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Authors: Ernest Hemingway

Tags: #Narrativa

Por quién doblan las campanas (40 page)

BOOK: Por quién doblan las campanas
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El sol brillaba ya sobre los picos de las montañas. Soplaba un viento tibio y la nieve se iba derritiendo. Era una hermosa mañana de finales de primavera.

Jordan volvió la vista atrás y vio a María parada junto a Pilar. Luego empezó a correr hacia él por el sendero. Jordan se inclinó por detrás de Primitivo, para hablarle.

—Tú —gritó María—, ¿puedo ir contigo?

—No, ayuda a Pilar.

Corría detrás de él, y cuando llegó a su alcance le puso la mano en el brazo.

—Voy contigo.

—No. De ninguna manera.

Ella siguió caminando a su lado.

—Podría sujetar las patas de la ametralladora, como le has dicho tú a Anselmo que hiciese.

—No vas a sujetar nada, ni la ametralladora ni ninguna otra cosa.

Insistió en seguir andando a su lado, se adelantó ligeramente y metió su mano en el bolsillo de Robert Jordan.

—No —dijo él—; pero cuida bien de tu camisón de boda.

—Bésame —dijo ella—, si te vas.

—Eres una desvergonzada —dijo él.

—Sí; por completo.

—Vuelve ahora mismo. Hay muchas cosas que hacer. Podríamos vernos forzados a combatir aquí mismo si siguen las huellas de este caballo.

—Tú —dijo ella—, ¿no viste lo que llevaba en el pecho?

—Sí, ¿cómo no? Era el Sagrado Corazón.

—Sí, todos los navarros lo llevan. ¿Y le has matado por eso?

—No, disparé más abajo. Vuélvete ahora mismo.

—Tú —insistió ella—, lo he visto todo.

—No has visto nada. No has visto más que a un hombre. A un hombre a caballo. Vete. Vuélvete ahora mismo.

—Dime que me quieres.

—No. Ahora no.

—¿Ya no me quieres?

—Déjame. Vuélvete. Este no es el momento.

—Quiero sujetar las patas de la ametralladora, y mientras disparas, quererte.

—Estás loca. Vete.

—No estoy loca —dijo ella—; te quiero.

—Entonces, vuélvete.

—Bueno, me voy. Y si tú no me quieres, yo te quiero a ti lo suficiente para los dos.

Él la miró y le sonrió, sin dejar de pensar en lo que le preocupaba.

—Cuando oigas tiros, ven con los caballos, y ayuda a Pilar con mis mochilas. Puede que no suceda nada. Así lo espero.

—Me voy —dijo ella—. Mira qué caballo lleva Pablo.

El tordillo avanzaba por el sendero.

—Sí, ya lo veo. Pero vete.

—Me voy.

El puño de la muchacha, aferrado fuertemente dentro del bolsillo de Robert Jordan, le golpeó en la cadera. Él la miró y vio que tenía los ojos llenos de lágrimas. Sacó ella la mano del bolsillo, le rodeó el cuello con sus brazos y le besó.

—Me voy —dijo—; me voy, me voy.

Él volvió la cabeza y la vio parada allí, con el primer sol de la mañana brillándole en la cara morena y en la cabellera, corta y dorada. Ella levantó el puño, en señal de despedida, y dando media vuelta descendió por el sendero con la cabeza baja.

Primitivo volvió la cara para mirarla.

—Si no tuviese cortado el pelo de ese modo, sería muy bonita.

—Sí —contestó Robert Jordan—. Estaba pensando en otra cosa.

—¿Cómo es en la cama? —preguntó Primitivo.

_¿Qué?

—En la cama.

—Cállate la boca.

—Uno no tiene por qué enfadarse si...

—Calla —dijo Robert Jordan. Estaba estudiando las posiciones.

Capítulo XXII

—C
ÓRTAME UNAS CUANTAS RAMAS DE PINO
—dijo Robert Jordan a Primitivo— y tráemelas en seguida. No me gusta la ametralladora en esa posición —dijo a Agustín.

—¿Porqué?

