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Authors: John Crowley

Tags: #Fantástico

Pqueño, grande (14 page)

BOOK: Pqueño, grande
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Llana Alice había colgado su vestido blanco en las ramas de un arbusto, y de vez en cuando una manga o el ruedo de la falda se sacudían agitados por la brisa que empezara a soplar al anochecer; mirando por el rabillo del ojo, Fumo podía suponer que había alguien más allí, en los alrededores del cenador. Estaban aquellas luces, entonces: un cielo crepuscular, las luciérnagas, los capullos fosforescentes que, más que brillar por reflejo, parecían titilar con una tenue luz propia. Y a esa luz, más que ver, Fumo sentía sobre los cojines la larga geografía de su amada.

—En realidad, yo soy muy inocente —dijo—. En muchos sentidos.

—¡Inocente! —replicó ella con fingida sorpresa (fingida, ya que, por supuesto, si por algo estaba él ahora allí, y ella con él, era por esa inocencia)—. No te comportas como alguien inocente. —Rió, y él también se echó a reír; eran las risas que Sophie había oído.— Desfachatado.

—Sí, también eso. La misma cosa, creo yo. Nadie me dijo nunca de qué cosas debía avergonzarme. A tener miedo... eso nadie tiene que enseñártelo. Pero lo he superado. —Contigo, hubiera podido añadir.— He tenido una vida protegida.

—Yo también.

Fumo pensó que su vida no había sido para nada protegida, no cuando Llana Alice podía decir lo mismo de la suya. Si la de ella fue protegida, la de él, entonces, había sido el desamparo, y eso fue lo que sintió.

—Es que yo no tuve infancia. No como la que tuviste tú. En cierto sentido, yo nunca fui un niño. Quiero decir que he sido un crío, eso sí, por supuesto, pero un niño, nunca.

—Bueno —dijo ella—. Ahora puedes tener mi infancia. Si la quieres.

—Gracias —dijo él; y claro que la quería, toda entera, sin que se le escapara un solo segundo—. Gracias.

La Luna subió, y a su claridad repentina, Fumo la vio levantarse, estirarse como después de un esfuerzo, e ir a apoyarse contra una columna, mientras se acariciaba con aire ausente, y a través de la obscura fronda de los árboles miraba en dirección al lago. Sus largos músculos parecían plateados y etéreos (pero no eran etéreos, oh, no: si él temblaba aún ligeramente a causa de la presión de aquellos músculos). El brazo alzado a lo largo de la columna le levantaba el pecho y el omóplato. Con una de sus largas piernas rígida y tensa soportando todo el peso del cuerpo, y la otra flexionada, las redondeces gemelas de sus nalgas estaban en reposo, perfectamente equilibradas, como un teorema. Todo esto lo registraba Fumo con una asombrosa precisión, no simplemente como cosas que sus sentidos percibían, sino como una meta que se proponían perseguir sin cesar.

—Mi primer recuerdo —dijo ella, como un anticipo a cuenta del regalo que acababa de ofrecerle, o pensando en otra cosa, tal vez (pero él de todos modos lo aceptó)—, mi primer recuerdo es una cara en la ventana de mi cuarto. Era de noche, en verano. La ventana estaba abierta. Una cara amarilla, redonda y brillante. Con una sonrisa de oreja a oreja y unos ojos, ¿cómo te diré?,
penetrantes
. Y me miraba con
muchísimo interés
. Yo me reía, recuerdo, porque era siniestra pero estaba sonriente, y me hacía reír. Después, las manos aparecieron sobre el alféizar, y me pareció que la cara, el dueño de la cara quiero decir, estaba entrando por la ventana. Sin embargo, yo no estaba asustada, oía risas y yo también me reía. En ese momento entró mi padre en la habitación, y yo me di vuelta, y cuando miré de nuevo ya no estaba allí la cara. Después, cuando lo comenté con Papá, él dijo que la cara era la luna en la ventana, y las manos en el alféizar, los visillos agitados por la brisa; y que cuando volví a mirar, una nube había tapado la luna.

