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Authors: John Crowley

Tags: #Fantástico

Pqueño, grande (13 page)

BOOK: Pqueño, grande
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—Gusto de verlo, doctor —dijo Nube—. No creo que podamos prometer ningún prodigio. Oh, pero tranquilícese usted, hombre. —El doctor Word había intentado hablar, se había atorado, farfullaba.— Que alguien le palmee la espalda. No es nuestro pastor —le explicó Nube a Fumo confidencialmente—. Vienen de afuera y suelen ponerse muy nerviosos. Un verdadero milagro que puedan celebrarse bodas, o funerales. Aquí tienes a Sarah Rosa y los pequeños Rosa. Hola, ¿qué tal? ¿Listo? —Cogió el brazo de Fumo, y cuando echaron a andar por el sendero de lajas hacia el cenador, un armonio empezó a tocar, como una vocecita quejumbrosa, una música que Fumo no conocía, pero que parecía despertar en él súbitas añoranzas. Al oírla, los invitados se congregaron, hablando en voz baja; y cuando Fumo llegó a los primeros y gastados peldaños del cenador, el doctor Word, que había llegado al mismo tiempo, miraba de reojo en derredor mientras buscaba a tientas un libro en su bolsillo. Fumo vio a Mamá y al doctor Bebeagua y a Sophie con sus flores detrás de Llana Alice con las suyas; Alice lo observaba seria y serena, como si fuese alguien a quien ella no conociera. Lo pusieron al lado de ella y él intentó primero meter las manos en los bolsillos, luego las entrelazó detrás de la espalda, y por fin al frente. El doctor Word pasó rápidamente las páginas de su libro y empezó a hablar a gran velocidad, y sus palabras, disparadas a través de los vapores del champán, los temblores y la incesante melodía del armonio, sonaron poco menos así: «¿Quieres tú, Barble, a esta Alice Llana por legítima fosa y prometes ser de hiél con aguas frías y cadenas en la orfandad de la salud con petulancia y con pereza y así ajarla y relajarla todos los días de tu vida y hasta que la muerte os separe?».

—Sí, quiero —dijo Fumo.

—Yo también quiero —dijo Llana Alice.

—Ajillo —exclamó el doctor Word—. Y ahora os remato marido y mujer.

