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Authors: Ernest Hemingway

Tags: #Narrativa

Por quién doblan las campanas (49 page)

BOOK: Por quién doblan las campanas
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Había un modo de lograrlo a la perfección. Hans se lo había explicado. Cometieron muchos errores la primera vez. Todo el planeamiento era absurdo. No habían empleado en la ofensiva de Arganda contra la carretera de Madrid a Valencia las tropas de que se habían servido en la ofensiva de Guadalajara. ¿Por qué no habían desencadenado simultáneamente esas dos ofensivas? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Se sabrá algún día por qué?

«Sin embargo, nosotros los detuvimos las dos veces con las mismas tropas. No hubiéramos podido detenerlos si hubiesen desencadenado al mismo tiempo los dos ataques. No hay que preocuparse, ha habido otros milagros. O tendrás que volar mañana el puente o no tendrás que hacerlo volar. Pero no trates de persuadirte de que no será necesario. Lo volarán un día u otro. Y si no es este puente, será otro puente. No eres tú quien decide. Tú cumples órdenes. Obedécelas y no pienses demasiado en lo que hay detrás de ellas. Las órdenes sobre esto son muy claras. Demasiado claras. Pero no hay que preocuparse ni tener miedo; porque si te permites el lujo de tener miedo, aunque sea un miedo normal, puedes contagiárselo a los que tienen que trabajar contigo. Ese asunto de las cabezas ha sido algo, de todas maneras. Y el viejo tuvo que tropezar con ello en la colina, cuando andaba a solas... ¿Te hubiera gustado a ti tropezar con eso? Te ha impresionado, ¿no? Sí, te ha impresionado, Jordan. Más de una vez te has impresionado en el día de hoy. Pero te has portado bien. Hasta ahora, te has portado muy bien.»

«Te has portado muy bien, para ser sólo un profesor de español en la Universidad de Montana —pensó, tomándose el pelo a sí mismo—. Te has portado bien para ser un profesor. Pero no vayas a figurarte que eres un personaje extraordinario. No has llegado muy lejos por este camino. Piensa simplemente en Durán, que no había recibido nunca instrucción militar, que era un compositor, un niño bonito antes del Movimiento y ahora es un general de brigada rematadamente bueno. Para Durán ha sido todo tan sencillo y tan fácil de aprender como el ajedrez para un niño prodigio. Tú estás estudiando el arte de la guerra desde tu infancia, desde que tu abuelo empezó a contarte la guerra civil norteamericana. Salvo que tu abuelo la llamaba siempre “la guerra de rebelión”. Pero al lado de Durán eres como un buen jugador de ajedrez, un jugador muy sensato y de buena escuela frente a un niño prodigio. El amigo Durán. Sería bueno volverle a ver. Le vería en el Gaylord, cuando esta guerra termine. Sí, cuando termine esta guerra.» ¿No era verdad que se estaba portando bien?

«Le veré en el Gaylord —se dijo de nuevo— cuando todo esto haya terminado. No te engañes. Te portas perfectamente. En frío. No trates de engañarte. No volverás a ver nunca a Durán, y la cosa no tiene importancia. No lo tomes tampoco así. No te permitas tampoco esos lujos. Nada de resignación heroica. No hacen falta en estas montañas ciudadanos provistos de resignación heroica. Tu abuelo se batió durante cuatro años, en nuestra guerra civil, y tú apenas si estás ahora al fin del primer año. Tienes aún mucho camino que andar y estás dotado para hacer este trabajo. Y ahora tienes también a María. En fin, lo tienes todo. No debieras preocuparte. ¿Qué importancia tiene una pequeña escaramuza entre una banda de guerrilleros y un escuadrón de caballería? Ninguna. Aunque corten cabezas. ¿Es que eso cambia de algún modo las cosas? Nada en absoluto. Los indios arrancaban el cuero cabelludo todavía cuando tu abuelo estaba en Fort Kearny, después de la guerra. ¿Te acuerdas del armario, en el despacho de tu padre, con las puntas de flechas en uno de los estantes y los tocados de guerra pendientes del muro, con las plumas de águila y el olor a cuero ahumado de las polainas y los chaquetones de piel de ante y el tacto de los mocasines bordados? ¿Te acuerdas del gran arco en un rincón del armario y de los dos carcajes de flechas de caza y guerra y de la impresión que te producía el paquete de flechas cuando pasabas la mano sobre él?

