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Authors: John Crowley

Tags: #Fantástico

Pqueño, grande (76 page)

BOOK: Pqueño, grande
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—El amor es un mito —dijo el Abuelo Trucha—. Lo mismo que el verano.

—¿Qué?

—En invierno —dijo el Abuelo Trucha— el verano es un mito. Un cotilleo, un rumor. En el que no hay que creer. ¿Entiendes? El amor es un mito. También lo es el verano.

Auberon alzó los ojos hacia los árboles de dedos ganchudos que crecían por encima del estanque rumoroso. Miles y miles de yemas se abrían, se desenroscaban en hojas. Lo que le estaban diciendo, comprendió, era que nada, nada en absoluto había conseguido él en el pequeño parque con la ayuda del Arte de la Memoria: que continuaba, irremisiblemente, con su carga a cuestas. No, eso no podía ser. ¿O de verdad podría él amarla eternamente, vivir para siempre, en la morada de ella?

—En verano —dijo— el invierno es un mito...

—Sí —dijo la Trucha.

—Un cotilleo, un rumor, en el que no se debe creer.

—Sí.

Él la había amado y ella lo había abandonado, sin una razón, sin un adiós. Si él la amara siempre, si no hubiera muerte para el amor, entonces ella siempre lo abandonaría, siempre sin una razón, siempre sin un adiós. Entre esas dos piedras eternas, luz y obscuridad, él sería triturado eternamente. No, eso no podía ser así.

—Eternamente —dijo—. No.

—Eternamente —dijo su bisabuelo—. Sí.

Era verdad. Él comprendió, los ojos cegados por las lágrimas y el corazón negro de terror, que no había exorcizado nada, ni un solo momento, ni una sola mirada; no, con la ayuda del Arte de la Memoria sólo había refinado y bruñido cada momento de Sylvie que le fuera acordado, ni de uno solo de ellos podía ahora desprenderse para siempre. El verano había llegado, y todos los otoños serenos y todos los inviernos apacibles como sepulcros eran mito e inútiles.

—Tú no tienes la culpa —dijo el Abuelo Trucha.

—Debo decir —dijo Auberon, limpiándose las lágrimas y los mocos en la manga de su gabán— que no has sido muy consolador.

La Trucha no respondió nada. No había esperado gratitud.

—No sabes dónde está. Ni por qué me hacen esto a mí. Ni lo que yo debería hacer. Y por añadidura me dices que no pasará. —Ahogó un sollozo.— No por culpa mía. Vaya ayuda.

Hubo un largo silencio. La inquieta forma del pez lo contemplaba, a él y a su dolor, sin pestañear.

—Bueno —dijo al cabo—. Hay un regalo en esto para ti.

—Un regalo. ¿Qué regalo?

—Bueno. No lo sé. No con exactitud. Pero estoy seguro de que hay un regalo. No puedes no recibir nada a cambio.

—Oh —Auberon pudo notar el esfuerzo del pez por ser afectuoso.— Bueno. Gracias. Cualquier cosa que sea.

—Nada que ver conmigo —dijo el Abuelo Trucha. Auberon miraba fascinado la sedosa y ondulada superficie del agua. Si tuviera una red... El Abuelo Trucha se zambulló un poquito y dijo—: Bueno, escucha. —Pero no dijo nada más; y se sumergió lentamente hasta desaparecer de la vista.

