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Authors: Ernest Hemingway

Tags: #Narrativa

Por quién doblan las campanas (52 page)

BOOK: Por quién doblan las campanas
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—Sí. Pero no hables más de eso.

—Tenía la cabeza como embotada y no hacía más que llorar. Pero hay otra cosa que tengo que decirte. Es menester. Puede que, si te la cuento, no quieras casarte conmigo; pero, Roberto, si no quieres casarte conmigo, ¿no podríamos, de todas formas, seguir viviendo juntos?

—Me casaré contigo.

—No. Había olvidado eso. Quizá no debas casarte conmigo. Quizá no pueda yo tener nunca un hijo ni una hija; porque Pilar dice que con todas las cosas que me pasaron, con las cosas que me hicieron, yo debiera haberlo tenido. Tenía que decirte esto. ¡Oh, no sé cómo he podido olvidarlo!

—Eso no tiene ninguna importancia, conejito. Primero porque puede no ser así. Eso únicamente puede saberlo un médico. Y luego, yo no tengo el menor interés en traer un hijo o una hija a este mundo, tal como está ahora. Y además, todo mi cariño es para ti.

—Me gustaría tener un hijo o una hija de ti —dijo ella—, y, por otra parte, ¿cómo iba a mejorar el mundo si no hay hijos nuestros, de todos los que luchamos contra los fascistas?

—Tú —dijo él—, yo te quiero a ti; ¿has comprendido? Y ahora, vamos a dormir, conejito; porque tengo que levantarme mucho antes de que amanezca, y en este mes amanece muy temprano.

—Entonces, ¿no hay inconveniente respecto a lo último que te he dicho? ¿Podremos casarnos a pesar de todo?

—Estamos ya casados. Me caso contigo ahora mismo. Tú eres mi mujer. Pero duérmete ahora, conejito, porque nos queda muy poco tiempo.

—¿Y estaremos realmente casados? ¿No será sólo hablar y hablar?

—De verdad.

—Entonces me dormiré y volveré a pensar en ello si me despierto.

—Yo también.

—Buenas noches, marido mío.

—Buenas noches, mujercita mía.

Oyó que su respiración se hacía más firme y regular y se dio cuenta de que se había dormido; se quedó despierto, sin moverse, para no despertarla. Pensó en todo lo que ella no le había contado y permaneció allí, sintiendo revivir su odio y dichoso ante la idea de que al día siguiente mataría.

«No obstante, no tengo que hacer de eso una cuestión personal. Pero ¿cómo impedirlo? Sé que nosotros también hemos hecho cosas atroces. Pero fue porque nosotros éramos gentes ineducadas y no sabíamos hacerlo mejor. Ellos lo hicieron deliberadamente. Los que así obraron son el último retoño de lo que su educación ha producido. Son la flor y nata de la caballerosidad española. ¡Qué gentes han sido! ¡Qué hijos de mala madre, desde Cortés, Pizarro, Menéndez de Avilés hasta Enrique Líster y Pablo! ¡Y qué gente tan maravillosa! No hay nada mejor ni peor en el mundo. No hay gente más amable ni gente más cruel. ¿Y quién sería capaz de comprenderlos? Yo, no; porque si los comprendiera se lo perdonaría todo. Comprender es perdonar. Esto no es verdad. Se ha exagerado la idea del perdón. El perdón es una idea cristiana, y España no ha sido nunca un país cristiano. Ha tenido siempre una idea especial y su idolatría particular dentro de la Iglesia. Otra Virgen más. Supongo que fue por eso por lo que tuvieron que destruir las vírgenes de sus enemigos. Seguramente, este sentimiento era más profundo en ellos, en los fanáticos religiosos españoles, que entre la gente del pueblo. La gente del pueblo se apartó de la Iglesia porque la Iglesia era el Gobierno y el Gobierno ha sido siempre algo podrido en este país. Este fue el único país adonde no llegó nunca la Reforma. Está pagando ahora la Inquisición, y es justo.»

