Read Pqueño, grande Online

Authors: John Crowley

Tags: #Fantástico

Pqueño, grande (75 page)

BOOK: Pqueño, grande
8.49Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Espera un segundo —dijo Auberon—. Papá...

—Y a ninguno de vosotros parecía importarle, realmente. Excepto a ti, creo. Bueno. Y no me parecía que a
ellos
les importase que yo no creyese en su existencia, ya que el Cuento seguía y tal, de todos modos... ¿No? Sólo que yo, lo reconozco, me sentía, sí, un poco celoso. Celoso de ti. Quién sabe.

—Escucha, Papá, escucha.

—No, si está bien —dijo Fumo. Si iba a mirar de frente, por Dios que lo haría—. Sólo que... Bueno, siempre me pareció que tú..., sólo tú..., no los otros..., podías haberlo explicado. Que tú querías explicarlo pero no sabías cómo. No, si está todo claro. —Alzó una mano para atajar cualquier posible evasión o equivocación de parte de su hijo.— Ellas, Alice, quiero decir, y Sophie y la tía Nube..., incluso las chicas..., ellas decían todo lo que podían, creo yo, sólo que nunca, nada de cuanto ellas pudieran decir era una explicación, no una
explicación
, por más que ellas creyesen que lo era, tal vez ellas creían haberlo explicado una y mil veces y que yo era demasiado estúpido para entender, y puede que lo fuera. Pero yo solía pensar que tú... no sé por qué... que tal vez yo a ti pudiera comprenderte, y que tú estabas siempre a punto de desembuchar...

—Papá...

—Y que si desde el comienzo andábamos desencontrados era porque tú tenías que ocultarlo, y por lo tanto tenías que ocultármelo a mí...

—¡No! No, no, no...

—Y lo lamento, de verdad, si acaso tú sentías que yo te estaba espiando todo el tiempo y metiéndome en tu vida y todas esas cosas, pero...

—¡Papá! Papá, ¿quieres por favor escucharme un segundo?

—Pero bueno, ya que estamos haciendo preguntas simples, me gustaría saber qué era lo que tú...

—¡Yo no sabía nada! —El grito pareció despertar a Fumo, porque alzó los ojos para ver a su hijo contraído, en una actitud de recriminación o confesión, y un fulgor demente en la mirada.

—¿Qué?

—¡Yo no sabía nada! —Repentinamente, Auberon se dejó caer de rodillas a los pies de su padre, su infancia entera dada vuelta de un manotazo vertiginoso: tenía ganas de echarse a reír, a reír como un demente.— ¡Nada!

—Acábala de una vez —dijo Fumo, intrigado—. Yo creía que por fin íbamos a hablar claro.

—¡Nada!

—Entonces ¿por qué siempre lo estabas ocultando?

—¿Ocultando qué?

—Lo que sabías. Un diario secreto. Y todas esas insinuaciones fantásticas...

—Papá. Papá. Si yo hubiera sabido algo que tú no sabías..., si yo hubiera sabido..., ¿habría pensado que la vieja orrería funcionaba y que nadie quería decírmelo? ¿Y qué me dices de
La arquitectura de las casas quintas
, que tú no quisiste explicarme...?

—¡Que yo no te quise explicar! Eras tú quien creía saber qué era...

—Bueno, ¿y lo de Lila?

—¿Lo de Lila?

—Bueno, ¿qué le pasó? La de Sophie, quiero decir. ¿Por qué nadie me lo dijo nunca? —Agarró las manos de su padre.— ¿Qué fue lo que le pasó? ¿Adonde fue?

—¿Y bien? —preguntó Fumo, frustrado hasta la desesperación—.
¿Adonde?

Se miraban uno a otro desafiantes, todo preguntas, ni una sola respuesta; y en el mismo momento comprendieron eso. Fumo se palmeó la frente con la mano.

—Pero cómo pudiste pensar que yo... que yo..., era tan evidente, quiero decir, que yo no sabía...

—Bueno, yo no estaba seguro —dijo Auberon—.
Pensaba
que a lo mejor tú fingías. Pero no podía estar seguro. ¿Cómo podía estar seguro? No podía correr ningún riesgo.

—Entonces, ¿por qué no...?

