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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

Por el camino de Swann (30 page)

BOOK: Por el camino de Swann
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—Es una mujer excelente —contestó—. Desde luego que no asombra; pero es muy agradable cuando se habla un rato con ella sola.

—No lo dudo —dijo Swann en seguida—. Quería decir que no me parecía una «eminencia» —añadió subrayando con la voz ese sustantivo—; pero eso, en realidad es un cumplido.

—Pues mire usted: aunque le extrañe, le diré que escribe deliciosamente. ¿No ha oído usted nunca a su sobrino? Es admirable, ¿verdad, doctor? ¿Quiere usted que le pida que toque algo, señor Swann?

—Tendría un placer infinito… —empezó a decir Swann; pero el doctor lo interrumpió con aire de guasa. Porque había oído decir que en la conversación el énfasis y la solemnidad de formas estaban anticuados, y en cuanto oía una palabra grave dicha en serio, como ese «infinito», juzgaba que el que la había dicho pecaba de pedantería. Y si además esa palabra daba la casualidad que figuraba en lo que él llamaba un lugar común, por corriente que fuera la palabra, el doctor suponía que la frase iniciada era ridícula y la remataba irónicamente con el lugar común aquel, cual si lanzara sobre su interlocutor la acusación de haber querido colocarlo en la conversación, cuando, en realidad, no había nada de eso.

—Infinito, como los cielos y los mares —exclamó con malicia, alzando los brazos enfáticamente.

El señor Verdurin no pudo contener la risa.

—¿Qué pasa ahí, que se están riendo todos esos señores? Parece que en ese rincón no se cría la melancolía —exclamó la señora de Verdurin—. Pues yo no estoy muy divertida, aquí, castigada a estar sola —añadió en tono de despecho y echándoselas de niña.

Estaba sentada en un alto taburete sueco, de madera de pino encerada, regalo de un violinista de aquel país, y que ella conservaba, aunque por su forma recordaba a un escabel, y no casaba bien con los magníficos muebles antiguos de la casa; pero le gustaba tener siempre a la vista los regalos que solían hacerle los fieles de cuando en cuando, para que así, cuando los donantes fueran a verla, tuvieran el gusto de reconocer aquellos objetos. Por eso trataba de convencer a los amigos de que se limitaran a las flores y a los bombones, que, por lo menos, no se conservan; pero como no lo lograba, tenía la casa llena de calientapiés, almohadones, relojes, biombos, barómetros, cacharros de China, amontonados y repetidos, y toda clase de regalos de aguinaldo completamente dispares.

Desde aquel elevado sitial participaba animadamente en la conversación de los fieles, y se sonreía de sus «camelos»; pero desde el accidente de la mandíbula, renunció a tomarse el trabajo de desternillarse de verdad, y en su lugar entregábase a una mímica convencional, que significaba, sin ningún riesgo ni fatiga para su persona, que lloraba de risa. Al menor chiste de uno de los íntimos contra un pelma o un ex íntimo relegado al campo de los pelmas —con gran desesperación del señor Verdurin, el cual tuvo mucho tiempo la pretensión de ser tan amable como ella, pero que como se reía de veras, se quedaba en seguida sin aliento, distanciado y vencido por aquella artimaña de hilaridad incesante y ficticia—, lanzaba un chillido, cerraba sus ojos de pájaro, que ya empezaba a velar una nube, y bruscamente, como si no tuviera más que el tiempo justo para ocultar un espectáculo indecente, o para evitar un mortal ataque, hundía la cara entre las manos, y con el rostro así oculto y tapado, parecía que se esforzaba en reprimir y ahogar una risa, que sin aquel freno hubiera acabado por un desmayo. Y así, embriagada por la jovialidad de los fieles, borracha de familiaridad, de maledicencia y de asentimiento, la señora de Verdurin, encaramada en su percha como un pájaro después de haberle dado sopa en vino, hipaba de amabilidad.

Entre tanto, el señor Verdurin, después de pedir permiso a Swann para encender su pipa («aquí no gastamos etiqueta, somos todos amigos») rogaba al pianista que se sentara al piano.

—Pero no le des la lata; no viene aquí a que lo atormentemos —aclamó la señora de la casa—; yo no quiero que se le atormente.