A tocar narices

Había un juego que Alice solía jugar con Sophie en los largos corredores de Bosquedelinde: ella y Sophie se situaban lo más lejos posible una de otra pero de manera que pudieran verse. Entonces empezaban a caminar lentamente la una hacia la otra, mirándose a la cara. Así seguían avanzando, siempre al mismo ritmo lento, serias, o tratando de no tentarse de risa, hasta que sus narices se tocaban. Eso era lo que le había sucedido con Fumo, sólo que él había venido de muy lejos, de demasiado lejos para que pudieran verse, ya que había venido de la Ciudad... no, de más lejos, de un lugar en el que ella no había estado nunca, de muy lejos, caminando hacia ella. Cuando la barca-cisne lo recogió, a la orilla del lago, ella lo habría podido cubrir con la uña de su pulgar, si hubiera querido; después, la barca se fue acercando, con Phil Flores en los remos, y entonces pudo ver la cara de Fumo, ver que de verdad era él. Al llegar a la orilla desapareció por un momento, y justo entonces hubo en torno un murmullo de expectación y simpatía, y él volvió a aparecer del brazo de Nube, ya mucho más grande, las nuevas arrugas visibles en sus rodillas, las manos fuertes, recias, que a ella tanto le gustaban. Más grande. Un ramillete de violetas en el ojal de la solapa. Vio cómo él estiraba el cuello, y en ese momento comenzó la Música. Cuando él llegó a la escalinata del cenador, ella ya no podía abarcar sus pies si lo miraba resueltamente a la cara, y lo miró a la cara, y por un instante todo se volvió obscuro y borroso alrededor de esa cara que, como una pálida luna sonriente, entraba en órbita con la suya. Fumo subió los escalones y se detuvo a su lado. Las narices no se tocaron. Eso vendría con el tiempo. Quizá, pensó ella, tardaría años, o acaso nunca sucediera, ya que al fin y al cabo el suyo era un casamiento Convenido, aunque eso ella no se lo había explicado nunca a él, ni nunca se lo diría, ni tampoco tendría ya necesidad de hacerlo porque, tal como las cartas lo habían prometido, ella lo habría elegido a él de todos modos, aun cuando las cartas no lo eligieran, aun cuando quienes le prometieran alguien como él pensaran que ya no era necesario, o que no era él el señalado. Para tenerlo, ella estaba dispuesta a enfrentarse con ellos. ¡Y no habían sido ellos acaso los primeros en considerar necesario que saliera en su busca! Ahora deseaba con toda su alma seguir encontrándolo, rodearlo con sus brazos y buscar; pero ya el estúpido del pastor había empezado a farfullar; estaba furiosa con sus padres, que habían considerado necesaria aquella ceremonia, por el bien de Fumo, según ellos, pero ¿quién conocía a Fumo mejor que ella? Trató de escuchar lo que decía el hombre, mientras pensaba cuánto más divertido hubiera sido casarse jugando a tocar narices: que los dos, desde una gran distancia, se pusieran en camino al mismo tiempo, hasta que, como en los viejos corredores de la casona, mientras por el rabillo del ojo veía deslizarse, siempre cambiantes, las paredes y los cuadros, sólo la cara de Sophie permanecía constante, crecía, los ojos se agrandaban, las pecas se dilataban: un planeta, y luego una luna y en seguida un sol, y después nada, nada visible excepto ya a último momento un mapa topográfico, los ojos inmensos empezando a bizquear un instante apenas, y ya las dos narices, precipitándose una contra otra, colisionaban sin hacer ningún ruido.

Islas Felices

—Un poco irreal —dijo Fumo. Había algunas manchas de hierba en el traje de Truman, y mientras Mamá ponía en la cesta las sobras de la merienda, las observaba con aire preocupado.

—No se las podrás quitar —dijo. Fumo bebía champán, lo cual hacía aceptable, al parecer normal, incluso necesaria la irrealidad. Pacífico y feliz, flotaba en una bruma como la de aquel largo atardecer. Mamá cerró la canasta y en ese momento vio un plato que la miraba con aire socarrón desde la hierba; cuando terminó de rehacer el trabajo, Fumo, con una sensación de
deja vu
, le señaló un tenedor que ella no había visto. Llana Alice enlazó su brazo al de él. Ya habian recorrido varias veces la isla, viendo a parientes y amigos, siempre muy agasajados. Muchos decían «gracias» cuando Alice les presentaba a Fumo, y también daban las gracias cuando le entregaban sus regalos de boda. Fumo, después de la tercera copa de champán, empezó a preguntarse si esa forma de trastocar el sentido de las cosas (Nube lo hacía constantemente) no debería ser examinada caso por caso, por así decir, si no sería algo así como..., bueno..., una forma general de... Ella apoyó la cabeza en la hombrera del traje de Truman, y así se sostuvieron uno a otro, extenuados de tanto saludar.

—Simpáticos —dijo él sin dirigirse a nadie—. ¿Cómo se dice cuando algo es puertas afuera?

—¿Al fresco?

—¿Se dice así?

—Creo que sí.

—¿Eres feliz?

—Creo que sí.

—Yo sí lo soy.

Cuando se había casado Franz Ratón, él y su novia (cómo era que se llamaba) habían ido juntos a uno de esos estudios fotográficos con escaparates al frente, y allí el fotógrafo, además de la formal foto de los desposados, había hecho algunas tomas chuscas, con trastos de su propia utilería: una bola con su cadena que sujetó a la pierna de Franz, y un palote de amasar que la recién casada debía blandir por encima de la cabeza de su marido. Fumo comprobó que eso era todo cuanto sabía acerca de la vida de casado y soltó una carcajada.