—No, no lo digas —dijo Auberon—. No digas: «¿Por qué no lo preguntaste?». Por favor, no.

—Oh, Dios —dijo Fumo, riendo—. Oh, Dios.

Auberon se sentó en el suelo, meneando la cabeza.

—Tanta faena —dijo—. Tanto esfuerzo.

—Me parece —dijo Fumo—, me parece que tomaré otro traguito de este brandy, si puedes acercar la botella. —Buscó a tientas su copa vacía, que había rodado por el suelo hacia la obscuridad. Auberon sirvió, para su padre y para él, y durante un largo rato guardaron silencio, mirándose de tanto en tanto por el rabillo del ojo, riéndose un poco, meneando la cabeza.— Bueno, ¿no es gracioso? —dijo Fumo—. ¿Y no sería de verdad gracioso —añadió, al cabo de un momento— si
ninguno
de nosotros supiéramos realmente nada de nada? Si por ejemplo tú y yo subiéramos ahora al cuarto de tu madre... —Se reía sólo de pensarlo.— Y le dijéramos, Oye...

—No sé —dijo Auberon—. Apuesto...

—Sí —dijo Fumo—. Sí. Yo estoy seguro. Bueno. —Recordó al doctor, años atrás, durante una expedición de caza que Fumo y él habían hecho cierta tarde de octubre. El doctor, pese a ser él mismo el nieto de Violet, ese día le había aconsejado a Fumo que era mejor no indagar demasiado a fondo ciertas cosas. En lo que está dado, lo que no puede cambiarse. Y ¿quién podía hoy imaginar lo que el propio doctor había sabido, después de todo, lo que se había llevado consigo a la tumba? El día mismo de su llegada a Bosquedelinde, la tía abuela Nube había dicho: «Las mujeres la sienten más profundamente, pero los hombres quizá sufren más a causa de ella...». Había venido a compartir su existencia con una raza de guardadores de secretos avezados, y había aprendido el arte de maestros consumados, aunque él no tuviese ningún secreto que guardar. Y sin embargo sí, él tenía secretos, pensó de súbito, claro que los tenía: aunque no podía contarle a Auberon lo que le había pasado a Lila, había más de un secreto acerca de Lila y acerca de la familia Barnable que él aún seguía guardando para sí, y no tenía ni la más remota intención de revelárselo jamás a su hijo, y se sentía culpable por ello. Cara a cara: bueno. ¿Y era suspicacia o algo parecido lo que hacía que Auberon se frotase la frente, mientras otra vez miraba absorto el fondo de su copa?

No; Auberon estaba pensando en Sylvie, y en las instrucciones de su madre para esa cosa tan fantástica, descabellada que tendría que hacer mañana en el bosque, un poco más allá del lago de la isla, y en cómo ella, en el momento en que Fumo entró en la cocina, había levantado un dedo hasta sus labios, y tocado luego los de él, sellando entre ellos una conjura de silencio. Una vez más levantó el índice y se acarició ese vello que, reciente e inexplicablemente, había unido en una sola línea sus dos cejas.

—En cierto modo, ¿sabes? —dijo Fumo—, lamento que hayas vuelto a casa.

—¿Hum?

—No, claro que no, que no lo lamento, sólo que... Bueno, yo tenía un plan; si no escribías o no aparecías pronto, yo iba a ir a buscarte.

—¿Tú?

—Sí. —Se echó a reír.— Oh, hubiera sido toda una expedición. Ya estaba en qué empacar, y tal.

—Debiste hacerlo —dijo Auberon sonriendo con alivio de que en realidad no lo hubiera hecho.

—Hubiera sido divertido. Ver de nuevo la Ciudad. —Por un momento se abismó en antiguas ensoñaciones.— Bueno, probablemente me habría perdido.

—Sí. —Sonrió a su padre.— Probablemente. Pero gracias, Papá.

—Bueno —dijo Fumo—. Bueno. Caray, mira la hora que es.

Abrazándose a sí mismo

Por la amplia escalera principal subió detrás de su padre. Los peldaños crujían donde y cuando siempre lo habían hecho. La casa nocturna le era tan familiar como la casa diurna, tan llena de recovecos que se había olvidado que conocía.

Se separaron en un recodo del corredor.