Auberon se puso de pie. La niebla de la mañana se había disipado, el sol resplandecía, y los pájaros estaban extasiados, era todo lo que habían estado esperando. En medio de todo ese alborozo desanduvo el camino río abajo y salió al sendero que conducía a la dehesa. La casa, del otro lado de la cuchicheante arboleda, era puros tonos pastel en la mañana, y parecía estar abriendo los ojos. Una mota obscura en la primavera, empapado de rocío hasta las rodillas cruzó dando traspiés la vieja dehesa. No puede durar eternamente: lo hará. Tenía que haber un autobús que pudiera alcanzar al anochecer, un autobús que por un rodeo se encontraba con otro autobús que iba hacia el sur a lo largo de la carretera gris, a través de suburbios cada vez más densos, hasta el puente o el túnel entejado, y de allí a las hórridas calles que conducían por viejas geometrías ahumadas y sórdidas a la Alquería del Antiguo Fuero y al Dormitorio Plegable, donde estaría o no estaría Sylvie. Se detuvo. Se sentía como una vara seca, esa rama seca que el papa de la historia le regalaba al caballero pecador que había amado a Venus, y que no sería redimido de su pecado hasta que la vara floreciera. Y no había, no, florecimiento en él.

El Abuelo Trucha, en cuyo estanque también desplegaba sus galas la primavera, festoneando de tiernos hierbajos sus grutas secretas y haciendo acudir a los bicharracos, se preguntaba si habría en verdad un regalo para el chico. Ellos no daban regalos cuando no tenían que hacerlo. Pero el muchacho estaba tan triste... ¿Qué mal había en decírselo? Levantarle un poco el ánimo. El Abuelo Trucha no era un alma afectuosa, no ahora, no después de todos esos años; pero al fin y al cabo era primavera, y el chico, después de todo, era carne de su carne, o eso decían ellos. Esperaba, en todo caso, que, de haber un regalo para el muchacho, no se tratara de nada que le fuera a causar sufrimientos aún mayores.

Muy largos de vista

—Desde luego, yo siempre he sabido de ellos —le dijo Ariel Halcopéndola al emperador Federico Barbarroja—. En la fase práctica, o experimental, de mis estudios, eran un incordio permanente. Criaturas de vista elementales. Los experimentos parecían atraerlos, del mismo modo que una cesta de melocotones atrae de la nada a una nube de mosquillas de fruta, o un paseo por los bosques a los paros carboneros. Había veces en que yo no podía bajar ni subir las escaleras de mi santuario, donde trabajaba con las lentes y los espejos y esas cosas, ya sabe usted, sin tener un enjambre de ellos alrededor de mis talones y mi cabeza. Fastidioso. Nunca podía estar segura de que no afectaban los resultados de mis experimentos.

Bebió un sorbo del jerez que el emperador había pedido para ella. Él, sin prestarle demasiada atención, iba y venía, impaciente, por la salita de su suite. Los miembros del Club Bullicio de Bridge, Pesca y Tiro se habían retirado un tanto confusos, sin saber con certeza si se había llegado a alguna conclusión, y sintiéndose vagamente estafados.

—Y ahora —dijo Barbarroja—. Y ahora, ¿qué hacemos? Ésa es la cuestión. Creo que ha llegado el momento de atacar. La guerra ha sido declarada. La Revelación no puede tardar.

—Hum. —La dificultad estribaba en que Halcopéndola nunca los había concebido como criaturas dotadas de voluntad. Al igual que los ángeles, ellos eran meras fuerzas, emanaciones, condensaciones de una energía oculta, objetos naturales, en realidad, y no más dotados de
voluntad
que las piedras o la luz del sol. El hecho de que tuvieran formas que parecieran contener voluntades, de que poseyeran voces y rostros con expresiones cambiantes y de que revoloteasen por todas partes con un propósito aparente, ella lo había atribuido a la sutileza de la percepción humana, que ve caras en las manchas de las paredes de estuco, hostilidad o amistad en los paisajes, criaturas en las nubes. Ves una vez una de esas Fuerzas, y la verás con un rostro, y un carácter; eso es inevitable. Pero
La arquitectura de las casas quintas
veía las cosas de muy distinta manera: parecía afirmar que si había criaturas que eran meras expresiones de las fuerzas naturales, las emanaciones involuntarias de voluntades en formación, los médiums de espíritus que sabían lo que estaban haciendo, entonces tales criaturas eran hombres, no hadas. Halcopéndola se resistía a ir tan lejos, pero se veía obligada a pensar que sí, que ellos tenían voluntades así como poderes, y deseos así como deberes, y que no eran ciegos, sino por el contrario muy largos de vista; y eso ¿adonde la llevaba?