Bueno, aquello era algo como para pensar un rato. Algo como para impedir al espíritu que se preocupase demasiado por su trabajo. Y en todo caso era más sano que pretender engañarse. ¡Cómo lo había pretendido aquella noche! Y Pilar estuvo queriendo hacer lo mismo todo el día. Seguro. ¿Y si morían al día siguiente? ¿Qué importaba, mientras el puente volase como era debido?

Eso era todo lo que tenían que hacer al día siguiente.

Morir no tenía ninguna importancia. No se puede hacer indefinidamente esa clase de trabajo. No se está destinado a vivir indefinidamente. «Quizás haya tenido toda una vida en tres días —pensó—. Si eso es así, hubiera preferido pasar esta última noche de una manera distinta. Pero las últimas noches nunca son buenas. No son nunca buenas las últimas nadas. Sí, las últimas palabras son buenas a veces. ¡Viva mi marido, que es el alcalde de este pueblo! Aquello sí que fue bueno.»

Sabía que había sido bueno, porque al repetirlo sentía un escalofrío por todo el cuerpo. Se inclinó para besar a María, que no se despertó. Muy quedamente, le dijo en inglés: «Me gustaría casarme contigo, conejito. Y estoy muy orgulloso de tu familia.»

Capítulo XXXII

A
QUELLA NOCHE
, en Madrid, había mucha gente en el Hotel Gaylord. Un coche, con los faros pintados con una lechada de cal azulosa, entró por la puerta cochera y un hombrecillo con botas negras de montar, pantalones grises y chaqueta del mismo color, abrochada hasta el cuello, salió del coche, hizo un saludo a los dos centinelas, y luego con la cabeza al hombre de la policía secreta, que estaba sentado ante la mesa del portero, y se metió en el ascensor. Había otros dos centinelas sentados a uno y otro lado del vestíbulo de mármol, se contentaron con levantar los ojos cuando el hombrecillo pasó delante de ellos para meterse en el ascensor. Tenían la consigna de cachear a todos los que no conocieran, pasándoles las manos por los costados, por debajo de las axilas y palpándoles los bolsillos, para descubrir si el recién llegado llevaba pistola, en cuyo caso pasaba a manos del agente de la policía secreta que hacía de portero. Pero los centinelas conocían bien al hombrecillo de pantalones de montar y apenas si levantaron la vista cuando pasó.

El apartamento que ocupaba en el Gaylord estaba atiborrado al entrar él. Había gentes de pie y gentes sentadas que conversaban animadamente como en cualquier salón burgués; bebían vodka,
whisky
con soda o cerveza, en vasitos que llenaban de una gran jarra. Varios de esos hombres iban de uniforme, otros llevaban chaquetones de sport o de cuero; tres de las cuatro mujeres que se encontraban en la reunión iban vestidas de calle; pero la cuarta, morena y flaca, vestía uniforme de miliciana, de corte severo, y calzaba altas botas, que asomaban por debajo de la falda.

Al entrar en la habitación, Karkov se dirigió en seguida hacia la mujer del uniforme, inclinándose ante ella y estrechándole la mano. Era su esposa. Le dijo algo en ruso, que nadie entendió, y por unos instantes, la insolencia que iluminaba sus pupilas en el momento de entrar desapareció. Luego volvió a encenderse al distinguir la cabeza color de caoba y el rostro amorosamente lánguido de la jovencita de espléndida figura que era su amante. Se acercó a ella con pasos cortos y decididos, se inclinó y le estrechó la mano de manera que nadie hubiera podido asegurar que no fuese un remedo del saludo dirigido a su esposa. Su mujer no le siguió con la mirada al cruzar la habitación; estaba de pie, junto a un oficial español, alto y bien parecido, con el que hablaba en ruso.

—Tu gran amor está engordando —dijo Karkov a la pelirroja—. Todos nuestros héroes están engordando al acercarse el segundo año de la guerra. —No miraba al hombre del que estaban hablando.

—Eres tan feo, que tendrías celos hasta de un sapo —le replicó ella alegremente hablando en alemán—. ¿Podré ir mañana contigo a la ofensiva?

—No. Además, no hay ninguna ofensiva.

—Todo el mundo lo sabe —dijo ella—. No seas tan misterioso. Dolores va; yo iré con ella o con Carmen. Montones de gentes piensan ir.