»Acuérdate de cosas de ese estilo. Acuérdate de algo concreto, práctico; acuérdate del sable de tu abuelo, brillante y bien engrasado en su estuche abollado, y del abuelo, enseñándote cómo la hoja se había adelgazado a fuerza de haber sido afilada muchas veces. Acuérdate de la «Smith and Wesson» del abuelo. Era una pistola de ordenanza, de un solo disparo, del calibre 7,65 y no tenía guarda del gatillo. El juego del gatillo era lo más suave y fácil que has probado nunca y la pistola estaba siempre bien engrasada y limpia, aunque el repujado se había ido borrando por el uso, y el metal oscuro de la culata y del cañón estaban suavizados por el roce de cuero del estuche. La pistola estaba en un estuche que tenía las iniciales U. S. sobre la solapa y se guardaba en un cajón con los utensilios de limpieza y doscientos cartuchos. Las cajas de cartón de los cartuchos estaban envueltas cuidadosamente y atadas con hilo encerado. Podías sacar la pistola del cajón y tenerla en las manos. “Tenla en las manos todo lo que quieras”, solía decir el abuelo. “Pero no puedes jugar con ella porque es una arma seria.”

»Un día preguntaste al abuelo si había matado a alguien con ella, y el abuelo respondió: “Sí.” Entonces, tú dijiste: “¿Cuándo fue eso, abuelo?” Y él dijo: “Durante la guerra de rebelión”, y después tu dijiste: “Cuéntamelo, abuelo”. Y él dijo: “No tengo ganas de hablar de eso, Robert.” Y luego, tu padre se mató con esa pistola, y te sacaron del colegio para asistir a sus funerales. Y el forense te dio la pistola después de las investigaciones judiciales, diciendo: “Bob, supongo que acaso quieras conservar esta arma. Debería guardarla, pero sé que tu papá la tenía en gran estima, porque su papá la había llevado durante toda la guerra y la trajo por aquí cuando vino con la caballería, y sigue siendo una arma muy buena. La he probado esta tarde. La bala no hace ya mucho daño, pero aún se puede dar en el blanco con ella”.»

Había vuelto a poner la pistola en su sitio, en el cajón, pero al día siguiente la sacó y se fue a caballo con Chub hasta lo alto de la montaña, por encima de Red Lodge; allí, en donde después se ha construido una carretera a través del puerto y de la llanura del Diente del Oso. El viento es allí delgado y cortante y hay nieve en las cumbres durante todo el verano... Se habían detenido cerca del lago que dicen que tiene doscientos cincuenta metros de profundidad, un lago verdeoscuro, y Chub había cuidado de los caballos mientras Robert había subido a un peñasco y se había inclinado, para contemplar su rostro en el agua inmóvil. Se había visto con la pistola en la mano y luego la había sostenido un rato, manteniéndola sujeta del cañón, y por fin la había soltado y la había visto hundirse en el agua, levantando burbujas en la clara superficie, hasta que sólo fue como un dije de reloj y hasta que desapareció después. En seguida se bajó del peñasco y saltando sobre la silla, dio tal espolazo a la vieja
Bess
, que la yegua se encabritó de golpe como un caballito de cartón. La obligó a ir por el borde del lago y cuando la yegua se puso otra vez razonable, volvieron a tomar el sendero. «Yo sé por qué has hecho eso con la vieja pistola, Bob», dijo Chub. «Bueno, entonces no tendremos que volver a hablar de ello», le contestó él.

No volvieron a hablar jamás, y ése fue el final de las armas del abuelo, a excepción del sable... Tenía aún el sable en un baúl, en Missoula, con el resto de sus cosas.

