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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

Por el camino de Swann (31 page)

BOOK: Por el camino de Swann
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Pues bien; apenas hacía unos minutos que el joven pianista de los Verdurin empezó a tocar, cuando, de pronto, tras una nota alta, largamente sostenida durante dos compases, reconoció, vio acercarse, escapando de detrás de aquella sonoridad prolongada y tendida como una cortina sonora para ocultar el misterio de su incubación, toda secreta, susurrante y fragmentada, la frase aérea y perfumada que le enamoraba. Tan especial era, tan individual e insustituible su encanto, que para Swann aquello fue como si se hubiera encontrado en una casa amiga con una persona que admiró en la calle y que ya no tenía esperanza de volver a ver. Por fin se marchó, diligente, guiadora, entre las ramificaciones de su fragancia y dejó en el rostro de Swann el reflejo de su sonrisa. Pero ahora ya podía preguntar el nombre de su desconocida (le dijeron que era el andante de la sonata para piano y violín, de Vinteuil), le había echado mano, podría llevársela a casa cuando quisiera, probar a descifrar su lenguaje y su misterio.

Así, cuando el pianista acabó, Swann le dio las gracias tan cordialmente, que eso le agradó mucho a la señora de Verdurin.

—¿Es un mago, verdad? —dijo Swann—. ¡Qué modo tiene de comprender la sonata el muy bribón! ¿No sabía que el piano pudiera llegar a tanto, eh? Es todo, menos piano. Siempre caigo en el lazo y me parece que estoy oyendo una orquesta, más completo.

El joven pianista hizo una inclinación, y dijo sonriente y subrayando las palabras, como si fueran muy ingeniosas:

—Es usted muy indulgente conmigo.

Y mientras que la señora de Verdurin decía a su marido que diera al joven pianista una naranjada, porque se la tenía muy merecida, Swann estaba contando a Odette como se enamoró de aquella frase musical. Y cuando la señora de Verdurin dijo desde lejos: «Parece que le están diciendo a usted cosas bonitas, Odette», ésta contestó. Sí, muy hermosas» y a Swann lo deleitó esta sencillez. Pidió detalles relativos a Vinteuil, a sus obras, la época en que vivió y a la significación que él podría dar a la frase, que es lo que más le interesaba.

Pero ninguna de aquellas personas que, al parecer, profesaban gran admiración al autor de la sonata (cuando Swann dijo que la sonata le parecía muy hermosa, la señora de Verdurin exclamó: «Vaya si es hermosa. Pero no debe uno confesar que no ha oído la sonata de Vinteuil, no hay derecho a no conocerla», a lo que añadió el pintor: «Es una cosa enorme, verdad. No es la cosa de público bonita y tal, no; Pero para los artistas es de una emoción grande»), supo contestar a sus preguntas, sin duda porque nunca se las habían hecho ellos.

Y cuando Swann hizo una o dos observaciones concretas sobre la frase que le gustaba, dijo la señora de Verdurin: «Pues, mire usted, nunca me había fijado; bien es verdad que a mí no me gusta meterme en camisa de once varas ni extraviarme en la punta de una aguja; aquí no perdemos el tiempo en pedir peras al olmo, no somos así»; mientras que el doctor Cottard la miraba desenvolverse entre aquel torrente de locuciones con admiración beatífica y estudioso fervor. Por lo demás, él y su mujer, con ese buen sentido propio de algunas lentes del pueblo, se guardaban mucho de dar una opinión o de fingir admiración cuando se trataba de una música que para ellos, según se confesaba luego mutuamente el matrimonio al volver a casa, era tan incomprensible como la pintura del señor Biche. Y es que como la gracia, lo atractivo, las formas de la naturaleza, no llegan al público más que a través de los lugares comunes de un arte lentamente asimilado, lugares comunes que todo artista original empieza por desechar, los Cottard, imagen en esto del público, no veían ni en la sonata de Vinteuil ni en los retratos del pintor lo que para ellos era armonía en música y belleza en pintura. Cuando el pianista tocaba les parecía que iba sacando al azar del piano notas que no estaban enlazadas por las formas que ellos tenían costumbre de oír, y que el pintor echaba los colores caprichosamente en el lienzo. Si alguna vez reconocían una forma en un cuadro del pintor la juzgaban pesada y vulgar (es decir, sin la elegancia consagrada por la escuela de pintura, con cuyos anteojos veían hasta a la gente que andaba por la calle) y sin ninguna veracidad, como si Biche no hubiera sabido cómo era un hombre o ignorara que las mujeres no tienen el pelo color malva.

