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Authors: John Crowley

Tags: #Fantástico

Pqueño, grande (81 page)

BOOK: Pqueño, grande
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»Sophie dice que te recomiende que cuides tu garganta, a causa de las bronquitis, en marzo.

»El bebé de Lucy va a ser un varón.

»¿No se está alargando demasiado el invierno?

»Tu madre, que te quiere.»

Bueno. Más obscuridad todavía, o por lo menos facetas extrañas de la vida de su familia que él no había conocido. Recordaba haberle dicho a Sylvie en una ocasión que en su familia nunca había pasado nada terrible. Eso había sido, por supuesto, antes de que se enterase de la historia de las Lilas falsa y verdadera; y ahora aparecía el pobre Harvey, un joven esposo, cayéndose del tejado justo a la hora del triunfo.

Podía utilizar esa historia. No había nada, empezaba a sospechar, que no pudiese utilizar. Tenía talento para ese trabajo: verdadero talento. Todo el mundo lo decía.

Pero, mientras tanto, su escenario volvía a estar en la Ciudad. Ésta era la parte fácil, un descanso de las otras, las escenas más complejas: todo era simple en la Ciudad: la depredación, las persecuciones, la salvación, el triunfo y la derrota; los débiles al paredón, sólo los fuertes sobreviven. Escogió, de una larga hilera que habían reemplazado los anónimos en rústica de George, uno de los viejos libros del doctor. Se los había hecho mandar desde Bosquedelinde cuando se convirtió en guionista de la televisión, y, tal como había esperado, le estaban prestando una gran utilidad.

El que había cogido era uno sobre las aventuras del Lobo Gris y, mientras bebía su whisky, empezó a hojearlo, buscando algo que robar.

Escapes

La luna era de plata. El sol era de oro, o al menos enchapado en oro. Mercurio era un globo azogado, azogado con mercurio, claro está. Saturno era lo bastante pesado como para ser de plomo. Fumo recordaba que la
Arquitectura
asociaba algunos metales con ciertos planetas; no con estos planetas: los de la
Arquitectura
eran los planetas imaginarios de la magia y la astrología.

La orrería, reforzada con latón y encastada en madera de roble, era uno de esos instrumentos de principios de siglo que no hubieran podido ser más racionales, materiales y elaborados: un universo patentado, construido con varillas, esferas, engranajes y resortes galvanizados.

¿Por qué entonces Fumo no podía entenderlo?

Miró con atención una vez más el dispositivo, una especie de escape libre que estaba a punto de desmontar. Si lo demontaba antes de comprender su función, dudaba de poder armarlo nuevamente. En el suelo, y abajo, encima de las mesas del corredor, había varios de estos escapes, todos limpios y envueltos en lienzos aceitados, y envueltos además en su misterio; este escape era el último. Supuso (no por primera vez) que nunca debió haberse metido en este brete. Volvió a estudiar el diagrama de la
Enciclopedia de Mecánica
que más se parecía al aparato polvoriento y oxidado que tenía ante él.

«E representa, en la figura, una rueda de escape de cuatro paletas y cuyos dientes se apoyan al girar en el trinquete curvo GFL. Una clavija, H, impide el excesivo retroceso de la paleta que un resorte sumamente delicado, K, mantiene en posición.» Dios, qué frío hacía aquí. Un resorte sumamente delicado: ¿éste? ¿Y por qué aquí parecía estar invertido? «La paleta B engrana el brazo FL, liberando la rueda de escape, uno de cuyos dientes, M...» Oh, caray. Tan pronto como las letras pasaban de la mitad del alfabeto, Fumo empezaba a sentirse atascado, impotente, como atrapado en una red. Cogió un alicate, lo volvió a dejar.

El ingenio de los inventores era asombroso. Fumo podía entender el principio de relojería en el que estaban basados todos esos artefactos: que a una fuerza impulsora —una pesa descendente, un resorte enroscado— se le impedía por medio de una rueda de trinquete consumir de una sola vez toda su energía, para que la fuese liberando poco a poco en rítmicos tics y tacs, moviendo uniformemente manecillas o planetas hasta que se consumía por completo, y que entonces se le daba cuerda otra vez. Todas las crucetas, los volantes, paletas, ruedas catalinas y tambores no eran otra cosa que dispositivos ingeniosos para mantener el ritmo regular del movimiento. La dificultad, la dificultad enloquecedora con esta orrería, aquí, en Bosquedelinde, residía en que Fumo no podía descubrir una fuerza motriz que la hiciera funcionar, o más bien había descubierto, sí, dónde se hallaba, en ese enorme cajón circular, negro y pesado como una de esas cajas fuertes de antaño, y la había examinado, pero pese a todo no alcanzaba a concebir de qué modo ese artefacto, que parecía diseñado para que otro lo impulsara, podría poner algo en movimiento.