—¿Qué? —inquirió Alice.

—¿Tienes un palote de amasar?

—¿Para amasar pasteles, quieres decir? Supongo que Mamá tiene uno.

—Entonces todo está en orden. —Ahora estaba tentado, y las burbujas de la risa brotaban de una región de su diafragma como las que estallaban en un punto invisible de su copa. Alice se contagió. Mamá de pie, con los brazos en jarras, los miraba meneando la cabeza. El armonio (o lo que fuera) empezó otra vez, y todos quedaron en silencio, como si se hubiera posado sobre ellos una mano fría, o una voz hubiera de pronto comenzado a hablar de una antigua tristeza; Fumo no había oído nunca una música como ésa, que parecía atraparlo, o más bien él a ella, como si él fuera un dibujo apenas esbozado a lo largo de la seda de la melodía. Era un
Recessional
[1]
, pensó, un último himno, aunque ignoraba de dónde conocía esa palabra; pero era un himno, no para despedirlos a él y a Alice, sino a los invitados. Mamá, en el momentáneo silencio que reinó en toda la isla, exhaló un profundo suspiro, recogió su cesta, y con un ademán le indicó a Fumo que no se levantara cuando él, con visible desgana, amagó ponerse en pie para ayudarla. Los besó a los dos y echó a andar, sonriendo. Ya otros en la isla se encaminaban hacia el agua; hubo risas y algún grito lejano. Fumo divisó en la orilla a la bonita Sarah Rosa, a quien ayudaban a subir a bordo de la barca-cisne, y a otros que esperaban turno para embarcar, partir, algunos con copas todavía en la mano, y alguien con una guitarra en bandolera. Rudy Torrente esgrimía una botella verde. La música y el atardecer ponían una nota de melancolía en aquella alegre despedida, como si abandonaran las Islas Felices por un lugar menos feliz, sin sentir la pérdida hasta el momento mismo de la partida.

Fumo, cuya copa semivacía se tambaleaba en un ángulo borracho sobre la hierba, se sentía hecho de música de la cabeza a los pies; se dio vuelta para apoyar la cabeza en el regazo de Llana Alice y al volverse divisó en la orilla a la tía abuela Nube conversando con dos personas que le parecía conocer, aunque por un momento no pudo identificar, si bien le causó una inmensa sorpresa el verlas allí. De pronto, el hombre estiró la boca como un pez para exhalar el humo de la pipa, y ayudó a su mujer a subir a un bote de remos.

Marge y Jeff Junípero.

Miró el rostro plácido y confiado de Llana Alice, y se preguntó por qué cuanto más se ahondaban aquellos misterios cotidianos, menos inclinado se sentía él a ahondarlos.

—Las cosas que nos hacen felices —sentenció— nos hacen sabios.

Ella sonrió y asintió, como diciendo: sí, esas viejas verdades son en verdad muy verdaderas.

Una vida protegida

Sophie se separó de sus padres cuando éstos, cogidos del brazo, cruzaban el bosque comentando en voz baja los sucesos del día, como es natural que lo hagan aquellos padres cuyo hijo primogénito acaba de casarse. Siguió por un desvío que sólo ella conocía, y que al principio se alejaba, incierto, del camino que tomaran para venir, pero que luego volvía a unirse a él. La noche empezaba a caer, aunque más que caer parecía subir desde la tierra, ennegreciendo ya el tupido terciopelo del envés de los heléchos. Sophie vio huir de sus manos, poco a poco, la luz del día; se las veía cada vez más borrosas, y primero la luz, luego la vida abandonaron el ramo de flores que, sin saber por qué, todavía llevaba consigo. Durante un trecho, sin embargo, sintió que su cabeza emergía aún de aquella lobreguez que subía del suelo, hasta que el sendero delante de ella se convirtió en un pozo de obscuridad, y cuando aspiró el aire fresco de la noche se sintió sumergida. Después, la noche trepó hasta los pájaros, hasta las ramas en que estaban posados, y cuando uno a uno los hubo llamado a sosiego, y aquietado la furiosa batalla de las manos, sólo quedó un silencio susurrante volando en el aire. El cielo era aún tan azul como en pleno mediodía, pero a los pies de Sophie el sendero estaba tan obscuro que tropezó, y la primera luciérnaga acudió a cumplir su cometido. Se quitó los zapatos (doblando la rodilla hasta la mitad de un paso y alargando el brazo por detrás para sacarse el primero, y dando luego un saltito para quitarse el otro) y los dejó encima de una piedra; esperaba, aunque sin que ello la preocupara demasiado, que el rocío no estropearía el raso.