—Pero eso no es darle la lata —dijo Verdurin—. Quizá el señor Swann no conozca la sonata en fa sostenido que hemos descubierto; puede tocar el arreglo de piano.

—No, no; mi sonata, no —vociferó la señora de Verdurin—; no tengo ganas de cargar con un catarro de cabeza y neuralgia facial, a fuerza de llorar corno la última vez. Gracias por el regalito; pero no quiero volver a empezar. Buenos están ustedes; ya se ve que no son ustedes los que se tendrán que estar luego ocho días en la cama.

Aquella pequeña comedia, que se repetía siempre que el pianista iba a tocar, encantaba a los fieles corno si fuera nueva, y les parecía prueba de la seductora originalidad del «ama» de y su sensibilidad musical. Los que estaban a su lado hacían señas a los que más lejos fumaban o jugaban a las cartas, de que se acercaran, de que ocurría algo, y les decían, como se dice en el Reichstag en los momentos interesantes: «Oiga, oiga». Y al día siguiente se daba el pésame a los que no pudieron presenciarlo, diciéndoles que la escena fue más divertida aún que de costumbre.

—Bueno, pues ya está, no tocará más que el andante.

—¡Eh, eh!, el andante, pues no vas tú poco aprisa —exclamó la señora—. Pues el andante es precisamente el que me deshace de brazos y piernas. ¡Sí que tiene unas cosas el amo! Es como si nos dijera, hablando de la «novena», que sólo tocaran el final, o de
Los Maestros Cantores
, la obertura nada más.

El doctor, entre tanto, animaba a la señora de Verdurin para que dejara tocar al pianista, no porque creyera que eran de mentira las perturbaciones que le causaba la música —las consideraba como estados neurasténicos—, sino por este hábito tan frecuente en muchos médicos de aflojar inmediatamente la severidad de sus órdenes en cuanto hay en juego, cosa que les parece mucho más importante, alguna reunión mundana en donde ellos están, y que tiene como factor esencial a una persona a quien aconsejan que por aquella noche no se acuerde de su dispepsia o su gripe.

—No, esta vez no le pasará nada, ya lo verá —dijo intentando sugestionarla con la mirada—. Y si le pasa algo, ya la curaremos.

—¿De veras? —contestó la señora de Verdurin, como si ante la esperanza de tal favor ya no cupiera más recurso que capitular. También, quizá a fuerza de decir que se iba a poner mala, había momentos en que ya no se acordaba que era mentira y estaba mentalmente enferma. Y hay enfermos que, cansados de tener que estar siempre imponiéndose privaciones para evitar un ataque de su enfermedad, se dan a la ilusión de que podrán hacer impunemente lo que les gusta, y de ordinario les sienta mal, a condición de entregarse en manos de un ser poderoso que, sin que tengan ellos que molestarse nada, con una píldora o una palabra los pongan buenos.

Odette había ido a sentarse en un canapé forrado de tapices de Beauvais, al lado del piano.

—Yo ya tengo mi sitio —dijo a la señora de Verdurin, la cual, viendo que Swann se sentó en una silla, lo hizo levantarse.

—Ahí no está usted bien, siéntese usted junto a Odette. ¿Verdad que hará usted un huequecito al señor Swann, Odette?

—Bonito tapiz —dijo Swann al ir a sentarse, en su deseo de mostrarse cumplido.

—¡Ah!, me alegro de que sepa usted apreciar mi canapé —respondió la señora de Verdurin—. No se moleste usted en buscar otro tan hermoso, porque no lo hay. Nunca han hecho nada mejor que esto. Las sillitas también son un prodigio; las verá usted. Cada adorno de bronce es un atributo correspondiente al asunto tratado en el dibujo del asiento; ha y con qué entretenerse, ¿sabe usted?; pasará usted un buen rato viéndolo. Hasta los dibujos de los galones son bonitos; mire usted esa vid sobre fondo rojo, la del oso y las uvas. Vaya un dibujo, ¡eh! ¿Qué le parece? Eso era dibujar y entender de dibujo. Y qué apetitosa es la tal parra. Mi marido sostiene que a mí no me gusta la fruta porque como menos que él. Y, sin embargo, soy más golosa de fruta que ninguno de ustedes; sólo que no tengo necesidad de metérmela en la boca y la saboreo con la mirada ¿De qué se ríen ustedes? Que les diga el doctor si no es verdad que esas uvas me purgan. Hay quien hace su tratamiento de Fontainebleau y yo lo hago de Beauvais. Pero, señor Swann, no se vaya usted sin tocar los bronces del respaldo. ¿Le parece suave la pátina? Pero tóquelos bien, no así, con la punta de los dedos.