—Ve con quien quiera cargar contigo —repuso Karkov—. No seré yo.

Luego, mirándola, le dijo muy en serio:

—¿Quién te ha hablado de eso? Dímelo con toda franqueza.

—Richard —dijo ella, tan seria como él.

Karkov se encogió de hombros y se alejó bruscamente.

—Karkov —le llamó un hombre de mediana estatura, de cara pesada y grisácea, grandes ojos hinchados, belfo prominente con voz de dispéptico—: ¿Conoces la noticia? —Karkov se acercó a él y el hombre prosiguió—: Acabo de enterarme. No hace siquiera diez minutos. Es maravilloso. Los fascistas han estado peleándose entre ellos todo el día, cerca de Segovia. Han tenido que reprimir las revueltas con ametralladoras y fusiles automáticos. Esta tarde han bombardeado a sus propias tropas con aviones.

—¡Ah!, ¿sí? —exclamó Karkov.

—Así es —dijo el hombre de los ojos hinchados—. La propia Dolores me lo ha dicho. Vino a contarlo en un estado de exaltación como nunca la había visto. La veracidad de la noticia le iluminaba la cara. Esa magnífica cara que tiene —dijo, escuchándose mientras hablaba.

—Esa magnífica cara —repitió Karkov sin ninguna expresión en su voz.

—Si hubieras podido oírla... —dijo el hombre de los ojos hinchados—. Las palabras surgían de su boca irradiando una luz que no es de este mundo. Su voz tenía el acento mismo de la verdad. Voy a hacer un artículo para
Izvestia
. Ha sido para mí uno de los momentos cumbres de la guerra, cuando la he oído hablar con esa voz magnífica en que se mezclan la piedad, la compasión y la sinceridad. La bondad y la sinceridad irradian en ella como de una verdadera santa del pueblo. Por algo la llaman la Pasionaria.

—Por algo será —dijo Karkov, con voz opaca—. Pero harías mejor escribiendo tu artículo para
Izvestia
ahora mismo, antes de olvidar esa preciosa frase final.

—Es una mujer sobre la que no se puede bromear. Ni siquiera un cínico como tú —añadió el hombre de los ojos hinchados—. Si hubieras estado aquí y hubieras podido oír su voz y ver su rostro...

—Esa magnífica voz —dijo Karkov—. Ese magnífico rostro. Escribe todo eso. No me lo cuentes. No derroches párrafos enteros conmigo. Vete a escribir todo eso inmediatamente.

—No en este momento.

—Creo que sería mejor —dijo Karkov. Se quedó mirándole y luego apartó la mirada de él. El hombre estuvo allí unos instantes, con el vaso de vodka en la mano y los ojos entornados, perdidos en la admiración de lo que había oído. Y luego se marchó de la habitación para ir a escribir.

Karkov se acercó a otro hombre de unos cuarenta y ocho años, pequeño, grueso, de rostro jovial, con ojos azules, cabellos rubios, que empezaban a hacerse ralos, y boca sonriente, sombreada por un breve bigote duro y amarillento. Era general de división y húngaro.

—¿Estabas aquí cuando vino Dolores? —preguntó Karkov al hombre.

—Sí.

—¿De qué se trata?

—De algo sobre que los fascistas se pelean entre ellos. Muy hermoso, si fuera verdad.

—Se habla demasiado de lo de mañana.

—Es un escándalo. Todos los periodistas debieran ser fusilados, así como la mayoría de la gente que está en esta habitación. Y, sin duda alguna, ese increíble intrigante alemán de Richard. El que ha dado a ese Függler de domingo el mando de una brigada, debería ser fusilado. Puede que tú y yo debiéramos ser fusilados también.

—Es muy posible —dijo el general, riendo—; pero no vayas a sugerirlo.

—Es una cosa de la que no me gusta hablar —dijo Karkov—. Ese americano que viene por aquí algunas veces está allí. Le conoces: Jordan, el que trabaja con los grupos de guerrilleros. Se encuentra allí donde se supone que han ocurrido esas cosas de que tanto se habla.

