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Authors: José Antonio Cotrina Javier Negrete

Tags: #Colección NOVA 141

Premio UPC 2000 (13 page)

BOOK: Premio UPC 2000
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Resignado, sacó un disco de la mochila y lo insertó en el ordenador para copiar los textos. Después pensó en guardar también la imagen de la mujer, pero una vocecilla le advirtió de que podía ser peligroso para su salud mental. Su dedo estuvo unos segundos pegado al interruptor del ordenador, y por fin voló al ratón y dio la orden de copiar.

Sueña conmigo.

Se dio la vuelta, sobresaltado. ¿Por qué siempre miraba a la Cámara de Berensky, cuando bajo aquella bóveda había varios rincones mucho más sombríos y amenazadores?

La tensión del caso, aquella cripta tecnológica en las entrañas de la tierra, la sugestión del relato de Carreño: todo le había afectado hasta el punto de sufrir alucinaciones acústicas. Un acúfeno, pensó, y se tranquilizó como si el hecho de ponerle un nombre ampuloso a aquel fenómeno significara tenerlo dominado.
Sueña conmigo.

Esta vez no trató de racionalizar. Se apresuró a colgarse la mochila de un hombro y salió corriendo de la sala. Una última mirada atrás le reveló una forma huidiza en la Cámara de Berensky. Huyó por el túnel con el corazón desbocado, dobló el recodo y se apresuró hacia la jaula de extracción que se veía al fondo. El ascensor no estaba en aquel nivel, como se temía. Apretó el botón de llamada cinco veces seguidas, hasta que se convenció de que eso no iba a acelerar la jaula.

Menos mal que nadie te está viendo, pensó. Se agachó, apoyó las manos en las rodillas para recobrar el aliento y miró hacia atrás. La galería estaba tranquila y bien iluminada. Nadie le seguía.

Se había dejado el casco en el laboratorio. Lo más normal era volver a por él. Tenía treinta y tres años, estaba en buena forma física, había pasado por situaciones muy apuradas en su profesión, y ahora no se iba a comportar como un niño que no se atreve a bajarse de la litera para apagar la luz de la habitación.

Pero en ese momento llegó la jaula y, qué diablos, Tecumpeh ya podría recoger el casco más tarde. Nadie se lo iba a llevar de allí.

Al menos, si era verdad que los seres de materia oscura no podían tocar los objetos de materia ordinaria, pensó con un humor que en realidad no sentía.

En el mismo momento en que dejó el coche en el aparcamiento del hotel y apagó el contacto, Rojo se dio cuenta de que había dejado en el laboratorio algo mucho más valioso que el casco: no había llegado a sacar del ordenador secundario el disco en el que había grabado los archivos de Carreño. Furioso, aporreó el volante. Consultó su reloj: las seis. Ya era de noche y no sentía ningún deseo de volver a la mina de Highwater en plena oscuridad. Tendría que fiarse de su memoria para la siguiente entrevista con Carreño.

Entró en su habitación de muy mal humor. Tiró el forro polar sobre la cama y una de las botas contra el cabecero de madera de arce. Estúpido, estúpido, estúpido. ¿Cómo le podía haber pasado eso? Había huido como un chiquillo asustado de un lugar oscuro porque en él, según un asesino posiblemente esquizofrénico, ocurrían cosas raras.

Se sentó al borde de la cama y empezó a quitarse la otra bota despacio tratando de concentrarse en el nudo y en los corchetes para recobrar su autocontrol. De pronto le vino un destello con la imagen de aquella extraña mujer, y a la vez un aroma que se fue tan rápido como había llegado, aun antes de que pudiera darse cuenta de que lo estaba oliendo. Sintió un intenso deseo de volver a contemplar el rostro de la mujer.

