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Authors: Ernest Hemingway

Tags: #Narrativa

Por quién doblan las campanas (46 page)

BOOK: Por quién doblan las campanas
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—No —dijo el Sordo—; dame tu pistola grande. ¿Quién tiene una pistola grande?

—Yo.

—Dámela.

Se puso de rodillas, cogió la gran «Star» de nueve milímetros y disparó una bala al suelo, junto al caballo muerto. Esperó un rato y disparó después cuatro balas a intervalos regulares. Luego aguardó, contando hasta sesenta, y disparó una última bala en el cuerpo del caballo muerto. Luego sonrió y devolvió la pistola.

—Vuelve a cargarla —susurró—, y que nadie abra la boca ni dispare.

—Bandidos —gritó la misma voz desde detrás de los peñascos.

En la colina no le respondió nadie.

—Bandidos, rendíos ahora, antes que os hagamos saltar en mil pedazos.

—Ya pican —murmuró el Sordo, muy contento.

Mientras él vigilaba la cuesta, un hombre se dejó ver por encima de una roca. Ningún disparo salió de la colina, y la cabeza desapareció. El Sordo esperó, sin dejar de observar, pero no pasó nada. Volvió la cabeza para mirar a los otros, que vigilaban cada uno su correspondiente sector. Como respuesta a su mirada, los otros movieron negativamente la cabeza.

—Que nadie se mueva —susurró.

—Hijos de puta —gritó de nuevo la voz de detrás de los peñascos.

—Cochinos rojos, violadores de vuestra madre, bebedores de la leche de vuestro padre...

El Sordo sonrió. Conseguía oír los insultos volviendo hacia la voz su oreja buena. «Esto es mejor que la aspirina. ¿A cuántos vamos a atrapar? ¿Es posible que sean tan cretinos?»

La voz había callado de nuevo, y durante tres minutos no se oyó ni percibió ningún movimiento. Después, el soldado que estaba a un centenar de metros por debajo de ellos se puso al descubierto y disparó. La bala fue a dar contra la roca y rebotó con un silbido agudo. El Sordo vio a un hombre que, agazapado, corría desde los peñascos en donde estaba el arma automática, a través del espacio descubierto, hasta el gran peñasco, detrás del que se había escondido el hombre que gritaba, zambulléndose materialmente detrás de él.

El Sordo echó una mirada alrededor. Le hicieron gestos indicándole que no había novedad en las otras pendientes. El Sordo sonrió dichoso y movió la cabeza. «Diez veces mejor que la aspirina», pensó, y aguardó dichoso, como sólo puede serlo un cazador.

Abajo, el hombre que había salido corriendo, fuera del montón de piedras, hacia el refugio que ofrecía el gran peñasco, hablaba y le decía al tirador:

—¿Qué piensas de esto?

—No sé —respondió el tirador.

—Sería lógico —dijo el hombre que era el oficial que mandaba el destacamento—. Están cercados. No pueden esperar más que la muerte.

El soldado no replicó.

—¿Tú qué crees? —inquirió el oficial.

—Nada.

—¿Has visto algún movimiento desde que dispararon los últimos tiros?

—Ninguno.

El oficial consultó su reloj de pulsera. Eran las tres menos diez.

—Los aviones deberían haber llegado hace una hora —comentó.

Entonces llegó al refugio otro oficial y el soldado se puso aparte para dejarle sitio.

—¿Qué te parece, Paco? —preguntó el primer oficial.

El otro, que todavía jadeaba por la carrera que se había pegado para subir la cuesta atravesándola de uno a otro lado, desde el refugio de la ametralladora, respondió:

—Para mí, es una trampa.

—¿Y si no lo fuera? Sería ridículo que estuviéramos aguardando aquí sitiando a hombres que ya están muertos.

—Ya hemos hecho algo peor que el ridículo —contestó el segundo oficial—. Mira hacia la ladera.

