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Authors: Ernest Hemingway

Tags: #Narrativa

Por quién doblan las campanas (44 page)

BOOK: Por quién doblan las campanas
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—Ahí está el pájaro de mal agüero —dijo Pilar —. ¿Podrá ver lo que pasa aquí abajo?

—Seguramente —dijo Robert Jordan—. Si no están ciegos.

Vieron al avión deslizarse a gran altura, plateado y tranquilo, a la luz del sol. Venía de la izquierda y podían verse los discos de luz que dibujaban las hélices.

—Agachaos —ordenó Robert Jordan.

El avión estaba ya por encima de sus cabezas y su sombra cubría el espacio abierto, mientras que la trepidación de su motor llegaba al máximo de intensidad. Luego se alejó hacia la cima del valle y le vieron perderse poco a poco hasta desaparecer para surgir de nuevo, describiendo un amplio círculo; descendió y dio dos vueltas por encima de la planicie, antes de encaminarse hacia Segovia.

Robert Jordan miró a Pilar, que tenía la frente cubierta de sudor. Ella movió la cabeza mientras se mordía el labio inferior.

—Cada cual tiene su punto flaco —dijo—. A mí, son ésos los que me atacan los nervios.

—¿No se te habrá pegado mi miedo? —preguntó irónicamente Primitivo.

—No —contestó ella, poniéndole la mano en el hombro—. Tú no tienes miedo, ya lo sé. Te pido perdón por haberte tratado con demasiada confianza. Estamos todos en el mismo caldero. —Y luego, dirigiéndose a Robert Jordan—: Os mandaré comida y vino. ¿Quieres algo más?

—Por el momento, nada más. ¿Dónde están los otros?

—Tu reserva está intacta, ahí abajo, con los caballos —dijo ella, sonriendo—. Todo está bien guardado. Todo está listo María está con tu material.

—Si por casualidad se presentaran aviones, mételo en la cueva.

—Sí, señor inglés —repuso Pilar—. A tu gitano, te lo regalo, le he mandado a coger setas para guisar las liebres. Hay muchas setas en este tiempo y he pensado que será mejor que nos comamos las liebres hoy, aunque estarían más tiernas mañana o pasado mañana.

—Creo que será mejor comérnoslas hoy, en efecto —respondió Robert Jordan.

Pilar puso su manaza sobre el hombro del muchacho en el sitio por donde pasaba la correa de la metralleta, y levantando la mano le acarició los cabellos luego.

—¡Qué inglés! —exclamó—. Mandaré a María con los pucheros, cuando estén guisadas.

El tiroteo lejano había concluido casi por completo. Sólo se oía de vez en cuando algún disparo aislado.

—¿Crees que ha acabado todo? —preguntó Pilar.

—No —contestó Jordan—; por el ruido, parece que ha habido un ataque y ha sido rechazado. Ahora, yo diría que los atacantes los han rodeado. El Sordo se ha guarecido esperando los aviones.

Pilar se dirigió a Primitivo.

—Tú, ya sabes que no he querido insultarte.

—Ya lo sé —respondió Primitivo—; estoy acostumbrado a cosas peores. Tienes una lengua asquerosa. Pon atención en lo que dices, mujer. El Sordo era un buen camarada mío.

—¿Y no lo era mío? —preguntó Pilar—. Escucha, cara aplastada. En la guerra no se puede decir lo que se siente. Tenemos bastante con lo nuestro, sin preocuparnos de lo del Sordo.

Primitivo siguió mostrándose hosco.

—Debieras ir al médico —le dijo Pilar—. Y yo me voy a hacer el desayuno.

—¿Me has traído los documentos de ese requeté? —le preguntó Robert Jordan.

—¡Qué estúpida soy! —dijo ella—; los he olvidado. Mandaré a María con los papeles.