Estúpido, estúpido, estúpido. Te la has dejado en la cueva. La otra bota fue contra la pared y dejó una mancha negra sobre la cómoda. Tenía que tranquilizarse, su arrebato de ira no le ayudaría a verla de nuevo. Y tan sólo era una animación, una mujer virtual creada por un hombre que había perdido la razón a mil quinientos metros de profundidad buscando algo que seguramente no existía.

El teléfono tenía encendida una luz verde. Había recibido un mensaje. Activó el buzón de voz y lo escuchó. Era Olivia Rosen, diciéndole que le gustaría conocer su opinión sobre las grabaciones de Susan Grafter. Rojo se dio una palmada en la frente: con los preparativos de su visita a Highwater, se había olvidado por completo. Pero aún tenía tiempo de arreglarlo. Llamó a Olivia a su móvil y le preguntó si había hecho algún plan para esa noche.

—Podríamos quedar para cenar y discutir el caso —propuso. —De acuerdo, siempre que no terminemos muy tarde. ¿Qué tal si quedamos a las ocho y media?

Una hora infantil, pensó Rojo. Pero ya llevaba suficientes años en Estados Unidos y se había resignado. Olivia propuso ir al Penjab, un restaurante indio que habían abierto recientemente, y Rojo aceptó. Después de colgar se arrepintió, pues aún le seguía doliendo la boca del estómago. Acuérdate de pedir la variedad de curry más suave, se dijo.

Después encendió su portátil e insertó el disco que le había dado Olivia. Había en él unos setenta archivos sonoros, todos ellos de unos pocos Kb. Los ordenó por fecha, abrió el primero y se sentó junto al escritorio con papel y bolígrafo.

La voz que sonó era grave y gutural, y podría haberla confundido con la de un hombre. Apenas se distinguían las palabras. Rojo utilizó el programa ecualizador para limpiar algo de ruido y reforzar las zonas medias, y subió el volumen. Aun así, parecía que aquellas palabras venían del más allá. Tal vez la experiencia en la mina le había predispuesto, pero el vello de la nuca se le puso de punta.

«Sacadme, por favor. Este lugar es espantoso… No puedo [ininteligible] sin […].»

Rojo lo volvió a pasar tres veces, pero no logró entender las palabras que le faltaban. Pasó al archivo siguiente.

«Este lugar me está envenenando por dentro… Sacadme de aquí, por favor.»

Rojo mordió el bolígrafo. De pronto veía a su madre. Ella había dejado de hablar definitivamente cuando la narcolepsia llegó a su fase crítica, pero las palabras de Susan Grafter le recordaban la tortura que vio en su rostro durante semanas.

«El sol negro me está quemando. Su luz es de hielo y arranca la parte de dentro de la piel.»

«Sacadme, sacadme, sacadme, ¡¡sacadme, por Dios!!»

«Aquí ni el aire respira y el […] es gris que causa náuseas.»

«Sacadme de esta luz que me quema los oídos.»

Sinestesias, anotó Rojo. ¿Qué horribles sensaciones estarían pasando por el cerebro de aquella mujer para crear asociaciones de sentidos tan dispares?

«El sol de este lugar es un ojo ponzoñoso en el firmamento y [¿envenena?] los pulmones.»

«La gente que me rodea vive, pero no está viva. Están vivos, pero no viven.»

«Sacadme, por piedad, sacadme. ¡Me consumo, me consumo!» «Este cuerpo no me pertenece, siento repugnancia por él. ¡Quiero que me vomite!»

«¡Por Dios, me consumo en esta luz negra!»

Al cabo de unos minutos, Rojo dejó caer el bolígrafo y ya no fue capaz de tomar más notas. Después, cuando aún le quedaban veinte archivos por escuchar, cerró el portátil y salió a la terraza.

La noche era clara. La luna llena acababa de salir sobre las llanuras del este, y las bañaba con una luz amarillenta que a Rojo se le antojó sucia. Descubrió que necesitaba fumar y llamó a recepción.