—¡Ah!, si la señora de Verdurin empieza a sobar los bronces me parece que esta noche no hay música —dijo el pintor.

—Cállese usted, tonto. Bien mirado —dijo ella—, a nosotras las mujeres nos están prohibidas cosas menos voluptuosas que ésta. No hay carne que se pueda comparar con esto. Cuando mi marido me hacía el honor de tener celos… Vamos, no digas que no los tuviste alguna vez, aunque no sea más que por cortesía…

—Pero si yo no he dicho nada. Doctor, usted es testigo, ¿verdad que yo no he dicho nada?

Swann palpaba los bronces por cumplir, y no se atrevía a dar por terminada la operación.

—Vamos, luego los acariciará usted, porque ahora va usted a ser acariciado, acariciado por el oído; creo que le gustará a usted; este joven se va a encargar de esa misión.

Cuando el pianista acabó de tocar, Swann estuvo con él más amable que con nadie, debido a lo siguiente:

El año antes había oído en una reunión una obra para piano y violín. Primeramente sólo saboreó la calidad material de los sonidos segregados por los instrumentos. Le gustó ya mucho ver cómo de pronto, por bajo la línea del violín, delgada, resistente, densa y directriz, se elevaba, como en líquido tumulto, la masa de la parte del piano, multiforme, indivisa, plana y entrecortada, igual que la parda agitación de las olas, hechizada y bemolada por la luz de la luna. Pero en un momento dado, sin poder distinguir claramente un contorno, ni dar un nombre a lo que le agradaba, seducido de golpe, quiso coger una frase o una armonía —no sabía exactamente lo que era—, que al pasar le ensanchó el alma, lo mismo que algunos perfumes de rosa que rondan por la húmeda atmósfera de la noche tienen la virtud de dilatarnos la nariz. Quizá por no saber música le fue posible sentir una impresión tan confusa, una impresión de esas que acaso son las únicas puramente musicales, concentradas, absolutamente originales e irreductibles a otro orden cualquiera de impresiones. Y una de estas impresiones del instante es, por decirlo así,
sine materia
. Indudablemente, las notas que estamos oyendo en ese momento aspiran ya, según su altura y cantidad, a cubrir, delante de nuestra mirada, superficies de dimensiones variadas, a trazar arabescos y darnos sensaciones de amplitud, de tenuidad, de estabilidad y de capricho. Pero las notas se desvanecen antes de que esas sensaciones estén lo bastante formadas en nuestra alma para librarnos de que nos sumerjan las nuevas sensaciones que ya están provocando dos notas siguientes o simultáneas. Y esa impresión seguiría envolviendo con su liquidez y su «esfumado» los motivos que de cuando en cuando surgen, apenas discernibles para hundirse en seguida y desaparecer, tan sólo percibidos por el placer particular que nos dan, imposibles de describir, de recordar, de nombrar, inefables, si no fuera porque la memoria, como un obrero que se esfuerza en asentar duraderos cimientos en medio de las olas, fabricó para nosotros facsímiles de esas frases fugitivas, y nos permite que las comparemos con las siguientes y notemos sus diferencias. Y así, apenas expiró la deliciosa sensación de Swann, su memoria le ofreció, acto continuo, una trascripción sumaria y provisional de la frase, pero en la que tuvo los ojos clavados mientras que seguía desarrollándose la música, de tal modo, que cuando aquella impresión retornó ya no era inaprensible. Se representaba su extensión, los grupos simétricos, su grafía y su valor expresivo; y lo que tenía ante los ojos no era ya música pura: era dibujo, arquitectura, pensamiento, todo lo que hace posible que nos acordemos de la música. Aquella vez distinguió claramente una frase que se elevó unos momentos por encima de las ondas sonoras. Y en seguida la frase esa le brindó voluptuosidades especiales, que nunca se le ocurrieron hacia antes de haberla oído, que sólo ella podía inspirarle, y sintió hacia ella un amor nuevo.