Los fieles se dispersaron, y el doctor creyó la ocasión propicia, y, mientras la señora de Verdurin decía su última frase sobre la sonata de Vinteuil, lo mismo que un nadador principiante que se tira al agua para aprender, pero escoge un momento en que no lo pueda ver mucha gente, exclamó con brusca resolución:

—Entonces es lo que se llama un músico de
primo cartello
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.

Todo lo que pudo averiguar Swann fue que la aparición reciente de la sonata de Vinteuil causó gran impresión en una escuela musical muy avanzada, pero era enteramente desconocida del gran público.

—Yo conozco a un Vinteuil —dijo Swann, acordándose del profesor de piano de las hermanas de mi abuela.

—¡Ah!, quizá sea ése el de la sonata —exclamó la señora de Verdurin.

—No, no —dijo Swann riéndose—, si usted lo hubiera visto, aunque sólo fuera dos minutos, no se plantearía esa cuestión.

—Entonces, plantear la cuestión, es resolverla —dijo el doctor.

—Puede que sea pariente suyo —continuó Swann—; sería lamentable; pero, al fin y al cabo, un hombre genial puede muy bien tener un primo que sea un viejo estúpido. Si así fuera, yo confieso que pasaría por cualquier tormento con tal de que el viejo estúpido me presentara al autor de la sonata, y, en primer lugar, por el tormento de tratar al viejo, que debe de ser atroz.

El pintor dijo que Vinteuil estaba por aquel entonces muy malo, y que el doctor Potain creía que no se podía salvar.

—¿Pero hay todavía gente que llama a Potain? —dijo la señora de Verdurin.

—Señora —dijo Cottard, con tono de afectada discreción—, tenga en cuenta que está usted hablando de un compañero mío, mejor dicho, de uno de mis maestros.

Al pintor le habían dicho que Vinteuil estaba amenazado de locura. Y afirmaba que eso podía advertirse en determinados pasajes de la sonata. A Swann no le pareció disparatada la observación, pero le perturbó mucho; porque como en una obra de música pura no se da ninguna de esas relaciones lógicas que cuando faltan en el habla de una persona indican que no está en su juicio, la locura, vista en una sonata, le parecía tan misteriosa como la locura de una perra o de un caballo, de las que suelen darse caso, a pesar de su rareza.

—Vaya usted a paseo, con lo de los maestros; usted sabe diez veces más que él contestó la señora de Verdurin a Cottard, con el tono de una persona que sabe defender lo que dice y hace frente valerosamente a los que no opinan como ella. Por lo menos, usted no mata a sus enfermos.

—Pero, señora, observe usted que es académico —replicó el doctor irónicamente—, y hay enfermos que prefieren morir a manos de un príncipe de la ciencia… Es muy elegante eso de poder decir que lo asiste a uno Potain.

—¡Ah, sí!, ¿conque es más elegante? ¿De modo que ahora entra en las enfermedades eso de la elegancia? No lo sabía. ¡Qué divertido es usted! —exclamó de pronto, tapándose la cara con las manos—. Y yo, tonta de mí, que estaba discutiendo seriamente sin notar que me la estaba usted dando con queso.

Al señor Verdurin le pareció un poco cansado echarse a reír por tan poca cosa, y se limitó a echar una bocanada de humo; pensando tristemente que nunca podría rivalizar con su esposa en el terreno de la amabilidad.

—¿Sabe usted que su amigo nos ha sido muy simpático? —dijo la señora de Verdurin a Odette, cuando ésta se despedía—. Es muy sencillo y muy agradable. Si todos los amigos que nos presente usted son así, puede traerlos cuando quiera.

El señor Verdurin observó que Swann no había sabido apreciar a la tía del pianista.

—Es que todavía no estaba en su centro —respondió su mujer—. ¿Cómo quieres que la primera vez tenga ya el tono de la casa, como Cottard, que es de nuestro clan hace ya años? La primera vez no se cuenta, es para hacer dedos. Odette, hemos quedado en que mañana irá a buscarnos al Chatelet. ¿Por qué no va usted a recogerlo a su casa?