—Colócala ahí y más tarde te lo explicaré —precisó Jordan—. Aquí, así —añadió—. Deja que te ayude. Aquí. —Y se agazapó junto al arma.

Miró a través del estrecho sendero, fijándose especialmente en la altura de las rocas a uno y otro lado.

—Hay que ponerla un poco más allá —dijo—. Bien, aquí. Aquí estará bien hasta que podamos colocarla debidamente. Aquí. Pon piedras alrededor. Aquí hay una. Pon esta otra del otro lado. Deja al cañón holgura para girar con toda libertad. Hay que poner una piedra un poco más allá, por este lado. Anselmo, baje usted a la cueva y tráigame el hacha. Pronto. ¿No habéis tenido nunca un emplazamiento adecuado para la ametralladora? —preguntó a Agustín.

—Siempre la hemos puesto ahí.

—¿Os dijo Kashkin que la pusierais ahí?

—Cuando trajeron la ametralladora, él ya se había marchado.

—¿No sabían utilizarla los que os la trajeron?

—No, eran sólo cargadores.

—¡Qué manera de trabajar! —exclamó Robert Jordan—. ¿Os la dieron así, sin instrucciones?

—Sí, como si fuera un regalo. Una para nosotros y otra para el Sordo. La trajeron cuatro hombres. Anselmo los guió.

—Es un milagro que no la perdieran. Cuatro hombres a través de las líneas.

—Lo mismo pensé yo —dijo Agustín—. Pensé que los que la enviaban tenían ganas de que se perdiera. Pero Anselmo los guió muy bien.

—¿Sabes manejarla?

—Sí. He probado a hacerlo. Yo sé. Pablo también sabe. Primitivo sabe. Fernando también. Probamos a montarla y a desmontarla sobre la mesa, en la cueva. Una vez la desmontamos y estuvimos dos días sin saber cómo montarla de nuevo. Desde entonces no hemos vuelto a montarla más.

—¿Dispara bien por lo menos?

—Sí, pero no se la dejamos al gitano ni a los otros, para que no jueguen con ella.

—¿Ves ahora? Desde donde estaba no servía para nada —dijo Jordan—. Mira, esas rocas que tenían que proteger vuestro flanco, cubrían a los asaltantes. Con una arma como ésta hay que tener un espacio descubierto por delante, para que sirva de campo de tiro. Y además, es preciso atacarlos de lado. ¿Te das cuenta? Fíjate ahora; todo queda dominado.

—Ya lo veo —dijo Agustín—; pero no nos hemos peleado nunca a la defensiva, salvo en nuestro pueblo. En el asunto del tren, los que tenían la máquina eran los soldados.

—Entonces aprenderemos todos juntos —repuso Robert Jordan—. Hay que fijarse en algunas cosas. ¿Dónde está el gitano? Ya debería estar aquí.

—No lo sé.

—¿Adónde puede haberse ido?

—No lo sé.

Pablo fue cabalgando por el sendero y dio una vuelta por el espacio llano que formaba el campo de tiro del fusil automático. Robert Jordan le vio bajar la cuesta en aquellos momentos a lo largo de las huellas que el caballo había trazado al subir. Luego desapareció entre los árboles, doblando hacia la izquierda.

«Espero que no tropiece con la caballería —pensó Robert Jordan—. Temo que nos lo devuelvan como un regalo.»

Primitivo trajo ramas de pino y Robert Jordan las plantó en la nieve, hasta llegar a la tierra blanda, arqueándola alrededor del fusil.

—Trae más —dijo—; hay que hacer un refugio para los dos hombres que sirven la pieza. Esto no sirve de mucho, pero tendremos que valernos de ello hasta que nos traigan el hacha, y escucha —añadió—: Si oyes un avión, échate al suelo, dondequiera que estés, ponte al cobijo de las rocas. Yo me quedo aquí con la ametralladora.

El sol estaba alto y soplaba un viento tibio que hacía agradable el encontrarse junto a las rocas iluminadas, brillando a su resplandor.