—Por favor, súbanme una cajetilla de Marlboro.

—Señor, le recuerdo que no se puede fumar en las habitaciones.

—Por el amor de Dios, le juro que sólo voy a fumar en la terraza, que me tragaré el humo para siempre y que luego arrojaré la colilla al interior de un agujero negro, ¡pero súbanme el tabaco!

Minutos después, volvía a asomarse por la barandilla mientras aspiraba el humo con fruición. Tres años y cuatro meses había estado privándose de aquel placer. Le dedicó el cigarrillo a la luna llena, que ya había blanqueado su faz. ¿Qué más daba llenar de alquitrán los pulmones en un mundo en el que no se podía soñar, en un universo en el que el noventa por ciento de la materia era una oscura amenaza?

Cuando terminó el cigarrillo, lo aplastó en el suelo y se dijo que ésa era una más de las estupideces que había cometido en aquel día memorable. El tabaco le había revuelto el estómago y ahora le dolía aún más.

Entró de nuevo a la habitación y escuchó los veinte archivos que le faltaban. Después volvió a oírlos todos seguidos y no dejó de tomar notas hasta el final. Bien, todo aquello tenía un aire muy familiar: había escuchado declaraciones similares en pacientes esquizofrénicos que sentían sus almas como muertas y sus cuerpos como recipientes corrompidos. No tenía por qué asustarse de ello.

Pero había algo más, una impresión huidiza que se le resbalaba entre los dedos. Un
deja vu
, o más bien un
deja entendu
que no conseguía precisar y que no tenía que ver con su experiencia clínica, sino con algo mucho más reciente.

La psicóloga y él llegaron al restaurante a la vez. Tras examinar la carta y comprobar que no conocían prácticamente ningún plato, pidieron un menú de degustación y una botella de tinto de California. Cuando trajeron el vino, brindaron por el hermanamiento provisional entre psicología y psiquiatría. Rojo observó atentamente a Olivia. Llevaba un traje negro con una chaqueta cruzada que se abría sugerente, pero ni un milímetro más allá de la elegancia.

—¿Qué tal le ha ido su visita a la mina? ¿Ha encontrado oro? —le preguntó la psicóloga.

Rojo le contó parte de su visita a Highwater. La psicóloga se rió un buen rato con su descripción del Gran Jefe Tecumpeh, y luego le escuchó con interés mientras exponía sus teorías sobre el aislamiento y el estrés al que estaba sometido Carreño, enterrado (literalmente) en aquel lugar. Por el momento, Rojo se calló todo lo relativo a la hermosa mujer que había aparecido en la Cámara de Berensky y también a su salida poco airosa de la mina.

Olivia cambió de conversación.

—Bueno, ¿y qué opina de mi caso, señor doctor?

—Reconozco que esa grabación me pone la piel de gallina.

Olivia asintió con una sonrisa de circunstancias y bajó la mirada. Rojo se había dado cuenta de que, sin la bata blanca y lejos de la prisión, perdía parte de su seguridad.

—Es una especie de voz de ultratumba, ¿verdad? La primera vez que habló estaba yo sola en la UCI, y ya se puede imaginar el respingo que di. «Sacadme de aquí»… Brrrr…

—Sí, ése es el motivo central en todo lo que dice. —Rojo sacó un papel de notas del bolsillo de su chaqueta y leyó frases sueltas—: «Este lugar es espantoso.» «El sol negro me está quemando.» «Quiero volver», «Este cuerpo no me pertenece, siento repugnancia por él?», y etc., etc.

—¿No le llama la atención lo del sol negro?

—Se lo iba a decir yo ahora mismo. Ese tipo de expresiones que se refieren a un sol negro, a un mundo muerto, a estar rodeado por seres no-vivos, son muy frecuentes en los pacientes esquizofrénicos.