Capítulo XXVI

L
OS AVIONES NO VOLVIERON
hasta las tres de la tarde. La nieve se había derretido enteramente desde el mediodía y las rocas estaban recalentadas por el sol. No había nubes en el cielo, y Robert Jordan, que estaba sentado sobre un peñasco, se quitó la camisa y se puso a tostarse las espaldas al sol mientras leía las cartas que habían encontrado en los bolsillos del soldado de caballería muerto. De vez en cuando dejaba de leer para mirar a través del valle hacia la línea de pinos; luego volvía a las cartas. No volvió a aparecer más caballería. De vez en cuando se oía algún tiro hacia el campamento del Sordo. Pero el tiroteo era esporádico.

Por la lectura de los papeles militares supo que el muchacho era de Tafalla (Navarra), que tenía veintiún años, que no estaba casado y que era hijo de un herrero. El número de su regimiento sorprendió a Robert Jordan, porque suponía que ese regimiento estaba en el Norte. El muchacho era un carlista que había sido herido en la batalla de Irún a comienzos de la guerra.

«Probablemente le he visto correr delante de los toros por las calles en la feria de Pamplona —pensó Robert Jordan—. Uno no mata nunca a quien se quisiera matar en la guerra. Bueno, casi nunca», se corrigió. Y siguió leyendo las cartas.

Las primeras que leyó eran cartas amaneradas, escritas con caligrafía cuidadosa, y se referían casi exclusivamente a sucesos locales. Eran de la hermana, y Robert Jordan se enteró por ellas de que todo iba bien en Tafalla, de que el padre seguía bien, de que la madre estaba como siempre, aunque tenía dolores en la espalda; confiaba en que el muchacho estuviera bien y no corriese muchos peligros y se sentía dichosa por saber que estuviera acabando con los rojos para liberar a España de las hordas marxistas. Luego había una lista de los muchachos de Tafalla muertos o gravemente heridos desde su última carta. Mencionaba diez muertos. Era mucho para un pueblo de la importancia de Tafalla, pensó Robert Jordan.

En la carta también se hablaba extensamente de la religión, y la hermana rogaba a San Antonio, a la Santísima Virgen del Pilar y a las otras vírgenes que le protegieran. Y asimismo le pedía al muchacho que no olvidara que estaba igualmente protegido por el Sagrado Corazón de Jesús, que siempre debía llevar sobre su corazón, como estaba ella segura de que lo llevaba, ya que innumerables casos habían probado —y esto estaba subrayado— que gozaba del poder de detener las balas. Se despedía con un «Tu hermana que te quiere, como siempre, Concha».

Esa carta estaba un poco sucia por los bordes y Robert Jordan la guardó cuidadosamente con el resto de los papeles militares y abrió otra, cuya caligrafía era menos primorosa. Era de la novia que, bajo fórmulas convencionales, parecía loca de histeria por los peligros que corría el muchacho. Robert Jordan la leyó, luego metió las cartas y los papeles en el bolsillo de su pantalón. No le quedaron ganas de leer las otras cartas.

«Creo que ya he hecho mi buena acción de hoy —se dijo—. Vaya que sí.»

—¿Qué estabas leyendo? —le preguntó Primitivo.

—Los papeles y las cartas de ese requeté que hemos matado esta mañana. ¿Quieres verlos?

—No sé leer —contestó Primitivo—. ¿Hay algo interesante?

—No —repuso Robert Jordan—; son cartas de familia.

—¿Cómo están las cosas en el pueblo del muchacho? ¿Se puede averiguar por las cartas?

—Parece que las cosas van bien —dijo Robert Jordan—; ha habido muchas bajas en su pueblo. —Examinó el refugio, que habían modificado y mejorado un poco, después de derretirse la nieve, y que tenía un aspecto muy convincente. Luego miró hacia la lejanía.

—¿De qué pueblo es? —preguntó Primitivo.

—De Tafalla —respondió Robert Jordan.

«Pues bien, sí, lo lamento. Lo lamento si ello puede servir de algo.»

«No sirve de nada —se contestó a sí mismo—. Bueno, entonces, olvídalo.»

«De acuerdo, lo olvido ahora mismo.»

