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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

Por el camino de Swann (27 page)

BOOK: Por el camino de Swann
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No he vuelto a pensar en esta página; pero recuerdo que en aquel momento, cuando en el rincón del pescante donde solía colocar el cochero del doctor un cesto con las aves compradas en el mercado de Roussainville la acabé de escribir, me sentí tan feliz, tan libre del peso de aquellos campanarios y de lo que ocultaban, que, como si yo fuera también una gallina y acabara de poner un huevo, me puse a cantar a grito pelado.

Durante el día, en aquellos paseos no pensaba más que en lo grato que sería tener amistad con la duquesa de Guermantes, pescar truchas, pasearme en barca por el Vivonne, y ávido de felicidad, sólo pedía a la vida en aquellos momentos que se compusiera de una serie de tardes felices. Pero cuando en el camino de vuelta veía a la izquierda una alquería bastante separada de otras dos, que, por el contrario, estaban muy juntas, y desde la cual, para entrar en Combray, no había más que seguir una alameda de robles que tenía a un lado prados con sus cercas; plantados a distancias iguales de manzanos que a la hora del poniente ponían por tierra el dibujo japonés de sus sombras, mi corazón comenzaba de pronto a latir apresuradamente porque sabía que antes de media hora estaríamos en casa, y que como era reglamentario, los días que se iba por el lado de Guermantes y se cenaba más tarde a mí me mandarían a acostarme en cuanto tomara la sopa, de modo que mi madre, retenida en el comedor como si hubiera invitados, no subiría a decirme adiós a mi cuarto. La zona de tristeza en que acababa de penetrar, se distinguía tan perfectamente de la zona a la que en un momento antes me lanzaba yo alegremente, como en algunos cielos hay una línea que separa una banda de color rosa de otra verde o negra. Y vemos a un pájaro volando por el espacio rosa, que va a llegar a su límite, que lo toca ya, que entra en la zona negra. Los deseos que hacía un instante me asaltaban de ir a Guermantes, de viajar y ser feliz, me eran ahora tan ajenos, que su cumplimiento no me hubiera dado gozo alguno. ¡Con qué gusto hubiera cambiado todo eso por poder estarme llorando toda la noche en brazos de mamá! Sentía escalofríos, no apartaba mis angustiadas miradas del rostro de mi madre, del rostro que aquella noche no aparecería por la alcoba donde yo me estaba viendo ya con el pensamiento; y deseaba la muerte. Y aquello duraría hasta la mañana siguiente, cuando los rayos del sol matinal apoyaran sus barras, como el jardinero, en el muro cubierto de capuchinas que trepaban hasta mi ventana, y saltara yo de la cama para bajar corriendo al jardín, sin acordarme ya de que la noche volvería a traer consigo la hora de separarme de mamá. Y de ese modo, por el lado de Guermantes, he aprendido a distinguir esos estados que se suceden en mi ánimo, durante ciertos períodos, y que se reparten cada uno de mis días, llegando uno de ellos a echar al otro con la puntualidad de la fiebre; estados contiguos, pero tan ajenos entre sí, tan faltos de todo medio de intercomunicación, que cuando me domina uno de ellos no puedo comprender, ni siquiera representarme, lo que deseé, temí o hice cuando me poseía el otro.