—Exactamente. Muchos esquizofrénicos se sienten distanciados de su propio cuerpo, como si fuese la base de un falso yo. Y la imagen del sol negro se me quedó grabada cuando era estudiante y leí
El yo dividido
, de Laing. Es impresionante.

—Ciertamente.

—No sé qué pensar, la verdad —dijo Olivia en tono resignado—. Tengo en la camilla a una paciente afectada por la narcolepsia de Pisani, que ya debería estar muerta hace meses y que desde luego no debería pronunciar palabra; pero lo hace, y por su boca parece hablar una esquizofrénica. ¿Qué más falta, un…?

—Ha dicho usted «por su boca» —la interrumpió Rojo—. Qué curioso, yo he pensado algo parecido. Es como si no fuera ella la que hablaba. Me ha dicho usted que Susan Grafter no tiene terminados los estudios elementales, y que fue condenada por prostitución. Resulta extraño que una mujer de esas características utilice expresiones como —volvió a leer—: «Este cuerpo no me pertenece, siento repugnancia por él», o «El sol de este lugar es un ojo ponzoñoso en el firmamento.» No digo que sea imposible, pero… ¿Antes de enfermar hablaba así?

—De ninguna manera. Su lenguaje era bastante más procaz, se lo aseguro. La llamaban «Susie Bocasucia», y para ganarse un mote así en una prisión hay que ser realmente mal hablada. Ahora, lo más que se permite es protestar de vez en cuando: «Me consumo, me consumo…»

Rojo volvió a tener esa sensación de
deja vu
, pero no logró atraparla.

—Usted también piensa que es como si no hablara ella, ¿verdad? —prosiguió Olivia—. Es como si hubiera brotado otra personalidad dentro de ella.

—Desde luego, en otra época se habría considerado un caso clarísimo de posesión demoníaca —reconoció Rojo.

—Tal vez estemos ante una clave importante para averiguar el origen del mal de Pisani, ¿no le parece? Quién sabe adonde se podrá llegar explorando el camino de su posible relación con la esquizofrenia.

—Brindemos por ello, Olivia —propuso Rojo.

La conversación tomó otros derroteros más personales. Olivia bajó el tono de la voz y empezó a mirarle más a la boca y menos a la frente cuando él hablaba. Rojo se empeñó en pagar la cuenta —«invita la Embajada», insistió—, y después fueron a tomar una copa. Más tarde acompañó a Olivia a la puerta de su casa, pero ella, como ya se había imaginado, no le invitó a entrar. Los signos corporales de aquella noche se podían resumir en un mensaje: «Tal vez tengas algo que hacer conmigo, pero sólo si te tomas tu tiempo.»

Tiempo no era lo que le sobraba. Una lástima, porque Olivia le atraía y además era una mujer interesante.

El tiempo se consume, pensó. Consumir, consumir, me consumo… ¿Dónde demonios había oído eso?

Carreño se sentó frente a él y le saludó con una sonrisa melancólica. —Veo que ha vuelto. Eso es que se cree al menos la mitad de lo que ha leído, ¿no es así?

—Sería mejor que yo hiciera las preguntas hoy, ¿no le parece?

Carreño se encogió de hombros, y mientras se ajustaba el Anóneiros por enésima vez, respondió:

—No tiene sentido contar algo que nadie va a creer. Si me gustara eso, me habría hecho profesor de instituto.

—No he venido aquí para creerle, sino para emitir un dictamen que le salve el pellejo, ¿se acuerda?

—Esa no me parece una respuesta muy apropiada para un psiquiatra. Debería usted decirme: «Oh, hábleme más de ello», o algo así.

—Y una mierda…

—Esa contestación sí que no me parece típica de un psiquiatra. Rojo trató de calmarse.

—Le voy a confesar una cosa —dijo—. Estoy de muy malas pulgas porque anoche volví a fumar después de tres años y cuatro meses. Y creo que la única forma de que se me pase es fumarme otro cigarro. ¿Le importa?

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