Pero no podía olvidarlo. «¿A cuántos has matado? —se preguntó a sí mismo—. No lo sé. ¿Crees que tienes derecho a matar? ¿Ni tan siquiera a uno? No, pero tengo que matar. ¿Cuántos de los que has matado eran verdaderos fascistas? Muy pocos. Pero todos son enemigos, cuya fuerza se opone a la nuestra. ¿Tú prefieres los navarros a los de cualquier otra parte de España? —Sí. —¿Y los matas? —Sí. Si no lo crees, baja al campamento. —¿No sabes que es malo matar a nadie? —Sí. —Pero lo haces. —Sí. —¿Y sigues creyendo que tu causa es justa? —Sí.»

«Es justa —se dijo, no para tranquilizarse, sino con orgullo—. Tengo fe en el pueblo y creo que le asiste el derecho de gobernarse a su gusto. Pero no se debe creer en el derecho de matar. Es preciso matar porque es necesario, pero no hay que creer que sea un derecho. Si se cree en ello, todo va mal.»

«—¿A cuántos crees que habrás matado? —No tengo interés en llevar la cuenta. —Pero ¿lo sabes? —Sí. —¿A cuantos? —No puede uno estar seguro del número. —¿Y de los que estás seguro? —Más de veinte. —¿Y cuántos verdaderos fascistas había entre ellos? —Solamente dos que fueran seguros. Porque me vi obligado a matarlos cuando los hicimos prisioneros en Usera. —¿Y no te causó impresión? —No. —¿Tampoco placer? —No. Resolví no volverlo a hacer nunca. Lo he evitado. He procurado no matar a los que estaban desarmados.»

«Oye —se dijo a sí mismo—, harás mejor si no piensas en ello. Es malo para ti y para tu trabajo.» Luego se contestó:

«Escúchame, tú, estás preparando algo muy serio y es menester que lo comprendas. Es necesario que yo te haga comprender esto claramente. Porque si no está claro en tu cabeza, no tienes derecho a hacer las cosas que haces. Porque todas esas cosas son criminales y ningún hombre tiene derecho a quitar la vida a otro, a menos que sea para impedir que les suceda algo peor a los demás. Así es que trata de entenderlo bien y no te engañes a ti mismo.

«Pero yo no puedo llevar la cuenta de los que he matado, como se hace con una colección de trofeos o como en una de esas cosas repugnantes, haciendo muescas en la culata del fusil. Tengo derecho a no llevar la cuenta y tengo derecho a olvidarlos.»

«No —se contestó a sí mismo—; no tienes derecho a olvidar nada. No tienes derecho a cerrar los ojos ante nada ni a olvidar nada ni a atenuar nada, ni a cambiarlo.»

«Cállate —se dijo—. Te pones horriblemente pomposo.»

«Ni tampoco a engañarte a ti mismo acerca de ello», prosiguió diciéndose.

«De acuerdo. Gracias por tus buenos consejos. Y querer a María, ¿está bien? —Sí», respondió su otro yo.

«¿Incluso aunque no haya sitio para el amor en una concepción puramente materialista de la sociedad? »

«¿Desde cuándo tienes tú semejante concepción? —preguntó su otro yo—. No la has tenido nunca. No has podido tenerla nunca. Tú no eres un verdadero marxista, y lo sabes. Tú crees en la libertad, en la igualdad y en la fraternidad. Tú crees en la vida, en la libertad y en la búsqueda de la dicha. No te atiborres la cabeza con un exceso de dialéctica. Eso es bueno para los demás; no para ti. Conviene que conozcas estas cosas para no tener el aire de un estúpido. Hay que aceptar muchas cosas para ganar una guerra. Si perdemos esta guerra, todo estará perdido.»