Miró hacia arriba, hacia donde estaban desparramados los cadáveres de las víctimas del primer ataque. Desde el lugar en que se encontraban se veía la línea de rocas esparcidas, el vientre, las patas en escorzo y las herraduras del caballo del Sordo, y la tierra recién removida por los que habían construido el parapeto.

—¿Qué hay de los morteros? —preguntó el otro oficial.

—Deberán estar aquí dentro de una hora o antes.

—Entonces, esperémoslos. Ya hemos hecho bastantes tonterías.

—Bandidos —gritó repentinamente el primer oficial, irguiéndose y asomando la cabeza por encima de la roca; la cresta de la colina le pareció así mucho más cercana—. ¡Cochinos rojos! ¡Cobardes!

El segundo oficial miró al soldado moviendo la cabeza. El soldado apartó la mirada, apretando los labios.

El primer oficial permaneció allí parado, con la cabeza bien visible por encima de la roca y con la mano en la culata del revólver. Insultó y maldijo a los hombres que estaban en la cima. Pero no ocurrió nada. Entonces dio un paso, apartándose resueltamente del refugio, y se quedó allí parado, contemplando la cima.

—Disparad, cobardes, si aún estáis vivos —gritó—. Disparad sobre un hombre que no le teme a ningún rojo nacido de mala madre.

Era una frase muy larga para decirla a gritos, y el rostro del oficial se puso rojo y congestionado.

El segundo oficial, un hombre flaco, quemado por el sol, con ojos tranquilos y boca delgada, con el labio superior un poco largo, mejillas hundidas y mal rasuradas, volvió a mover la cabeza. El oficial que gritaba en aquellos momentos era el que había mandado el primer ataque. El joven teniente que yacía muerto en la ladera había sido el mejor amigo de este otro teniente, llamado Paco Berrendo, que ahora escuchaba los gritos de su capitán, el cual se encontraba en un estado visible de excitación.

—Esos son los cerdos que mataron a mi hermana y a mi madre —dijo el capitán. Tenía la tez roja, un bigote rubio, de aspecto británico, y algo raro en la mirada. Los ojos eran de un azul pálido, con pestañas rubias también. Cuando se les miraba se tenía la impresión de que se fijaban lentamente—. ¡Rojos! —gritó—. ¡Cobardes! —Y empezó otra vez a insultarlos.

Se había quedado enteramente al descubierto y, apuntando con cuidado, disparó sobre el único blanco que ofrecía la cima de la colina: el caballo muerto que había pertenecido al Sordo. La bala levantó una polvareda a unos quince metros por debajo del caballo. El capitán disparó de nuevo. La bala fue a dar contra una roca y rebotó silbando.

El capitán, de pie, siguió contemplando la cima de la colina. El teniente Berrendo miraba el cuerpo del otro teniente, que yacía justamente por debajo de la cima. El soldado miraba al suelo que tenía a sus pies. Luego levantó sus ojos hacia el capitán.

—Ahí arriba no queda nadie vivo —dijo el capitán—. Tú —añadió, dirigiéndose al soldado—, vete a verlo.

El soldado miró al suelo y no contestó.

—¿No me has oído? —le gritó el capitán.

—Sí, mi capitán —contestó el soldado, sin mirarle.

—Entonces, vete. —El capitán tenía en la mano la pistola.— ¿Me has oído?

—Sí, mi capitán.

—Entonces, ¿por qué no vas?

—No tengo ganas, mi capitán.

—¿No tienes ganas? —El capitán apoyó la pistola contra los riñones del soldado.— ¿No tienes ganas?

—Tengo miedo, mi capitán —respondió con dignidad el soldado.

El teniente Berrendo, que observaba la cara del capitán y sus ojos extraños, creyó que iba a matar al soldado.

—Capitán Mora... —dijo.

—Teniente Berrendo...

—Es posible que el soldado tenga razón.

—¿Que tenga razón cuando dice que tiene miedo? ¿Que tenga razón cuando me dice que no quiere obedecer una orden?