«Me pregunto qué hubiera pensado el abuelo de esta situación —se dijo—. El abuelo era un soldado condenadamente bueno. Todo el mundo lo decía. Se aseguraba que, de haber estado con Custer, no le hubiera consentido dejarse atrapar. ¿Cómo no vio la humareda ni el polvo de todas aquellas cabañas a lo largo de Little Big Horn, a no ser que hubiera una espesa niebla matinal? Pero no hubo niebla alguna aquella mañana. Me gustaría que el abuelo estuviese aquí, en mi lugar. En fin, quizás estemos juntos mañana por la noche. Si existe realmente una condenada tontería como el más allá, que estoy seguro de que no existe, me causaría verdadero placer hablar con él. Porque tengo un montón de cosas que quisiera preguntarle. Tengo derecho a hacerle preguntas, ahora que yo he hecho también esas cosas. No creo que le desagradase que le hiciera esas preguntas. Antes no tenía derecho a preguntarle. Comprendo que no me contase nada porque no me conocía. Pero ahora creo que nos entenderíamos muy bien. Me gustaría poderle hablar ahora y pedirle consejo. Diablo, aunque no me aconsejara, me gustaría hablar con él. Sencillamente. Es una lástima que haya un lapso de tiempo tan grande entre dos tipos como él y yo.»

Luego siguió meditando y se dio cuenta de que si hubiera encuentros en el más allá, su abuelo y él se verían muy confusos por la presencia de su padre.

«Todo el mundo tiene derecho a hacer lo que hace —pensó—, pero aquello no estuvo bien. Lo comprendo, pero no lo apruebo. Lache, ésa es la palabra. Pero ¿lo comprendes realmente? Por supuesto, lo comprendo, pero... Sí, pero... Hay que hallarse terriblemente replegado sobre uno mismo para hacer una cosa como ésa. Diablo, quisiera que mi abuelo estuviese aquí. Aunque sólo fuese por una hora. Quizá me haya transmitido lo poco que yo he logrado averiguar por medio de ese otro que hizo tan mal uso de la pistola. Quizá fuera la única comunicación que hayamos tenido. Pero, diablo, sí, diablo, siento que nos separen tantos años; porque me hubiera gustado que me enseñara lo que el otro no me enseñó jamás. Pero ¿y si el miedo que el abuelo debió de sentir y de tratar de dominar, el miedo del que no pudo deshacerse más que al cabo de cuatro años o más de combates contra los indios, aunque, en el fondo, no debió de sentir realmente mucho miedo, si ese miedo hubiera hecho del otro un cobarde, como sucede casi siempre con la segunda generación de los toreros? ¿Y si hubiera sido eso? ¿Y si la buena savia no hubiese rebrotado con fuerza más que pasando por aquel otro? No olvidaré lo mal que me sentí cuando supe por primera vez que mi padre era un cobarde. Vamos, dilo en inglés.
Coward
. Es más fácil cuando se ha dicho, y no sirve de nada hablar de un hijo de mala madre en lengua extranjera. Pero no era un hijo de mala madre; era un cobarde, simplemente, y eso es la peor desgracia que puede sucederle a un hombre. Porque, de no haber sido cobarde, se hubiera enfrentado con aquella mujer y no se hubiera dejado dominar por ella. Me pregunto cómo hubiera sido de casarse con otra mujer. Bueno, eso no lo sabrás nunca —se dijo, sonriendo—; quizás el espíritu autoritario de ella aportó lo que a él le hacía falta. Y por lo que a ti se refiere, tómalo con calma. No te pongas a hablar de la buena savia ni de todo lo demás antes de que pase mañana. No te felicites demasiado pronto. Y no te felicites de ninguna manera. Ya se verá mañana qué clase de savia tienes tú.»

Después se puso a pensar otra vez en su abuelo. «George Custer no era un comandante de caballería inteligente, Robert —había dicho su abuelo—. No era siquiera un hombre inteligente.»