—Entonces debiéramos tener un informe esta noche —dijo el general—. No me quieren mucho por allí; si no, iría yo a buscar informes. Ese Jordan trabajó con Golz. ¿No es así? Tú verás a Golz mañana.

—Mañana, a primera hora.

—Mantente alejado de él, si la cosa no va bien —dijo el general—. Os detesta a vosotros, los periodistas, tanto como yo. Pero tiene mejor carácter.

—Sin embargo, acerca de lo de los fascistas...

—Probablemente los fascistas estaban haciendo maniobras —dijo el general, sonriendo—. Bueno, ahora se verá si Golz es capaz de hacerlos maniobrar. Que Golz pruebe a hacerlo. Nosotros los hemos hecho maniobrar bien en Guadalajara.

—Me he enterado de que tú vas a hacer también un viaje —dijo Karkov, dejando al descubierto su mala dentadura al sonreír. El general se irritó en seguida.

—¿Yo también? Ahora es de mí de quien se habla. Y de todos nosotros. ¡Qué puerco chismorreo de comadres! Un hombre que supiera tener la boca cerrada en este país podría salvarle a condición de que creyera en él.

—Tu amigo Prieto sabe tener la boca cerrada.

—Pero no cree que pueda ganarse la guerra. ¿Y cómo puede ganarse la guerra, si no se cree en el pueblo?

—Busca tú la respuesta —dijo Karkov—. Yo me voy a la cama.

Salió de la habitación llena de humo y de voces y se fue al dormitorio; se sentó en la cama y se quitó las botas. Como aún oía las voces, cerró bien la puerta y abrió la ventana. No se tomó el trabajo de desnudarse, porque tenía que salir a las dos de la madrugada para Colmenar, Cercedilla y Navacerrada, hasta el lugar del frente en que Golz iba a atacar.

Capítulo XXXIII

E
RAN LAS DOS DE LA MADRUGADA
cuando Pilar le despertó. Al sentir la mano en el hombro creyó al pronto que era María y volviéndose hacia ella, le dijo: «Conejito». Pero la enorme mano de Pilar le sacudió hasta despertarle por completo. Echó mano a la pistola, que tenía pegada a su pierna derecha, desnuda, y en pocos segundos estuvo él tan dispuesto como su propia pistola a la que había descorrido el seguro.

Reconoció a Pilar en la oscuridad y, mirando la esfera de su reloj, en la que las dos agujas formaban un ángulo agudo, vio que no eran más que las dos, y dijo:

—¿Qué es lo que te pasa, mujer?

—Pablo se ha marchado.

Robert Jordan se puso los pantalones y se calzó. María no llegó a despertarse.

—¿Cuándo? —preguntó.

—Debe de hacer una hora.

—¿Y que más?

—Se ha llevado algunas cosas tuyas —dijo la mujer con aire desolado.

—¿El qué?

—No lo sé. Ven a verlo.

Anduvieron en la oscuridad hasta la entrada de la cueva y se agacharon para pasar por debajo de la manta. Robert Jordan siguió a Pilar hasta el interior, en donde se mezclaban los olores de la ceniza, del aire cargado de humo y del sudor de los que allí dormían, alumbrándose con la linterna eléctrica, para no tropezar con ninguno. Anselmo se despertó y dijo:

—¿Es la hora?

—No —susurró Robert Jordan—. Duerme, viejo.

Las dos mochilas estaban a la cabecera de la cama de Pilar, separadas del resto de la cueva por una manta que hacía de cortina. Del lecho se expandía un olor rancio y dulzón como el de los lechos de los indios. Robert Jordan se arrodilló y enfocó con la linterna las dos mochilas. Cada una de ellas tenía un tajo de arriba abajo. Con la lámpara en la mano izquierda, Robert Jordan palpó con la derecha la primera mochila. Era la mochila en donde guardaba el saco de dormir y lógicamente tenía que hallarse vacía; pero estaba demasiado vacía. Había dentro aún algunos hilos, pero la caja de madera cuadrada había desaparecido. Igualmente la caja de habanos, con los detonadores cuidadosamente empaquetados. Y la caja de hierro de tapa atornillada con los cartuchos y las mechas.

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