—No, no quiere.

—Bueno, lo que usted disponga. Pero no vaya a desertar a última hora.

Con gran sorpresa de la señora de Verdurin, Swann no desertó nunca. Iba a buscarlos a cualquier parte, hasta a los restaurantes de las afueras, algunas veces aunque no muchas, porque aun no era la temporada, y, sobre todo, al teatro, que gustaba mucho a la señora de Verdurin; un día, en casa, dijo la señora que les sería muy útil para las noches de estreno y de funciones de gala un pase de libre circulación para el coche, y que le echaron mucho de menos el día del entierro de Gambetta. Swann, que nunca aludía a sus amistades de lustre, sino tan sólo a aquellas de poco precio, que le hubiera parecido poco delicado ocultar, y entre las cuales contaba, por haberse acostumbrado a juzgarlas así en los salones del barrio de Saint-Germain, sus amistades con personajes oficiales, contestó:

—Yo le traeré a usted uno a tiempo para la
reprise
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de los
Denicheff
, porque precisamente mañana almuerzo en el Elíseo y allí veré al prefecto de Policía.

—¿Cómo en el Elíseo? —gritó el doctor Cottard con voz tonante.

—Sí, estoy convidado por Grévy —contestó Swann un poco azorado por el efecto que hizo su frase.

Y el pintor dijo a Cottard en tono de broma:

—¿Le da a usted eso muy a menudo?

Generalmente, después que le habían explicado la cosa. Cottard decía: «¡Ah!, ya, ya; está bien», y no daba más muestras de emoción.

Pero aquella vez las últimas palabras de Swann, en vez de calmarlo, como de costumbre, llevaron al colmo su asombro de que una persona que cenaba a su lado, que no tenía cargo oficial, ni brillo social ninguno, se codeara con el presidente de la República.

—¿Cómo Grévy, conoce usted Grévy? —dijo a Swann con la cara estúpida e incrédula de un municipal cuando un desconocido se le acerca diciéndole que quiere ver al presidente de la República, y que al comprender por estas palabras «cuál era la clase de persona que tenía delante», como dicen los periódicos asegura al loco que lo van a recibir en seguida y lo lleva a la enfermería especial de la prevención.

—Sí, lo trato un poco. Conozco a algún amigo suyo (y no se atrevió a decir que era el príncipe de Gales) y además allí se invita a mucha gente; no tienen nada de divertido esos almuerzos, no crea usted, son muy sencillos y no suele haber más de ocho comensales —respondió Swann, que quería borrar lo deslumbrante de aquella impresión que hizo en su interlocutor el que él se tratara con el presidente de la República.

Y en seguida Cottard, tomando a pie juntillas lo que dijo Swann, adoptó la cosa muy corriente opinión de que ser invitado por Grévy era cosa muy corriente y nada apetecible. Y ya no se extrañó de que Swann, ni otra persona cualquiera, fuera al Elíseo, y hasta lo compadecía por ir a aquellos almuerzos que, según propia confesión del invitado, eran aburridos.

—Ya, ya; está bien —dijo con el tono de un aduanero que desconfiaba un momento antes y que después de las explicaciones de uno, pone el visto y le deja a uno pasar sin abrir los baúles.

—Ya lo creo que deben ser aburridos los tales almuerzos; ya necesita usted ánimo para ir —dijo la señora de Verdurin; porque el presidente de la República se le figuraba un pelma especialmente temible, que si llegara a emplear los medios de seducción y apremio que tenía a su disposición, con los fieles de los Verdurin, quizá los hubiera hecho desertar—. Dicen que es más sordo que una tapia y que come con los dedos.

En efecto, no se debe usted divertir mucho —dijo el doctor con una sombra de conmiseración en la voz; y acordándose de que los invitados no eran más que ocho, preguntó vivamente, más bien movido por celo de lingüista que por curiosidad de mirón—: Esos son almuerzos íntimos, ¿no?