Con su lento ritmo lo encaminaba, ora por un lados ora por otro: hacia una felicidad noble, ininteligible y concreta. Y de repente, al llegar a cierto punto, cuando él se disponía a seguirla, hubo un momento de pausa y bruscamente cambió de rumbo, y con un movimiento nuevo, más rápido, menudo, melancólico, incesante y suave, lo arrastró con ella hacia desconocidas perspectivas. Luego, desapareció. Anheló con toda el alma volverla a ver por tercera vez. Y salió, efectivamente, pero ya no le habló con mayor claridad, y la voluptuosidad fue esta vez menos intensa. Pero cuando volvió a casa sintió que la necesitaba, como un hombre que, al ver pasar a una mujer entrevista un momento en la calle, siente que se le entra en la vida la imagen de una nueva belleza, que da a su sensibilidad un valor aun más grande, sin saber siquiera ni cómo se llama la desconocida ni si la volverá a ver nunca.

Aquel amor por la frase musical pareció por un instante que prendía en la vida de Swann una posibilidad de rejuvenecimiento. Hacía tanto tiempo que renunció a aplicar su vida a un ideal, limitándola al logro de las satisfacciones de cada día, que llegó a creer, sin confesárselo nunca, formalmente, que así habría de seguir hasta el fin de su existencia; es más: como no sentía en el ánimo elevados ideales, dejó de creer en su realidad, aunque sin poder negarla del todo. Y tomó la costumbre de refugiarse en pensamientos sin importancia, con lo cual podía dejar a un lado el fondo de las cosas. E igual que no se planteaba la cuestión de que acaso lo mejor sería no ir a sociedad, pero, en cambio, sabía exactamente que no se debe faltar a un convite aceptado, y que si después no se hace la visita de cortesía, hay que dejar tarjetas, lo mismo en la conversación se esforzaba por no expresar nunca con fe una opinión íntima respecto a las cosas, sino en proporcionar muchos detalles materiales, que en cierto modo tuvieran un valor intrínseco, y que le servían para no dar el pecho. Ponía una extremada precisión en los datos de una receta de cocina, en la exactitud de la, fecha del nacimiento o muerte de un pintor, o en los títulos de sus obras. Y algunas veces llegaba, a pesar de todo, hasta formular un juicio sobre una obra, o sobre un modo de tomar la vida, pero con tono irónico; como si no estuviera muy convencido de lo que decía. Pues bien; como esos valetudinarios que de pronto, por haber cambiado de clima, por un régimen nuevo, o a veces por una evolución orgánica espontánea y misteriosa, parecen tan mejorados de su dolencia, que empiezan a entrever la posibilidad inesperada de empezar a sus años una vida enteramente distinta, Swann descubrió en el recuerdo de la frase aquella, en otras sonatas que pidió que le tocaran para ver si daba con ella, la presencia de una de esas realidades invisibles en las que ya no creía, pero que, como si la música tuviera una especie de influencia electiva sobre su sequedad moral, le atraían de nuevo con deseo y casi con fuerzas de consagrar a ella su vida. Pero como no llegó a enterarse de quién era la obra que había oído, no se la pudo procurar y acabó por olvidarla. Aquella semana se encontró a algunas personas que estaban también en la reunión y les preguntó; pero unos habían llegado después de la música, otros se marcharon antes; y de los que estuvieron allí durante la ejecución, los hubo que se fueron a charlar a otra sala, y los hubo que escucharon, pero quedándose tan en ayunas como los primeros. Los amos de la casa sabían que era una obra nueva, escogida a gusto de los músicos que tocaron aquella noche; los cuales se habían ido a dar conciertos por provincias; de modo que Swann no pudo enterarse de más. Tenía muchos amigos músicos; pero, aunque se acordaba perfectamente del placer especial e intraducible que le causaba la frase, y veía las formas que dibujaba, era incapaz de entonarla. Y ya dejó de preocuparle.

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