Así, el lado de Méséglise y el lado de Guermantes, para mí, están unidos a muchos menudos acontecimientos de esa vida, que es la más rica en peripecias y en episodios de todas las que paralelamente vivimos, de la vida intelectual. Claro es que va progresando en nosotros insensiblemente, y el descubrimiento de las verdades que nos la cambian de significación y de aspecto y nos abren rutas nuevas, se prepara en nuestro interior muy lentamente, pero de modo inconsciente; así que, para nosotros, datan del día, del minuto en que se nos hicieron visibles. Y las flores, que entonces estaban jugando en la hierba; el agua que corría al sol, el paisaje entero que rodeó su aparición, siguen acompañándolas en el recuerdo con su rostro inconsciente o distraído; y ese rincón de campo, ese trozo de jardín, no podían imaginarse cuando los estaba contemplando un niño soñador, un transeúnte humilde —como un memorialista confundido con la multitud que admira a un rey—, que gracias a él estaban llamados a sobrevivir hasta en lo más efímero de sus particularidades; y, sin embargo, a ese perfume de espino que merodea a lo largo de un seto donde pronto vendrá a sucederle el escaramujo, a ese ruido de pasos sin eco en la arena de un paseo, a la burbuja formada en una planta acuática por el agua del río y que estalla en seguida, mi exaltación las ha llevado a través de muchos años sucesivos, se los ha hecho franquear a salvo, mientras que por alrededor los caminos se han ido borrando, han muerto las gentes que los pisaban. Muchas veces, ese trozo de paisaje que así llega hasta mí, se destaca tan aislado de todo lo que flota vagamente en mi pensamiento, como una florida Delos, sin que me sea posible decir de qué país, de qué época —quizá de qué sueño, sencillamente— me viene. Pero el poder pensar en el lado de Guermantes y en el de Méséglise, se lo debo a esos yacimientos profundos de mi suelo mental, a esos firmes terrenos en que todavía me apoyo. Como creía en las cosas y en las personas cuando andaba por aquellos caminos, las cosas y las personas que ellos me dieron a conocer son los únicos que tomo aún en serio y que me dan alegría. Ya sea porque en mí se ha cegado fe creadora, o sea porque la realidad no se forme más que en la memoria, ello es que las flores que hoy me enseñan por vez primera no me parecen flores de verdad. El lado de Méséglise, con sus lilas, sus espinos blancos, sus acianos, sus amapolas y sus manzanos, el lado de Guermantes, con el río lleno de renacuajos, sus ninfeas y sus botones de oro, forman para siempre jamás la fisonomía de la tierra donde quisiera vivir, y a la que exijo, ante todo, que en ella se pueda ir a pescar, pasearse en barca, ver ruinas de fortificaciones góticas, y encontrarse en medio de los trigales, como San Andrés del Campo estaba, una iglesia monumental, rústica y dorada como un almiar; y los acianos, los espinos, los manzanos con que a veces me encuentro en los campos cuando viajo, se ponen inmediatamente en comunicación con mi corazón, porque están a la misma profundidad al mismo nivel de mi rasado. Y, sin embargo, como todos los sitios tienen algo de individual, cuando me asalta el deseo de ver otra vez el lado de Guermantes, no se satisfaría con que me llevaran a la orilla de un río donde hubiera ninfeas tan hermosas o más hermosas que en el Vivonne, como por la noche al volver a casa —a la hora en que despertaba dentro de mí esa angustia que más tarde emigra al amor y puede hacerse inseparable de este sentimiento amoroso—, no hubiera yo querido que subiera a decirme adiós una madre más hermosa y más inteligente que la mía. No; lo mismo que lo que yo necesitaba para dormirme feliz y con esa paz imperturbable que ninguna mujer me ha podido dar luego, porque hasta el momento de creer en ellas se duda de ellas, y nunca nos dan el corazón, como me daba mi madre el suyo, en un beso entero y sin ninguna reserva, sin sombra de una intención que no fuera dirigida a mí —lo mismo que lo que yo necesitaba— es que fuera ella la que inclinara hacia mí aquel rostro que tenía junto a un ojo un defecto, según decían, pero que a mí me gustaba tanto como lo demás, así lo que yo quiero ver es el lado de Guermantes que conocí yo, con la alquería separada de las otras dos que están juntas, apretadas una contra otra, al principio de la alameda de robles; son esas praderas donde se reflejan, cuando el sol las pone lustrosas como una charca, las hojas del manzano; es ese paisaje cuya individualidad viene a veces durante la noche en mis sueños a sobrecogerme con una fuerza casi fantástica, imposible de encontrar luego cuando me despierto. Indudablemente, el lado de Méséglise o el lado de Guermantes me han expuesto luego a muchas decepciones y a muchas faltas, porque unieron dentro de mí indisolublemente impresiones distintas que no tenían otro lazo que el haberlas sentido allí al mismo tiempo. Porque muchas veces he tenido deseos de ver a una persona sin darme cuenta de que era sencillamente porque me recordaba un seto de espinos, y he llegado a creer y a hacer creer en un retoñar del cariño donde no había más que deseo de viaje. Por eso mismo también, como están presentes en aquellas de mis impresiones actuales con que tienen relación, les dan cimiento y profundidad, una dimensión más que a las otras. Y de ese modo les infunden un encanto y una significación que sólo yo puedo gozar. Cuando en las noches estivales, el cielo armonioso gruñe como una fiera y todo el mundo se enfada con la tormenta que llega, si yo me quedo solo, extático, respirando a través del rumor de la lluvia el olor de unas lilas invisibles y persistentes, al lado de Méséglise se lo debo.

* * *

Y así me estaba muchas veces, hasta que amanecía, pensando en la época de Combray, en mis noches de insomnio, en tantos días cuya imagen me trajo recientemente el sabor —el «perfume» hubieran dicho en Combray— de una taza de té, y por asociación de recuerdos en unos amores que tuvo Swann antes de que yo naciera, y de los cuales me enteré años después de salir de Combray, con esa precisión de detalles más fácil de obtener a veces tratándose de la vida de personas ya muertas hace siglos, que de la vida de nuestro mejor amigo, y que parece cosa imposible, como lo parece el que se pueda hablar de ciudad a ciudad, mientras ignoramos el rodeo que se ha dado para salvar la imposibilidad. Todos esos recuerdos, añadidos unos a otros, no formaban más que una masa, pero podían distinguirse entre ellos —entre los más antiguos y los más recientes, nacidos de un perfume, y otros que eran los recuerdos de una persona que me los comunicó a mi— ya que no fisuras y grietas de verdad, por lo menos ese veteado, esa mezcolanza de coloración que en algunas rocas y mármoles indican diferencias de origen, de edad y de «formación».