—Bueno, que duermas bien —dijo Fumo, y juntos se detuvieron en el charco de luz del candil que Fumo sostenía. Tal vez si Auberon no hubiese ido cargado con sus escuálidas bolsas y Fumo con el candelero, se habrían abrazado, tal vez no—. ¿Podrás encontrar tu cuarto?

—Seguro.

—Buenas noches.

—Buenas noches.

Contó los quince pasos y medio, tropezando con esa cómoda absurda cuya presencia allí, en su camino, siempre olvidaba, y su mano extendida encontró el facetado pomo de cristal. Una vez en la alcoba, permaneció en la obscuridad, aunque sabía que habría una vela y cerillas sobre la mesita de noche, sabía como encontrarlas, conocía el envés cubierto de cicatrices de la mesa donde podía frotar la cerilla. Los olores (los suyos propios, fríos, desvaídos pero familiares, mezclados con olores infantiles, de los mellizos de Lily, que habían acampado allí) le hablaban en un antiguo y constante murmullo de cosas pretéritas. Permaneció un momento inmóvil, viendo con el olfato el sillón desvencijado donde transcurriera gran parte de las horas felices de su niñez, lo bastante amplio como para que pudiera acurrucarse en él con un libro o un anotador, y la lámpara junto al sillón, y la mesa donde las galletitas y la leche o el té y las tostadas podían brillar, cálidas, a la luz de la lámpara, y el guardarropa de cuyas puertas, cuando quedaban entreabiertas, solían salir furtivamente fantasmas y figuras hostiles para aterrorizarlo (¿qué había sido de esas figuras, antaño tan familiares? Muertas, muertas de soledad, sin nadie a quien amedrentar); y la cama estrecha y la gruesa manta y sus dos almohadas. Desde una edad temprana había insistido en tener dos almohadas, aunque sólo en una apoyara la cabeza. Le gustaba la lujuria voluptuosa de las almohadas: incitante. Todo en su sitio. Los olores pesaban en su alma como cadenas, como cargas antiguas nuevamente asumidas.

Se desvistió en la obscuridad y trepó a la cama fría. Era como abrazarse a sí mismo. Desde que, con el estirón de la adolescencia, alcanzara la estatura de Llana Alice, sus pies, cuando estaba acostado en esta cama, al doblarse hacia atrás, habían cavado en el extremo del colchón dos depresiones. Las encontraron ahora. Los bultos estaban donde siempre estuvieran. En realidad, había una sola almohada, y ésta olía vagamente a pis. ¿De gato? ¿De bebé? No iba a dormir, pensó; no pudo decidir si habría hecho mejor en atreverse a embuchar un trago más del brandy de su padre o si se alegraba de que esta agonía fuese suya ahora, con tantas cosas que compensar, a partir de esta noche. Tenía, en todo caso, montones de cosas con que ocupar sus desvelados pensamientos. Se dio vuelta con cuidado hasta la Posición Dos de su invariable coreografía de la noche, y así permaneció largo rato despierto en la sofocante obscuridad.

Capítulo 4

Hablas como un Rosacruz, que a nadie

sino a un silfo amará,

que no cree en la existencia de un silfo,

y que, no obstante,

se enfada con el Universo

porque no contiene un silfo.

Peacock
,
Nightmare Abbey

—No, si ahora lo comprendo —dijo Auberon, con voz calma, en el bosque: en realidad era todo tan simple—, durante mucho tiempo no lo comprendí, pero ahora sí. Uno no puede, pura y simplemente, retener a la gente, no puede poseerla. Quiero decir que no es más que lo natural, un proceso natural, nada más. Encuentro. Amor. Separación. Y la vida continúa. Nunca hubo razón alguna para suponer que ella siguiera siempre igual..., quiero decir, «enamorada», ya sabes. —Ahí estaban, enfáticamente indicadas, las comillas de duda de Fumo.— No le guardo rencor, no puedo hacerlo.

—Se lo guardas —dijo el Abuelo Trucha—. Y no comprendes.