—Probablemente.

—Eso fue lo que él vio.

—Quiero decir que probablemente...

—¿Qué infancia, la de quién —dijo ella volviéndose hacia él, los cabellos en llamas a la luz de la luna, el rostro mate y azul y por un segundo aterradoramente otro, no el suyo— es la que quieres tener?

—Quiero la tuya. Ahora.

—¿Ahora?

—Ven aquí.

Ella se echó a reír, y fue y se arrodilló junto a él sobre los cojines, su carne ahora enfriada por el baño de luna mas no por ello menos su carne, su carne verdadera.

Siempre sigilosa

Sophie los vio acoplarse. Adivinaba, con vivida certeza, qué emociones (las que Fumo le hacía sentir) se sucedían en su hermana, aunque no eran, por lo que ella sabía, las que Llana Alice había sentido antes. Veía claramente qué era lo que hacía que los ojos castaños de Alice se opacaran de pronto, abstraídos, o le brillasen, súbitamente llenos de luz. Era como si Alice estuviera hecha de cristal, de un cristal que siempre había sido opaco en ciertas partes, pero que ahora, expuesto a la radiante luz de la lámpara de amor de Fumo, se hubiera vuelto por entero transparente, para que ni un solo recoveco de Alice quedara oculto a los ojos de Sophie mientras los observaba. Los oía hablar —sólo algunas palabras, sugerencias, triunfos—, y cada palabra vibraba como una campana de cristal. Respiraba a la par de su hermana, y cuanto más se agitaba esa respiración, a una luz más viva aún podía ella ver a Alice. Extraña forma de poseerla, y Sophie no sabía con certeza qué era ese calor que le robaba el aliento, si dolor, osadía, vergüenza, qué. Pero sabía que nada en el mundo podría hacerle apartar la mirada; y que aunque la apartase, seguiría viendo, con la misma terrible claridad. Sin embargo, durante todo ese tiempo Sophie dormía.

Era esa forma de dormir (ella las conocía todas, pero no tenía nombre para ninguna) en la que los párpados parecen haberse vuelto transparentes, y uno ve a través de ellos la misma escena que veía antes de cerrarlos. La misma escena, pero no la misma. Antes de que se le cerraran los ojos, Sophie había sabido, o en todo caso intuido, que había otros allí, y que como ella habían venido para espiar aquella unión. Ahora, en su sueño, esos otros eran perfectamente concretos; se asomaban por encima de sus hombros y su cabeza, se arrastraban con cautela sigilosos, para aproximarse al cenador. Alzaban a criaturas diminutas sobre el follaje de los mirtos para asistir a aquel prodigio. Flotaban en el aire o sobre alas jadeantes, alas que jadeaban con la misma exaltación de la escena que contemplaban. Sus cuchicheos no la importunaban, ya que su interés, tan intenso como el de ella, sólo en eso se parecía al de Sophie; en tanto ella arrostraba abismos insondables, sin saber si no sucumbiría ahogada en las encontradas mareas del asombro, la pasión, la vergüenza, el sofocante amor, sabía que ellos, los otros, estaban apremiando a aquella pareja —no, incitándola— con un único fin, y ese fin era Procrear.

Un estúpido abejorro pasó zumbando junto a su oído, y Sophie se despertó.

Las criaturas que bullían en torno de ella eran símiles vagos de las de su sueño: zancudos cuchicheantes, rutilantes gusanos de luz, un chotacabras persiguiendo murciélagos de alas membranosas.

A lo lejos, el cenador se alzaba, blanco y silencioso a la luz de la luna. De vez en cuando, Sophie creía atisbar lo que acaso fueran los movimientos de los miembros. Pero ni un solo rumor; ningún gesto que se pudiera nombrar, o tan siquiera adivinar.

