La expresión de los ojos del capitán de la Federación se endureció de pronto.
—Sí, verdaderamente —reflexionó Kirk—. Por el momento, querida, siéntese exactamente donde está, usted y todos sus amigos. Necesito un momento para pensar.
Katur se sentó; también ella pensaba.
DIARIO DEL CAPITÁN, suplemento, grabación del comandante Leonard McCoy en ausencia del capitán James T. Kirk:
Han pasado ya veinte horas desde que el comandante Kaiev nos dio su ultimátum, nos quedan cuatro. Tenemos escasas esperanzas de encontrar al capitán en ese plazo. El señor Spock continúa sus investigaciones, pero hasta ahora no ha descubierto nada que le capacite para encontrar al capitán, mucho menos recuperarle.
De todas formas, puede decirse que hasta ahora no hay ni rastro de las otras naves klingon que han sido anunciadas. La estimación más aproximada del señor Sulu era que su llegada debía producirse dentro de las dieciocho horas posteriores a la emisión del ultimátum; semejantes amenazas raramente son proferidas si quienes las lanzan no están bastante seguros de que los refuerzos se presentarán antes de cumplirse el plazo y aumentarán así la presión sobre los amenazados, e incluso les sorprenderán inadecuadamente preparados y forzarán el enfrentamiento antes de que estén listos para el ataque; lo que habitualmente concluye con los amenazados convertidos en plasma muy poco después. Ésa es una conclusión que deseamos ansiosamente evitar, así que he mantenido la nave en alerta roja desde bastante tiempo antes de cumplirse las dieciocho horas.
Eso provoca ciertos cambios inevitables en la estructura de turnos de la nave y afecta adversamente a la cantidad de gente que recoge datos en la superficie… pero también tengo la responsabilidad de procurar que esa gente y esos datos lleguen a casa sanos y salvos.
Se ha preparado una boya que sacará del sistema todos los datos que hemos recogido hasta el momento. Si nosotros desaparecemos, la boya llegará eventualmente al espacio de la Federación.
También se enviará una copia de todas las entradas del díario de a bordo desde que comenzó el bloqueo klingon. Si llegamos a disponer del tiempo necesario, enviaremos una segunda boya con la misma información. Un duplicado nunca está de más.
Era tarde. McCoy estaba sentado en el sillón de mando y miraba la silueta del planeta que giraba serenamente bajo ellos. Mientras la contemplaba, pasó de su lado diurno a su lado nocturno, la luz de su única luna pequeña destelló con un azul plateado en el enorme espacio vacío del océano más grande de aquel mundo.
«No he llegado a acercarme al agua —pensó McCoy—. Habitualmente eso es algo así como una prioridad para mí. Joanna hizo que me aficionara al agua, en aquellas ocasiones en las que salíamos a Montauk Point e intentábamos ver Inglaterra, al otro lado del mar.» Se sorprendió sonriendo levemente mientras recorría con la mirada a los tripulantes del turno de noche del puente. «Ha pasado mucho tiempo», se dijo.
—Alférez Devlin —dijo—, usted vivió en la costa este de Estados Unidos durante algún tiempo. ¿Llegó alguna vez hasta Montauk Point?
—Oh, sí, señor —replicó ella, y levantó la mirada de la consola de máquinas—. Mi hermana y yo solíamos ir hasta allí a mirar los tiburones. Era una de sus aficiones.
—¿Y consiguieron ver alguno?
—¡Ya lo creo que sí! Uno de ellos fue el más grande que jamás haya contemplado. Era un verdadero gigante blanco, dijo el biólogo de Montauk Point. Al menos tenía dos metros y medio de largo. Pero a mí me pareció de tres mil.
McCoy visualizó aquello.
—Eso podría haberse comido una lanzadera —comentó—. O al menos podría haberle dado un buen mordisco.
Devlin asintió con la cabeza y extendió las piernas ante sí.
—¿Nervioso, señor? —preguntó pasado un momento.
McCoy sabía que tenía sobre sí otras miradas de los tripulantes del puente, unas miradas que no eran impertinentes, sino interesadas. Lawson y Tee Thov, que estaban sentados en sus puestos, ocupados en las terminales de armamento y navegación, no se volvieron a mirarle, pero él se dio cuenta, por la tensión muscular en sus espaldas, que escuchaban lo que se decía. Parker y North, sentados ante las terminales de ciencias y comunicaciones, se miraron entre sí. McCoy profirió una carcajada contenida.
—Bueno —dijo—, acaso estoy a punto de comerme las uñas hasta el codo. Pero no tiene ningún sentido hacerlo, más tarde podría necesitar los codos para otra cosa.
—Todavía no hay ni rastro de ellos —informó Tee Thov, que volvió la cabeza para mirar a McCoy.
—Todavía no —replicó McCoy—, pero de todas formas aún no es su hora de salir al escenario. No importa. Estaremos preparados.