«Pero después podrás rechazar todo aquello en lo que no crees. Hay muchas cosas en las que no crees y muchas cosas en las que crees. Y otra cosa. No te engañes acerca del amor que sientas por alguien. Lo que ocurre es que las más de las gentes no tienen la suerte de encontrarlo. Tú no lo habías sentido antes nunca y ahora lo sientes. Lo que te sucede con María, aunque no dure más que hoy y una parte de mañana, o aunque dure toda la vida, es la cosa más importante que puede sucederle a un ser humano. Habrá siempre gentes que digan que eso no existe, porque no han podido conseguirlo. Pero yo te digo que existe y que has tenido suerte, aunque mueras mañana.»

«Basta ya de hablar de estas cosas —se dijo— y de la muerte. Esa no es manera de hablar. Ese es el lenguaje de nuestros amigos los anarquistas. Siempre que las cosas van mal, tienen ganas de prender fuego a algo y morir después, tienen una cabeza muy particular. Muy particular. En fin, hoy se pasará en seguida, amiguito. Son casi las tres y va a haber zafarrancho, más pronto o más tarde. Se sigue disparando en el campamento del Sordo; lo que muestra que han sido cercados y que esperan tal vez más gente. Pero tendrán que acabar con ellos antes del anochecer.»

«Me pregunto cómo irán las cosas allá arriba, en el campamento del Sordo. Es lo que nos aguarda a todos a su debido tiempo. No debe de ser muy divertido por allá arriba. Por cierto que le hemos metido en un buen lío con eso de los caballos. ¿Cómo se dice en español? Un callejón sin salida. Creo que en un caso así yo sabría comportarme decentemente. Son cosas que no suceden más que una vez y acaban en seguida. ¡Qué lujo sería el que tomase uno parte en una guerra en que pudiera rendirse cuando le han cercado! Estamos copados. Ese ha sido el gran grito de pánico de esta guerra. Después uno era fusilado y si antes no le había sucedido a uno nada, uno había tenido suerte. El Sordo no tendrá esa suerte. Ni va a tenerla nadie cuando llegue el momento.»

Eran las tres de la tarde. Oyó un zumbido lejano, y, levantando los ojos, vio los aviones.

Capítulo XXVII

E
L SORDO ESTABA COMBATIENDO
en la cresta de una colina. No le gustaba aquella colina, y cuando la vio se dijo que tenía la forma de un absceso. Pero no podía elegir; la había visto de lejos y galopó hacia ella espoleando al caballo, jadeante entre sus piernas, con el fusil automático terciado sobre sus espaldas, el saco de granadas balanceándose a un lado y el saco con los cargadores al otro, mientras Joaquín e Ignacio se detenían y disparaban para dejarle tiempo de colocar la ametralladora en posición.

Quedaba todavía nieve, la nieve que los había perdido y cuando su caballo herido empezó a subir a paso lento la última parte del camino, jadeando, vacilando y tropezando, regando la nieve con una chorrada roja de vez en cuando, el Sordo echó pie a tierra y lo llevó de las riendas, trepando con las riendas sobre sus hombros. Había subido muy de prisa, todo lo que podía, con los dos sacos, que le pesaban sobre la espalda, mientras las balas se estrellaban en las rocas alrededor de él, y al llegar arriba, cogiendo al caballo por las crines, le „ pegó un tiro rápida, hábil y tiernamente, en el sitio en donde había que pegárselo, de tal manera que el caballo se desplomó de golpe, con la cabeza por delante, quedando encajonado en una brecha entre dos rocas. El Sordo colocó la ametralladora de modo que pudiera disparar por encima del espinazo del caballo y vació dos cargadores en ráfagas precipitadas y mientras los casquillos vacíos se incrustaban en la nieve y alrededor un olor a crines quemadas se desprendía del cuerpo del caballo en que apoyaba la boca caliente del cañón, disparaba sobre todos los que subían por la cuesta, obligándoles a ponerse a cubierto. En todo ese tiempo había ido experimentando una sensación de frío en la espalda porque no sabía los que estaban detrás de él. Pero cuando el último de los cinco hombres hubo alcanzado la cima, esa sensación de frío desapareció y decidió conservar sus municiones para el momento en que tuviera necesidad de ellas.

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