Guermantes pasábamos a veces por delante de pequeños cercados, húmedos, en donde asomaban racimos de sombrías flores. Me paraba, como si estuviera apoderándome de una noción preciosa, porque no se me figuraba tener delante un trozo de aquella región fluviátil, que con tanto ardor quise conocer desde que la viera descrita por uno de mis autores favoritos. Y con esa región, con su suelo, con su suelo cruzado por riachuelos espumeantes, identifiqué a Guermantes, que así cambió de aspecto en mi imaginación, al oír cómo nos hablaba el doctor Percepied de las flores y del agua que corría por el parque del castillo. Soñaba que la señora de Guermantes me invitaba a ir por allí, llevada por una repentina simpatía hacia mí; todo el día estaba pescando truchas conmigo al lado. Al anochecer me cogía de la mano, me pasaba por delante de los jardincillos de sus vasallos, iba mostrándome a lo largo de las cercas las flores que allí apoyaban sus mazorcas violetas o rojas, y me decía cómo se llamaban. Me hacía contarle el asunto de las poesías que tenía yo intención de escribir. Y esos sueños me avisaban de que puesto que yo quería ser escritor, ya era hora de ir pensando lo que iba a escribir. Pero en cuanto me hacía yo esta pregunta, y trataba de encontrar un asunto en que cupiera una significación filosófica infinita, mi espíritu dejaba de funcionar, no veía más que un vacío delante de mi atención, me daba cuenta de que yo no tenía cualidad genial, o acaso que una enfermedad cerebral las impedía desarrollarse. Muchas veces contaba con mi padre para arreglarlo. Tenía tanta influencia y estaba tan bienquisto con personajes de importancia, que gracias a eso pudimos violar unas leyes que Francisca me había enseñado a considerar como más ineludibles que las de la vida y la muerte; por ejemplo, logró retrasar todo un año las obras de revoco de nuestra casa, la única que escapó de todo el barrio, y logró del ministro una autorización para que el hijo de la señora de Sazerat, que quería ir a los baños, sufriera, el examen de bachiller dos meses antes, en la serie de matriculados, cuyo apellido empezaba con A, en lugar de esperar el turno de la S. Si hubiera caído gravemente enfermo, o me hubieran capturado unos bandidos, convencido yo de que mi padre tenía mucho trato con los poderes supremos, e irresistibles cartas de recomendación dirigidas a Dios, para que mi enfermedad o mi cautiverio pudieran ser otra cosa que unos simulacros sin peligro para mi persona, habría esperado tranquilo la hora del retorno a la buena realidad, la hora de la libertad o de la curación; y quizá esa falta de genio, ese negro vacío que se abría en mi espíritu cuando buscaba asuntos para mis futuras obras, era también una ilusión sin consistencia que cesaría por la intervención de mi padre, el cual ya debía de tener convenido con el Gobierno y con la Providencia que yo sería el primer escritor de mi tiempo. Pero otras veces, mientras que mis padres se impacientaban al ver que yo me quedaba atrás y no los seguía, mi vida actual, en vez de parecerme una creación artificial de mi padre, modificable a su antojo, se me representaba, por el contrario, como comprendida dentro de una realidad que no había sido hecha para mí, contra la que no valía ningún recurso, sin ningún aliado mío en su seco, y detrás de la cual nada se ocultaba. Me parecía entonces que existía como los demás humanos, que al igual de ellos envejecería y moriría, y que entre los hombres pertenecía yo a aquel género de los que no tienen disposiciones para escribir. Y descorazonado renunciaba por siempre a la literatura, a pesar de los ánimos que Bloch me había dado. Aquel sentimiento íntimo, inmediato, que yo tenía del vacío de mi pensamiento, prevalecía contra todas las palabras halagüeñas que me pudieran prodigar, lo mismo que en el alma del malo, cuyas buenas acciones alaba la gente, prevalecen los remordimientos, de su conciencia.
Un día me dijo mi madre: «Tú, que estás siempre hablando de la señora de Guermantes, entérate que cómo el doctor Percepied la trató muy bien cuando estuvo mala hace cuatro años, pues ahora va a venir a Combray para asistir a la boda de la hija del médico. Podrás verla en la ceremonia». Al doctor Percepied era la persona a quien yo oí hablar más de la duquesa de Guermantes, y hasta nos había enseñado un número de una revista ilustrada donde estaba retratada la duquesa con el disfraz que llevó a un baile de trajes dado por la princesa de León.
De pronto, durante la misa nupcial, un movimiento que hizo el pertiguero al cambiar de sitio, me descubrió sentada en una capilla a una dama de nariz grande, ojos azules y penetrantes, con una chalina hueca de seda color malva, y un granito a un lado de la nariz. Como en la superficie de su rostro encarnado, cual si estuviera acalorada, distinguí yo diluidas y apenas perceptibles parcelas de analogía con el retrato que me habían enseñado, y, sobre todo, como los rasgos particulares que yo notaba en ella, al tratar de enunciarlos se formulaban cabalmente en los mismos términos: nariz grande, ojos azules, que había empleado el doctor Percepied para describir a la duquesa de Guermantes, me dije yo que aquella dama se parecía a la señora de Guermantes; además, la capilla desde donde oía misa era la de Gilberto el Malo, en cuyas lisas tumbas, deformadas y doradas como alvéolos de miel, descansaban los antiguos condes de Brabante, y que me habían dicho estaba reservada a la familia de Guermantes cuando alguno de sus individuos iba a Combray a alguna ceremonia; verosímilmente no podía haber más que una mujer que se pareciese al retrato de la duquesa que estuviese allí aquel día, un día, precisamente, en que tenía que ir a Combray, y en aquella capilla: sí, era ella. Muy grande fue mi desencanto. Nacía éste de que yo nunca me había fijado, cuando pensaba en la señora de Guermantes, en que me la representaba con los colores de un tapiz o de una vidriera en otro siglo, y de materia distinta al resto de los mortales. Nunca se me ocurrió que pudiera tener una cara encarnada y una chalina malva, como la señora de Sazerat, y el óvalo de su rostro me recordó a tantas personas visitas de casa, que me rozó la sospecha, enseguida disipada, de que aquella dama, en su principio generador y en todas sus moléculas, quizá no era sustancialmente la duquesa de Guermantes, sino que su cuerpo, ignorante del nombre que le daban, pertenecía a cierto tipo femenino que abarcaba igualmente a mujeres de médico y de tendero. «Y ésa, nada más que ésa es la duquesa de Guermantes», decía la cara atenta y asombrada que ponía yo para contemplar aquella imagen que, naturalmente, no tenía nada que ver con la otra, que, bajo el nombre de la duquesa de Guermantes, se había aparecido tantas veces en mis sueños, porque esta cara no la había yo formado arbitrariamente, sino que me había saltado a los ojos por vez primera un momento antes en la iglesia; que no era de la misma naturaleza, colorable a voluntad como aquélla, que se dejaba empapar en el tinte anaranjado de una sílaba, sino que era tan real, que todo, hasta el granito que se inflamaba en un lado de su nariz, atestiguaba su sujeción a las leyes de la vida, como en una apoteosis de teatro una arruga del traje de hada o un temblor de su dedo meñique delatan la presencia material de una actriz viva allí donde dudábamos si teníamos delante tan sólo una proyección luminosa.