Se repantigó en el sillón e intentó adoptar una apariencia como la que quería que experimentaran ellos. Habitualmente no tenía ningún problema para conseguirlo… cuando estaba en la enfermería. Su destreza para tratar con los enfermos había sido siempre la envidia de sus compañeros de clase. Era una cosa sencilla, en realidad, una vez que la hubo descubierto: nunca jamás le mientas a un paciente, busca la verdad más alentadora que puedas contarles y no dejes de recordarles que el universo hace cosas extrañas, y que la salud puede superar cualquier enfermedad si se le concede la mitad de una oportunidad y un poco de fe.
La fe era siempre el problema. La gente estaba tan habituada a las certidumbres que formaban la mayor parte de sus vidas —muerte, impuestos, dolor—, que la ocasional necesidad de creer en algo sin pruebas tendía a estar fuera de su alcance. Los que eran capaces de tener fe, sin importarles si alguien pensaba que eran estúpidos, siempre mejoraban más rápidamente y sobrevivían a las que por lo general eran enfermedades fatales. Los cuerpos eran, después de todo, sólo carne educada… y no tan educada. Ante la certidumbre que residía en el corazón de la fe, muy pocos cuerpos tenían defensa alguna.
La pregunta era: ¿su fe en las posibilidades de supervivencia de la
Enterprise
era lo bastante poderosa? ¿O estaba anclada en la etapa en la que uno insistía «¡yo creo, yo creo!», Pero no creía? El universo no podía ser engañado.
En aquel momento se bufó de sí mismo. Había, después de todo, otras voluntades aparte de la suya, otras fes implicadas en aquella situación. Era muy probable que la de ellos arrastrara a la suya propia en aquella ocasión… que la tripulación de la
Enterprise
, tan habituada a no morir en situaciones horribles, continuara adelante como siempre, y él sobreviviera junto a todos ellos.
Aunque, por otra parte, siempre había una primera vez…
—Doctor —le dijo Devlin—. ¿Se encuentra bien?
Él rió suavemente.
—Sí, estoy bien. Simplemente desearía que el capitán entrara en este preciso momento. ¿Sabe usted los problemas que tiene este asiento?
—Ojalá lo supiera —replicó Devlin con envidia no disimulada.
—Está usted como una cabra —le aseguró McCoy—. Bueno, cada loco con su tema. Esta cosa no tiene un apoyo para la espalda que merezca ese nombre. —Se puso de pie y señaló el muy insuficiente acolchado de la zona lumbar—. Fíjese en eso. Cualquiera de ustedes tiene un asiento mejor. Si uno se sienta en esta cosa durante más de una hora, le entran ganas de levantarse y pasearse por el puente. Ahora comprendo por qué Jim siempre daba vueltas por el puente durante la mitad del tiempo que pasaba aquí. Ese condenado asiento le volvía loco.
Se oyeron risas contenidas aquí y allá entre los tripulantes del puente.
—Si alguno de ustedes quiere que me sienta verdaderamente cómodo —prosiguió McCoy—, que vaya a buscarme una buena almohada.
—¿Ha de ser una bordada? —inquirió Parker con su voz seca británica de la Tierra.
McCoy rió entre dientes.
—No, una de las almohadas gordas de la enfermería será suficiente. —Tendió la mano hacia uno de los brazos del sillón de mando y pulsó un botón—. Enfermería.
—Aquí enfermería, Aiello al habla —respondió una voz alegre. Pat Aiello era la enfermera de noche, una alegre mujer corpulenta de cabellos negros y redondo rostro feliz—. ¿Qué quiere a estas horas de la noche? ¿Por qué no está en la cama?
—Pat —dijo McCoy—, ¿tiene por ahí alguna de esas almohadas para peso pesado que le sobre? —Unas cuantas.
—Haga que alguien me envíe una cuando tenga un momento libre. Este asiento de mando fue diseñado por Torquemada.
—Lo haré. Debe ser agradable para algunas personas —comentó Pat con tono ofendido— estar sentado sobre el trasero todo el día mientras los honrados miembros de la tripulación trabajan hasta pelarse los dedos…
McCoy no tuvo más remedio que reír.
—Ahórrese la filosofía y envíeme la almohada.
Un par de minutos más tarde las puertas del turboascensor sisearon al abrirse. Spock estaba de pie en el interior. Tenía el aspecto de un hombre que llevaba una prisa extrema, pero al que habían detenido a media carrera y le habían dado algo que no entendía. En las manos llevaba un pequeño cojín muy gordo.
—Doctor —dijo—, creo que posiblemente esto está destinado a usted.
—Gracias.
McCoy se puso de pie y fue a cogerlo de las manos del oficial científico.
—Su enfermera de noche —explicó Spock mientras se encaminaba apresuradamente hacia su terminal— es una mujer de pocas palabras, pero vigorosas.
—¿Tiene alguna novedad? —le preguntó McCoy.
—Eso ya lo veremos —replicó Spock—. Ciertamente tengo algo que quiero mostrarle.
Parker se había deslizado apresuradamente fuera de la silla mientras Spock se sentaba.