Ciertamente, ella no se concebía como un mero eslabón de una cadena tejida por otros poderes, y sin voz ni voto en la cuestión, como al parecer pensaban de sí mismas sus primas del norte. Desde luego que no tenía la más remota intención de ser un subalterno en sus ejércitos, que, presumía ella, era en lo que pensaban convertir al emperador Federico Barbarroja, fuera lo que fuese lo que él pensara al respecto. No: a ninguno de los dos bandos estaba dispuesta a entregar tan por entero su suerte. El mago es por definición aquel que manipula y gobierna aquellas fuerzas a cuya merced vive ciegamente el común de la gente.

Estaba en una espinosa encrucijada. El Club Bullicio de Bridge, Pesca y Tiro no hubiera podido ser jamás un adversario digno de sus poderes. Y en la misma medida en que ella aventajaba a esos caballeros, en la misma medida, quizá, fuera aventajada por aquellos de quienes Russell Eigenblick era el instrumento. Bueno: era, en todo caso, una contienda digna de ella, por fin: por fin ella y lo que ella sabía —ahora, cuando sus poderes estaban en su apogeo y sus sentidos agudizados al máximo— serían sometidos a prueba, a la prueba suprema, y se sabría hasta dónde podían llegar; y si resultaran ser insuficientes, no habría al menos en la derrota ninguna deshonra.

—¿Y bien? ¿Y bien? —dijo el emperador, sentándose pesadamente.

—Ninguna Revelación —dijo ella, y se levantó—. No ahora, si la hay alguna vez.

Él se sobresaltó, y sus cejas se alzaron bruscamente.

—Es que he cambiado de parecer —dijo Halcopéndola—. Podría ser lo más acertado que usted fuese presidente por un tiempo.

—Pero usted dijo...

—Hasta donde yo sé —dijo Halcopéndola—, legalmente los poderes de ese cargo están intactos; sólo que en desuso. Una vez instalado, usted podría utilizarlos contra el Club. Tomándolos por sorpresa. Encerrándolos...

—En la cárcel. Haciéndolos matar, secretamente.

—No; pero tal vez en los entresijos del sistema legal, de donde, si la historia presente puede tomarse como guía, no podrán emerger por mucho tiempo, y, cuando lo hagan, considerablemente debilitados y muy empobrecidos..., pobres como ratas, como se suele decir.

Él le sonrió desde su asiento, una sonrisa larga, lobuna, que casi la hizo reír. Cruzó los dedos anchos y romos y asintió, complacido. Halcopéndola se volvió a la ventana pensando: ¿Por qué él? ¿Por qué precisamente él, entre todos? Y se dijo: Si repentinamente se concediera a los ratones voz y voto en la administración de una casa, ¿a quién elegirían como ama de llaves?

—Y supongo —dijo— que el ser presidente de esta nación, ahora mismo, no habrá de ser, en muchos sentidos, muy diferente de ser emperador de su antiguo Imperio. —Lo miró con una sonrisa por encima del hombro y él la escrutó por debajo de sus cejas rojas para ver si no se estaba burlando de él.— Los mismos esplendores, quiero decir —dijo Halcopéndola mansamente, levantando su copa a la luz de la ventana—. Las mismas alegrías. Las mismas tristezas... ¿Cuánto tiempo, en todo caso, esperaba usted reinar esta vez?

—Oh, no lo sé —dijo él. Bostezó inmensamente, complacientemente—. De ahora en adelante, supongo. Para siempre.

—Eso es lo que yo pensaba —dijo Halcopéndola—. En tal caso, no es menester apresurarse, ¿no es verdad?