Ella no quería apresurarse, pero el corazón, pese a todo, y contra su voluntad, le latía de prisa. Las zarzas le imploraban a su vestido de encaje que no las abandonara, y Sophie pensó en sacárselo también, pero no lo hizo. El bosque, mirado en sentido longitudinal, en la dirección en que ella avanzaba, era un túnel de suave obscuridad, una perspectiva de luciérnagas; pero cuando miraba hacia los lados, donde la arboleda era menos frondosa, podía ver un horizonte lapidario de un azul trocado en verde, mancillado por el pálido celaje de unas nubes. También divisó, inesperadamente (siempre era inesperado), la cúpula o las cúpulas de la casa en la lejanía, y alejándose cada vez más: ésa era la impresión que se tenía a medida que la niebla que flotaba en el aire se volvía más densa. Ahora, con la sensación de una especie de risa que le oprimía la garganta, avanzaba más lentamente por el túnel de la noche.

Cuando se iba acercando a la isla, empezó a sentirse Comoquiera acompañada, y aunque aquello no era del todo inesperado, la hizo erizarse, sensibilizada, como si tuviera un pelaje, un pelaje de animal que, a fuerza de frotarlo, se hubiese puesto a crepitar, electrizado.

La isla no era una verdadera isla, o no lo era del todo; tenía la forma de una lágrima, y la larga cola de la lágrima se extendía hasta el río que alimentaba el lago. Al llegar allí, a ese paraje en el que el río, en la porción más angosta de su cauce, abrazaba la cola de la lágrima para henchir y rizar las aguas del lago, encontró enseguida un sendero para continuar avanzando de piedra en piedra, esas piedras que, bañadas por el río, se cubrían de cojines sedosos en los que hubiera podido refrescar la acalorada mejilla.

Por fin llegó a la isla, al pie del cenador que se alzaba allí, en el centro, mirando absorto hacia el otro lado.

Sí, allí alrededor estaban ellos, y eran muchos ahora, con qué propósito, no pudo por menos que pensar, el mismo que la traía a ella: saber, sencillamente, o ver, o estar seguros. Sin embargo, las razones de ellos debían de ser diferentes. Ella no tenía ninguna razón que pudiera nombrar, y tal vez tampoco las de ellos tuvieran nombre, aunque le parecía escuchar —sin duda los rumores del río, nada más, y los de la sangre que le latía con violencia en los oídos— una multitud de voces que hablaban pero no decían nada. Con cautela, en profundo silencio, contorneó el cenador, oyendo una voz, una voz humana, la de Alice, sólo la voz, no lo que ella decía; y unas risas, y de pronto creyó adivinar lo que su hermana estaría diciendo. ¿Por qué había venido? Empezaba ya a sentir en su corazón la obscura, la ciega y horrenda presión de un muro pesadísimo que subía y subía; pero siguió andando, y cuando llegó a un paraje más alto resguardado por arbustos lustrosos y a un banco de piedra fría, se detuvo, y con extremado sigilo se encaramó en él, de rodillas.

La postrera luz verde del ocaso se extinguió. Y el cenador, como si hubiera estado al acecho, aguardándola, vio a la luna gibosa trepar sobre los árboles y bañar de luz el agua acresponada, los pilares, y a la pareja acostada allí en el suelo, entre los cojines.

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