¿Por qué la hería eso más profundamente que lo que soñara que había presenciado?

Exclusión. Sin embargo, se sentía tan inmolada entre ellos ahora, cuando no podía verlos, como cuando soñaba que los veía; y tan insegura de poder sobrevivir.

Celos: unos celos nacientes. No, tampoco eso. Ella nunca se había sentido dueña de nada, ni tan siquiera de un alfiler, y uno sólo puede sentir celos cuando le quitan lo que le pertenece. Ni tampoco traición: ella lo había sabido todo desde el comienzo (y ahora sabía más de lo que ellos jamás sabrían que sabía), y uno sólo puede ser traicionado por los hipócritas, por los mentirosos.

Envidia. ¿Pero de Alice, de Fumo, o de los dos?

No lo sabía. Sólo sentía que resplandecía de dolor y de amor a la vez, como si hubiese tragado ascuas.

Siempre sigilosa, como había venido, abandonó el lugar, y tal vez muchos de los otros partieron tras ella, más sigilosos aún.

Piensa que eres un pez

El largo cauce del río que alimentaba al lago descendía por un escalonado lecho pedregoso desde el estanque horadado por una catarata en el secreto corazón del bosque.

Los dardos de la luna herían la aterciopelada superficie de aquel estanque, y al hundirse en las aguas se doblaban y despedazaban. En la faz, mecidas por el cabrilleo incesante que provocaba la espumosa cascada, reposaban las estrellas. Eso sería lo que vería quienquiera que contemplase el estanque desde la orilla. A los ojos de un pez, de una gran trucha blanca casi dormida en el agua, ofrecía un aspecto muy diferente.

¿Dormida? Sí, los peces duermen, aunque no lloran; la más intensa de sus emociones es el pánico, la más triste, una suerte de amargo remordimiento. Duermen con los ojos abiertos y sus sueños fríos se reflejan en el verdinegro seno del agua. Al Abuelo Trucha le parecía que el agua viva, con su geografía familiar, desaparecía y volvía a aparecer como si alternativamente se abriera y cerrara ante él una celosía. Cada vez que el estanque desaparecía, él se miraba por dentro. Por lo general los peces sueñan con el agua, la misma que ven cuando están despiertos, mas los sueños del Abuelo Trucha no eran de esa especie. Tan distintos de los de las truchas de río eran sus sueños, y tan persistentes a la vez los indicios de su morada acuática, que su existencia misma se convertía en una sucesión de suposiciones. Las suposiciones del sueño eran cambiantes, variaban sustituyéndose unas a otras con cada jadeo de sus branquias.

Piensa que eres un pez. Ningún lugar mejor que éste para vivir. Gracias a las cascadas que ahogaban sin cesar el aire en el estanque, el mero respirar era un vivo placer. Como lo sería, suponiendo que no fueras una criatura de agua, respirar el aire puro, alto, siempre renovado por los vientos de una pradera alpina. Maravilloso, y qué bueno que ellos se preocuparan tanto por él (suponiendo que ellos se preocupaban por su bienestar y su ventura, o la de cualquiera). Y no había depredadores aquí, y muy escasa competencia, ya que (si bien un pez no podía, supuestamente, saberlo) el río era poco profundo y pedregoso aguas arriba, como lo era también aguas abajo, de modo que ninguna criatura semejante a él por su tamaño podía entrar a disputarle los insectos que caían sin cesar de aquellos bosques frondosos y variados que coronaban el estanque. En verdad, ellos habían pensado en todo, suponiendo que pensaran en algo.

Ahora bien, suponiendo que él no estuviera allí, de nadador, por su propia elección: qué merecido castigo tan atroz, qué exilio tan amargo. ¿Iba a ser siempre igual, un eterno ir y venir mordiendo mosquitos? Él suponía que para un pez, en sus ensoñaciones más felices, nada podía ser más apetecible que ese sabor. Pero si uno no fuera pez, qué recuerdo, la multiplicación interminable de esas gotitas minúsculas de sangre amarga.