—No. Que tenga razón cuando dice que es una trampa que se nos tiende.

—Están todos muertos —replicó el capitán—. ¿No me oyes cuando digo que están todos muertos?

—¿Hablas de nuestros camaradas desparramados por esa ladera? —preguntó Berrendo—. Entonces estoy de acuerdo contigo.

—Paco —dijo el capitán—, no seas tonto. ¿Crees que eres el único que apreciaba a Julián? Te digo que los rojos están muertos. Mira.

Se irguió, puso las dos manos en la parte superior de la roca y, ayudándose torpemente con las rodillas, se encaramó y se puso de pie.

—Disparad —gritó, de pie sobre el peñasco de granito gris, agitando los brazos—. Disparad. Disparad. Matadme.

En la cima de la colina el Sordo seguía acurrucado detrás del caballo muerto y sonreía.

«¡Qué gente!», pensó. Rió intentando contenerse, porque la risa le sacudía el brazo y le hacía daño.

—¡Rojos! —gritaba el de abajo—. Canalla roja, disparad. Matadme.

El Sordo, con el pecho sacudido por la risa, echó una rápida ojeada por encima de la grupa del caballo y vio al capitán, que agitaba los brazos en lo alto de su peñasco. Otro oficial estaba junto a él. Un soldado estaba al otro lado. El Sordo continuó mirando en aquella dirección y moviendo la cabeza muy contento.

«Disparad sobre mí —repetía en voz baja—. Matadme.» Y volvieron a sacudirse sus hombros por la risa. Todo ello le hacía daño en el brazo y cada vez que reía, sacaba la impresión de que su cabeza iba a estallar. Pero la risa le acometía de nuevo como un espasmo.

El capitán Mora descendió del peñasco.

—¿Me crees ahora, Paco? —le preguntó al teniente Berrendo.

—No —dijo el teniente Berrendo.

—¡C...! —exclamó el capitán—. Aquí no hay más que idiotas y cobardes.

El soldado fue a refugiarse prudentemente detrás del peñasco y el teniente Berrendo se agazapó junto a él.

El capitán, al descubierto, a un lado del peñasco, se puso a gritar atrocidades hacia la cima de la colina. No hay lenguaje más atroz que el español. Se encuentra en este idioma la traducción de todas las groserías de las otras lenguas y, además, expresiones que no se usan más que en los países en que la blasfemia va pareja con la austeridad religiosa. El teniente Berrendo era un católico muy devoto. El soldado, también. Eran carlistas de Navarra y juraban y blasfemaban cuando estaban encolerizados; pero no dejaban de mirarlo como un pecado, que se confesaban regularmente.

Agazapados detrás de la roca, escuchando las blasfemias del capitán, trataron de desentenderse de él y de sus palabras. No querían tener sobre su conciencia ese linaje de pecados en un día en que podían morir.

«Hablar así no nos va a traer suerte —pensó el soldado—. Ese habla peor que los rojos.»

«Julián ha muerto —pensaba el teniente Berrendo—. Muerto ahí, sobre la cuesta, en un día como éste. Y ese mal hablado va a traernos peor suerte aún con sus blasfemias.»

Por fin el capitán dejó de gritar y se volvió hacia el teniente Berrendo. Sus ojos parecían más raros que nunca.

—Paco —dijo alegremente—, subiremos tú y yo.

—Yo no.

—¿Qué dices? —exclamó el capitán, volviendo a sacar la pistola.

«Odio a los que siempre están sacando a relucir la pistola —pensó Berrendo—. No saben dar una orden sin sacar el arma. Probablemente harán lo mismo cuando vayan al retrete para ordenar que salga lo que tiene que salir.»

—Iré si me lo ordenas; pero bajo protesta —dijo el teniente Berrendo al capitán.

—Está bien. Iré yo solo —dijo el capitán—. No puedo aguantar tanta cobardía.