Era una historia de nunca acabar. Se sentó sobre los talones y se abrazó las rodillas. Ahora, con los ojos a la altura del plano del Sistema Solar, miraba al sol desde la posición de un hombre en Saturno. De nunca acabar: el pensamiento despertó en él una mezcla de rencor impaciente, y de puro, intenso placer, algo que nunca había experimentado antes, salvo vagamente, cuando de muchacho había entablado relaciones con la lengua latina. El aprendizaje de esa lengua, cuando empezó a descubrir su inmensidad, le había parecido capaz de llenar su vida, todos los huecos e intersticios de su anonimato: se había sentido a la vez invadido y confortado por ella. Y la había abandonado al fin en algún momento a medio camino, después de haber lamido su magia como si fuera la crema del pastel; sin embargo, ahora su vejez acabaría la tarea: al fin y al cabo, también esto era una lengua.

Los tornillos, las esferas, las varillas, los resortes no eran una imagen sino una sintaxis. La orrería no reproducía el Sistema Solar en un sentido visual o espacial; de ser así, la bonita Tierra esmaltada en verde y azul tendría que ser una mota apenas y el aparato mismo por lo menos diez veces más grande de lo que era. No, lo que aquí se expresaba, por medio de las inflexiones y predicados de una lengua, era una
serie de relaciones
: y aunque las dimensiones fuesen ficticias, las relaciones mismas eran estrictamente exactas: porque el lenguaje era el número y se indentaba aquí como lo hacía en el firmamento: con la misma perfecta precisión.

Había tardado mucho en comprender este hecho, ya que no era un espíritu matemático y menos aún mecánico, pero ahora poseía su vocabulario, y su gramática empezaba a aparecer clara para él. Y suponía que, tal vez no pronto, pero con el tiempo, sería capaz de leer y comprender sus enormes frases de bronce y cristal, y que éstas no serían, como resultaron ser las de César y Cicerón, huecas casi todas ellas, tontas y sin misterio, sino que, por el contrario, le revelarían algo, algo equivalente a la codificación de que estaban investidas, algo que él necesitaba saber.

Unos pasos rápidos sonaron por la escalera y su nieto Retoño asomó por la puerta su pelirroja cabeza.

—Abuelo —dijo, paseando una mirada por el recinto y sus misterios—. La abuela te manda un bocadillo.

—Oh, fantástico —dijo Fumo—. Pasa.

El muchacho entró lentamente, con el bocadillo y una taza de té, los ojos fijos en la máquina, más atractiva y espléndida que un ferrocarril de juguete en un escaparate navideño.

—¿Anda? —preguntó.

—No —respondió Fumo, comiendo.

—¿Cuándo podrá andar? —Tocó una esfera, y retiró la mano precipitadamente cuando, con el suave desahogo del pesado contrapeso, se puso en movimiento.

—Oh —dijo Fumo—. Más o menos para cuando se acabe el mundo.

Retoño miró a su abuelo con temor y luego se echó a reír.

—Aw, qué estás diciendo.

—Bueno, no lo sé —dijo Fumo—. Porque no sé qué es lo que lo hace dar vueltas.

—Esa cosa —dijo Retoño señalando la caja negra parecida a una caja fuerte.

—De acuerdo —dijo Fumo, y se acercó a la caja, taza en mano—, pero la cuestión es qué hace andar a
ésta
.

Levantó la palanca que abría la puerta cerrada a presión (a prueba de polvo, pero ¿por qué?). En el interior, limpio y engrasado y listo para funcionar si pudiera, pero no podía, se hallaba el imposible corazón de la máquina de Harvey Nube: el imposible corazón, pensaba a veces Fumo, de Bosquedelinde.

—Una rueda —dijo Retoño—. Una rueda inclinada. Wow.

—Yo supongo —dijo Fumo— que tiene que funcionar por electricidad. Debajo del piso, si levantas esa tapa, hay un motor eléctrico grande y viejo. Sólo que...

—¿Qué?

—Bueno, que está con lo de atrás para adelante. Está ahí, con lo de atrás para adelante, y no por equivocación.

Retoño observó, pensativo, la disposición del aparato.

—Bueno —dijo—, tal vez esto hace andar a esto, y esto a esto, y esto a esto.

—Una buena teoría —dijo Fumo—, sólo que has vuelto al punto de partida. Todo hace funcionar a todo lo demás... Cada cosa tomando fuerzas de las otras.

—Bueno —dijo Retoño—. Si marchara a suficiente velocidad. Si funcionara con suficiente regularidad.

Veloz, y regular, y pesado era sin duda. Fumo reflexionó, pero sus ideas se atascaban en una paradoja. Si esto hacía andar a aquello, como era evidente que debiera hacerlo; y aquello hacía funcionar a esto, lo cual no parecía en modo alguno irracional; y si esto y aquello dotaban de energía a aquello y a esto... Casi la veía, articulada, ensamblada y accionada, las frases legibles a la vez hacia atrás y adelante, y por un momento apenas no pudo pensar por qué era imposible, salvo que el mundo es como es y no de otra manera...

—Y si la velocidad fuera disminuyendo —dijo Retoño—, tú podrías subir aquí de vez en cuando y darle un empujoncito.

Fumo se echó a reír.

—¿Y si te encomendáramos a ti ese trabajito? —dijo.

—A ti —replicó Retoño.