—Doctor —comenzó a decir Spock mientras pulsaba el tablero de su consola aquí y allá para extraer los datos de la terminal de su camarote—, ¿recordará que hablamos de esas caídas de radiación, más típicas de la presencia de las partículas tachyon que de cualquier otra cosa?
—Sí, lo recuerdo. —McCoy miraba por encima del hombro de Spock.
—Al investigar a lo largo de esas líneas, he encontrado muchísimas más incidencias de ese mismo fenómeno —continuó Spock—. Tampoco en esos casos parecen relacionarse con ningún acontecimiento específico que tenga lugar en la superficie del planeta. Pero si uno considera todas las incidencias dentro del tiempo y el emplazamiento…
Hizo una pausa momentánea mientras esperaba que la computadora acabara de realizar los cálculos. En la pantalla que estaba encima del tablero apareció un esquema, visto desde arriba, del claro más pequeño, donde McCoy había encontrado al ;at.
—Ahora observe, doctor —le dijo—. Por una afortunada casualidad, habíamos sondeado previamente ese área, antes de que usted o el capitán entraran en ella. Afortunadamente, permanecimos en el lugar correcto del planeta durante el suficiente tiempo de sondeo. Observe.
Una débil niebla de luz se hizo visible en el claro, luego se intensificó hasta transformarse en manchas que se hicieron espesas y de contorno vago.
—Eso parece un rastro de venados —observó McCoy.
—Ésas son las áreas de probabilidad —le explicó el vulcaniano—, donde las decadencias de partículas que he investigado tienen más posibilidad de producirse. Ahora mire la misma área tras la desaparición del capitán.
De pronto aparecieron otros juegos de pisadas, más pequeñas, que se cruzaban con las de mayor tamaño. McCoy comenzó a sonreír lentamente.
—Jim —dijo.
—Los datos no son completamente concluyentes —explicó Spock—, pero mire aquí. Son las lecturas de lapso temporal. El grupo de descenso klingon…
Sus rastros se sumaron repentinamente a los ya existentes del efecto de las partículas tachyon. Comenzaban en el punto en el que habían desaparecido y luego seguían hacia el norte, en dirección a las colinas. Poco después, los rastros anteriores parecían seguirlos y salían del área de los sensores.
—Muy bien —comentó McCoy, que aún sonreía—. Allí están, pues. ¿Y ahora, qué?
Spock se irguió con expresión de descontento.
—Doctor, no es algo tan sencillo como usted piensa. Sus rastros están obviamente allí en el «tiempo real»… pero ellos no están. Sus partículas decaen en una forma que sugiere un deslizamiento temporal bastante sustancial, pero si es hacia el pasado o el futuro, no puedo decírselo. E incluso aunque pudiera, todavía no tengo ni idea de cómo llegar hasta el capitán. Ciertamente, es un poco tranquilizador descubrir que está aparentemente vivo… o lo estaba. En cualquier caso…
—¿Un poco tranquilizador? ¡Vaya, bicho de sangre verde…!
—Doctor, por favor. Su presión sanguínea.
—Mmf… eso no tiene importancia ahora. Spock, espere un minuto. Usted acaba de decir el pasado o el futuro. ¡Nadie puede viajar en el futuro! Al menos eso pensaba yo.
Spock parecía más descontento que nunca.
—Está usted en lo cierto… al menos según la opinión admitida actualmente. Por desgracia, la decadencia de las partículas tiene una característica que arroja ciertas dudas sobre ese punto. Un porcentaje significativo de ellas presenta una cualidad vinculada con el desplazamiento al rojo que experimenta la luz cuando disminuye su velocidad en el medio interestelar; así pues, esta cualidad está de hecho asociada con las características de «aumento» y «disminución» de los quarks
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«ordinarios». Ilustra la entrada en la corriente temporal presente desde una «más rápida»… es decir, desde un tiempo que aún no ha tenido lugar. El factor de comprensión…
A McCoy empezaba a dolerle la cabeza.
—Estamos perdiendo el tiempo, independientemente de las cosas que éste pueda hacer. Concentrémonos en la búsqueda. Sabemos dónde está Jim… más o menos. Sabemos cuándo está… más o menos.
—Si estuviera a más de una semana en el pasado o en el futuro —declaró Spock—, me sorprendería muchísimo.
—Fantástico. —McCoy sonrió sin alegría—. Así que si hemos estado aquí una semana antes… o si nos quedáramos durante una semana más… acabaría por aparecer.
—Así lo creo.
—Bien, pues, sólo nos resta sobrevivir una semana más. Y luego, cuando el polvo se haya posado, si no aparece en el futuro… en el futuro presente… oh, ya sabe usted qué quiero decir… entonces utilizamos la técnica de la «honda» para volver otra semana atrás, más o menos, y recoger a Jim.
—Los viajes temporales no pueden ser utilizados a la ligera, doctor —le dijo Spock—. No debe usted dar por sentado que…
—Spock —lo interrumpió McCoy—, se preocupa usted demasiado. Mire, le apuesto una moneda de cinco centavos a que el ;at estará con él… y yo voy a hacerle algunas preguntas.