Desde el este, a través del océano, llegaban las sombras del anochecer: un crepúsculo complejo, lívido, se volcaba como un cántaro roto en el poniente. Desde la altura de estos ventanales, fuera de sus orgullosos espacios de cristal, la lucha entre ellos podía ser observada, un espectáculo para los ojos de los ricos y los poderosos que habitaban en los lugares altos. Para siempre... Halcopéndola tenía la impresión, mientras observaba la batalla, de que el mundo entero, en ese mismo instante, se estaba sumiendo en un largo sueño, o quizá despertando de él; si lo uno o lo otro, imposible saberlo. Pero cuando se volvió de la ventana para comentarlo, vio que el emperador Federico Barbarroja estaba dormido en su silla, roncando suavemente; y su respiración ligera agitaba los pelos de su bigote rojo y su rostro estaba tan sereno como el de un niño dormido: como si, pensó Halcopéndola, nunca se hubiese despertado.

Para siempre

—Oh —dijo George Ratón cuando abrió por fin la puerta de la Alquería del Antiguo Fuero para encontrar a Auberon en el portal. Auberon había estado golpeando y llamando a voces durante largo rato (en sus andanzas había perdido no sabía dónde todas sus llaves) y ahora se enfrentaba a George avergonzado, el primo pródigo.

—Hola —dijo.

—Hey —dijo George—. Tanto tiempo sin aparecer.

—Ajá.

—Me tenías preocupado, hombre. ¿Qué demonios te pasó? ¡Desaparecer así! ¡Qué chifladura!

—Buscando a Sylvie.

—Oh, claro, sí, y dejaste a su hermano en el Dormitorio Plegable. Un tipo adorable, en realidad. Y qué, ¿la encontraste?

—No.

—Oh.

Estaban frente a frente y se miraban. Auberon, todavía aturdido por su súbita reaparición en esas calles, no podía pensar una forma de pedirle a George que lo admitiese de vuelta, aunque parecía evidente que era ésa la razón por la cual estaba ahora allí, delante de él. George se limitaba a sonreír y a menear la cabeza, los ojos negros alertas a algo no visible: otra vez colocado, supuso Auberon. Aunque en Bosquedelinde mayo apenas comenzaba a desplegarse, la única semana primaveral de la Ciudad había ya llegado y pasado, y el verano, en todo su apogeo, exhalaba sus olores más intensos, como un amante en celo. Auberon lo había olvidado.

—Bueno —dijo George.

—Bueno —dijo Auberon.

—De vuelta en Granciudad, ¿huh? —dijo George—. ¿Estabas pensando...?

—¿Puedo volver? —dijo Auberon—. Lo siento.

—Hey, no. Genial. Mucho que hacer justo ahora. El Dormitorio Plegable está vacío... ¿Por cuánto tiempo pensabas...?

—Oh, no lo sé —dijo Auberon—. De ahora en adelante, supongo. Para siempre.

Una pelota arrojada al viento, eso era él, ahora lo veía muy claro, arrojada primero desde Bosquedelinde y que, saltando a gran altura, había ido brinco tras brinco a parar a la Ciudad, y rebotado entonces dentro de aquel laberinto, las paredes y los objetos con los que chocaba determinaban su camino, hasta que (no por propia elección) había sido lanzado de vuelta hacia Bosquedelinde, para allí rebotar otra vez, los ángulos de incidencia igualando los ángulos de reflexión, y de allí nuevamente a estas calles, a esta Alquería. Y hasta la más tensa de las pelotas tendría que acabar por detenerse, que saltar más bajo, luego más bajo aún, y al fin rodar simplemente, separando las hierbas; y entonces, sostenida incluso por las hierbas, rodar más lentamente, y con un pequeño balanceo detenerse al fin.

Tres Lilas

George pareció darse cuenta en ese momento de que estaba allí, a puertas abiertas, y, asomando la cabeza para echar una mirada rápida a la horrenda calle a ver qué podía estar por suceder, atrajo a Auberon hacia el interior y cerró la puerta tras de ellos, como lo hiciera ya otra vez cierta noche de invierno en otro mundo.

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