Nada a cambio

Había salido al amanecer, despertado por esa sensación abrasiva como de sed o hambre que siempre lo despertaba al alba desde que se había dado a la bebida. Incapaz de volver a dormirse, sin el más mínimo deseo de examinar la habitación, su habitación, que a la luz despiadada del amanecer parecía extraña, ajena, se había vestido. Con su gabán y su sombrero, contra la niebla fría. Y echado a andar cuesta arriba a través de los bosques, más allá de la isla lacustre donde se alzaba, envuelto en la bruma, el cenador blanco, hasta donde una cascada se vertía melodiosa, en un estanque profundo y sombrío. Allí había seguido, aunque sin creer, o tratando de no creer en ellas, las instrucciones que le había dado su madre. Pero, creyera o no, él era al fin y al cabo un Barnable. Bebeagua por parte de madre; su bisabuelo no desoyó su llamado. Ni hubiera podido, si hubiese querido hacerlo.

—Bueno, sí, pero yo quisiera explicarle a ella —dijo Auberon—. Decirle..., decírselo a ella por lo menos. Que no me importa. Que ella puede contar con mi
respeto
, si ésa fue su decisión, así que pensé que si tú supieras dónde está, al menos aproximadamente dónde...

—No lo sé —dijo el Abuelo Trucha.

Auberon retrocedió unos pasos de la orilla del estanque. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿Si la única información que le interesaba —la única de todas que ya no debería importarle indagar— le iba a ser siempre negada? ¿Cómo, en todo caso, pudo haberla solicitado?

—Lo que yo
no
entiendo —dijo al cabo— es por qué sigo haciendo tanta historia con todo este asunto. Quiero decir que hay montones de peces en el mar. Ella ha desaparecido, no la puedo encontrar, ¿por qué entonces aferrarme a ella? ¿Por qué la sigo inventando? Estos espectros, estos fantasmas...

—Oh, bueno —dijo el pez—. Tú no tienes la culpa. Esos fantasmas. Ésos son obra de ellos.

—¿De ellos?

—No quieren que lo sepas —dijo el Abuelo Trucha—, pero sí, obra de ellos; para mantenerte bien despierto; señuelos; ningún problema.

—¿Qué no es problema?

—Déjalos pasar. Habrá más. Déjalos pasar de largo. No les digas que yo te lo he dicho.

—Obra de ellos —dijo Auberon—. ¿Por qué?

—Oh, bueno —dijo el Abuelo Trucha con cautela—. Por qué; bueno, por qué...

—De acuerdo —dijo Auberon—. De acuerdo, ¿entiendes? ¿Te das cuenta de lo que quiero decir? —Una víctima inocente, los ojos se le llenaron de lágrimas.— Bueno, al demonio con ellos, en todo caso —dijo—. Espejismos. No me importa. Pasará. Fantasmas o no fantasmas. Que hagan lo que quieran, lo peor. No va a durar eternamente. —Eso era lo más triste de todo; triste pero cierto. Un suspiro tembloroso lo sacudió y pasó.— Es sólo natural —dijo—. No va a durar, no puede durar eternamente.

—Puede —dijo el Abuelo Trucha—. Y lo hará.

—No —dijo Auberon—. No, uno a veces piensa que sí. Pero pasa. Piensas... el Amor. Es una cosa tan total, tan permanente. Tan grande, tan... tan ajena a ti. Con un peso propio. ¿Sabes lo que quiero decir?

—Lo sé.

—Pero no es así. No es más que un espejismo, también él. Yo no tengo por qué hacer lo que él me ordena. Se marchita por sí solo con el tiempo. Y cuando al fin ha pasado, ni siquiera recuerdas cómo era. —Eso era lo que había aprendido en su parquecito, que era posible, razonable incluso, deshacerse de un corazón destrozado como de un cántaro roto; ¿quién lo necesitaba?— Amor es puramente
personal
. Quiero decir que mi amor no tiene nada que ver con ella..., no con la ella
real
. Es tan sólo algo que yo siento. Yo pienso que me une a ella. Pero no. Eso es un mito, un mito que yo invento; un mito sobre ella y yo. El amor es un mito.

BOOK: Pqueño, grande
8.49Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Love & Loyalty by Tere Michaels
Dark Wrath by Anwar, Celeste
Unnaturals by Merrill, Lynna
Thanks a Million by Dee Dawning
Thirteen Hours by Meghan O'Brien
Screwing the Superhero by Rebecca Royce
Alexander Hamilton by Chernow, Ron
Just Make Him Beautiful by Warren, Mike
The Dark Blood of Poppies by Freda Warrington