«Cuatro caballos —pensó Robert Jordan—. Las dos mujeres y yo. Anselmo, Primitivo, Fernando, Agustín... ¿Cómo diablos se llama el otro hermano? Esto hacen ocho. Sin contar al gitano, que haría nueve. Y además, hay que contar con Pablo, que ahora se ha ido con el caballo, que haría diez. ¡Ah, sí, el otro hermano se llama Andrés! Y el otro también, Eladio. Así suman once. Ni siquiera la mitad de un caballo para cada uno. Tres hombres pueden aguantar aquí y cuatro marcharse. Cinco, con Pablo. Pero quedan dos. Tres con Eladio. ¿Dónde diablos estará? Dios sabe lo que le espera al Sordo hoy, si encuentran la huella de los caballos en la nieve. Ha sido mala suerte que dejase de nevar de repente. Aunque, si se derrite, las cosas se nivelarán. Pero no para el Sordo. Me temo que sea demasiado tarde para que las cosas puedan arreglarse para el Sordo. Si logramos pasar el día sin tener que combatir, podremos lanzarnos mañana al asunto con todos los medios de que disponemos. Sé que podemos. No muy bien, pero podemos. No como hubiéramos querido hacerlo; pero, utilizando a todo el mundo, podemos intentar el golpe si no tenemos que luchar hoy. Si tenemos hoy que pelear, Dios nos proteja.

»Entretanto, no creo que haya un lugar mejor que éste para instalarnos. Si nos movemos ahora, lo único que haremos es dejar huellas. Este lugar no es peor que otro, y si las cosas van mal, hay tres escapatorias. Después vendrá la noche y desde cualquier punto donde estemos en estas montañas, podré acercarme al puente y volarlo con luz de día. No sé por qué tengo que preocuparme. Todo esto parece ahora bastante fácil. Espero que la aviación saldrá a tiempo siquiera sea una vez. Sí, espero que sea así. Mañana será un día de mucho polvo en la carretera.

»Bueno, el día de hoy tiene que ser muy interesante o muy aburrido. Gracias a Dios que hemos apartado de aquí a ese caballo. Aunque vinieran derechos hacia acá no creo que pudieran seguir las huellas en la forma que están ahora. Creerán que se paró en ese lugar y dio media vuelta, y seguirán las huellas de Pablo. Me gustaría saber adonde ha ido ese cochino. A buen seguro que estará dejando huellas como un viejo búfalo que anda dando vueltas y metiéndose por todas partes, alejándose para volver cuando la nieve se haya derretido. Ese caballo realmente le ha cambiado. Quizá lo haya aprovechado para largarse. Bueno, ya sabe cuidarse de sí mismo. Ha pasado mucho tiempo manejándose solo. Pero, con todo eso, me inspira menos confianza que si tuviera que habérmelas con el Everest.

»Creo que será más hábil usar de estas rocas como refugio y cubrir bien la ametralladora, en vez de ponernos a construir un emplazamiento en la debida forma. Si llegaran ellos con los aviones, nos sorprenderían cuando estuviéramos haciendo las trincheras. Tal y como está colocada, servirá para defender esta posición todo el tiempo que valga la pena defenderla. Y de todas maneras, yo no podré quedarme aquí para pelear. Tengo que irme con todo mi material y tengo que llevarme a Anselmo. ¿Quién se quedará para cubrir nuestra retirada, si tenemos que pelear en este sitio?»

En ese momento, mientras escrutaba atentamente todo el espacio visible, vio acercarse al gitano por entre las rocas de la izquierda. Venía con paso tranquilo, cadencioso, con la carabina terciada sobre la espalda, la cara morena, sonriente y llevando en cada mano una gran liebre, sujeta de las patas traseras y con la cabeza balanceándose a un lado y a otro.

—Hola, Roberto —gritó alegremente.

Robert Jordan se llevó un dedo a los labios, y el gitano pareció asustarse. Se deslizó por detrás de las rocas hasta donde estaba Jordan agazapado junto a la ametralladora, escondida entre las ramas. Se acurrucó a su lado y depositó las liebres sobre la nieve.

Robert Jordan le miró fríamente.

—Tú, hijo de la gran puta —susurró—. ¿Dónde c... has estado?