Pero el prestigio que a sus ojos tenía el presidente de la República acabó por triunfar de la humildad de Swann y de la malevolencia de la señora Verdurin, y no se pasaba comida sin que Cottard preguntara con mucho interés: «¿Vendrá esta noche el señor Swann? Es amigo personal de Grévy. Es lo que se llama un
gentleman
, ¿no?» Y hasta le ofreció una tarjeta de entrada a la Exposición de Odontología.

—Puede entrar usted y las personas que lo acompañen, pero no dejan pasar perros. Ya comprenderá usted que se lo digo porque tengo amigos que no lo sabían y que luego se tiraban de los pelos.

El señor Verdurin notó que a su mujer le había sentado muy mal el descubrimiento de aquellas amistades elevadas que tenía Swann y de las que no hablaba nunca.

Swann se reunía con el cogollito en casa de los Verdurin, a no ser que hubiera dispuesta alguna diversión fuera de casa; pero no iba más que por la noche, y casi nunca aceptaba convites para la cena, a pesar de los ruegos de Odette.

—Si usted quiere, podemos cenar solos, si así le gusta más —decía ella.

—¿Y la señora de Verdurin, qué va a decir?

—Eso es muy sencillo. Diré que no me han preparado el traje a tiempo o que mi
cab
ha llegado tarde. Ya nos arreglaremos.

—Es usted muy buena.

Pero Swann pensaba que, no consintiendo en verla hasta después de cenar, haría ver a Odette que existían para él otros placeres preferibles al de estar con ella, y así no se saciaría en mucho tiempo la simpatía que inspiraba a Odétte. Además, prefería con mucho a la de Odette, la belleza de una chiquita de oficio, fresca y rolliza como una rosa, de la que estaba por entonces enamorado, y le gustaba más pasar con ella las primeras horas de la noche, porque estaba seguro de que luego vería a Odette. Por lo mismo, no quería nunca que Odette fuera a buscarlo para ir a casa de los Verdurin. La obrerita esperaba a Swann cerca de su casa, en una esquina que ya conocía Rémi, el cochero; subía al coche y se estaba en los brazos de Swann hasta que el coche se paraba ante la casa de los Verdurin. Al entrar, la señora le enseñaba unas rosas qué él mandó aquella mañana, diciéndole que lo iba a regañar, y le indicaba un sitio junto a Odette, mientras el pianista tocaba, dedicándosela a ellos dos, la frase de Vinteuil, que era como el himno nacional de sus amores. La frase empezaba por un sostenido de trémolos en el violín, que duraban unos cuantos compases y ocupaban el primer término, hasta que, de pronto, parecía que se apartaban, y como en un cuadro de Pieter de Hooch, donde la perspectiva se ahonda a lo lejos por el marco de una puerta abierta, allá en el fondo, con color distinto y a través de la aterciopelada suavidad de una luz intermedia, aparecía la frase, bailarina, pastoril, intercalada, episódica, como cosa de otro mundo distinto. Pasaba sembrando por todas partes los dones de su gracia; los pliegues de su túnica eran sencillos e inmortales, y llevaba en los labios la misma sonrisa de siempre; pero en ella parecía que Swann percibía ahora un matiz de desencanto, como si la frase conociera lo vano de la felicidad, cuyo camino mostraba a los hombres. En su gracia ligera había algo ya consumado, algo como la indiferencia que sigue a la pena. Pero poco le importaba, porque no la consideraba en sí misma en lo que podía expresar para un músico que ignorara la existencia de Swann y de Odette cuando la creó, para todos los que la habrían de oír en siglos futuros, sino como una prenda y recuerdo de su amor, que hasta al pianista y a los Verdurin les hacía pensar en Odette, al mismo tiempo que en él, y que les servía de lazo; hasta tal punto que, cediendo al capricho de Odette, renunció a su proyecto de pedir a un músico que le tocara la sonata: entera, y siguió sin conocer más que aquel tiempo «¿Qué necesidad tiene usted de lo demás? —le había dicho Odette—. El trozo
nuestro
es ése.» Sufría al pensar que la frase, cuando pasaba tan cerca y tan por lo infinito al mismo tiempo, aunque era para él y para Odette, no los reconocía y lamentaba que tuviera una significación y belleza intrínseca y extraña a ellos, lo mismo que sentimos que el agua de una gema que regalamos, o los vocablos de una carta de la mujer amada, sean algo más que la esencia de un amor fugaz o de un ser determinado.

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