Suponiendo (siempre suponiendo) que todo fuera un Cuento. Que, por más que él pareciera realmente un pez contento con su suerte, o que, por mucho que le repugnara se hubiera acostumbrado a ella, de pronto, un buen día, apareciera allí una forma bellísima que, escrutando las honduras irisadas, pronunciara las palabras secretas que de viva fuerza (y desafiando peligros terribles para ella) hubiera arrancado a los malignos guardasecretos, y que él, entonces, agitando las piernas y las empapadas vestiduras principescas, estrangulado ahora por el agua, saltara a la orilla para erguirse jadeante ante ella, devuelto a su forma verdadera, la maldición conjurada, el hada mala llorando lágrimas de frustración. Al pensar en esto, un cuadro apareció en la superficie del estanque, un grabado en colores: un pez de peluca y levitón, con una carta inmensa bajo el brazo, boquiabierto. Boqueando en el aire. Ante esta visión alucinante (¿de dónde?) las branquias le temblaron y se despertó, sobresaltado; y la celosía se abrió. Sólo había sido un sueño. Durante un rato, reconfortado, no supuso nada más que agua, agua saludable a la luz de la Luna.

Podía imaginar, desde luego (la celosía empezó a cerrarse otra vez), que él mismo era uno de ellos, uno de los guardasecretos, un echador de maleficios, un prestidigitador maligno, una inteligencia brujeril eterna alojada, para la consecución de sus sutiles y secretos designios, en el simple cuerpo de un pez. Eterna: suponiendo que lo fuera. Él ha vivido desde siempre, o casi, él ha sobrevivido hasta este tiempo presente (suponiendo [calando más hondo] que este tiempo sea el presente); él no ha expirado a la edad de un pez, ni a la edad de un príncipe. Siente como si su existencia se prolongara hacia atrás (¿o será hacia delante?) sin principio (¿o sin fin?), sólo que ahora no puede recordar si los grandes cuentos o historias que él supone que conoce y que eternamente rumia, aguardan allá en lo por venir o yacen muertos en el ha sido. Pero suponiendo, entonces, que asi es como se guardan los secretos, y como se recuerdan los cuentos legendarios, y como se echan también los maleficios indestructibles...

No. Ellos saben. Ellos no suponen. Él piensa en ellos, en su infalibilidad, en la belleza serena e inexpresiva de esos rostros que no pueden mentir, de esas manos que asignan tareas tan imposibles de rechazar como pretender arrancarse un anzuelo clavado en la garganta. Y él es ignorante, tan ignorante como un pez recién nacido; no sabe nada; ni tampoco quisiera saber, no querría preguntarles, suponiendo incluso (otra ventana que mira hacia dentro se abre sin ruido) que ellos quisieran responderle, si cierta noche de agosto cierto muchacho. Erguido sobre esas rocas que alzan la frente hacia el aire maldito. Un muchacho herido por una metamorfosis como alguna vez este estanque fue herido por el rayo. A causa de alguna afrenta, presumiblemente, sin duda tendréis vuestras razones, no lo toméis a mal, que no tiene nada que ver conmigo. Suponed tan sólo que ese hombre imagina que recuerda, imagina que su único recuerdo, y el último (el resto, todo el resto son meras suposiciones), es la horrible sensación de estrangulamiento en la sequedad mortífera del aire, la súbita fusión de los brazos y las piernas, la contorsión en el aire (¡aire!) y luego el alivio atroz de la zambullida en el agua dulce y fría donde ha de permanecer, eternamente.

Y suponiendo que él no pueda recordar
por qué
le ha sucedido esto: que tan sólo supone, soñando, que le ha sucedido.

¿Qué fue lo que hizo, que tanto os agraviara?

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