Recordaba que cuando su abuelo dijo aquello se asombró de que pudiera criticarse a aquel personaje de chaqueta de piel de ante, que aparecía de pie, sobre un fondo de montaña, con los rubios rizos al viento, el revólver de servicio en la mano, rodeado de sioux, tal y como le representaba la vieja litografía de Anheuser-Busch, colgada del muro de la piscina de Red Lodge.

«Sólo tenía una gran habilidad para meterse en embrollos y para salir de ellos —había proseguido su abuelo—. Pero en Little Big Horn no pudo salir.»

«Phil Sheridan era hombre inteligente y Jeb Stuart también. Pero John Mosby fue el mejor jefe de caballería que haya existido nunca.»

Robert Jordan guardaba entre sus cosas, en el baúl de Missoula, una carta del general Phil Sheridan al viejo Kilpatrick, Killy el Caballo, en la que se decía que su abuelo era mejor jefe de caballería irregular que John Mosby.

«Debí contárselo a Golz —pensó—. Pero seguramente no ha oído hablar nunca de mi abuelo. Quizá no haya oído hablar tampoco de John Mosby. Los ingleses los conocen a todos ellos porque han tenido que estudiar nuestra guerra civil más a fondo que las gentes del continente. Karkov decía que después de la guerra yo podría ir al Instituto Lenin, de Moscú, si quería. Decía que podría ir a la Escuela Militar del Ejército Rojo, si quería. Me pregunto qué hubiera pensado de eso mi abuelo. Mi abuelo, que ni siquiera quiso en su vida sentarse a la misma mesa que un demócrata. No, yo no quiero ser soldado. De ello estoy seguro. Solamente quiero que se gane esta guerra. Me figuro que los buenos soldados no sirven para ninguna otra cosa. Pero eso no es cierto. Piensa en Napoleón y en Wellington. Estás un poco estúpido esta noche.»

Por lo general, su mente era una buena compañía y había sido así aquella noche, mientras estuvo pensando en el abuelo. Pero el pensar en su padre le había hecho desvariar. Comprendía a su padre, le perdonaba y le compadecía; pero sentía vergüenza de él.

«Harías mejor en no pensar nada. Pronto estarás con María. Eso es lo mejor que puedes hacer, ya que todo está dispuesto. Cuando se ha pensado mucho en algo no se puede dejar de pensar y el pensamiento sigue volando como un pájaro loco. Harías mejor si no pensaras. Pero suponte, suponte solamente que los aviones llegan y aplastan esos cañones antitanques, que hacen volar las posiciones y que los viejos tanques son capaces de trepar, por lo menos una vez, colina arriba, y que ese bueno de Golz lanza a esa bandada de borrachos,
clochards
vagabundos, fanáticos y héroes que componen la XIV brigada, y yo sé lo buenas que son las gentes de Durán, que están en la otra brigada de Golz; y suponte que estamos en Segovia mañana por la noche. Sí, sencillamente, imagina eso. Yo elijo La Granja. Pero tienes que volar antes ese puente.»

De pronto se sintió seguro en absoluto de que no habría contraorden. Porque lo que estaba imaginándose hacía un momento era justamente como tenía que parecer el ataque a los que lo habían ordenado. Sí, había que volar el puente; tenía la certidumbre de ello. Y lo que pudiera ocurrirle a Andrés no cambiaba las cosas.

Mientras descendía por el sendero, en la oscuridad, solo, con la agradable sensación de que todo lo que había que hacer había sido hecho y de que tenía cuatro horas por delante para sí mismo, la confianza que había recobrado al pensar en cosas concretas, la seguridad de que tenía que volar el puente, volvió a acometerle de una manera casi reconfortante.

La incertidumbre, la aprensión, como cuando, a consecuencia de un desbarajuste en las fechas, se pregunta uno si los invitados van a llegar o no a la velada, esa sensación que le había acuciado desde la marcha de Andrés, le abandonó súbitamente. Estaba seguro de que el festival no sería cancelado. «Es mejor estar seguro —pensó—. Es mucho mejor estar seguro.

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