Empuñando la pistola con la mano derecha, comenzó firmemente la subida de la ladera. Berrendo y el soldado le miraban desde su refugio. El capitán pretendía esconderse y llevaba la vista al frente, fija en las rocas, el caballo muerto y la tierra recién removida de la cima.

El Sordo estaba tumbado detrás de su caballo, pegado a su roca, mirando al capitán, que subía por la colina.

«Uno solo. Pero, por su manera de hablar, se ve que es caza mayor. Mira qué animal. Mírale cómo avanza. Ese es para mí. A ése me lo llevo yo por delante. Ese que se acerca va a hacer el mismo viaje que yo. Vamos, ven, camarada viajero. Sube. Ven a mi encuentro. Vamos. Adelante. No te detengas. Ven hacia mí. Sigue como ahora. No te detengas para mirarlos. Muy bien. No mires hacia abajo. Continúa avanzando, con la mirada hacia delante. Mira, lleva bigote. ¿Qué te parece eso? Le gusta llevar bigote al camarada viajero. Es capitán. Mírale las bocamangas. Ya dije yo que era caza mayor. Tiene cara de inglés. Mira. Tiene la cara roja, el pelo rubio y los ojos azules. Va sin gorra y tiene bigote rubio. Tiene los ojos azules. Sus ojos son de color azul pálido y hay algo extraño en ellos. Son ojos que no miran bien. Ya está bastante cerca. Demasiado cerca. Bien, camarada viajero, ahí va eso. Eso es para ti, camarada viajero.»

Apretó suavemente el disparador del rifle automático y la culata le golpeó tres veces en el hombro con el retroceso resbaladizo y espasmódico de las armas automáticas.

El capitán se quedó de bruces en la ladera con su brazo izquierdo recogido bajo el cuerpo y el derecho empuñando aún la pistola, tendido hacia delante por encima de su cabeza. Desde la base de la colina empezaron a disparar contra la cima.

Acurrucado detrás del peñasco, pensando que ahora le iba a ser necesario cruzar el espacio descubierto bajo el fuego, el teniente Berrendo oyó la voz grave y ronca del Sordo en lo alto de la colina.

—Bandidos —gritaba la voz—. Bandidos. Disparad. Matadme.

En lo alto de la colina el Sordo estaba tumbado detrás de su ametralladora, riendo con tanta fuerza que el pecho le dolía y pensaba que iba a estallarle la cabeza.

—Bandidos —gritaba alegremente de nuevo—, matadme, bandidos.

Luego movió la cabeza con satisfacción. «Vamos a tener mucha compañía en este viaje», pensó.

Intentaba hacerse con el otro oficial cuando éste saliera del cobijo de la roca. Antes o después, se vería obligado a abandonarlo. El Sordo estaba seguro de que no podía dirigir el ataque desde allí y pensaba que tenía muchas probabilidades de alcanzarle.

En aquel momento los otros oyeron el primer zumbido de los aviones que se acercaban.

El Sordo no los oyó. Vigilaba atentamente la ladera, cubriéndola con el fusil ametrallador y pensando: «Para cuando yo le vea, habrá empezado a correr y es posible que le marre si no pongo mucha atención. Tendré que ir corriendo el fusil a medida que él vaya atravesando el espacio descubierto; si no, comenzaré a disparar al sitio adonde se dirija, y luego volveré hacia atrás para encontrarle.» En ese momento sintió que le tocaban en la espalda, se volvió y vio el rostro de Joaquín color de ceniza por el miedo. Y mirando en la dirección en que el muchacho señalaba, vio los dos aviones que se acercaban.

Berrendo salió corriendo del peñasco y se lanzó con la cabeza gacha hacia el abrigo de rocas donde estaba la ametralladora de ellos.

El Sordo, que estaba mirando los aviones, no le vio pasar.

—Ayúdame a sacar esto de aquí —dijo a Joaquín. Y el muchacho sacó la ametralladora del hueco entre el caballo y el peñasco.

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