Claro es que cuando se acercaba el día ya hacía rato que estaba disipada la incertidumbre de mi sueño. Sabía en qué alcoba me encontraba realmente, la había ido reconstruyendo a mi alrededor en la oscuridad y —ya orientándome por la memoria tan sólo, y ayudándome con un pálido resplandor, debajo del dial ponía yo los cortinones del balcón— la reconstruía y la amueblaba toda entera, como un arquitecto y un tapicero que respetan los huecos primitivos de las ventanas y las puertas; colocaba los espejos y ponía la cómoda en su sitio de siempre. Pero apenas la luz del día —y no ese reflejo de una última brasa en una barra de cobre que yo confundiera antes con el día— trazaba en la oscuridad, como con yeso, su primera raya blanca y rectificativa, la ventana con sus visillos se marchaba del marco de la puerta en donde ya la había colocado erróneamente, mientras que la mesa, instalada en aquel lugar por mi torpe memoria huía a toda velocidad para hacer hueco a la ventana, llevándose por delante la chimenea y apartando la pared del pasillo; un patinillo triunfaba en donde un instante antes se extendía el tocador, y la morada que yo reconstruyera en las tinieblas se iba en busca de las moradas entrevistas en el torbellino del despertar, puesta en fuga por ese pálido signo que trazó por encima de sus cortinas el dedo tieso de la luz del día.

SEGUNDA PARTE:

Unos amores de Swann

Para figurar en el «
cogollito
», en el
clan
, en el «grupito» de los Verdurin, bastaba con una condición, pero ésta era indispensable: prestar tácita adhesión a un credo cuyo primer artículo rezaba que el pianista, protegido aquel año por la señora de Verdurin, aquel pianista de quien decía ella: «No debía permitirse tocar a Wagner tan bien», se «cargaba» a la vez a Planté y a Rubinstein, y que el doctor Cottard tenía más diagnóstico que Potain. Todo «recluta nuevo» que no se dejaba convencer por los Verdurin de que las reuniones que daban las personas que no iban a su casa eran más aburridas que el ver llover, era inmediatamente excluido. Como las mujeres se revelaban a este respecto más que los hombres a deponer toda curiosidad mundana y a renunciar al deseo de enterarse por sí mismas de los atractivos de otros salones, y como los Verdurin se daban cuenta de que ese espíritu crítico podía, al contagiarse, ser fatal para la ortodoxia de la pequeña iglesia suya, poco a poco fueron echando a todos los fieles del sexo femenino.

Aparte de la mujer del doctor, una señora joven, aquel año estaban casi reducidos (aunque la señora de Verdurin era muy virtuosa y pertenecía a una riquísima familia de la clase media, con la que había ido cesando poco a poco todo trato) a una persona casi perteneciente al mundo galante; la señora de Crécy, a la que llamaba la señora de Verdurin por su nombre de pila, Odette, y la consideraba como un «encanto», y a la tía del pianista, que debía estar muy al tanto de las costumbres de portal y escalera; personas ambas que no sabían nada del gran mundo, y de tanta candidez, que fue muy fácil convencerlas de que la princesa de Sagan y la duquesa de Guermantes tenían que pagar a unos cuantos infelices para no tener desiertas sus mesas, tanto que si aquellas dos grandes señoras hubieran invitado a la ex portera y a la
demimondaine
[20]
habrían recibido una desdeñosa negativa.

Los Verdurin no daban comidas: siempre había en su casa «cubierto puesto». No se hacían programas para la reunión de después de cenar. El pianista tocaba, pero sólo si «le daba por ahí», porque allí no se obligaba a nadie; ya lo decía el señor Verdurin: «¡Todo por los amigos, vivan los camaradas!». Si el pianista quería tocar la cabalgata de
La Walkyria
o el preludio de
Tristán
, la señora de Verdurin protestaba, no porque esa música le desagradara, sino porque al contrario, la impresionaba demasiado. «¿Es que se empeña usted en que tenga jaqueca? Ya sabe usted que cada vez que toca eso pasa lo mismo. Mañana, cuando quiera levantarme, se acabó, ya no soy nada.» Si no se tocaba el piano, había charla, y algún amigo, por lo general el pintor favorito de tanda, «soltaba», como decía Verdurin, «una paparrucha fenomenal que retorcía a todos de risa», sobre todo a la señora de Verdurin —tan aficionada a tomar en sentido propio las expresiones figuradas de sus emociones— que una vez el doctor Cottard (entonces joven principiante) tuvo que ponerle en su sitio una mandíbula que se le había desencajado a fuerza de reír.

Estaba prohibido el frac, porque allí todos eran «camaradas», y para no parecerse en nada a los «pelmas», a los que se tenía más miedo que a la peste, y que eran invitados tan sólo a grandes reuniones, que daban los Verdurin muy de tarde en tarde, y tan sólo cuando podían servir para entretenimiento del pintor para dar a conocer al pianista. El resto del tiempo se contentaban con representar charadas, cenar vestidos con los disfraces, pero en la intimidad, y sin introducir ningún extraño al «cogollito».

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