—He seguido sus huellas —contestó el gitano—. Las cacé a las dos. Estaban haciéndose el amor sobre la nieve.

—¿Y tu puesto?

—No falté mucho tiempo —susurró el gitano—. ¿Qué pasa? ¿Hay alarma?

—La caballería anda por aquí.

—¡Rediós! —exclamó el gitano—. ¿Los has visto?

—Ahora hay uno en el campamento —contestó Robert Jordan—. Vino a buscar el desayuno.

—Me pareció oír un tiro o algo semejante —dijo el gitano—. Me c... en la leche. ¿Vino por aquí?

—Por aquí, pasando por tu puesto.

—¡Ay, mi madre! —exclamó el gitano—. ¡Qué mala suerte tengo!

—Si no fueras gitano, te habría pegado un tiro.

—No, Roberto; no digas eso. Lo siento mucho. Fue por las liebres. Antes del amanecer oí al macho correteando por la nieve. No puedes imaginarte la juerga que se traían. Fui hacia el lugar de donde salía el ruido; pero se habían ido. Seguí las huellas por la nieve, y más arriba las encontré juntas y las maté a las dos. Tócalas, fíjate qué gordas están para esta época del año. Piensa en lo que Pilar hará con ellas. Lo siento mucho, Roberto. Lo siento tanto como tú. ¿Matasteis al de la caballería?

—Sí.

—¿Le mataste tú?

—Sí.

—¡Qué tío! —exclamó el gitano, tratando de adularle—. Eres un verdadero fenómeno.

—Tu madre —replicó Jordan. No pudo evitar el sonreírle—. Coge tus liebres y llévatelas al campamento, y tráenos algo para el desayuno.

Extendió una mano y palpó a las liebres, que estaban en la nieve, grandes, pesadas, cubiertas de una piel espesa, con sus patas largas, sus largas orejas, sus ojos, oscuros y redondos enteramente abiertos.

—Son gordas de veras —dijo.

—Gordas —exclamó el gitano—. Cada una tiene un tonel de grasa en los costillares. En mi vida he visto semejantes liebres; ni en sueños.

—Vamos, vete —dijo Robert Jordan—, y vuelve en seguida con el desayuno. Y tráeme la documentación de ese requeté. Pídesela a Pilar.

—¿No estás enfadado conmigo, Roberto?

—No estoy enfadado. Estoy disgustado porque has abandonado tu puesto. Imagínate que hubiera sido toda una tropa de caballería.

—¡Rediós! —exclamó el gitano—. ¡Cuánta razón tienes!

—Oye, no puedes dejar el puesto de ninguna manera. Nunca. Y no hablo en broma cuando digo que te pegaría un tiro.

—Claro que no. Pero te diré una cosa. Nunca volverá a presentarse en mi vida una oportunidad como la de estas dos liebres. Hay cosas que no ocurren dos veces en la vida.

—Anda —dijo Robert Jordan—, y vuelve en seguida.

El gitano recogió sus liebres y se alejó, deslizándose por entre las rocas. Robert Jordan se puso a estudiar el campo de tiro y las pendientes de las colinas. Dos cuervos volaron en círculo por encima de su cabeza y fueron a posarse en una rama de un pino, más abajo. Otro cuervo se unió a ellos y Robert Jordan, viéndolos, pensó: «Ahí están mis centinelas. Mientras estén quietos, nadie se acercará por entre los árboles. ¡Qué gitano! No vale para nada. No tiene sentido político ni disciplina, ni se puede contar con él para nada. Pero tendré necesidad de él mañana. Mañana tengo un trabajo para él. Es raro ver un gitano en esta guerra. Debieran estar exentos, como los objetores de conciencia. O como los que no son aptos para el servicio, física o moralmente. No valen para nada. Pero los objetores de conciencia no están exentos en esta guerra. Nadie está exento. La guerra ha llegado y se ha llevado a todo el mundo por delante. Sí, la guerra ha llegado ahora hasta aquí, hasta este grupo de holgazanes disparatados. Ya tienen lo suyo, por el momento.»

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