Un empujón, pensó Fumo, un empujoncito constante de algo o de alguien; un algo o alguien, lo que fuese, que no podía ser Fumo, él no tenía las fuerzas para hacerlo, él necesitaría inducir, Comoquiera, al universo entero a apartar por un momento la mirada de sí mismo y su interminable tarea y extender un dedo inmenso para tocar estas ruedas, estos engranajes. Y Fumo no tenía motivos para suponer que esa gracia especial le fuera concedida, a él, o a Harvey Nube, y ni siquiera a Bosquedelinde.

Dijo:

—Bueno, sea como sea. De vuelta al trabajo. —Empujó con suavidad la plomiza esfera de Saturno, y ésta empezó a andar, tictac, unos pocos grados, y tras de ella todas las otras piezas, ruedas, engranajes, varillas, esferas, empezaron a moverse.

Caravanas

—Aunque tal vez —dijo Ariel Halcopéndola—, tal vez no haya una guerra.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó, tras un momento de perplejidad, el emperador Federico Barbarroja.

—Quiero decir —respondió Halcopéndola— que quizá lo que a nosotros nos parece una guerra no sea realmente una guerra. Quiero decir que quizá, después de todo, no haya una guerra.

—No sea ridicula —dijo el presidente—. Claro que hay una guerra. Que nosotros estamos ganando.

Arrellanado en un amplio sillón, el emperador tenía la barbilla apoyada sobre el pecho. Halcopéndola, sentada al piano —un piano que ocupaba buena parte de la otra mitad del salón y cuyo encordado había hecho modificar para obtener de él cuartos de tono—, se complacía en tocar melodías plañideras de himnos antiguos armonizados de acuerdo con un sistema de su propia invención que en el piano alterado sonaban extraña, dulcemente discordantes. Ponían triste al Tirano. Afuera estaba nevando.

—No quiero decir —dijo Halcopéndola— que usted no tenga enemigos. Claro que los tiene. Yo me refería a la otra, a la larga, la Guerra Grande. Puede que no sea una guerra.

El Club Bullicio de Bridge, Pesca y Tiro, aunque desenmascarado (los rostros tensos, fríos de sus miembros, sus abrigos obscuros aparecían en todos los periódicos), no había caído en la celada —como Halcopéndola había sabido que no lo harían— con tanta facilidad. Sus recursos eran grandes; a cualesquiera cargos que se les imputaban ellos tenían contracargos para denunciar; y contaban con el mejor asesoramiento legal. No obstante (no habían prestado oídos a Halcopéndola cuando les advirtió que ello podía ocurrir), su papel en la historia había finalizado. La lucha no hacía más que postergar un desenlace que jamás había estado en duda. El dinero se amontonaba en los meandros de la causa y explotaba a veces como bombas, causando inesperados cambios de fortuna a los miembros, pero esos respiros momentáneos nunca parecían dar al Club tiempo suficiente para recobrarse. Petty, Smilodon & Ruth, después de haber cobrado honorarios enormes de todas las partes, se retiraron de la defensa, en medio de misteriosas circunstancias y amargas recriminaciones; poco tiempo después salieron a la luz grandes cantidades de documentos cuya procedencia hubiera sido inútil que intentasen negar. Hombres que tuvieron en tiempos poder y sangre fría podían verse en las pantallas de todos los televisores llorando lágrimas de frustración y desesperación, llevados a la rastra a los juzgados por alguaciles de guantes blancos o indiferentes policías de paisano. La conclusión de la historia no se divulgó a los cuatro vientos porque las revelaciones más escandalosas tuvieron lugar en el invierno en que la red de comunicaciones, que durante casi setenta y cinco gloriosos años iluminara a la nación como esas sartas de farolillos que se cuelgan del árbol de Navidad, fue bruscamente cortada en casi toda su extensión por el propio Eigenblick, para impedir que pudiera caer en manos de sus enemigos; en otras partes, por sus enemigos, para impedir que cayera en poder del Tirano.

Esa guerra —la guerra de la Gente contra la Bestia, esa Bestia que detentaba el poder y pisoteaba las instituciones de la democracia, y la del Presidente-Emperador en contra de los Intereses y a favor del pueblo—, ésa, era suficientemente real. La sangre derramada en ella era real.

Las fisuras que sus golpes habían causado en la sociedad eran profundas. Sin embargo:

—Si —dijo Halcopéndola— aquellos que hemos pensado que están en guerra contra los hombres vinieron aquí, a este nuevo mundo, por primera vez, aproximadamente en la misma época en que vinieron los europeos, es decir, más o menos en la misma época en que empezó a anunciarse el advenimiento de su segundo imperio, y si vinieron aquí por las mismas razones, en busca de libertad y espacio y nuevos horizontes; en ese caso, han de haber sufrido decepciones al igual que los hombres, amargas decepciones...

—Sí —dijo Barbarroja.

—Las selvas vírgenes en que se ocultaban gradualmente taladas, ciudades edificadas en las márgenes de los ríos y las orillas de los lagos, las montañas socavadas, y sin nada del antiguo respeto europeo por los espíritus de los bosques y los duendes y los gnomos...

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